Es domingo. En las últimas semanas, todos los días parecen domingos. Tom se ha despertado de muy mal humor. No me ha saludado al abrir los ojos. Se ha levantado de golpe hacia el baño, ha abierto la llave del lavabo y la ha dejado así largo rato. Cuando está de mal humor suele hacer eso, abre toda la llave del lavabo y la deja ir un buen rato mientras contempla su cara en el espejo, luego se moja una y otra vez la cara, el cuello, se lava las manos con mucha parsimonia y otra vez deja que el agua se vaya. Yo lo dejo hacer. Lo dejo que se desahogue. Quizá ha tenido otra pesadilla. En los últimos días ha tenido muchas pesadillas. Se despierta de un salto en la madrugada muy asustado. Trato de calmarlo. Tom, le digo, es un sueño, tranquilo. Entonces se da la vuelta y finge que duerme, pero yo me he dado cuenta de que no duerme, de que permanece con los ojos abiertos pensando en la pesadilla o en su vida antes de la cuarentena. No sé.

Yo pienso en mi vida de antes y la verdad no la extraño mucho. Trabajo en una oficina internacional de seguros; de hecho, es donde conocí a Tom. Cuando lo vi llegar con su traje de lino, su pelo rubio y su corte de pelo impecable, pensé de inmediato que me casaría con él. Llegó como gerente de la filial de Ecuador y estaba soltero, sin hijos. O sea, el partido ideal. Al entrar, yo estaba revisando unos documentos con la recepcionista y nos miramos. Nunca olvidaré esa primera mirada. Tom me sonrió. Yo le sonreí. Luego nos lo presentaron a todo el personal. Fue muy gracioso porque él apenas hablaba español e intentó decir unas palabras. Todos nos reímos, pero aplaudimos. Tom me volteó a mirar en cuanto recibía esos aplausos y yo levanté la copa que tenía en mis manos y le dije salud. Así, a lo lejos, simplemente salud.

El resto ya es una historia común, salir a comer juntos todos los días, llevarlo a conocer la Mitad del Mundo, hacerle decir cosas en quichua para reírme, pasear por el centro histórico, llevarlo al Panecillo, montar en bicicleta en La Carolina, enseñarle a bailar salsa, en fin, todo lo que hacemos las enamoradas de los gringos para que nunca se vayan y se enamoren de esta ciudad del demonio. Llevamos ya tres años juntos y apenas empiezo a conocerlo. Quizá antes los dos habíamos mostrado nuestra mejor cara, nuestros mejores sentimientos, nuestras virtudes. Yo quería mostrarle todo lo que conocía de este país y Tom parecía maravillado. Todos los fines de semana íbamos a un sitio nuevo: un nevado, un volcán, un lago, una playa. Nos gustaba mucho la playa porque allí siempre hace calor y Tom dice que tenemos las mejores playas del mundo. No me lo creo, quizá es sólo porque él siempre se puede bañar y no como en su país que tiene que esperar hasta el verano para saborear el mar.

Por ahora, no podemos salir y no sé cuánto tiempo más estaremos encerrados. Acostumbrados a salir todo el tiempo, la cuarentena ha sido cada día más difícil. Ni siquiera trabajar juntos en el mismo sitio nos había mellado tanto como esto. Obvio, Tom permanece callado, no dice mucho. Sólo tiene esas horribles pesadillas en las noches de las que no me quiere contar. Sólo sé que son horribles porque precisamente no me quiere contar. Y cuando uno no quiere contar algo es que es muy feo. Yo no le digo nada sobre eso, simplemente en las noches lo abrazo y le digo que todo está bien. En las mañanas se pone muy molesto, pero tampoco le pregunto nada. Tengo miedo de que reaccione mal. Me acuerdo de que mi padre se ponía muy molesto cuando alguien le preguntaba qué le pasaba cuando era evidente que estaba furioso. Entonces yo tengo miedo de que Tom reaccione mal o me diga algo que no me guste. Él nunca me ha tratado mal; no obstante, ese miedo persiste.

Y ahora estamos aquí solos los dos, encerrados, y he leído muchas cosas que hacen los gringos cuando se vuelven locos y me entra mucho pánico. Por eso me quedo muy callada. Le sonrío. Le preparo el desayuno. Lo veo hacer su yoga matinal que intenté una vez, pero me aburrí muchísimo. Me meto a la ducha con él, lo abrazo, le digo que lo amo. Le pido que me prometa que nunca va a hacerme daño. Él se me queda mirando con asombro y dice: “What’s going on with you? Are you crazy?” Entonces me río, le digo: “Cálmate”.

Siempre le hablo en español para que no se olvide. “Cálmate, mi amor, es sólo que este encierro me está volviendo loca”, recalco. Me mira con sospecha y me abraza. Nos calmamos. Pasamos el día en el estudio con el teletrabajo. Como es el gerente, habla todo el tiempo con sus subordinados. En eso es muy profesional. Yo la verdad hago lo que me toca y punto. Tampoco me esfuerzo mucho para que otra gente se enriquezca. Ya sabemos que la vida es corta, que hay que vivirla, que no hay que romperse el lomo por otra gente. Obvio que los gringos tienen otra idea del trabajo, hacen de él el sentido de su existencia. Work, work, work. Sin embargo, en estas circunstancias, es lo que ha sostenido a Tom. Sin el trabajo no sé lo que haría. Hasta el estado de emergencia, básicamente hacía lo que yo quería. Que si tenía ganas de ir al cine, íbamos; que si tenía ganas de un concierto, íbamos; que si tenía ganas de pasear por el centro, íbamos. Nunca propuso nada, nunca averiguó el nombre de un restaurante, el día de una función de teatro. He sido siempre yo la que buscaba qué hacer para mantenerlo vivo. Incluso la fecha de nuestro aniversario, él no hace más que enviarme flores a la oficina. Luego se olvida. Yo tengo que pensar en un sitio lindo para ir, un restaurante para cenar, un bar con música en vivo. Una vez lo llevé a un motel. Me parecía divertido. A él no le gustó mucho. Dijo que para qué íbamos a ese sitio si podíamos hacerlo en la casa. Le dije que en la casa no había jacuzzi y entonces se calmó. La pasamos muy bien. Yo pedí vino y aceitunas, pasamos un buen rato en el jacuzzi e hicimos el amor como cuando nos conocimos.

Hay que decir que los gringos son medios parcos en la cama. En eso los ecuatorianos son mejores. Aunque yo le he ido amoldando a mi gusto, le digo ponte aquí, házmelo así, y él responde bastante bien. Si no la cosa sería terrible. En la cuarentena casi no nos hemos tocado. Los primeros días nos emocionamos mucho. Luego él empezó a tener esas pesadillas horribles y entonces ya no nos tocamos siquiera. Me ha dicho que buscará un psicólogo por internet para tomar terapia, pero el departamento es tan pequeño que creo que no lo hace para que no me entere de qué es lo que le pasa. La cosa es que yo ya no sé qué hacer. He buscado remedios naturales en la web, cosas para mejorar el sueño. Le digo que salga y se dé una vuelta por el condominio para respirar, pero no tiene ganas más que de estar con su computadora todo el tiempo. He pensado que quizá tenga una relación con otra y trato de fisgonear en sus redes o escuchar sus conversaciones en inglés, pero no encuentro nada. No es que Tom haya sido un mujeriego. Creo que ha tenido dos novias pusilánimes en su vida. Mujeres irrelevantes. Gringas desabridas, de ésas del montón, que pasaron por su vida sin ninguna importancia. Aunque el otro día una de ellas le puso like a una de sus fotos donde está solo y entonces me molesté. Esta mujer aparece de la nada y empieza a darle me gusta a una de las pocas fotos donde Tom aparece solo. Me pareció el colmo y Tom la tuvo que borrar de sus amigos. Así me quedé más tranquila. La verdad es que no soporto a esas perras. En la oficina las tuve que ir apartando una a una porque todas se le querían meter por los ojos. Y el pobre tan ingenuo, tan gringo, tan estúpido, tan amable.

Ahora siento que algo grave le pasa, ya no come con el mismo entusiasmo y hasta ha dejado el yoga por las mañanas. Se está poniendo gordo. No tenía panza como los ecuatorianos cuando llegó. Ahora ya le empieza a crecer un abultamiento, y eso no me gusta. No me gusta que se descuide y le digo Tom, qué mierda está pasando, tú no eres así, te estás poniendo feo y gordo y demasiado silencioso. Me enfurece que se quede callado, me enfurece que se me quede mirando con esos ojos azules pero tristes, esos ojos de imbécil, de turista perdido, de no sé hablar español.

Por eso, entro en ira, me desquicio y estallo y me pongo a llorar, porque no sé qué mierda hago aquí, si yo era feliz estando soltera. No tengo por qué aguantar a este gringo psicópata que quién sabe qué estará planeando. Por eso, ayer cuando vi que iba a tener otra de sus pesadillas, me levanté muy silenciosamente y me fui a la sala a dormir. No vaya a ser que en un arranque me ahorque o me asfixie con una almohada, pensé. No sé, tantas cosas que se ven en la tele sobre los gringos, y mucho más en esta cuarentena que no sé hasta cuándo nos tendrá así, en vilo, como presos sin sentencia.