Lluvia







La lluvia cae sobre el piso con tal violencia que parece que viene de una nube con rabia. Y él está allí sin inmutarse mientras el agua le moja la suela de los zapatos. Apenas mueve los dedos alrededor del vaso de whisky. Apenas se escucha la bocanada de humo que hace con su tabaco como una especie de beso desganado. Y la lluvia no es otra cosa que un intermitente castigo. Ya casi se ha inundado el patio interior del condominio. Seguramente las calles están anegadas y las alcantarillas vomitan su mierda sobre el asfalto. Él sigue allí, mirando la lluvia y perdido en la montaña, entre los cientos de casas que se ven a lo lejos y parecen tristes cajas de cemento. Hay días en que se queda así, bebiendo su trago lentamente hasta embriagarse. Va al supermercado, trae comida y se abastece de su infaltable whisky escocés barato.

Yo me dedico a limpiar el departamento, preparar la comida, lavar la ropa, sacar la basura, planchar camisas y pantalones, cambiar las sábanas y desinfectar los baños. Tengo suficientes cosas que hacer durante el día. Después de la cena reviso los mensajes de mi celular para enterarme de lo que está pasando afuera. Llevo quince días aquí en este encierro. Él no quiere que vaya a la tienda, a la farmacia o a la panadería. Dice que no quiere que me contagie, que de pronto me pongo a conversar con alguna vecina que está infectada y traigo el virus a la casa. Por eso, él va siempre a todos lados, sale todos los días con cualquier pretexto: comprar pan, tabacos, pasta de dientes, aspirinas, agua mineral o cerveza. Demora unas dos horas en ese trámite.

Vuelve justo antes del toque de queda. Enciende la televisión y se apoltrona sobre su sofá, mientras yo le sirvo la comida. Ya no sé si le gusta lo que hago. Come con indiferencia, dice poco, se levanta y se sirve su whisky, dizque como digestivo. Me he acostumbrado a esta especie de modorra de sus días. Trato de no molestarlo, aunque en algún momento voy a explotar. ¿Será que tiene una amante? ¿Será que cuando sale, va a visitar a su exmujer y a sus hijos? Si es así, debería decírmelo. No me molesta que vea a sus hijos. Antes los traía aquí y ellos se llevaban bien conmigo, aunque desde el confinamiento no sé nada de ellos. Un día le pregunté, le dije: ¿cómo están tus hijos, Pedro? Bien, me respondió, así de seco. Entonces entendí que le disgustaban mis preguntas.

Es cierto que no hemos podido abrir el local de venta de disfraces y que estamos perdiendo dinero. Es cierto que se la pasaba todo el día recorriendo la ciudad, haciendo entregas, y que ya no puede salir como antes, pero no es mi culpa. Quizá lo que nos unía era esa cotidianidad en la que casi no nos veíamos, es decir la idea de vernos después de un largo día. Yo atendía el local y había siempre la suficiente gente y pedidos como para mantenerme ocupada. Hemos tenido que despedir temporalmente a las dos costureras. Pobres, deben estar pasándola muy mal. Le digo a Pedro que deberíamos irles a dejar unas compras, que deben estar muriéndose de hambre. Pero él sólo me mira con sorna y no responde. Nunca responde, es como si la peste le hubiera comido la lengua. Se va al balcón y fuma largamente mientras toma su whisky escocés barato. Odio ese whisky y ese olor a tabaco con el que llega a la cama y se acuesta, ya cuando está medio borracho. Yo le quito los zapatos y las medias porque no me gusta que me ensucie las sábanas con los zapatos mojados. No es violento ni grosero, sólo se ha quedado mudo como esta ciudad en la noche.

Las luces en las montañas me recuerdan a mi pueblo. Cuando era niña me gustaba mirar por la ventana las luces de las casas hasta que se apagaban. Imaginaba la cotidianidad de esas gentes y pensaba cuán aburrido sería vivir como esas gentes. Pobres gentes. Por eso me vine a la ciudad. Mi madre me enseñó el oficio de costurera. Ella hacía todo tipo de disfraces para las escuelas del pueblo y yo aprendí de ella a dibujar, a medir, a cortar y a coser. Ahora ya no coso. Sólo dirijo. El negocio creció. Es cierto que Pedro me ayudó a montarlo y ha hecho mucho para que funcione. Se recorre la ciudad si es necesario. Pero nunca me gustó la manera en que bebía, con cualquier persona. A veces se quedaba en algún sitio de la ciudad porque le invitaban a un traguito, como él decía. Y hasta llegaba al otro día, todavía transpirando alcohol. Yo no sé si amanecía en casa de su exmujer o tiene otra amante, o sea, una amante distinta a mí, porque antes yo era su amante. No sé. El caso es que yo siempre le he perdonado porque es muy trabajador y nunca me ha pegado ni me ha dicho groserías. Puede ser que ahora esté pagando todo. Debe ser duro estar todo el día de aquí para allá y que de repente te encierren, aunque, en el caso de él, lo del encierro es un decir.

Ya estaba acostumbrada a que desapareciera, al menos, una noche por semana. Me quedaba sola y hasta disfrutaba de esa soledad. Veía una telenovela o llamaba a mi hermana, que vive en el pueblo, para que me contara cómo están las cosas por allá. Ahora, como digo, Pedro desaparece unas horas durante el día. Capaz me estoy poniendo paranoica y simplemente pasea por la ciudad apestada como un mendigo o como un loco. En algún momento el toque de queda será las veinticuatro horas, han dicho. Y él lo sabe. Sabe que no podrá salir a ninguna hora y menos quedarse por allí perdiendo el tiempo sobre las aceras vacías. Seguramente se dedicará a beber todo el día. No tiene remedio. Se va a matar bebiendo. Dicen que hay gente que se mata bebiendo.

He visto en la tele las imágenes de la ciudad vacía. Es hermosa la ciudad sin autos. Siempre quise ver la ciudad vacía mientras llueve. Ahora llueve todas las tardes. Debe ser muy lindo mirar la lluvia desde arriba, ya que siempre miramos la lluvia desde abajo, si es que nos atrevemos a mirarla, sino sólo miramos cómo las gotas se estrellan contra el piso y desaparecen en el asfalto. Me gusta la lluvia, aunque no me gusta esa violencia con que se manifiesta ahora, como si quisiera decirnos algo, como si nos dijera que nosotros somos los culpables de esta peste. Si Pedro hablara, le diría lo que pienso de la lluvia. Le diría que me parece que todo es nuestra culpa, que la lluvia habla, que es el lenguaje de la naturaleza.

He visto varios videos donde aparecen animales salvajes que se pasean por las calles de las ciudades. Y se me ocurre que el virus es un castigo. Yo decía que la lluvia era un castigo, pero no. La lluvia es una respuesta, la lluvia barre la pestilencia de la muerte, la lluvia purifica este mundo vil. Quisiera que Pedro me oyera, que estuviera de acuerdo conmigo, pero no. Es un fantasma, ni siquiera eso, es una sombra de sí mismo. Cuando aprendí a coser mi madre me enseñó a hacer un bosquejo, eso es Pedro, un bosquejo de hombre. No ha llegado a ser un hombre porque no ha querido o no le ha dado la gana. Ahora veo que en la noche tose mucho, suda y tiene fiebre, una fiebre que no se le baja. Le digo que debe ir al médico. Él me mira con sorna y se sirve su whisky, dice que eso lo tranquiliza, que sólo está chuchaqui y que son los rigores de la resaca. Al menos para eso habla, para justificarse, para decirme que no me preocupe, que no se va a morir, que ese puto virus es un invento de los ecologistas para salvar el planeta, que me ponga a hacer mis cosas, que con un par de pastillas de Paracetamol se le va a pasar. Pero tose mucho, tose y se levanta a escupir en el lavabo, tose como un tuberculoso, tose como si quisiera vomitarse a sí mismo, tose tanto que ya no puedo escuchar el sonido de la lluvia sobre el techo, ese sonido que era un mensaje violento contra la ciudad apestada.