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COSTÓ MUCHO PERSUADIRLO, pero al final Esther de Laurenti consiguió que el amable celador la llevase en la silla de ruedas a la planta catorce, donde estaba Gregers. Por lo que había averiguado, la operación había transcurrido según estaba prevista, y en ese momento ya debería estar despierto y en su habitación. En el ascensor notó que se le aceleraba el corazón; se puso una mano en el pecho, sorprendida por lo intranquila que estaba por su viejo inquilino. Cuando entró, dos enfermeras estaban sentando a Gregers en una silla de ruedas, así que no debía de estar muy mal.

—Hola, Gregers. ¿Vas a salir?

El anciano levantó la vista como si hubiera oído a un espectro. Cuando la vio, abrió los brazos, tembloroso.

—Creía que… oh, he estado muy preocupado. Íbamos a bajar a verte. ¿Estás bien?

Al ver esa sensibilidad tan extraña en él, el miedo que había tenido Esther las últimas veinticuatro horas se esfumó. Le tendió la mano y él la agarró, y ahí estaban, dos debiluchos en un remolino, intentando mantenerse a flote. La calidez de Gregers le quitó la última capa de responsabilidad que sentía, y ya solo quedaban tristeza y arrepentimiento. Sus sollozos se mezclaron con las tímidas palabras de consuelo del personal del hospital, que les dieron agua y pañuelos.

Cuando lo peor de la tormenta sentimental se hubo calmado, los llevaron a la ventana para que estuvieran uno al lado del otro y mirasen las vistas de Copenhague mientras el personal se iba corriendo y sonriendo.

«¡Ay, esta gente mayor tan sensible!»

Y sí, bien sabía Dios que lo eran. Se cogieron de la mano con la luz del atardecer a sus pies. Se había roto el orden natural; los jóvenes habían desaparecido y los mayores permanecían, y nada tenía sentido excepto el calor que se daban las palmas de las manos.

A Kristoffer iban a enterrarlo el jueves, el mismo día que a Julie. A ella con coronas de cientos de euros y una lápida de granito en el panteón familiar; a él con un funeral no religioso en la capilla del Departamento de Medicina Forense, con la consiguiente incineración. Su madre le había dado permiso a Esther para celebrar la comida de después del funeral en una cafetería cercana al hospital, y esta esperaba que acudieran amigos y compañeros de trabajo. También accedió a que Esther financiase una tumba y una lápida para que no lo enterrasen en una fosa común. Esther necesitaba un lugar a donde poder ir cuando lo echara mucho de menos. Cuando aceptase lo que había pasado. Le dio una palmada cariñosa en la mano a Gregers y él se la devolvió. Así siguieron, con los ojos clavados en las torres lejanas de las iglesias. Gregers inspiró profundamente.

—No sabía que escribías libros.

—Ya no lo hago. Al menos, no la clase de libros que creía que tenía que escribir —dijo pensando que volver a escribir cualquier cosa era absurdo.

—Ah, lo digo porque yo trabajé una vez imprimiendo libros, pero en realidad nunca he conocido a nadie que escribiera uno.

—Por desgracia, sigues sin conocer a nadie que haya escrito uno, Gregers.

—No, pero a lo mejor algún día, ¿no?

«Nos estamos haciendo amigos», pensó Esther. Después de tantos años. Lo miró. Piel vieja sobre huesos fuertes, una mirada agradable. Simplemente, estaba oxidado porque llevaba mucho tiempo viviendo solo. Igual que ella.

—Gregers, me veo obligada a vender el edificio.

Las palabras salieron de su boca antes incluso de que hubiera pensado en ello, pero en cuanto las oyó, supo que eran válidas. Recordó la habitación que tuvo de niña con las paredes torcidas, a su madre junto a la vieja estufa de gas, cuando la cocina daba al patio. Se sentaba en el regazo de su padre mientras él le leía el periódico y el humo de la pipa flotaba a su alrededor, y ella dibujaba con tizas y jugaba en el patio con los demás niños. En aquella casa vio la cara de su madre por primera y última vez; allí dio su primer beso y llevó dentro a su única hija, y nunca pensó ni por un segundo en irse. Para ella no era solo una casa, era toda su historia.

—No puedo seguir viviendo ahí, es imposible.

—Lo entiendo —dijo mientras agachaba la cabeza.

—¿Sí? También es tu casa, no quisiera...

—Yo también lo he pensado. Nunca será lo mismo.

—No —confirmó con un nudo en la garganta—, nunca será un lugar seguro. Al menos no para mí, así que, cuando todo esto se calme, llamaré a una empresa de limpieza para que le den un repaso y la pondré a la venta. No debería ser difícil a pesar de… los asesinatos.

Gregers dio un fuerte suspiro.

—Mañana o pasado me darán el alta, si no hay complicaciones.

Esther asintió. Le dolían la caja torácica y la cabeza, y la mandíbula seguía hinchada, pero también la apaciguó la idea de poder volver a casa en un par de días.

—Pero… —añadió Gregers desesperado—, pero no sé adónde tengo que ir.

Esther le dio una palmadita más en la mano.

—Gregers, se me ha ocurrido una cosa. Quizá tú y yo tendríamos que irnos de vacaciones cuando nos den el alta. Un sitio cálido con buena comida, buen vino y quizá con mar, para sentarse a mirarlo. Y luego ya pensaremos adónde nos mudamos.

—¿Mudamos? Pero…

Él la miró, apartó la mirada, intentó hablar, pero no pudo. Cuando por fin recobró el control, le tembló la voz.

—¡Pero no quiero nada de música alta ni comida rara en la piscina! Y luego quiero una taza de café de verdad para desayunar, rediós.

Esther le sonrió.

—Te lo prometo, Gregers; encontraremos un sitio que tenga café de verdad.