LOS ÁRBOLES DE la calle Tagensvej colgaban sobre la carretera, con las hojas verde oscuro, el color del fin del verano. Delante de la entrada gris hormigón del Hospital Universitario, las lavandas de los grandes tiestos de cemento lucían casi fluorescentes; una bolsa de chucherías amarilla se quedó, traída por el viento, en el estacionamiento de bicicletas. Jeppe tuvo que beberse tres tazas de café para despertarse y notar que el mundo iba a un ritmo acelerado. Tenía que tener cuidado al mirar el edificio; si no, empezaría a inclinarse sobre él. Ya le había escrito dos mensajes a Anna y ni siquiera eran las ocho. Miró el teléfono; no había respondido. Podría ser que estuviera esperando a tener un par de minutos a solas.
De la bruma del sol desde Blegdamsvej apareció Anette corriendo a pasos cortos y resoplando.
—Mierda de ciudad, no me jodas. He tenido que aparcar a tomar por saco, casi en Trianglen. Estoy machacada.
¡Machacada! Jeppe estaba tan exhausto que podría haber estado durmiendo un siglo. Le dio una palmadita en el hombro a su compañera.
—Buenos días. Vamos a entrar a verla. Está en observación en neurocirugía y van a hacerle un TAC en media hora.
—¿Estás bien? Se te ve raro, tienes los ojos rojos.
—Solo estoy cansado. Vamos, es en la novena planta.
Se detuvieron un segundo a darles los buenos días a los agentes uniformados que custodiaban la habitación y entraron con una enfermera pegada a ellos que iba advirtiéndoles. «¡No mucho tiempo! ¡No sean bruscos! La paciente acaba de despertarse y aún está débil.» Comprobó un gotero y salió de la habitación haciendo ruido.
El cuarto estaba oscuro debido a las persianas eléctricas de metal. En la cama estaba Esther de Laurenti mirándolos con los ojos abiertos como platos. Llevaba una venda en la cabeza y un gran apósito en el mentón, la caja torácica estaba protegida con adhesivos y la mandíbula y la mejilla izquierdas estaban moradas, casi negras. Comenzó a hablar nada más verlos.
—¿Saben cómo va la operación de Gregers? ¿Me harían el favor de comprobarlo? —preguntó incómoda y aún débil debido a la anestesia.
—Voy a preguntarlo ahora mismo, un momento —dijo Anette, que salió de la habitación con pasos enérgicos.
Jeppe cogió una silla y se sentó junto a la cabecera de la cama. Respiró profundamente y se obligó a mirar a la magullada mujer, sus heridas, su dolor y sufrimiento. A poner palabras a su parte de responsabilidad.
—Yo… perdón por…
Para su espanto, notó que la garganta se le cerraba y que se le quebraba la voz. Esther puso la mano sobre la del policía con cuidado. Jeppe se mordió el labio; ahí estaba, dejándose consolar por la víctima a la que no había conseguido proteger con eficiencia. La había cagado mucho más de lo que creía. Cuando todo aquello acabase, quizá volvería a pedir la baja. Para cuidarse.
Los pasos fuertes de Anette retumbaron a su vuelta. Esther levantó un poco la cabeza.
—Gregers está preparándose para la anestesia en este momento. Todo va bien. Teniendo en cuenta las circunstancias, está bien y lleno de confianza —explicó Anette, que se sentó en una silla baja mientras emitía un quejido de fatiga.
—Gracias. ¿Y mis perros?
—En el refugio para animales —respondió Jeppe mientras le daba una palmadita en la mano a Esther—. Están como reyes, tienen sitio para correr al aire libre y les dan pan con fuagrás de postre.
Esther asintió y se reclinó con cuidado sobre la cama.
—Es un alivio, ¡gracias!
Jeppe liberó su mano y sacó su libreta.
—Es conveniente que le hagamos algunas preguntas. Si no se ve capaz, puede decirnos que no.
Esther asintió y se rascó la cara por el dolor.
—¿Quién es? ¿Lo reconoció?
—¡Sí! —dijo titubeando, pues tenía la mandíbula inmovilizada, pero aun así parecía tranquila y serena—. Es uno de los de las huellas dactilares, el que va afeitado y con gafas.
Jeppe y Anette se miraron confirmando lo que sabían. David Bovin.
—¿Cómo y cuándo la atrapó? Teníamos a dos agentes en el portal de su casa —dijo Jeppe sin poder evitar un leve tono autoexculpatorio en la voz.
—Junto a los lagos, justo antes del puente Fredens Bro. Debió de seguirme desde allí y esperó su oportunidad. —Tragó saliva con dificultad—. Iba caminando hacia mí. Intenté gritar, pero no pude. Me puso algo contra la boca y presionó, olía muy fuerte. Lo siguiente que recuerdo es que me desperté en ese jardín junto al agua. Hacía sol; me desconcertó, porque creía que aún era de noche. Estaba muy mal. Sola. Había un andamio en la fachada de la casa, pero no vi a ningún obrero, aunque también es verdad que era fin de semana. ¿Me da un poco de agua, por favor?
Jeppe echó agua en un vaso que tenía una pajita. Esther bebió, carraspeó y volvió a beber. Casi no parecía que el agua hubiera menguado en el vaso.
—Estaba furioso, fuera de sí. Me ató los brazos a la espalda y me obligó a ponerme de cuclillas en la orilla, y me increpó y me amenazó con un cuchillo. Entonces empezó a golpearme y a darme patadas.
—¡La increpó! Pero ¿por qué?
—Tenía clarísimo que yo era su madre, que lo había dado en adopción al nacer y, por tanto, era culpable de la horrible infancia que había tenido. Me dijo cosas feísimas…
Esther hizo una pausa, se repuso y volvió a encontrar fuerzas, y Jeppe le dio tiempo. Se le humedecieron las mejillas sin haber emitido ningún sonido.
—Me habló de Julie y Kristoffer, de cómo los había torturado y matado. Fanfarroneó con eso, lo llamó «obra de arte». Despreció el miedo que tenían. —Cerró los ojos—. Es difícil hablar de esto.
Jeppe esperó a que volviera a abrirlos.
—¿Dijo algo sobre el porqué? —preguntó y carraspeó, tenía que quitarse el nudo que tenía en la garganta—. Es decir, de por qué los mató.
—No. Yo tenía que morir porque era su madre y lo había abandonado, pero no dijo nada de Julie y Kristoffer… —emitió un quejido suplicante, como el de un cachorrito que pide ayuda. Intentó disimularlo tosiendo—. Pero nombró a Erik.
—¿A Erik Kingo?
—Sí, habló de su misión común o algo así. Todo es un poco confuso. Fue asistente de Erik, pero ese proyecto tenía algo que ver con… con los asesinatos. Conmigo. Quería abrirme en canal; dijo que sería su última obra artística, su obra maestra.
La puerta se abrió y entró otra enfermera. Tenía las mejillas redondas y una trenza rubia que le caía por la espalda, y se la veía sana de una manera grotesca al lado del grupo que rodeaba la cama.
—Esther, vamos a prepararla para el TAC en un par de minutos, así que tiene que despedirse de sus visitas.
Le guiñó el ojo con alegría a Jeppe y salió de la habitación. En los hospitales, el contraste entre la vida y la muerte es afilado como un cuchillo, pero el paso de un lado a otro fluye inexorablemente. Miró a Esther. A pesar de las evidentes marcas tras el encuentro con la muerte, parecía más viva que nunca. Probablemente tuvo que defenderse.
Jeppe dejó que la puerta se cerrase por completo antes de hacer una pregunta.
—¿Por qué no la mató? ¿Cómo se libró?
—Le expliqué que yo no era su madre.
—Pero ¿cómo...?
Esther contuvo la respiración. Jeppe tuvo la sensación de que estaba tomando impulso para contar un relato que hacía mucho que tendría que haber contado, pero que aún le dolía compartir.
—En 1966 tuve un bebé que di en adopción. Yo tenía diecisiete años y mis padres opinaban que me destrozaría la vida… Pero él tiene treinta y pico; es decir, nació en los años ochenta. De ningún modo podría ser yo su madre. —Se quedó callada y, sin darse cuenta, alisó el edredón con la mano temblorosa—. Al principio no me creyó. Me pegó y me dijo que era una puta y una mentirosa. Le conté que solo tenía diecisiete años cuando tuve el bebé y le pedí que hiciera la cuenta. Eso solo hizo que se enfureciese aún más, me dio una patada tras otra y amenazó con arrancarme los ojos.
Se tocó con cuidado en un punto del ojo izquierdo.
—¿Y cómo hizo que la creyera?
—Seguí diciéndole la fecha de nacimiento una y otra vez, 18 de marzo de 1966. Está grabada en un medallón que llevo siempre. —Se llevó la mano a la clavícula para enseñárselo, pero las vendas la frenaron—. Lo vio y entonces cayó en la cuenta de que yo no podía ser su madre, de que alguien le había mentido—. Tragó saliva un par de veces y siguió hablando con la cara desencajada, como si el recuerdo le doliera más que las heridas físicas—. Le expliqué que el bebé que tuve fue una niña. Me lo dijo al oído una enfermera en total secreto, aunque en aquel entonces no podía. Una niña…
—¿Ahí paró?
—No, volvió a pegarme. Cuando me desperté, ya estaba aquí.
Jeppe levantó la vista y vio una procesión de celadores y enfermeras entrar en la habitación. Anette y él se levantaron y se dirigieron hacia la puerta tras haberle deseado una pronta recuperación a Esther. Jeppe consiguió sonreírle antes de que los echasen de allí y fueron hacia el ascensor.
Mientras bajaban, a Jeppe empezaron a zumbarle los oídos. Se los tapó, pero el zumbido persistió.
—PODRÁ IRSE A casa cuando hayamos terminado de charlar.
La asesora legal de la policía apoyó los codos en la mesa y se inclinó hacia delante. Llevaba desabrochado el vestido blanco por el calor que hacía en la oficina y le asomaba la parte de arriba del sujetador.
Anette observó a Christian Stender apoyada en la pared. Estaba hundido y no movía ni una ceja. Ulla Stender le acarició el brazo, pero no pareció percibir siquiera que ella estuviera allí. La piel de su rostro estaba blanca y empezaba a tener la misma textura que una mayonesa cortada. Algo iba mal en su riego sanguíneo.
El abogado de Stender apretó el botón de un bolígrafo de plástico un par de veces.
—¿Qué quiere decir? ¿Irse a casa? —preguntó con inseguridad.
La asesora juntó las manos en la mesa.
—La policía retira la acusación…
—Pero existe una confesión del señor Stender —replicó el abogado mientras se llevaba la mano al nudo de la corbata y alejaba el bolígrafo.
—... y tampoco presentará cargos por perjurio. Nuestros dos agentes del Departamento de Homicidios tienen algunas preguntas, pero después el señor y la señora Stender podrán irse a casa, a condición de que podamos contar con la colaboración del señor Stender.
El abogado hojeó sus papeles, nervioso.
—Mi cliente tiene derecho a que se le informe sobre lo que está sucediendo…
—¡Vete a casa, Ditlev!
Stender parecía una verdura flácida. Aun así, consiguió desprender autoridad.
—¿Cómo dices?
—Que si no hay cargos, no te necesito, ¿no? ¡Me cuestas más de cien euros por hora, así que vete a casa, tonto del culo!
El abogado se quedó algo impactado, pero recogió sus cosas, le dio un toque ligero en el hombro a Ulla y salió de la sala. Estaba avergonzada y miró disculpándose a Anette.
—Si retiran mi acusación, quiere decir que tienen otro culpable, ¿verdad? —preguntó Stender con total tranquilidad.
Anette dio un golpe a la pared y fue hacia la mesa. Apoyó las manos en ella y lo miró a los ojos, que estaban inyectados en sangre.
—Sí, tenemos un culpable. Sigue libre, pero sabemos quién es y tenemos testimonios que lo respaldan. Ahora la pregunta es qué le hizo confesar un delito que no había cometido.
Se puso recto lentamente y levantó los brazos por encima de la cabeza como un predicador apocalíptico.
—Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo…
—No podemos seguir con… —Anette dio un golpe en la mesa— … ¡con esta gilipollez! ¿Cuánto tiempo pensaba vacilarnos? ¿Qué tiene de valioso no encontrar al asesino de su hija? ¡Vamos, no me joda!
—Cuando miras largo tiempo a un abismo, también este mira dentro de ti. —Bajó los brazos y asintió—. Ulla, querida, por favor, ve al hotel y haz las maletas, nos vamos a casa.
Ulla parecía una mujer que hubiera atravesado siete infiernos en el último día y solo tenía su chaqueta a cuadros de Chanel como defensa ante el hundimiento definitivo. La perspectiva de volver a Sørvad sin la vergüenza de estar casada con un asesino en serie le daba algo parecido a un rayo de esperanza. Se levantó, dijo suspirando «eh, sí, voy» y se apresuró hacia la puerta y la libertad.
Stender señaló a Anette con su carnoso índice.
—Solo quiero hacer constar que no pueden amenazarme con nada. He perdido lo que más quería. Una pena de cárcel no cambiaría eso. ¿Entendido?
Seguía hablando despacio, pero Anette no tenía dudas de que lo decía en serio.
—A mi hija la mató un loco que trabaja para la policía, un hombre que ha participado en la investigación y ha puesto huellas delante de sus narices sin que se den cuenta. David Bovin. Tengo miedo de que… impresionara a mi hija. Julie no sabía cómo es la gente, era bondadosa. Lo metió en su vida y él la mató, le talló la cara y se ufanó de ello en internet. ¡Y ustedes lo ayudaron!
—¿Cómo se ha enterado de eso?
—¿Antes que ustedes, quiere decir? ¡Quizá la pregunta más adecuada es cómo no se han enterado ustedes!
Anette percibió que el enfado le estaba ganando a la apatía.
—Entonces, ¿no va a contárnoslo?
—Más les valdría ocuparse de cosas más importantes, como atrapar al loco.
—¿No quiere contarnos cómo ha sabido quién era el asesino? —Stender lo miró fijamente y no dijo nada—. ¿O iluminarnos y decirnos por qué se autoinculpó y obstruyó la investigación? ¿No le interesa que el culpable reciba el castigo que merece?
Stender golpeó la mesa con la palma de ambas manos y las tazas y los bolígrafos temblaron.
—Precisamente de eso iba todo esto, de que el asesino cumpliera el castigo, no de cumplir condena unos años con comida casera y mesas de pimpón. ¡Tenía que cumplir el castigo! —dijo mientras brillaba en sus ojos una locura endiablada.
—¿Y lo habría cumplido si usted hubiera ido a la cárcel en su lugar? —dijo Anette cruzándose de brazos e intentando aparentar más serenidad de la que sentía.
—No voy a decir nada más. ¡Bueno, sí! Una cosa: trataba de que ese cabrón recibiera su castigo, pero también de proteger a alguien que es más importante que yo.
—¿A quién se refiere? ¿A Kingo? ¿Era a él a quien tenía que proteger?
—¡Ja! Erik es un niño grande que puede cuidarse a sí mismo —respondió Stender mientras se secaba el sudor de la frente con la mano—. No, tenía que proteger a alguien más importante que todos nosotros juntos. Y ahora no diré nada más, así que pueden decidir si me dejan aquí o me sueltan. Me da lo mismo.
Se puso las manos en la tripa y se quedó esperando tranquilamente. Anette le hizo una seña a la asesora para que la acompañase afuera.
—¿Podemos retenerlo? —preguntó Anette tras cerrar la puerta.
—Es lo más fuerte que me ha pasado en toda mi carrera. Este hombre es totalmente… es… —dijo asombrada.
—¿Podemos retenerlo?
—Solo si presentamos cargos por falso testimonio y, dado el caso, obstrucción a la investigación policial. Pero creo que no queremos hacerlo.
—Tenemos que revisar su teléfono y su correo y ver con quién se ha puesto de acuerdo y en qué.
—Entonces, tendremos que presentar cargos y arrestarlo.
Anette asintió.
—Vale, hagámoslo. Siempre podemos retirarlos cuando lo hayamos investigado para que pueda irse y enterrar a su hija si no ha cometido ningún acto punible.
—Pobre Ulla Stender —dijo la asesora negando con la cabeza.
—Pobres todos nosotros.
ANETTE IRRUMPIÓ EN la oficina común, cogió una bolsa de cortezas del bolso y empezó a masticarlas metódicamente creando un infierno de crujidos. Estaba agitada. Jeppe observó el michelín que sobresalía de su apretada cintura y se preguntó si lo único que hacía su compañera cuando estaba estresada era comer, al contrario que él, que perdía el apetito por completo.
Cogió el teléfono y volvió a escribir. «Te echo de menos.» Él lo sabía. No era manera de escribir a alguien a quien no conoces bien, sobre todo cuando le has escrito antes dos mensajes y no has obtenido respuesta. Sonaba a desesperado. Dejó el teléfono y miró a su compañera.
—Bueno, ¿quién ha engañado a Christian Stender para que se autoinculpe de la muerte de su hija a cambio de hacerle algo feo a David Bovin?
Anette respondió masticando con la boca llena.
—El único que parece tener la cercanía necesaria con Stender, o que al menos sepamos que ha tenido una relación estrecha con Bovin, es Kingo. Erik Kingo es el nexo entre Bovin y Stender.
Jeppe sacó un par de cortezas de la bolsa.
—Pero ¿por qué le haría algo Kingo a Bovin? ¿Por qué no dejar que lo atrapemos, simplemente, y luego negar cualquier relación en el caso si es que la había?
—Porque Bovin sabe demasiado. Es peligroso.
Jeppe miró las cortezas que tenía entre los dedos y se arrepintió. Parecían lo que eran: piel muerta.
—¿Podemos ir a por Kingo? ¿Qué tenemos contra él?
Anette masticó pensativa.
—Mientras Stender no hable y no hayamos atrapado a Bovin, solo tenemos un montón de hipótesis. Sabemos que Kingo está relacionado con esto, pero no cómo. Vamos a suponer que Bovin canta cuando lo pillemos, que será dentro de nada.
Llamaron a la puerta. Sara Saidani se asomó a la oficina con una expresión de complacencia. Jeppe no recordaba la última vez que la había visto sonreír. Le sentaba bien.
—Tengo una persona a la que tenéis que conocer. ¿Os acordáis del exasistente de Kingo? Está en la sala cuatro.
—¿Ahora?
—Ahora mismo.
Anette se llevó a la boca la última corteza directamente desde la bolsa mientras se dirigía hacia la puerta. Jeppe la siguió mientras negaba con la cabeza.
Saidani bajó a la sala de visitas a buscar el teléfono confiscado de Christian Stender. Mientras tanto, Jeppe y Anette se hicieron cargo de la sala de interrogatorios número cuatro, donde se encontraba un hombre joven y delgado que se tocaba el collar con nerviosismo. Tenía la piel más negra que Jeppe había visto en su vida e iba vestido con una cosa azul chillón con triángulos de diferentes colores. Era como si un pájaro exótico se hubiera posado en su mundo de tonos fríos. Anette cerró la puerta para que no se escapase volando.
Jeppe se presentó dándole la mano y se sentó. Anette se apoyó en la pared y se introdujo las manos en los bolsillos del pantalón. El procedimiento habitual.
—Le han dado café, bien. La agente Saidani le ha contado de qué se trata, ¿verdad? —dijo Jeppe mientras sonreía al joven.
—Sabía que este día llegaría. Siempre lo he dicho, pero nadie ha querido escucharme. ¡Ese hombre es un puto loco! —exclamó con un habla rápida que quedó acentuada con el movimiento de las manos.
—¿Quién?
—¡El hijo de puta de Erik Kingo! ¿Quién si no? El mayor cabrón que ha habido nunca en la Tierra.
Jeppe hizo un gesto de interrogación con la mano.
—¿Por qué dice eso? ¿Qué le hace ser un cabrón?
—Manipula a la gente para que haga lo que se le pase por ese cerebro enfermo. Te dice que eres una estrella, que eres guapo, incomprendido, que te llevará a la cima. Lee en tu interior, te presiona para que saques lo mejor de ti y te hace amar como nunca antes has amado. Y luego… —Formó un cuenco con las manos, que de repente se abrieron— … te deja caer. Lo hizo conmigo y lo hace con todo el que sea tan estúpido como para confiar en él.
—¿Sabe quién es David Bovin, el asistente que estuvo después de usted?
Jake Shami se puso las manos en la nuca y miró al techo.
—No solo sé quién es, ¡lo conocí en persona! Cuando salí de la cárcel, lo primero que hice fue ponerme en contacto con él. Quería advertirle. Me sorprendí un poco cuando lo vi, era… bueno, bastante diferente a mí. Pero Kingo no es exigente mientras se haga lo que él quiere. En fin, que tenía el cerebro bien lavado; era imposible salvarlo. Kingo le había llenado la cabeza de mentiras sobre mí, así que se me quedó mirando con compasión. —Bajó las manos y las ahuecó delante de la boca—. Hola, mírame, joder. ¿Tengo yo pinta de que se me ocurra violar a una anciana? No fue idea mía, es que estaba absorbido por el mundo de Kingo.
—Entonces, ¿no pudo contarle nada a David Bovin?
—Para nada. Me quedé aliviado, por no decir emocionado, cuando oí que tenía un trabajo normal. Creí… sí, quizá creí que Kingo estaba perdiendo el norte. También es que se hace mayor.
Jeppe inclinó la cabeza.
—¿Cree que han seguido colaborando de otro modo?
—Con Kingo no hay que descartar nada. La verdad es que se puede pensar que el Bovin este sigue trabajando para él aunque oficialmente tenga otro empleo —dijo, y dio un profundo suspiro—. Es lo que hace Kingo. Crea un universo de fantasía donde estás tú con él contra el resto del mundo y nadie tiene que decidir lo que está bien y lo que está mal. A día de hoy, ya no puedo recordar la sensación, pero entonces habíamos construido un mundo juntos donde tenía sentido intentar obligar a una anciana a mantener relaciones sexuales. ¡Era arte, liberación, revolución! Todavía me avergüenzo al hablar de ello —confesó Shami, que cerró los ojos, se quedó sentado con la espalda erguida y asintió—. Lo quería muchísimo. Nunca llegaré a querer tanto a alguien como a Kingo.
—Pero ¿el amor era recíproco?
—Kingo solo se quiere a sí mismo; si acaso, a su hijo y a su nieta. Y seguro que afirmará que ama el arte, pero es mentira. Kingo solo ama su gran ego.
El teléfono vibró en el bolsillo de Jeppe. Pensó «Anna» antes de ver el número y responder.
—Kørner.
—Aquí la central de emergencias de la policía. Tenemos una testigo que cree haber visto al sospechoso hace media hora en el tren de cercanías hacia Køge. He mandado a un Mike para interrogarla. Dice que el hombre se bajó en la estación de Sjælør.
Un Mike era un agente con motocicleta del Departamento de Tráfico de Valby. Jeppe se irguió en la silla.
—¿Está segura?
—No al cien por cien, pero sí bastante segura. Lo ha descrito razonablemente bien. La altura y la corpulencia coinciden, y parece una testigo fiable. Hemos mandado dos coches patrulla.
—Espera, ¿has dicho Sjælør?
Jeppe miró el mapa de Copenhague que estaba colgado en la pizarra de la pared. Luego gritó, en parte a Anette, en parte al teléfono.
—¡Es él! Está yendo a la casa de Kingo. Haveforening Frem, en la calle P. Knudsen. ¡Mandad todo lo que tengáis, vamos hacia allá!
—¡Espera! —gritó el del teléfono—. Hay más. El sospechoso no estaba solo, iba con una niña pequeña.
Jeppe se quedó impactado, como si le hubiera dado un cólico nefrítico. Se levantó despacio y se guardó el teléfono en el bolsillo, intentando comprender lo que pasaba. Entonces echó a correr.