Se cuenta que esa frase («¡Qué gran novela, mi vida!», en traducción libre) era la cantinela con la que el Napoleón desterrado en Santa Elena martilleaba los sufridos oídos de sus fieles y memorialistas (y probablemente a sí mismo) en su exilio definitivo. Ya se sabía inmortal. Y no se equivocaba: su vida fue una novela que, además, incorporaba todos los géneros imaginables: la poesía trovadoresca, la gesta de hazañas bélicas, la novela galante, la social, la gótica, la epistolar..., a veces con la grandilocuencia de los libros de caballerías, otras, salpicada de delirios quijotescos o del ingenio verbal shakesperiano que asoma en las máximas recogidas por Balzac; hasta, estirando un poco, podría verse como un western crepuscular y, ya puestos, leyendo algunos de sus pintorescos lances, como una comedia de enredo. Sí, Napoleón era lo que los anglosajones denominan larger than life.1
La existencia de Bonaparte da para miles de relatos. Es el ruido de fondo del siglo XIX, a veces ensordecedor y real, como las descargas de fusilería de sus ejércitos que oye Hegel en Jena; a veces amortiguado, pero omnipresente, casi como un hilo musical que pautara los actos más íntimos: «Cuando llega la inspiración, todas mis energías intelectuales se estremecen anticipando la batalla. Mis ideas parten como los batallones de la Grande Armée... El papel se cubre de tinta cuando comienza la batalla. Y como con las batallas y su pólvora negra, todo acaba en una lluvia de negrura. Cada día es un Austerlitz de creación», escribió Balzac. Ya apuntábamos en el prólogo que el material que ha generado su figura es simplemente inabarcable. De la infinitud de estudios más o menos sesudos, académicos o hagiográficos hasta la alta literatura (pongamos Los cien días de Joseph Roth o la Sinfonía napoleónica de Anthony Burgess) o la literatura popular (pongamos La pirámide inmortal, de Javier Sierra), Napoleón ha sido objeto y sujeto de todo tipo de obras, citado (bien y mal) y recitado, tergiversado, convertido en supuesto autor de textos apócrifos o anónimos, ensalzado y vilipendiado, endiosado, humanizado y demonizado. Pero quizá la prueba definitiva de su «éxito» histórico sea la abundancia de lo que podría denominarse pulp napoleónico: recopilatorios de anécdotas, ucronías de ciencia ficción, caricaturas, sellos, parodias, cómics, dramas radiofónicos... Bonaparte juega en casa en el universo de la cultura popular. Bien mirado, en cualquier universo: se han publicado más libros sobre él (50.000 y sigue subiendo) que días han transcurrido desde su muerte; la académica Bibliographie napoléonienne, de Roger Martin y Alain Pigeard (con prefacio de Tulard), recogía cerca de 10.000 títulos. Una búsqueda simple en el catálogo del Amazon francés produce vértigo...
Y en cierta medida, el mayor responsable de esa sostenida fiebre es el propio Napoleón, con su aguda conciencia de la posteridad y su fútil empeño en domeñar el presente (censurando sin contemplaciones) y el futuro (reescribiendo literalmente la historia, mientras pudo). Chateaubriand (1768-1848), con su turbadora mezcla de acidez, resentimiento y admiración, condensa a la perfección la fuerza de la reputación del corso aun dos décadas después de muerto en el capítulo 8 del libro 24 de la segunda parte de Memorias de ultratumba:2 «¡Vanas palabras! Mejor que nadie conozco su inutilidad [para censurar a Napoleón]... El mundo pertenece a Bonaparte; lo que el destructor no había podido conquistar, su fama lo usurpa: vivo, le ha faltado el mundo, muerto, lo posee... Bonaparte ya no es el verdadero Bonaparte, es una figura legendaria, compuesta de los caprichos del poeta, de las veladas del soldado y de los cuentos del pueblo, es el Carlomagno y el Alejandro de las epopeyas medievales. Este héroe fantástico quedará como el personaje real: los demás personajes desaparecerán. Tras haber sufrido el despotismo de su persona, tendremos que sufrir ahora el despotismo de su memoria... Este último despotismo es más abrumador que el primero».
No obstante, por más que ciertamente hubiera conquistado los corazones y la imaginación de gran parte de las generaciones —de franceses y de europeos— que le siguieron y por mucho que le incomodara a Chateaubriand esa fama póstuma, ésta distaba de ser universal u homogénea. Si muchos lo idolatraban, muchos también lo detestaban, y todavía más oscilaban entre ambos extremos. Sigue un necesariamente breve e incompleto repaso a algunas —apenas una decena de las millares posibles— de las opiniones que se vertieron sobre Napoleón. Opiniones tajantes y vagas, apologéticas e indignadas, espurias y sinceras, en una sucinta recopilación del poso napoleónico que no pretende ir más allá del simple muestrario de curiosidades y quisiera servir de incitación a la lectura.
Empezando por las del propio CHATEAUBRIAND, un hombre que no le andaba muy a la zaga al emperador en la calidad de sus ambiciones y el tamaño de su ego. Pero la conciencia de sus sentimientos ambiguos de atracción y repulsión hacia el personaje («Mi admiración por Bonaparte siempre ha sido grande y sincera, aun cuando le atacaba con más vehemencia», Memorias de ultratumba, 2.a parte, libro 22, capítulo 15; una admiración que, en un gesto de mezquindad, no le impide mentir para afearle su condición de extranjero en De Buonaparte et des Bourbons) fue quizá un acicate para escribir algunas de las páginas más bellas y vibrantes tanto sobre los estragos del bonapartismo como sobre sus bondades.
Véase, a título de ejemplo de las primeras, este demoledor párrafo sobre la fragilidad de la memoria: «La tendencia del momento consiste en magnificar las victorias de Bonaparte: quienes las sufrieron han desaparecido; no se oyen ya las imprecaciones, los gritos de dolor y de angustia de las víctimas; no se ve ya la Francia extenuada, con sus mujeres trabajando la tierra; no se ve ya a los padres saliendo fiadores de sus hijos, a los vecinos de los pueblos cumpliendo solidariamente las penas impuestas a un insumiso; ya no se ven esos carteles de reclutamiento pegados en las esquinas de las calles, a los viandantes aglomerados delante de esas inmensas condenas de muerte, buscando, consternados, los nombres de sus hijos, de sus hermanos, de sus amigos, de sus vecinos. Se olvida que todo el mundo se lamentaba de los triunfos; se olvida que la menor alusión contra Bonaparte, que hubiera pasado inadvertida a los censores, era recibida en el teatro con entusiasmo; se olvida que el pueblo, la corte, los generales, los ministros, los allegados a Napoleón estaban cansados de su opresión y de sus conquistas, cansados de esa partida siempre ganada y siempre reiniciada, de esa existencia que se veía alterada cada mañana por la imposibilidad de descanso» (Memorias de ultratumba, 2.a parte, libro 22, capítulo 15).
Pero de la misma manera que Chateaubriand pone su exquisita retórica al servicio de la crítica al Napoleón que hizo sufrir a los pueblos, al francés más que a ningún otro, tampoco le escatima elogios encendidos, porque en su censura late el lamento de que los nuevos tiempos son demasiado mediocres para los titanes. De ahí que el vituperio se entreteja con el encomio: «Bonaparte no fue grande por sus palabras, sus discursos, sus escritos ni por el amor (que nunca sintió) por las libertades (que nunca tuvo intención de establecer); es grande por haber creado un gobierno regulado y fuerte, un código legal [que ha sido] adoptado en muchos países, tribunales de justicia, escuelas, una administración poderosa, activa e inteligente que ordena hoy nuestras vidas; es grande por haber reconstruido los altares, por haber reducido la furia de los demagogos [...]; es grande, por encima de todo, por haberse elevado por sí solo, desde la cuna y por sus propios esfuerzos a las alturas donde le obedecían treinta y seis millones de súbditos, en una época en que las coronas habían perdido toda credibilidad [...] por haber llenado diez años de tales prodigios que hoy resulta difícil comprenderlos» (Memorias de ultratumba, 2.a parte, libro 24, capítulo 8).
Otra mirada, de tono y registro muy distintos, es la de Henri Beyle (1783-1842), más conocido como STENDHAL, que fue soldado y funcionario de los ejércitos napoleónicos, y llegó a contemplar el incendio de Moscú (cuando había esperado... asistir a conciertos en el Kremlin). Pero su presencia física en los acontecimientos es sólo relativa garantía de fidelidad histórica —el espejo que refleja la realidad tiene tendencia a deformarse—, y puede que, aunque el emperador no le produjera síndrome de Estocolmo (el escritor veía, y no disimulaba en sus textos, sus defectos y errores), sí experimentara con él una versión moderada de otro síndrome... el de Stendhal. En cualquier caso, pueden rastrearse sin dificultad rasgos del corso en sus grandes novelas y se han señalado sobradamente ya los paralelismos con sus memorables protagonistas, el Sorel de Rojo y negro, el Del Dongo de La cartuja de Parma, tan alabada por Balzac. Stendhal, de hecho, intentó escribir no una sino dos biografías de Bonaparte, Vie de Napoléon (1818) y Mémoires sur Napoléon (1837), y las dos quedaron inconclusas. Sin embargo, el valor de los textos es más literario que histórico; Stendhal no se molesta en citar fuentes, como tampoco duda en plagiar más o menos descaradamente, o acumular anécdotas de dudosa verosimilitud: nada que afecte a la belleza de unas obras laudatorias, nostálgicas, pero moderadamente críticas y que, como dijo él mismo, «no pueden satisfacer completamente a nadie».
Reproducimos a continuación una «nota biográfica» que preparó Stendhal como epitafio, según parece en 1821 (veintiún años antes de que la muerte le sorprendiera de verdad). Aparte de su valor como curiosidad, el compendio refleja muy bien las pasiones —y el buen gusto— que movieron a este bon vivant: Italia, las letras, la música, la pintura, las mujeres... y Napoleón. En la «Nota biográfica sobre el señor Beyle escrita por él mismo» una tarde de «lluvia abominable» de 1837 (Notice sur M. Beyle écrite par lui-même. Dimanche, 20 avril 1837. Paris [hôtel Favart]) recuerda con humor y medio en italiano:
B... redactó su epitafio en 1821.
«Qui giace Arrigo Beyle. Milanese. / Visse, scrisse, amo / Se n’andiede di anni... / Nell 18... / Adoró a Cimarosa, a Shakespeare, a Mozart, / a Correggio. / Amó apasionadamente a V..., a M..., a A..., a Ange, a M..., a C..., y aunque no fue precisamente apuesto, fue muy amado por cuatro o cinco de esas iniciales. Respetó a un solo hombre: NAPOLEÓN.» /
Fin de esta reseña no releída (a fin de no mentir). /
[En el reverso de la última hoja] Nota sobre Henry Beyle, para ser leída después de su muerte, no antes.
En su tumba definitiva en el cementerio de Montmartre puede verse una versión corregida de ese epitafio, ya sin amores, ni mayúsculas imperiales, pero todavía con su filiación milanesa.
Menos comprensivos con la figura de Napoleón son los autores rusos del XIX, a fin de cuentas ciudadanos de un país víctima de los delirios de grandeza de Napoleón (aunque bien mirado, quizá fueran más víctimas aún de los tres Alejandros y los dos Nicolases que se sucederían como zares a lo largo del siglo).
Y es el bueno de TOLSTÓI (1828-1910), ex militar devenido pacifista, el que más carga... las tintas. En Guerra y paz, «la» novela rusa, con permiso de Dostoievski, subgénero magnas obras monumentales, se explaya a gusto contra el corso, llamándolo de todo y algo más, hasta el extremo de sonar casi ofensivo y resentido. En la primera parte del epílogo decapita al títere, y varias veces, en una retahíla inacabable: «Este hombre sin convicciones, sin principios, sin tradición, sin nombre y que ni siquiera es francés... el cinismo de la mentira y la mediocridad presuntuosa y seductora de ese hombre... con su insensata adoración a sí mismo, con su audacia en el crimen, con su cinismo en la mentira, él solo puede justificar lo que tiene que suceder... Este hombre, en la soledad de su isla, interpreta ante sí mismo una miserable comedia; intriga, miente para justificar sus actos»; la obra entera está llena de recriminaciones nada veladas, que fluctúan entre el ninguneo y el desprecio, como en el capítulo 38 de la décima parte del segundo tomo: «Nunca, hasta el fin de su vida, llegó a comprender ni el bien, ni la belleza, ni la verdad, ni el significado de sus propios actos, que eran demasiado opuestos al bien y a la verdad, estaban demasiado alejados de todo sentimiento humano para que se le manifestase su verdadero alcance».
En el caso de Tolstói es arriesgado atribuir tanto vituperio a un resentimiento nacionalista (a los treinta años visita París, se pasa por la suntuosa tumba de Napoleón y anota espantado en su diario: «Deificación de un villano, tremebundo»); pero curiosamente sí cabe apuntar, recorriendo el camino a la inversa y recuperando el comentario de Calvino sobre la «huella» que dejan las lecturas, que el prologuista de la biografía de Napoleón de Albert Manfred (historiador soviético oficialista) menciona que Louis Aragon (el poeta surrealista) refiere que Maurice Thorez (secretario general del PCF durante el estalinismo) admiraba Guerra y paz, pero estaba «en total desacuerdo con la apreciación de Tosltói sobre Napoleón». Las aflicciones patrióticas van por barrios...
A DOSTOIEVSKI (1821-1881) no le preocupan tanto las implicaciones históricas de Bonaparte cuanto las morales y asumía, sin mucha elaboración, una de las imágenes del corso que había hecho fortuna (sobre todo en Rusia): la del hombre excepcional al que todo le está permitido —la guerra o el asesinato, cuestión de matices— para cumplir sus deseos o su destino. En este sentido, el atribulado Raskólnikov intenta justificar el haber matado a la vieja usurera llevado de sus impulsos «napoleónicos», sin creérselo ni él mismo, en un famoso fragmento de Crimen y castigo (Quinta parte, capítulo IV):
«—... Sí, yo quería llegar a ser un Napoleón y por eso maté, ésa es la razón. ¿Te lo explicas todo ahora?... El hecho es que un día me hice esta pregunta: si Napoleón hubiera estado en mi lugar y no hubiera tenido, para tomar impulso en el principio de su carrera, ni Tolón, ni Egipto, ni el paso de los Alpes por el Mont Blanc, sino que en lugar de todas esas hazañas se hubiera hallado ante la posibilidad de un crimen, de un asesinato que cometer para asegurar su porvenir, ¿le habría repugnado la idea de asesinar a una vieja y robarle tres mil rublos? ¿Hubiera pensado que semejante acto era deshonroso y criminal? Estuve torturándome el cerebro durante mucho tiempo con esas preguntas y no pude por menos que avergonzarme cuando por fin reconocí que Napoleón no sólo no habría vacilado, sino que ni siquiera hubiera comprendido que pudiera plantearse la duda. Y, viendo que no tenía otro remedio, no se habría hecho de rogar y habría matado sin el menor escrúpulo. Desde aquel momento no titubeé ya, pues me sentía a cubierto por la autoridad de Napoleón, maté siguiendo su ejemplo. Todo esto te parecerá ridículo, ¿verdad?»
La misma noción de un Napoleón por encima del bien y del mal, mefistofélico, trasluce el Oneguin (1833) de PUSHKIN (1799-1837) en la estrofa XIV del capítulo segundo:
Pero entre nosotros no hay amistad;
hemos matado a todos nuestros mitos en el pasado
y consideramos a los demás como
ceros a la izquierda, juzgándonos unidades;
nos creemos unos Napoleones y tratamos a la mayoría
como simples bípedos que sólo nos sirven de instrumento:
El sentimiento nos parece ridículo y extraño.
Pero Pushkin, aunque nacionalista, también es un liberal sin excesos, y tiene a Bonaparte por algo más que un frío manipulador que mueve los hilos del mundo. Tras su muerte en Santa Elena, le dedica un poema, «Napoleón» (1821), que exalta la figura heroica del libertador:
¡Aclamadle! Lanzó la nación rusa
hacia su noble destino,
y presagió la recuperación final
de las libertades de los hombres, tanto ha perdidas.
De vuelta de las estepas, la recepción de Napoleón resultó igual de variada. Ya hemos referido en el prólogo el deslumbramiento de Hegel al divisar a lo lejos a Napoleón («este espíritu del mundo... al que es imposible no admirar») y el pasmo de GOETHE (1749-1832) por la conversación que mantuvo con él en su encuentro en Erfurt («Me trató, si se me permite decirlo, como a un igual, y sin ambigüedad dejó claro que mi personalidad estaba a la altura de la suya», le contaría a su amigo Cotta).
En las impagables Conversaciones con Goethe (1848), Eckermann deja cumplido testimonio de las opiniones del maestro sobre el corso. Reproducimos sólo dos de las numerosas referencias:
«Napoleón era el hombre excepcional. Siempre iluminado, siempre claro y resuelto, dotado en todo momento de la energía suficiente para poner en práctica lo que quiera que considerase ventajoso y necesario. Su vida fue la marcha de un semidiós, de batalla en batalla y de victoria en victoria. Bien podría decirse de él que vivía en un estado de iluminación perpetua. En este sentido, su destino fue más brillante que cualquiera que el mundo hubiera presenciado antes, o que tal vez vea jamás después de él. Sí, sí, mi buen amigo, era un hombre al que no podemos igualar.» (Martes, ¿? de marzo, 1828.)
Pero el brillo de ese destino inimitable es matizado hasta perder todo su fulgor cuando el propio Goethe relata, más adelante, una anécdota «conmovedora»:
«Napoleón solía vestir un uniforme verde oscuro. Al final estaba tan desgastado y descolorido por el sol que había que cambiarlo. Él lo quería del mismo color, pero en la isla no se encontró tal pieza. Había tela verde, claro, pero el color no era puro, tenía un tono amarillo. Al amo del mundo le pareció intolerable vestir su cuerpo con ese color y no quedó más que darle la vuelta al viejo uniforme y ponérselo del revés. ¿Qué le parece?, ¿no es un detalle sumamente trágico?, ¿no es conmovedor ver al rey de reyes tan menguado que debe vestir un uniforme del revés? Y aun así, cuando pensamos que tal ha sido el final de un hombre que había pisoteado la vida y la felicidad de millones de personas, su destino nos parece muy benévolo. El destino es aquí una Némesis que, en consideración de la grandeza del héroe, no puede evitar ser un poco generosa. Napoleón nos ofrece un ejemplo del peligro de elevarse al Absoluto, de sacrificarlo todo a la realización de una idea.» (Miércoles, 10 de febrero de 1830.)
Uno de los rasgos que ha de tenerse en cuenta para comprender las cautelas, la ambigüedad o los cambios de opinión de estos pensadores es la precariedad de la situación de los intelectuales a principios del XIX, dependientes, todavía en gran medida, de los favores de príncipes o gobernantes, sujetos por tanto a la suerte de éstos. Y, con el volcánico Napoleón de por medio, nadie sabía muy bien a qué atenerse. Goethe era muy consciente: «Es una vieja historia que siempre se repite, así es la naturaleza humana. Ningún hombre sirve a otro desinteresadamente, pero lo hace de buena gana si sabe que eso redundará en su propio interés. Napoleón conocía bien a los hombres, sabía cómo hacer un uso apropiado de sus debilidades». (Lunes, 6 de abril de 1829.)
Goethe compartía con Hegel el entusiasmo por la unificación alemana que prometía el emperador y con Chateaubriand el agradecimiento por la reinstauración del orden frente al caos revolucionario. Pero ni Hegel ni Goethe se unieron, al menos al principio, a la reacción patriótica antinapoleónica que recorrió Europa desde el estrecho de Gibraltar a los Urales, una reacción que sufrieron en carne propia los afrancesados peninsulares. Y, con matices, otro tanto podría decirse de su contemporáneo BEETHOVEN (1770-1827). Su inicial fascinación por el «libertador», que le llevó a dedicarle la Tercera Sinfonía, la Heroica, compuesta en el verano de 1803 y presentada en 1805, se tornaría pronto decepción. Entre una y otra fecha le informaron de la coronación del cónsul; su amigo Ferdinand Ries relata el momento: «Fui yo quien le dio la noticia de que Bonaparte se había autoproclamado emperador y, al enterarse, se enfureció y gritó: “¿Es que también él no es más que un mero ser humano? Ahora también pisoteará todos los derechos del hombre y se dedicará a su propia ambición. ¡Se exaltará a sí mismo por encima de los demás y se convertirá en un tirano!”. Entonces Beethoven se acercó a la mesa, tomó la página del título [en la que estaba la dedicatoria al Napoleón cónsul, no al emperador], la rompió y la tiró al suelo». Sin embargo, y a lo largo de los años siguientes, pese a la manifiesta hostilidad, Beethoven mostró una conspicua ambivalencia hacia «el gran hombre». Así, cuando se enteró de su fallecimiento, el comentario que hizo fue: «Ya he compuesto la música adecuada para esa catástrofe», se refería a la Marcha Fúnebre, el segundo movimiento de la Heroica. Nótese que la noticia no sólo no es motivo de celebración, sino que se toma como una catástrofe...
Y esa ambivalencia se prolonga un largo siglo en la cultura alemana y así, cuando JOSEPH ROTH (1894-1939) le dedica una novela al corso, Los cien días (1936),3 opta por retratar al penúltimo Napoleón, el ave fénix que vuelve al poder para caer de nuevo, el «pobre hombre», con un tono entre melancólico y exculpatorio —«mostrarlo en el único periodo de su vida en que es “hombre” y desgraciado. Quería convertir a un grande en un humilde»— que da voz a la conciencia del caído: «También él, sin su generosidad, hubiera podido ser un dios, crear el cielo azul, regular el brillo y el curso de los astros, determinar el destino de los hombres y la dirección de los vientos, el paso de las nubes y el vuelo de los pájaros. Pero fue más modesto que Dios, demostró negligencia por la nobleza de sus sueños y necedad al mostrarse generoso... Quería ser tan sencillo como uno de los miles de soldados que murieron por él y por Francia. Despreciaba a los que un día u otro le obligarían a abdicar, pero al mismo tiempo les estaba agradecido de que le obligaran a hacerlo. Odiaba su poder pero también su impotencia. Ya no quería ser emperador y sin embargo deseaba mantener todos sus poderes».
Por si no quedara claro, este poco verosímil por dubitativo Napoleón de Roth entra en crisis espiritual: «He cambiado. Mira, ya no creo en las cosas en que depositaba mi fe, en la violencia, en el poder y en el éxito. Por eso voy a abdicar... Hoy me encuentro entre dos fes. Ya no creo en el hombre y todavía no creo en Dios». Para redondear la descripción, Roth parece echar mano de un diccionario de antónimos: «Era fuerte y débil, temerario y pusilánime, fiel y traidor, apasionado e indiferente, arrogante y sencillo, orgulloso y humilde, poderoso y mísero, cándido y desconfiado». En fin, con esos mimbres no es extraño que diera para la gran novela que se atribuía el propio Napoleón.
Puede que fuera el mismo emperador el que, en uno de sus melancólicos discursos de Santa Elena (capítulo XV del primer volumen de Las Cases), diera la clave —más allá de las evidentes razones históricas— de por qué tantos sucumben a su hechizo: «El hombre ama lo maravilloso; ejerce sobre él una fascinación irresistible; siempre está dispuesto a abandonar lo que tiene al alcance para correr detrás de lo que sólo son imaginaciones. Se deja llevar por sus propias ilusiones. Y la verdad es que todo cuanto nos rodea es una maravilla... Todo en la naturaleza es un fenómeno: mi existencia es un fenómeno, la leña que se ha echado a la chimenea y me calienta es un fenómeno, la vela de ahí, que me da luz, es un fenómeno...». Y, le faltó añadir, no hay más cera que la que arde. Tal vez sea hora de abordar el misterio de Napoleón con cierta candidez y repetir las tres palabras con las que él recibió a Goethe en Erfurt: «Voilà un homme!».