CAPÍTULO 1
Antes que a cualquier otro sabor, me acostumbré al de mi propia sangre. Esa fue la razón por la que me mordí el labio hasta que el rojo resbaló por mi barbilla. Lo hice por recuperar uno de los matices de mi infancia; una infancia, por otra parte, regada de aromas sinceros, abrazos y bondades. Ya no había nada que me devolviera a aquellos lugares. Ni a aquellos, ni a otros menos lejanos.
Era una noche de noviembre. Leía Un mundo feliz de Aldous Huxley sobre mi cama cuando el reloj ya marcaba la una y media de la madrugada. Aparté la novela y suspiré. Hacía rato que había perdido el hilo. No dejaba de pensar en el paso del tiempo y en la muerte de todos mis sueños. Del mismo modo, mi alma se apagaba con la condena de idénticos días sin fin.
—¿Dónde lo puse?
Nerviosa, busqué aquel perfume. Apenas quedaban unas gotas, pero lo necesitaba más que nunca. Al encontrarlo, apliqué una descarga sobre mi muñeca y me perdí en la resonancia de lo más mágico. Mis músculos se aflojaron y, segundos más tarde, noté húmedas las mejillas. Después abrí la novela y leí la última frase que había subrayado. Había quedado grabada en mi mente.
—Si uno es diferente, se ve condenado a la soledad.
Entonces, oí un ruido en el exterior. Me levanté y caminé hasta la ventana. Desde el dormitorio, situado en la segunda planta de mi casa, distinguí a alguien agachado frente al respiradero del sótano. Fue un espejismo que desapareció ante mis ojos. Volví a la cama y dejé que la gravedad me hundiera sobre ella.
—Me estoy volviendo loca…
Soñé con mi esencia, con un amanecer y una danza de flores rojas. Muy pronto, me hermané con aquella realidad etérea. En el sueño, todo era perfecto y me invadía un profundo sentimiento de armonía. Entonces, alguien me abrazó por la espalda. No veía sus facciones, pero sabía que era la persona a la que amaba.
—Espera.
—Tienes que despertar —respondió.
Agarré sus manos en mi vientre y le contesté:
—Dime cómo encontrarte.
—No lo sé.
La luz se deshizo y desperté en la oscuridad de mi habitación. Esa noche tampoco había podido ver su rostro. Me levanté y, a través de la ventana, observé la iluminación ocre del exterior y las hojas rojas de los arces arrulladas por el viento. Estaba sola, enjaulada bajo la complicidad del mundo. Fuera todo estaba en calma. En maldita y triste calma. Hacía tiempo que esperaba por algo que sabía que nunca llegaría: el amor de los libros, el rostro del chico que aparecía en mis sueños. Entonces, cuando corrí las cortinas para volver a la cama, una melodía profanó el silencio. Temblé primero, después se me erizó la piel.
—Imposible.
Y dije imposible porque era una composición propia. Mía. Deslicé las cortinas, abrí la ventana de par en par y saqué la cabeza para mirar a ambos lados de la calle. Escudriñé con mis nerviosos ojos cada resquicio del vecindario. No vi nadie, pero alguien, fuera donde fuera, interpretaba la variación del sarabande de Haendel en re menor que escribí con dieciséis años. De forma instintiva, levanté el brazo y empecé a marcar el compás. Mi rostro debía mostrar las emociones que mi alma celebraba. La música sufría cambios de intensidad y tiempo en base a mis deseos.
—No puede ser una casualidad.
Me desvestí y caminé hacia el cuarto de baño situado al fondo del pasillo, en la misma segunda planta. Abrí el grifo, encendí unas velas y me introduje en la bañera. Respiré hondo cuando el vapor empezó a surcar mi piel y al rato me hundí en el agua caliente. Aunque con timidez, me sentía consumando el preludio de un ritual espiritual. El de mi libertad. Esa noche reclamaría mis alas. Saqué el brazo izquierdo del agua para mirar esa cicatriz que nunca debió existir.
—El mundo… está podrido.
Vivía la mayor mascarada de la historia, un presente vacío de sentido y esencia. Todo lo que me importaba estaba corrupto y envenenado de hipocresía. Vivía en un mundo para el que no había nacido, pero estaba segura de que esa noche encontraría mi lugar en él. El sarabande en el exterior cada vez resultaba más atrayente. Sentía miedo e ilusión. Fuera lo que fuera, estaba esperándome.
Todavía con el pelo húmedo, abrí los batientes del armario en busca de algo cómodo. Cogí un pantalón gris y mi blusa blanca. Me encantaba su tacto y aún retenía esa síntesis de olores que perdura en la ropa tras un evento en el que muchas personas te abrazan. Sólo la había usado el día de la graduación del conservatorio. Por un instante, recordé a mis padres aplaudiendo desde lejos.
Me eché unas gotas de la fragancia de azahar y después bajé las escaleras que llevaban a la primera planta. Al atravesar la casa, me detuve. Era difícil de explicar, pero notaba en ella mayor vacío que de costumbre. Con todo, el sonido del violín me condujo a la puerta trasera de casa.
Era una noche estigia. Con la cruel ausencia del sarabande en el viento me habría acobardado. No había luna, no había nubes, no había estrellas. Sólo una oscuridad que invitaba a esperar por la llegada del día. Al mirar atrás, distinguí una solitaria casa en las afueras de Aquerón. Hacía siete años que era mi hogar y esa noche escapaba de él reclamada por lo imposible.
Persiguiendo el sonido del violín, caminé por el sendero que conducía a las fábricas y me desvié hacia un camino de tierra. Estaba convencida de que el sarabande venía del interior de la alameda. A nadie se le habría ocurrido entrar ahí a esas horas, pero sentía que debía hacerlo, y eso hice. A paso ligero, crucé la alameda hasta llegar a un claro en mitad del bosque.
La melodía, procedente del centro de la llanura, era obrada por un intérprete. Parecía un hombre. Aprovechando que se encontraba de espaldas, me incliné y cogí una piedra punzante que escondí en la palma de mi mano. Después arranqué unas hojas de menta y las olí para simular una razón inocente. Al incorporarme, un precioso cielo de color púrpura recortaba las oscuras siluetas de los álamos. El cielo púrpura. ¿Estaba soñando o todo aquello era real?
—Al fin nos conocemos, Sofía —escuché.
Cuando el varón se apartó el violín del cuello, un cuervo de gran envergadura se posó a mi lado. Fue el primero de un batallón que me rodeó por completo. Entre graznidos, volví la vista al músico. Aparentaba unos cuarenta años y su cabello, blanco como la nieve, le llegaba a los hombros. Vestía un extravagante atuendo con adornos grises y negros. Parecía un aristócrata de la época victoriana.
—Sigamos decorando la noche.
De repente, brotaron del aire seis bastones de fuego azul que se hincaron en la tierra. Me fijé en cómo se había creado uno de ellos. Había sido arquitectura antes que fuego. Gracias al calor del entorno, conocí el rostro del violinista. El borde de sus ojos era oscuro y su mirada gozaba de una fuerza especial.
—¿Cómo conoces mi sarabande? —pregunté avanzando hacia él—. Estoy segura de que nunca se lo llegué a mostrar a nadie.
—Es una versión prodigiosa.
—¿Quién eres?
—Neco, el demonio de los caídos.
—Un demonio…
Alcé el brazo y lo amenacé con la piedra que escondía en la mano. Me sentí estúpida al confiar mi defensa a algo tan simple, pero era lo único que tenía. Quería huir, pero me rodeaba un mar de cuervos. Más de cien.
—Deja que me vaya —advertí.
Neco hizo una señal y los cuervos se apartaron dejando a la vista un pasillo espacioso que comunicaba con el inicio de la llanura. Me recordó a lo que Moisés había hecho en el mar Rojo. Deseé estar al otro lado, pero no me moví.
—Entiendo tu desconfianza, pero no corres peligro. De hecho, nunca has estado tan rodeada de aliados. Sólo quiero que consigas lo que quieres y ayudar al próximo viajero. Si me lo permites, te explicaré mi papel en tu viaje.
Dudé, pero le dije que sí.
—Las religiones han vertido estigmas sobre seres como yo. Todas hablan desde el miedo a su propia muerte. Sí, no soy humano, pero soy tu guía en este lugar y sé cuanto necesitas experimentar para ser libre y feliz.
Bajé el brazo y le dije:
—¿Me tomas por tonta?
—En absoluto.
—Pierdes el tiempo. No soy el tipo de persona que crees, ni me impresiona tu teatro. Aparte de mi partitura, no sabes nada de mí.
—En realidad sí.
Neco se acercó y se detuvo a poca distancia, la suficiente como para que me sintiera intimidada. Era muy alto y con el centelleo de los bastones de fuego descubrí que sus ojos poseían el mismo tono púrpura que el cielo.
—Me vuelvo a casa —dije.
Le di la espalda y empecé a andar.
—No puedes volver. Son las reglas de este mundo, y ni siquiera yo tengo poder sobre ellas. No puedes irte sin liberarte de una forma u otra.
Me giré y le dije:
—Sé dónde estoy, vengo aquí todas las semanas.
—Si siguieras en tu dimensión, no podrías verme.
—En mi mundo existen todo tipo de aberraciones.
Neco rio y expresó:
—Lo comprobarás al volver a la ciudad.
Uno de los cuervos graznó y mi respiración se aceleró. Neco se adentró entre ellos balanceando su violín con aire vanidoso. Me di cuenta de que buscaba al ejemplar que había graznado. Al localizarlo, le elevó el pico y acarició su pescuezo emplumado. Lo hizo con un mimo indiscutible. Nunca había visto un cuervo, pero estaba segura de que esa especie les doblaba en tamaño.
—No son cuervos normales, ¿verdad?
—No, son pensamientos —dijo Neco.
—¿Pensamientos?
Los miré otra vez. El plumaje de los cuervos presumía de un aspecto ligamentoso que centelleaba con el azul de las antorchas a través de sus sutiles movimientos en reposo. Pero, ¿qué les pasaba en los ojos? Una espesa película blanquecina cubría los ojos de todos los ejemplares.
—Están ciegos…
Neco se señaló la frente y dijo:
—La verdadera inteligencia ve más allá de los sentidos.
Lo seguí con la mirada mientras regresaba de entre los cuervos para situarse de nuevo frente a mí.
—Ahora debemos despedirnos, pero antes te advertiré de algo. Alguien tratará de engañarte y ese alguien es el origen de tu dolor, la causa por la que no duermes por las noches. Primero te hechizará y prontamente se manchará de sangre ajena. Llegado el momento, mis cuervos te desvelarán su identidad.
Sin pudor, le contesté:
—Me pareces el perfecto candidato.
—Mostrarás tu dolor y arrojarás a ese alguien al destino que merece. Tu desprecio, y sólo tu desprecio, será la sentencia de su condena.
—No lo olvidaré.
Pensé que se marcaba un farol, que aquella profecía formaba parte de alguna macabra travesura y que no tenía sentido. Lo que tenía claro es que quería irme de allí. Alcé la piedra y lo amenacé otra vez:
—Ahora, deja que me vaya.
—Por supuesto.
Retrocedí lentamente por el espacio que habían dejado los cuervos sin apartarle la mirada. Neco hizo un gesto con el arco del violín y dijo:
—No lo olvides, Sofía.
—¿El qué?
—Cuando otros se hundan, yo estaré ahí.
Arranqué a correr. Una presión en la nuca me incitaba a correr más y más rápido. Los cuervos ni se inmutaban a mi paso. Parecían estatuas. Una vez me hube alejado lo suficiente, miré atrás y fui consciente del tétrico escenario. Me fijé en los bastones de fuego, en el cielo púrpura y en la distribución de los cuervos respecto a Neco. Acababa de asistir a una extraña misa en mitad de la noche.