CAPÍTULO 7

Crisantemo

 

Era un sábado catorce de mayo. Habían pasado seis meses de aquella noche mágica y algunas partes de mí habían sanado. Sin embargo, aunque tenía más orden, mi miedo aumentaba cada día. Cada vez me sentía con menos derecho a acercarme a Dante. Tenía miedo de alterar la paz que hubiera podido alcanzar. Entendía que pudiera resultarle una persona incómoda o que me odiara. Por otra parte, también tenía miedo de perder la paz que yo misma había conseguido.

—Esta noche no esperes despierta, mamá.

—¿Vas a la ciudad?

—Sí —asentí con innegable vergüenza.

—¿Sola?

—Sí —dije más resuelta.

—Ten cuidado.

Algunos fines de semana cogía el coche de mamá y conducía hasta Aquerón. Allí paseaba por lugares que Dante y yo solíamos recorrer juntos. Me seguía castigando por haberle dañado en dos mundos distintos, aunque trataba de tener presente aquello que Milenci me había dicho sobre la culpa. Fuera como fuera, no me atrevía a ir a su casa. Pensaba que, de no poder verle, se me vendría el mundo encima; y de poder verle, no sería capaz de mirarlo a los ojos. De todas formas, ya sabía que él estaba bien. Lo había comprobado hacía tres meses, la noche de San Valentín.

En el conservatorio tenía buenos compañeros, pero había decidido no ofrecerles más confianza de la necesaria. Era un clima muy competitivo y prefería ser tan reservada con mi vida personal como lo había sido siempre. Sin embargo, sí que me apetecía contarle a la chica amable que conocí aquella noche, Carlota, la pelirroja con pecas, lo que había vivido. Tenía esa espina clavada y sabía dónde encontrarla, así que ese domingo de febrero me acerqué al cine donde trabajaba.

—Es que me encanta Clarice —dijo un hombre.

—Yo le daba bien —confesó otro.

—Dicen que a la actriz esa le gustan las tías, ¿eh? —dijo un tercero.

—¡No sabe lo que se pierde!

Los miré con asco.

—¿Tú qué miras, guapa?

Esa noche reponían El silencio de los corderos con motivo del tercer aniversario de su estreno. Cuando entré en el cine y fui directa a la taquilla, me llevé una grandísima sorpresa. Víctor y Carlota charlaban distendidamente. La posición de él delataba que no había ido a ver la película, sino a sentarse justo donde estaba. Carlota, vestida con el mismo uniforme que llevaba la noche que la conocí, parecía encantada con la compañía. Me escondí en la entradilla y disfruté de verlos hablar durante unos minutos. Ni siquiera entré a decir nada.

Ese día, me alegré tanto de haber visto a Víctor que lloré de alegría mientras conducía de vuelta al Valle. Al llegar a casa, lloré más intensamente. Fue la certeza palpable de que aquella noche extraña, aunque había sido real, no había supuesto para nosotros un cambio de plano. Sí, habíamos muerto, pero para renacer en el mundo real en el punto donde lo habíamos dejado.

—Está bien por hoy —dije.

Mi mente me había aislado de muchas sensaciones por si no volvía a sentirlas. Casi no recordaba cómo era estar a su lado. Había pensado día y noche en lo mismo. Había meditado profundamente sobre lo que nos ocurrió y mis pensamientos siempre me llevaban al mismo lugar.

Estaba sentada sobre el saliente de cemento en el que estuvimos aquella noche, el saliente de cemento que sostenía el tendido eléctrico en las afueras de Aquerón. Recordaba la experiencia más chocante de mi vida. A Neco, a Milenci y a la ciudad de Aquerón disfrazada de otra distinta. Aún me estremecía al pensar que podía haber quedado atrapada en aquella dimensión bajo la apariencia de un cuervo.

Empezaba a tener frío. Ya eran cerca de las cuatro de la madrugada, así que me levanté y empecé a caminar hacia donde tenía aparcado el coche. Para llegar al coche tenía que pasar por una solitaria carretera en mitad de dos campos arados. No era capaz de acercarme a casa de Dante. No era capaz de ser más valiente. Entonces, en mitad de mi reflexión, me crucé con alguien que caminaba en sentido contrario. Sentí un escalofrío y me giré. El corazón se me puso a mil.

—Dante…

De nuevo, tenía en frente al chico de ojos verdes que viste de negro. Estaba distinto. Durante todos esos meses, había pensado que si lo llegaba a ver correría hacia él, pero me quedé paralizada. Me puse nerviosa al notar que no me salían las palabras.

Él tampoco decía nada, sólo me observaba desde la distancia. Mi imaginación no dejaba de gritarme que él me odiaba, aunque no había odio en su mirada. Pensé en lo que me hubiera gustado decirle y no me atreví a decir:

—Dante, tenía la ilusión de encontrarte para que supieras que conseguí derrotar a mis fantasmas. Mi corazón sabía que algún día podríamos volver a vernos. Lamento el castigo al que te sometí, pensé que era justo y necesario. Te pido perdón. Siempre fuiste una luz en mi camino.

El cúmulo de emociones nos impedía hacer nada más que mirarnos en la complicidad del silencio. Lo ideal rara vez ocurre, sólo es fantasía. Ese era nuestro final. Con gesto triste, Dante se giró y siguió caminando hacia donde se dirigía. Aunque me dolió, lo acepté de forma estoica. Por momentos, Dante y yo habíamos hecho de nuestras vidas algo miserable. Quizás el mayor gesto de amor era dejarnos marchar. Agaché la cabeza y yo también me alejé.

—¿Qué?

De repente, se extendió una luz cegadora y miles de crisantemos rojos florecieron en los campos de tierra que nos rodeaban. Toda la oscuridad nocturna se había inundado de rojo y ocre. Entonces me di cuenta de que vivía el sueño del que fui arrancada el catorce de noviembre, la noche en que todo cambió. Aquel amanecer en mitad de la noche y la danza de flores rojas.

A lo lejos, veía al espectro con cuernos blancos de aquella noche. Aquel que, desde el tejado de la Aquerón maldita, me había dicho que llegaba tarde. Su voz no sonó en el aire, sino en mi corazón:

—La ceguera sólo sana cuando enferma del conocimiento verdadero. Sólo el que sabe es libre y más libre el que más sabe. No proclaméis la libertad de volar, sino dad alas; no proclaméis la libertad de pensar, sino dad pensamientos.

Dante observaba atónito al espectro, extrañado y a la vez orgulloso de lo que estaba viendo. Después me miró y sonrió. Había llegado el momento de cumplir mi promesa. El amor es una bellísima flor, pero hay que tener el coraje de ir a recogerla al borde de un precipicio, decía Stendhal. Me adentré en el campo de crisantemos, arranqué uno, y después caminé hacia Dante mientras la noche regresaba a la normalidad del mundo real. El cielo se apagó y los campos de tierra arada se vaciaron de crisantemos. Sin embargo, el que llevaba en la mano sobrevivió al espejismo. Lo único que necesitaba. Me acerqué a Dante y se lo entregué.

—Un crisantemo rojo —señaló.

—Te di mi palabra.

Dante lo aceptó y yo, incapaz de aguantar más la presión que sentía, lo abracé fuerte. Ya estaba envuelta en su olor, en su presencia, y celebrando los latidos de su corazón. Respiraba la química incomparable de mi hogar. Lo había echado tanto de menos como aquello que sabes que no volverá a repetirse.

Un abrazo. Un gesto simple que, viniendo de él, significaba tanto para mí. Su rostro transmitía liberación y sentía su torrente de fuerza más arrollador que nunca. Después de todo, Dante no me odiaba. No me odiaba y estaba feliz por ello, aunque me debatía en una espiral de autodesprecio.

—Me alegra verte —confesó.

—¿De verdad?

—Pues claro. Y, ¿tú a mí?

—Sí —respondí conteniéndome.

No había odio en sus ojos, pero sí cautela. No pude evitar pensar en el daño que le había hecho, en aquel Dante al que rompí el corazón en el sótano, en aquel otro lleno de sangre y rodeado de cuervos, en aquel último atravesado por las ramas de nuestro Edén. Agaché la cabeza cuando un calor insufrible me subió por el cuello. No me sentía con derecho a mostrarle mis lágrimas, así que me las limpié con la mano y, al hacerlo, mi respiración se desató.

—Sofía, mírame.

—No, no…

Seguí con la cabeza gacha.

—No importa lo que pase —dijo—, no importa nada más. Podemos vernos, esta es nuestra victoria. Ya está.

Lo miré y permití que viera las lágrimas que caían por mi mejilla. Eran lágrimas negras.

—Dante, ¿estamos en un sueño?