CAPÍTULO 5

Dagaz

 

—La noche y el día —escuché.

Abrí los ojos y distinguí una forma femenina sentada al borde del pilar. Me había quedado dormida dentro. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo y deduje que debía estar al borde de la hipotermia. Mi piel y mi ropa estaban teñidas de un negro que se diluía lentamente en el agua. Había recuperado la vista.

Aunque me escocían los ojos, mi visión era clara y nítida. Observaba los cuencos de cerámica que había roto al llegar y el rastro que había dejado al arrastrarme hasta la fuente. Estaba en un claro dentro del antiguo pinar.

Tras haber regresado de la oscuridad, los colores me parecían más vivos que nunca. Sentía que los que había percibido a lo largo de mi vida habían estado bajo un filtro que les restaba autenticidad.

—Dante…

No podía entretenerme. Intenté levantarme, pero estaba tan débil que apenas podía moverme. Con esfuerzo, me senté dentro del pilar y al hacerlo el cabello se me adhirió a la espalda. Aproveché para examinarla. La blusa estaba perforada, pero no había heridas ni marcas de cicatrización en mi piel.

Volví a intentar levantarme.

—Ten paciencia, debes recuperarte —dijo la chica.

—¿Tú quién eres?

—Milenci —contestó.

Observé su tez blanca, sus ojos grises y la tiara de oro que llevaba sobre su cabello trenzado. Sólo vestía una toga blanca, mística y primitiva. Era realmente bella. Parecía la diosa de una civilización antigua.

—¿Por qué estás aquí?

—Dímelo tú.

Milenci me miró con sus ojos penetrantes. Sus iris eran dos océanos insondables de hilos entrelazados entre sí. Parecían nervios eléctricos que se tejían y destejían de forma azarosa. Podía saberlo sin que me lo dijera. Milenci estaba esperando a que encontrara el hilo que afectaba a mi vida y obtuviera una respuesta.

—Eres mi guía, mi guía de verdad —concluí.

—Muy lista —sonrió.

Hundí un puño en el agua con violencia.

—¡¿Cómo has permitido esto?!

—Algunos pensamientos debilitan el alma y uno se convierte en lo que piensa.

Había estado a punto de convertirme en cuervo y Milenci lo sabía. No sabía qué decir. Sólo quería recuperarme y ya lo estaba haciendo. Cada segundo que permanecía en la fuente me concedía vitalidad.

—Entonces, ¿sabes lo que me ha pasado?

Milenci tomó aire y luego dijo:

—Sé todo lo que has sentido y sentirás a lo largo de tu vida.

—¿Qué eres, una especie de diosa del destino?

—Muy lista.

Mi mente regresó a lo que había vivido en el pinar y al dolor de aquellas alas negras desgarrando mi piel.

—¿Por qué esas alas? —pregunté.

—No todas las alas son sinónimo de libertad. Se trata de encontrar una libertad que no te esclavice aún más, ni requiera de la sumisión de otros.

No lo había hecho intencionadamente, pero sí. Realmente sentía que no había ganado mi libertad de forma limpia.

—No obstante, lo que has vivido no debía haber ocurrido. De haber podido evitártelo, lo habría hecho. Sin embargo —Milenci se mostró dubitativa e ilusionada—, que haya ocurrido significa que estás aquí por una causa trascendente. Más allá de ti. Debes tener un papel en el destino de otros.

—¿Yo? —pregunté.

—No había ideado un viaje escabroso para ti. Incluso quería que pudieras recordarlo con encanto. Nosotras debíamos habernos encontrado al dar tus primeros pasos en esta dimensión, no obstante, fuiste interceptada.

Lo que decía Milenci me resultaba chocante y poético, pero me agradaba escuchar su voz, dulce como la de una madre primeriza meciendo a su bebé. Era la voz más hermosa que había escuchado en mi vida. Además, un agradable olor a frambuesas flotaba en el ambiente húmedo que rodeaba la fuente.

—Si tú eres mi guía…

—Querrás saber qué es Neco.

Asentí con la cabeza.

—En este mundo habitan semidioses de distinto origen, no obstante, todos tenemos la función de lo que los griegos llamaron dáimones. Nosotros guiamos a los humanos que buscan el conocimiento último, la sabiduría perenne, y acto seguido los devolvemos a su dimensión. Neco no es como nosotros.

—¿Entonces?

Milenci se apartó un mechón de la cara y continuó:

—Sabemos que nació como cuervo en un antiguo imperio del norte y poco más. Él es una anomalía entre nosotros. Hace siglos que pasea por estas tierras y es experto en crear puentes entre nuestra dimensión y la vuestra. Neco observa a los humanos y los arrastra hasta aquí para engrosar su ejército de cuervos. Así aísla a sus víctimas, así ha impedido que te encuentre.

Recordé a Neco acariciando a aquel cuervo en la llanura de la alameda, orgulloso y convencido de su verdad. Acariciándolo del mismo modo que me acarició el cuello a mí antes de quitarme la vista.

Neco interpretó mi versión del sarabande de Haendel con absoluta precisión. La tocó como si yo misma la tocara. Los mismos pulsos de intensidad, la misma pasión en cada nota, los mismos silencios. Fue el reclamo perfecto. Nada sino algo que sintiera como propio me habría sacado de casa.

—No obstante, él fracasó porque no ve en ti lo que yo veo.

—Y, ¿qué ves? —pregunté a Milenci.

—Que eres fuerte.

—Qué va, soy todo menos fuerte.

—Tan fuerte que él no puede arrastrarte.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé porque conozco tu destino y tu destino es el camino que te labrarás sola, haciéndote consciente de cada uno de tus pasos. Lo sé porque, después de esta vivencia, brillarás con luz propia.

Mirando los restos de cerámica rota, confesé:

—No, no sabes nada… soy un desastre.

—No entiendo por qué.

Sentí rabia.

—¡Mírame! ¡¡Mírame bien!! ¡Apenas tengo fuerzas para hablar y he condenado a morir a la persona que amo! ¡Claro que soy un desastre! Cuanto más me esfuerzo por hacerlo bien, peor lo hago…

Milenci hizo una pausa y después dijo:

—Ya está bien de castigos. Vacíate de todo cuanto obstruya tu esencia. Abandona el blanco y el negro y aprende el idioma del color. Descubre la magia que te hace única y no temas encontrar tu sombra. Lo que niegas te somete, lo que aceptas te transforma. Lo dijo alguien de tu mundo.

—Jung —susurré.

Me trastocaba que Milenci viera más cosas en mí de las que quería mostrar. Dentro de mí habitaba un caos del que no me sentía orgullosa. Por otra parte, no quería tener una actitud lastimera, así que le pregunté:

—¿Por dónde empiezo?

Milenci respondió:

—Libérate de la culpa. La culpa destruye más que cualquier otra cosa y es la razón por la que las vivencias desagradables se repiten. Aprende de lo que has vivido y sigue adelante. Entras en la vida de los demás esperando una sentencia. Piensas que mereces un castigo porque te crees mala persona y lo cierto es que no lo eres. Debes perdonarte de corazón. Así, harás realidad tus sueños.

Resoplé y dije:

—Mis sueños ardieron.

—La ignorancia es miedo.

—La ignorancia es felicidad.

Milenci se inclinó hacia mí y apuntó:

—No, la ignorancia es dolor y usaste a alguien para taponarlo. Acudiste a quien podía alumbrar tu oscuridad a través de la suya. Todo lo negativo que viviste con Dante fue una recreación de lo que viviste de pequeña. Una niña, desconocedora de su herida, se enamora del niño en que se ve reflejada. Es a través de las heridas por donde entra la luz, por eso elegiste el mejor espejo.

No supe qué responder. Milenci traspasaba a voluntad cada uno de los muros que, de un modo u otro, me hacían sentir segura. Y cuando los había traspasado, todavía insistía en ser sal para mis llagas:

—Buscas libertad y nadie puede servírtela salvo tú misma, Sofía. Seguirás creando oscuridad hasta que permitas que el silencio te alcance. Y te persigue para llegar a un acuerdo, no para dañarte. Mientras no labres tu interior, tus mayores temores se harán realidad y lo llamarás destino o mala suerte. Y ahora, si anhelas los mejores vientos, suéltalo todo y olvídate de él.

—Eso es imposible —dije.

—Habla tu apego.

—Habla mi amor.

Milenci se levantó y miró al cielo.

—Dante era un puente, no un destino. Acéptalo. Fuisteis compañeros de viaje, pero él tiene su camino y tú el tuyo. Quizás os encontréis en otra vida, pero no en la misma. Debes seguir adelante y centrarte en ti.

—Milenci, no lo entiendes. Le hice daño.

—Y él te hizo daño a ti.

—Sí, pero yo lo he condenado a morir. Lo he juzgado por no actuar como yo quería durante la última etapa de nuestra relación y creo que él ni siquiera recuerda nada. Por más de seis años, Dante me amó como nunca pensé que una persona pudiera amar a otra. De forma espiritual, como se lee en los libros. Dante me aceptó, con mi luz y mi sombra, y me ayudó a crecer.

—Lo estás exculpando.

—No lo exculpo, es que lo conozco y puedo ver más allá de sus miedos. Estoy segura de que le pasó algo que no sé.

—Entiendo lo que dices y te digo lo mismo. Debes centrarte en ti y no hará falta que te convenza. Lo harás tú sola.

Los segundos pesaban sobre mi nuca.

—No, no entiendes lo que digo. Más allá de dependencias, puedes necesitar a una persona. Alguien te puede importar tanto que puedes necesitar ver su paz desde cerca. A veces, da igual en qué condición.

Milenci sonrió y volvió a sentarse.

—No eres culpable de cargar con un corazón en el pecho.

—Un corazón no es ninguna carga.

—Lo es si te pierde de ti misma.

—¡Basta! —grité.

Salí de la fuente con la sensación de que la oscuridad que portaba antes de entrar en ella había deformado mi figura. Luego saqué un coletero del bolsillo del pantalón y me recogí el pelo en una coleta. Milenci me observaba mientras escurría el agua de la blusa. Ya tenía fuerzas para continuar.

—Milenci.

—Dime.

—En mi libertad, elijo seguir creciendo sin perderlo de vista. Dante significa mucho para mí y está en peligro por mi culpa. No puedo abandonarlo, nunca me lo perdonaría. El miedo es lo contrario al amor y es mi destino enfrentarlo. Si tengo la oportunidad, seré honesta, conmigo y con él.

—Desgraciadamente, lo perderás.

—Eso no va a pasar.

—Así está escrito y así será.

—En mi vida estará escrito lo que yo escriba.

Milenci sentenció:

—Existe lo inevitable, y lo inevitable es todo.

—El amor humano asombrará a los dioses.

—Suerte, Sofía.

Dejé a Milenci sentada en el borde de la fuente y corrí entre los pinos deshaciendo la distancia que había avanzado ciega. Sorteaba las corrupciones y los lagos de lodo negro que se habían creado en las depresiones del pinar. Siguiendo mi propio rastro, me apoyé en el tronco que pudo ser mi tumba y lo salté con destreza. Al entrar en la ciudad, me encontré con un cielo de color ocre.

—Llegas tarde.

Miré hacia arriba. Me había hablado era un espectro oscuro que estaba en lo alto de un tejado. Por alguna razón, sentí la misma energía presente en aquel callejón donde Neco y yo vimos a las dos sombras. Me quedé abstraída porque brotaron de su espalda unos extraños apéndices de humo azul. El espectro tenía dos terminaciones en la cabeza que parecían cuernos de carnero.

Cuando reaccioné, le dije:

—No entiendo, ¿qué quieres decir?

—Que te lleva ventaja.

—¿Quién?

El espectro enmudeció y me dio la impresión de que se había vuelto inerte. Parecía parte del esqueleto en que se había convertido la ciudad. Sus cuernos seguían ondeando en el viento, pero no articulaba palabra ni se movía un ápice. Pensé en quién podría llevarme ventaja y, sin haber entendido su advertencia, continué corriendo con mayor velocidad que antes.

Atravesaba la ciudad en busca del bosque en que Dante y yo habíamos estado. Sabía que tenía que dirigirme hacia allí.

Aquel era nuestro Edén, nuestra nueva oportunidad, y no supimos verla. Al cruzar un callejón, un bando de gorriones salió al paso y empezó a escoltarme. Eran blancos con pequeños puntos negros. Quizás me invadió la sugestión, pero noté un impulso de energía.

Cuando ya veía el bosque a lo lejos y cruzaba una intersección, choqué de forma abrupta contra un muro invisible y caí al suelo. Apoyé las manos en el asfalto y me senté como pude. Después taponé la sangre que brotaba de mi nariz como la de un toro atravesado por espadas. Al levantar la cabeza, vi un remolino de plumas blancas y un montón de gorriones muertos en el suelo.

—¡Sofía, cuánta prisa!

—Neco…

—¿Acaban de decirte que llegas tarde y aun así corres?

—¿Tú cómo sabes eso?

Neco marcó sus palabras con antipatía:

—¡Odio a ese artificial!

—¿Qué artificial?

—El que fue creado por un humano y no por Dios.

Cuando lo miré, me escocieron los ojos y entonces, por primera vez, vi el verdadero aspecto de Neco. Una especie de cráneo retorcido y afilado como el pico de un pájaro presidía un cuerpo oscuro y descarnado envuelto en humo violeta.

—No te creía capaz de lo que has hecho. Me sorprende, y al mismo tiempo te felicito. Sin duda, subestimé tu inteligencia. Tras cegaros, la metamorfosis suele ser inminente; no entiendo qué ha ocurrido. Sea como sea, no triunfarás donde no te corresponde. Si no eres mía, no serás de nadie.

—Nadie es dueño de nadie.

—Lo cierto es que sí.

Me puse en pie y le grité:

—¡Dónde está Dante!

Neco rio.

—Sois pura contradicción…

—¡Dime dónde está!

—Hubiera sido un buen ejemplar.

—Neco, lo arrancaré del destino al que le he arrojado. Recorreré este y los mundos que sean necesarios hasta encontrarlo.

Neco suspiró y dijo:

—Empieza a cansarme tu historia.

Tragué saliva.

—Muerte a los reyes impíos… ¡y muerte a la reina!

Neco gesticuló y un raudal de cuervos emergió de la nada. El batallón me pareció más intimidante que nunca. Avanzaban hacia mí tejiendo de oscuridad el cielo de color ocre. Cerré los ojos sintiendo absoluto terror. Pensé en las palabras de Milenci. A pesar del miedo a su propia luz, Dante era la persona más fuerte que había conocido en mi vida. Y yo había reflejado su luz durante años. De repente, me abandonó hasta el último resquicio de miedo. Dante era mi espejo.

—Milenci, lo entiendo.

Levanté el brazo y un torrente de luz se abrió paso en mi interior. Un fuerte latido zarandeó las hojas de los árboles y después se hizo el silencio. Abrí los ojos. Los cuervos flotaban en mitad del cielo dorado dejando a su paso una estela de partículas luminosas. Aunque seguían avanzando hacia mí, el tiempo corría lentamente. Neco, a lo lejos, también estaba sujeto a la misma ingravidez. Literalmente, sentía que sostenía una montaña con el brazo.

Miré de nuevo a los cuervos. Era difícil de percibir a simple vista, pero había grandes diferencias entre ellos. Diferencias que hablaban de su humanidad perdida. Quizás cada uno proviniera de una época distinta y tuviera una historia que acababa en la misma condena. El enjaulamiento en la piel de una bestia. Sentí auténtica compasión cuando el brazo ya me temblaba frenéticamente.

Me dirigí a ellos:

—Sé que habéis sentido vacío y desolación. Conozco vuestro dolor porque vuestro dolor también es el mío. Sólo os pido que abráis los ojos. Nada más. Neco no nos libera: nos colecciona. Neco se sirve de nuestro dolor y cobra su venganza a través de nosotros. ¡Despertad, por favor! Si estas son mis últimas palabras, aunque no lo entendáis, debéis saber que os amo de corazón.

No pude sostener más el peso del tiempo. Fuera cual fuera el juicio que los cuervos decidieran para mí, lo acataría. Bajé el brazo y, tras otro fuerte latido, el tiempo volvió a correr con normalidad. De rodillas, volví la vista a ellos. En medio del ocre, avanzaban hacia mí graznando con violencia. Apreté los ojos dando por hecho que me esperaba un final idéntico al de Víctor. Entonces, sentí potentes ráfagas de viento a mis lados. Algunos cuervos me zarandeaban, pero no sentía dolor.

Los cuervos pivotaban alrededor de mí y se dirigían hacia Neco gritando con mayor ímpetu que nunca. Algunos se perdían en el horizonte y otros embestían a su creador. Celebré en silencio que me hubieran escuchado, que hubieran entendido mis palabras. De alguna forma, su consciencia resistía en ellos y si su consciencia resistía, existía la posibilidad de que fueran libres.

—Se acabó —dije.

—No, Sofía, no es el final. Yo soy eterno y estaré allí donde se me reclame. Lamento verdaderamente que no hayas comprendido mi voz, pero tienes mi aplauso. Ojalá nos encontremos en otras circunstancias.

—Ojalá no —sentencié.

Ignoré las demás palabras de Neco, que empezaban a sonar melancólicas y, haciendo acopio de toda mi energía, me incorporé y seguí corriendo hacia el bosque. Estaba algo desorientada, así que tomé de referencia el campanario y en pocos segundos supe qué dirección debía tomar.

—Dante, ya voy.

Había recorrido un largo trecho entre los edificios cuando aquellos gorriones blancos me alcanzaron para volar de nuevo a mi lado. Jadeaba aceptando pequeñas verdades que aparecían de forma repentina en mi mente. Me sentía libre y era una libertad auténtica. Sentía amor y verdadero respeto por mi identidad. Al entrar en el bosque, los pájaros se esparcieron por el entorno.

Un nudo de ramas destacaba en lo más alto. Escalé buscando los puntos donde las ramas, que eran gruesas como sierpes de madera, se cruzaban a distintas alturas. Escalé hasta alcanzar tanta altura que sentía vértigo. Entonces, noté algo sobre la cabeza. Me llevé la mano a la frente y observé mis dedos. De aquel nudo de ramas goteaba sangre. Miré hacia arriba y descubrí su cuerpo.

—¡Dante!

Escalé unos metros más y llegué al punto más alto del bosque. El abdomen de Dante estaba atravesado por numerosas ramas. Tenía un brazo colgando, desde donde goteaba la sangre. Me estiré y conseguí agarrarlo de la mano. Estaba fría, y su piel traslúcida y azulada. El mundo se me partió en dos.

—¡¡Dante!!

Dante estaba muerto. Todo lo que había hecho no había servido para nada. Todo había acabado. Había apagado su sonrisa para siempre. Apreté su mano y rompí a llorar. No podía seguir mirándolo, me temblaban las piernas.

Resbalé con la sangre que había en las ramas y la gravedad me arrastró. Cayendo al vacío desde la cima de nuestro Edén, susurré:

—Lo siento.