Hoy ha sido uno de esos días en que tengo ganas de matarla. Ha estado gritando toda la noche, en realidad, berreando. Lo hace con tanta tristeza que yo también me pongo a llorar junto a ella. La abrazo. Le digo que se calme, que pronto todo esto va a pasar. La llevo hasta la ventana para que vea la calle vacía, la calle con los autos estacionados desde hace días, llenos de polvo, algunos tristemente olvidados por sus dueños. Pero no quiere entender, sólo berrea como una niña malcriada. Ya me ha llamado el guardia varias veces porque los vecinos se quejan, me piden que haga algo para callarla. Estoy desesperada. Algunas noches se ha quedado dormida de tanto llorar sobre la silla de ruedas, aunque sólo algunas noches, porque otras no para y es un sonido lastimero, un sonido como el de los perros cuando anticipan la muerte, un sonido lánguido y desgarrador. Yo creo que todo el edificio debe querer huir, como yo, salir a gritar en la calle, después de todo lo que se escucha. Cuando ella está unos minutos tranquila, puedo ver la tele, se queda ahí mirando conmigo como perdida. Ya no sé si entiende algo, sólo veo que se queda con la mirada fija en el televisor.

Entonces tomo un respiro. Tampoco es que las noticias sean muy alentadoras, pero al menos llego a ilusionarme con una parte maquillada de la realidad, la de los medios, ya que, por otro lado, también llegan todos esos videos y audios a mi teléfono de gente que muere a granel y me da mucho pánico. En algún momento tuve ganas de grabarla, de grabar sus berridos durante al menos tres minutos, sólo para que el mundo se entere de lo que es la tristeza. Sin embargo, me da mucho pudor. Y qué ganaría con eso. Ya hay suficiente gente alarmando con sus audios y sus videos, tanta que esto parece el Apocalipsis.

Sólo quiero que ella se ponga bien, que esté más tranquila como antes, o sea antes de esta pandemia, que parece que la ha exaltado, que le provoca un sentimiento como de desolación. Ya ni siquiera quiere comer. En las mañanas trato de darle la fruta en papilla, pero me la escupe y ha llegado a tirarme el plato. En el almuerzo es otra lucha. Le gusta el arroz, pero sólo quiere comer arroz, arroz vacío. Cuando estaba sana, adoraba el arroz, creo que por eso subió mucho de peso, ya que comía arroz con todo, arroz con huevo, arroz con carne, arroz con pollo, arroz con atún. Como vivía sola, uno no sabía las toneladas de arroz que se comía. Yo la visitaba cada quince días, hasta que le diagnosticaron esta horrible enfermedad del diablo, entonces tuve que venir más seguido. Venía luego cada fin de semana, luego cada tres días, y luego ya me tuve que quedar con ella todo el tiempo. Es que era muy peligroso dejarla sola, se olvidaba de las cosas, se caía, se lastimaba ella misma. Así que me instalé en el apartamento que le dejó mi padre cuando se murió. Ella quedó sola y nadie quería saber de hacerse cargo de mi madre. Todos sus hijos éramos grandes y casi todos hombres, excepto yo. Siempre agarran de idiota a la mujer. Siempre me dio rabia ser la única mujer. Una tenía que servirles, lavarles la ropa, plancharles y hasta alcahuetearles las imbecilidades que hacían con las mujeres porque siempre fueron unos cabrones igual que mi padre. Ahora ni siquiera vienen. Me depositan un dinero en mi cuenta y a veces ni eso. Todos están mal casados. Todos con mujeres que los absorben. Yo pienso que se lo merecen, por lo que le han hecho a mi madre después de lo que ella hizo por ellos. Cuatro hijos varones y una mujer no es cualquier cosa. Yo nunca tuve hijos. No pude tenerlos. Y tampoco me importa. Después de cuatro hermanos que fastidiaban todo el tiempo, yo no quería tener hijos. Cuando alguno de mis novios empezaba con esa cantaleta de querer hijos conmigo, yo huía. Siempre pensé que los hijos serían una atadura, una obligación que yo no quería asumir, es decir, ni siquiera asumir.

Pero la vida es profundamente irónica. La vida es una paradoja. Yo que hice una licenciatura. Yo que hice una maestría en políticas culturales, para qué, para terminar al cuidado de mi madre que ha perdido la razón, que ya no puede ni ir al baño sola, que es como un bebé insoportable. Incluso peor que eso, porque al menos los bebés reconocen a sus padres. Mi madre ya ni siquiera puede hablar, ha olvidado su propia lengua, ha olvidado “el decir”, que es la peor forma de estar solo. Y quizá sea eso lo que la hace comportarse así. Si yo no pudiera decir lo que siento, sería mejor que me matasen. Perder el lenguaje es perderlo todo. Y, sin embargo, pienso que el mundo no puede ser tan cruel, que de pronto ella va a entrar en razón, me va a reconocer del todo y va a decirme cuánto me ama. Es un deseo estúpido, lo sé. Pero al menos eso sería un gran alivio, un milagro, en medio de este insoportable berrido que es ella.

Para colmo, se nos ha venido esta pandemia que no nos deja salir. Antes yo la llevaba al parque La Carolina, la paseaba y se tranquilizaba. Miraba a todos lados como asombrada, como alucinada con el mundo. Y hasta yo era feliz de verla así. En mi infancia, siempre estuvimos juntas, siempre me cuidó y me trató con cariño. Me enseñó a vivir. Me enseñó que tenía que desconfiar de todo. Me enseñó a dudar de las cosas y de su apariencia. Era una especie de filósofa de la vida cotidiana. Tenía una frase para todo, una salida graciosa incluso en las peores circunstancias. Cuando murió mi padre, no derramó una sola lágrima hasta que yo hablé. Yo quería a mi padre muchísimo, aunque era un total hijo de puta mujeriego. Y el día que se murió no pude ser más sincera, dije cuánto lo amaba en medio de toda esa gente que fue a verlo muerto, porque además era muy amiguero y todos lo querían.

Sólo entonces, cuando yo hablaba y se me fueron las lágrimas, vi que mi madre se quebraba, que se le humedecieron los ojos. Nunca me dijo por qué. Quizá porque pensó que me buscaría alguien como mi padre y terminaría repitiendo la historia. Si ahora pudiera entender que he hecho todo lo contrario, que jamás permití que un hombre me engañara o me tratara mal. Pero no puede, sólo berrea. Grita tan fuerte que la cabeza casi me explota.

He llamado a mis hermanos. Siempre están muy ocupados. Tienen a sus hijos enfermos, están en una reunión, me dejan en la línea, se hacen los ingenuos. No le dan importancia. Yo sé que, si uno de ellos viniera a verla, mamá se pondría mejor. Sin embargo, ya me he cansado de pedirles que vengan. Creo que moriremos ella y yo aquí con este maldito virus, aunque de qué modo podríamos contagiarnos, si estamos únicamente las dos. Antes de la emergencia, hice muchas compras porque una amiga me dijo que todo esto iba a pasar, que se iba a poner muy feo. Había mucha gente en el supermercado comprando papel higiénico. Me dio mucha risa. Por suerte, yo estaba con mi madre y nos dejaron pasar a la cola preferencial. Es la única vez que salimos antes de la emergencia y, por tanto, no creo que podamos tener el virus. Aunque sería mejor si lo tuviéramos. Dicen que el virus ataca con fuerza a los ancianos. En Italia y en España se están muriendo muchos viejitos. Y ahora parece que aquí se está poniendo muy grave la cosa también. He visto muchos videos donde aparecen cadáveres en la acera, depósitos de muertos en hospitales, personas que queman a sus difuntos en la calle. Parece una película de terror.

Yo no quiero que mi madre se muera así. Sé que he dicho que tengo ganas de matarla, que ya no soporto su berrido como el de una vaca a la que le han arrebatado su cría. Su berrido como de ciervo triste, como de becerro herido, su berrido que hace temblar este edificio, su berrido que no nos deja dormir ni pensar ni darnos cuenta de nuestras propias vidas. Y por eso le digo: “madre, dame una señal, dime qué es lo que te pasa, qué es lo que deseas y te lo doy, no importa lo que sea”, y quisiera que me dijera: “dame la muerte”, para tomar un cuchillo y darle muerte y escapar, correr por la calle hasta que se me acaben las fuerzas, hasta quedar tirada como esos cadáveres a la intemperie, muerta de cansancio y de rabia. Salir, poder irme de este doble infierno donde no sé qué pena estoy pagando, qué oscura sombra me persigue, qué karma se me devuelve o qué monstruo de la peste se ha apoderado de mi madre que no la deja tranquila.

Pero me contengo porque no sé si yo misma podría terminar así. Yo que siempre he sido tan libre. Yo que creí que la vida era un río navegable, a lo sumo una fuerte marea. Como remedio, como respuesta a mi impotencia, cuando el berrido es un grito incontrolable, le hago unos pequeños cortes, unos cortes sencillos en la piel, y dejo que la sangre se le vaya, dejo que la sangre fluya a través del corte y de su brazo mientras el berrido es una especie de música macabra. El berrido y su sangre, el grito y su dolor silencioso, el sonido y la furia de su sangre contenida. Parece que se calma, que su berrido decrece y se vuelve un resoplido. Y me mira, me mira como con una especie de goce, un goce como el de los orgasmos, un goce cercano al de la muerte.