38

JEPPE INSPIRÓ EL olor de la noche estival y se detuvo un momento ante el hospital, en medio del crepúsculo. Estaba muerto de cansancio y le dolían la espalda y el espíritu después de haber conocido en los últimos días la más absoluta depravación. Anette y él habían llevado a cabo otro agotador interrogatorio a Christian Stender, que en un primer momento se negó a creer que Kingo hubiera muerto y después se vino abajo y amenazó con ahogarse en el retrete más cercano. En aquel momento, Anette estaba tan fuera de sí que se ofreció a mantenerle la cabeza dentro.

Stender admitió por fin el acuerdo al que había llegado con Kingo, mediante el cual él se entregaría a la policía para evitar que arrestaran a David Bovin. Kingo, a cambio, prometió hacer que Bovin muriera de una manera terrible; tenía contactos que podían hacer eso. Algo así como un favor de amigo. ¿Qué no hace uno por su pluvial?

Jeppe interrumpió el interrogatorio y apagó la grabadora, con una pesadez en el cuerpo que nunca antes había experimentado. Su cuota de depravación humana estaba completa.

Anette llevaba todo el día inusualmente pálida, cansada y desilusionada, tanto como él. Recogieron sus cosas en silencio antes de salir del Departamento de Homicidios y bajar las escaleras. Ya en la calle, Jeppe pensó en intentar darle un abrazo, pero antes de llegar tan lejos, Anette ya le había guiñado el ojo y se había dirigido hacia el coche. En casa la esperaba Svend con los brazos abiertos y carne asada. Jeppe sabía que estaba en buenas manos.

Él no tenía a nadie que le hiciera la comida y estaba bien así. Tenía pendiente una conversación que no podía esperar hasta el día siguiente. Esther merecía saber la verdad. Ya que no había sido capaz de protegerla, al menos podría darle un poco de paz espiritual, así que atravesó la suave oscuridad estival de la ciudad hasta llegar al hospital.

Se la encontró en una silla de ruedas junto a la ventana con vistas a la ciudad. Llevaba una manta encima y estaba tan tranquila que Jeppe creyó que estaba dormida, pero cuando puso una silla a su lado, ella se movió.

—Buenas noches, Jeppe. ¿Qué haces aquí tan tarde?

—Hola. ¿Por qué estás a oscuras?

—Si se está mucho tiempo aquí, todo se vuelve oscuro. No tengo ganas de acostarme.

—Yo tampoco. ¿Te has enterado de lo de Kingo? ¿Y lo de Bovin? Que están…

—Sí, lo he oído.

Jeppe miró por la ventana hacia el cielo, que casi se había unido a los tejados.

—¿Tienes dolores?

—Grandes de narices —gimió—. Pero me dan unas pastillitas de morfina estupendas. Se llaman oxicodona, creo.

—¡Mis favoritas! —dijo Jeppe riéndose.

Esther también se rio. Luego se hizo el silencio y Kørner tomó aire.

—He estado charlando con Carl y Penelope Kingo, el hijo y la nuera de Erik, y creo que tienes que saber lo que me han contado.

Ella no dijo nada y Jeppe se sintió nervioso de repente, como si fuese a hacer un examen. Con el mayor tacto posible, le contó la verdad sobre la niña que Julie le dio en adopción al hijo de Erik. Las palabras salían de su boca hacia la oscuridad que los rodeaba, y a lo mejor gracias a ella parecían inocentes, como si pertenecieran a otra época.

—Todo el mundo quedó satisfecho con el arreglo. Todos excepto Julie. Creo que se arrepintió de haberlo hecho, pero, claro, es pura conjetura. El caso es que se puso en contacto con Carl y Penelope, y expresó su deseo de ver a Sophia cuando se mudó a Copenhague. Por lo que entendí, fue algo inocente, pero el simple hecho de que les hablase fue algo muy desagradable para la familia, en especial cuando Hjalti Patursson también se involucró y comenzó a exigir sus derechos. Esto debió de animar a Julie a presionarlos, si es que no fue él quien la incitó a hacerlo. La pequeña Sophia no sabe nada de su origen y los padres no tenían el más mínimo deseo de introducir a los padres biológicos en su paraíso. Imagina que de pronto hubieran querido quedarse con ella.

—Suena peligroso —dijo Esther con una voz transparente y lejana.

—Le hicieron saber a Julie que no era bienvenida, pero ella siguió llamando. La gota que colmó el vaso fue cuando Julie le envió a Sophia un oso de peluche y en la tarjeta puso que era para su estrellita. Los padres se quedaron paralizados. Erik Kingo prometió arreglarlo. Carl aclaró que pensaron que hablaría con Christian Stender.

—Pero ¿no lo hizo?

—Quizá al principio, pero la situación, con toda probabilidad, se agravó cuando Julie y él se vieron en tu cena. Quizá le añadió presión directamente amenazándolo con hacer público que él era el padre biológico de su nieta si no la ayudaba a ver a Sophia. Dudo que esta revelación les sentara muy bien a su hijo y su nuera, ni a su viejo amigo Christian Stender.

Oía a Esther haciendo ruido con la manta y tragando saliva, como si luchase contra sus sentimientos.

—Fue la noche en que les hablé de mi hija. Una historia paralela a la de Julie y a la vez un cebo plausible para David Bovin, que estaba buscando a su madre biológica. Se lo puse en bandeja a Kingo.

—Sí, debió de aprovecharse del simbolismo y el drama de la coincidencia. Bovin resultó una oportunidad única para quitarse de en medio a Julie de un modo espectacular.

—Y, de paso, hacerme daño a mí —añadió casi con apatía. Quizá fueron los analgésicos los que suavizaron su reacción—. Pero si Bovin quería vengarse de mí, ¿cómo lo convenció Kingo de matar a Julie?

—¡Tu libro! El manuscrito fue un regalo. Tú estabas describiendo el asesinato de una joven en tu propia casa y, si se producía en el mundo real, sería destructivo para ti. Esther de Laurenti sospechosa de asesinato y desprestigiada. Seguro que se lo vendió así.

—Eso es una locura —protestó.

—Sin embargo, es lo que seguramente ocurrió. Bovin se ganó la confianza de Julie, entre otras cosas, conociendo detalles íntimos que Kingo había leído. El apelativo de «estrellita». Julie te contó que estaba enamorada del hombre que había conocido en la calle y tú creaste el asesinato para tu libro a partir de esa información.

—Bloques de ficción y realidad. Yo sola no podría haberlo escrito mejor.

Su voz estaba tan llena de arrepentimiento que Jeppe no dijo nada más. Era una señora mayor, herida. Su aguante tenía un límite.

—Me gustaría saberlo, Jeppe —dijo como si le hubiera leído el pensamiento—. Va a doler, pero no quiero vivir en la ignorancia… Que yo metiera a Bovin en mi historia y le diese un guion del asesinato es lo mejor que podía haber soñado Kingo. Entonces, ¿qué salió mal?

Jeppe miró a la sombra oscura de la silla de ruedas que tenía al lado y sintió su intranquilidad. Ambos sabían lo que había sucedido.

—Kristoffer se metió por medio. Solo podemos conjeturar sobre qué sabía y por qué contactó con Bovin en vez de llamarnos a nosotros, pero mi suposición es que simplemente lo reconoció cuando fue a tomar tus huellas y aprovechó para dejar el portacelo en tu mesa. Kristoffer debió de ver a Bovin con Julie. La siguió la noche del asesinato, así que por qué no antes. Creo que quería enfrentarse a Bovin y decirle que lo sabía; quizá, directamente, quería vengarse. ¿Julie le gustaba mucho?

Jeppe no recibió respuesta alguna. No había nada que responder. La oscuridad hacía más fácil estirar el brazo y tomar de la mano a Esther. Ella le dio una palmada, agradecida, pero también algo impaciente, como para pedirle que sobreentendiera la respuesta.

—Kingo se enteró de que las cosas iban mal cuando Kristoffer apareció en la lámpara del teatro —prosiguió Jeppe con cautela—. Se ofreció a castigar él mismo a Bovin si Stender ganaba tiempo y se incriminaba. No podía arriesgarse a que interrogásemos a Bovin… Por supuesto, nunca podremos llegar a demostrar nada de esto, igual que no podremos demostrar que Stender empujó al profesor de Julie desde un acantilado, aunque eso fuera lo que pasó.

—¿Más asesinatos? ¿Eso también está sacado de un libro o sucedió de verdad? —dijo con una pizca de humor negro.

—Por desgracia, es muy real. Por qué tuvo que morir ese pobre hombre. Toda esa muerte. Y todo por un bebé.

Esther emitió un pequeño ruido a mitad de camino entre un suspiro y una risa.

—¿No es lo único por lo que merece la pena morir, Jeppe? ¿Por un niño?

LA NOCHE ERA clara. Esther de Laurenti no pudo dormir después de que Jeppe se fuera. Había sido muy atento y se negó a irse hasta no estar seguro de que ella estaría bien. Todos habían sido muy amables, médicos, policías y enfermeros. Amables y comprensivos. Un psicólogo se pasó durante el día y se tomó su tiempo para ayudarla a expresar sus sentimientos, pero Esther no tenía problemas en decirlo en voz alta: «Tengo miedo, estoy triste, me arrepiento». Eso no hizo que los sentimientos fueran más llevaderos.

La señora de la cama de al lado daba sus últimos estertores; incluso de noche, la habitación olía a pollo recocido y coliflor. Se puso a pensar en la bullabesa de Kristoffer, que solía tardar un día entero en hacerla. Solo para ocasiones especiales. Cuando salía de la universidad, él ya les había quitado la cáscara a los cangrejos, había fileteado el rape y hecho la rouille. El olor a marisco fresco volvía locos a los perros.

Esther se envolvió en el edredón gastado del hospital y fue despacio, resoplando e insegura, a las sillas del vestíbulo de la planta, que de día era un ir y venir de pacientes y familiares. Entonces estaba vacío. Se sentó en una silla y dobló las piernas bajo el edredón como una jovencita, se puso recta y echó la cabeza hacia atrás con cuidado.

Cuando era pequeña y murió su abuela, su madre le contó que la gente se convertía en estrella cuando se iba de este mundo. La idea le dio un susto de muerte. ¡Estar colgada allí sola helándose de frío por la noche! Aun así, hablaba con las estrellas cuando echaba de menos a su abuela, y la verdad es que se sentía más cerca de ella. «Cuando me muera, mi familia morirá conmigo —pensó Esther—. Ni siquiera existirá la casa tal como la conozco ahora. Tirarán mis cosas y las venderán, no habrá nadie que me recuerde ni mire hacia arriba para buscarme.»

En ese momento, cayó un meteorito dejando tras de sí una larga estela sobre el cielo de agosto.

«¡Oh!», llegó a decir en voz alta y cogió el medallón. Como respuesta, apareció una estrella fugaz. Y luego otra más. Y, de repente, el cielo explotó y le regaló una lluvia de estrellas a Copenhague. Esther aspiró la ráfaga de luz con esa euforia que se experimenta las pocas veces en la vida que uno sabe que es un elegido. Vio a los jóvenes bailando y resplandeciendo. A Julie. A Kristoffer. A la hija a la que nunca conoció. Y, de pronto, la luz del cielo lleno de estrellas alivió de forma incomprensible la tragedia que llevaba encima. La grandeza del universo.

«Sí, todos vamos a morir —pensó—. Pero aún no estoy muerta.»

LA NOCHE ESTIVAL había abrazado Copenhague hacía mucho cuando Jeppe se metió en el coche y se dirigió a su casa de Valby. Estaba tan cansado que se sentía enfermo y no estaba seguro de ser capaz de conducir.

El barrio de chalés estaba oscuro y tranquilo como solo la periferia puede estarlo de noche. Cerró el coche y subió por el camino del jardín con las piernas pesadas y arrastrando los pies, dudando de si tendría la fuerza suficiente para introducir la llave en la cerradura.

Algo le hizo levantar la vista desde la puerta principal. Intuición, quizá, un susurro desde las alturas. El cielo explotó en una lluvia de meteoritos blancos, silenciosa y violenta al mismo tiempo. Cerró los ojos un momento y vio la lluvia de estrellas en la parte interna de su párpado. De repente, oyó la voz de su padre.

—«Bonito, ¿no?»

Jeppe sonrió y dejó que las luces ardiesen dentro de él e iluminasen su mente. Notó la mano de su padre sobre él y recordó que juntos habían visto una lluvia de meteoritos en agosto. Las lágrimas de San Lorenzo. Pero quizá era un recuerdo inventado. Nos inventamos muchas cosas.

Lo primero que hizo cuando cerró la puerta fue mirar el teléfono y comprobar que Anna, como era de esperar, no había respondido. Por supuesto que no. Otra decepción, pero una de las menos importantes. Todas las relaciones encierran una dimensión de cariño y otra de dolor. Tomándolo todo en consideración, había salido de aquella con más de lo primero.

Se tragó un par de ibuprofenos con vino tinto templado de una botella que debía de llevar abierta varias semanas y notó enseguida en los labios el beneficioso picorcillo. Cogió la botella, se la llevó al salón y se tumbó en el sofá.

Therese y él habían comenzado un proceso de adopción en el momento en el que quedó claro que el tratamiento de fertilidad no sería productivo. Habían estado en innumerables charlas dolorosas y habían pasado fines de semana en conferencias edificantes, cuando habría pagado lo que fuera con tal de tener un bebé sin nombre en la puerta de su casa. Solo por detener las lágrimas de Therese.

Jeppe parpadeó. El caso se había acabado, tenía que sentir un mayor o menor grado de satisfacción.

La ropa de cama seguía en el sofá, olía rancia. Olisqueó el edredón y lo apartó con asco. Miró la polvorienta botella de vino con unos ojos que nadaban en cansancio y medicinas. ¿Era aquel su tope de miseria o podía caer aún más bajo?

De repente, se levantó e irrumpió en el dormitorio haciendo que la botella se volcase y destrozase para siempre la alfombra; de todos modos, la odiaba. Sin pensar demasiado, se dirigió hacia la antigua mesilla de noche de Therese y la cogió con las dos manos. Podía vivir teniendo las cajas en el garaje: los discos, las cartas y el birrete de Therese, que tapaban, como un graffiti malo, lo que una vez fue bonito. ¡Ya estaba bien de aquellos recuerdos de mierda! Con resolución, llevó la mesilla con el libro del Kamasutra por toda la casa hasta la puerta trasera y la tiró en la oscuridad, haciendo que aterrizase en el césped con un estruendo. La siguió la foto con Therese en el Tivoli.

Luego echó el cerrojo, se metió en la cama y se durmió.