Poeta de segunda







Te despiertas. Deben ser las diez de la mañana. Has dormido casi doce horas. Cómo puede dormir uno tanto y seguir cansado, te dices. Sales de la cama, las sábanas arden. Te paras, a regañadientes. Te estiras. Te diriges al baño y echas un largo chorro de orina. Te miras al espejo. Abres la boca de forma desmesurada. Te lavas la cara y te quitas las legañas. Tu pelo necesita un corte urgente, pero para qué, si nadie va a verte. No haces ningún esfuerzo para acomodarlo. Ves en el espejo tu cara desalmada. Desayunas ligero, cereal y yogur. Te haces un café muy caliente como para despejarte. El café siempre te ha ayudado. Pero ahora ya nada funciona. La luz te amodorra. La luz se alarga sobre el espacio como el aliento de la abulia. Te levantas de la mesa y el cuerpo te pesa. Te das cuenta de que la vida te ha pesado siempre. Tu cuerpo no es más que reflejo de la pesadumbre. Ahora eres consciente de la soledad que regodea tu triste presencia. Nadie, dices nadie todo el tiempo, como si ese nadie se fuera a transformar en algo, pero nunca en alguien. Vas de nuevo a la cama. Hace demasiado calor y te duele la espalda. Te quedas sentado sobre el filo de la cama y miras hacia la ventana.

A través de ella se ve el río, a lo lejos, inmutable como en una fotografía. No puedes ir al río, no puedes salir a caminar ni ir a observar a la multitud enfebrecida sobre la avenida. Es viernes, al parecer es viernes. Ya no sabes cuántos días llevas encerrado. Las reservas de comida se están terminando, pero no tienes hambre. Para qué comer. Has bajado de peso. No tiene sentido comer. Lo haces en la mañana y en la noche cuando el estómago te empieza a doler. Abres una bolsa de papas y te la acabas mientras miras tu celular: tu única compañía. Sin embargo, hay mucha gente estúpida. Empiezas a borrar gente de tus redes o dejas de seguirla. Sobre todo, a los fanáticos religiosos y a los que se creen graciosos en estos momentos. Nada te parece gracioso. No en estos momentos en que la muerte acecha.

Ves los buitres sobre las terrazas de los edificios. Los buitres han tomado la ciudad. Estás tremendamente aburrido. Hubieras aprovechado para ir donde tu madre, pero no la soportas. Aunque hace tiempo que no ves a tu madre y ahora te llama al menos cada dos días, pregunta cómo estás y se despide. Sin embargo, hasta eso te molesta. A veces le cuelgas, pero la culpa es poderosa y le devuelves la llamada. Estaba en el baño, dices. La voz de tu madre se ha vuelto más dulce, o más bien melosa. Se nota que está preocupada por ti. Sólo respondes lo necesario. Tienes mucha pereza, incluso de hablar. ¿Tiene sentido hablar? Lo más sabio es este mutismo al que te abocas. Odias a los charlatanes, odias a los que hablan mucho y no dicen nada.

Pensaste que el encierro sería bueno para ti. Pensaste que estabas acostumbrado a la soledad. Lo cierto es que extrañas el movimiento, la sensación de libertad de ir a donde quieras sin dar explicaciones. Aun caminando solo entre la multitud te sentías libre. No hay nada más real que convivir con uno mismo, te dices. La realidad es lo que piensas. Separabas la realidad de las ideas. Ahora lo único que tienes son ideas. Una tras otra, como balas perdidas. Las ideas se superponen sin sentido. Intentas ordenar este aquelarre. Pasas largas horas sobre el sillón mirando el techo, tratando de ordenarte, de centrarte. A veces anotas una idea en papeles que luego tiras a la basura. De qué sirve escribir lo que piensas. Nadie va a leerlo. No quieres que nadie lea lo que piensas. Hay quienes pretenden que leas lo que piensan. Serán ideas importantes, seguro. Pero tú no tienes nada importante que decir. Y sin embargo a veces te atreves y escribes una oración, pero no sabes lo que significa.

¿Será que escribir es como hablar? Por qué se piensa demasiado cuando se escribe, por qué cada palabra te resulta dolorosa y tratas de buscar lo más preciso. En cambio, cuando hablas, la dinámica es diferente. Cuando hablas sueltas todo y casi no te importa el orden. Entonces son dos cosas distintas, escribir y hablar. Aunque tanto en la escritura como en el habla se pueden decir tonterías. Pero tú no hablas, no tienes esa pretensión. Le das poca importancia a lo que podrías decir. En cambio, al escribir sientes que algo se libera. Empiezas a juntar palabras, tratas de entender qué nuevas significaciones pueden surgir al juntarse la palabra árbol y la palabra sol. Pones una preposición. Árbol de sol. Pruebas con otras. Luz y muerte. La luz de la muerte, escribes. Inventas algo más. Soledad y vértigo. Un vértigo como el de la soledad, escribes. Sigues con algo más largo. Escribes: tiempo y asco. El asco del tiempo, escribes. Crees que puedes seguir. No tienes hambre ni sueño. Hasta la medianoche podrías llenar unas cuantas páginas. Tienes demasiadas palabras en tu mente. Lo que más tienes son palabras. Las palabras son como cosas en el aire, piensas. Sientes que las palabras te libran, pero de qué. De qué han de librarte las palabras que caen ahora sobre el piso como moscas moribundas. Tomas una palabra como una hoja, te das cuenta de que hay un árbol, que has arrancado la hoja de un árbol. Puedes arrancar una rama, pero el árbol sigue en pie. No podrías arrancar, sin embargo, el árbol. Quizá, a lo sumo, dejarlo pelado, arrancar hoja por hoja, palabra por palabra. ¿Podrías? Miras el río a través de la ventana. Por qué amas el río. Siempre te ha emocionado la inmensidad del río. No soportarías ver montañas. El río te da la sensación de un más allá, de un afuera. Si tuvieras que vivir entre montañas, te matarías. Al menos ver el río te reconforta.

Escribes la palabra inmensidad. Escribes también desasosiego y te da cierto escalofrío. Tienes miedo. Cuando escribes tienes miedo, pero pasa. En realidad, es algo como desasosiego. Sólo la presencia del río te reconforta. Has vivido siempre frente al río, desde niño. Incluso cuando fuiste a vivir solo, buscaste al río. No querías ningún lugar que le diera la espalda. Odiarías un sitio que le diera la espalda. Es como darle la espalda a la inmensidad, piensas. El río del desasosiego, escribes. Piensas que hacen falta verbos. Todo lo que escribes carece de acción. Buscas verbos en tu cabeza: caminar, luchar, atravesar, estrellarse, respirar, aguantar. Los verbos responden a tu deseo, piensas. ¿No será que escribir y desear son dos cosas que se complementan? Se escribe el deseo, anotas.

Quizá sea mejor llevar un diario, piensas. Buscas un cuaderno. Anotarás día por día lo que se te ocurra. Luego lo quemarás, cuando puedas salir del encierro, lo quemarás. No quieres que quede huella de lo que escribas. Y si mueres. Si mueres, qué importa, quizá lo publiquen, te dices y te ríes. Lo evalúas. Lo más ridículo sería morir solo mientras escribes un diario. Te da un poco de vergüenza. Se escribe la vergüenza, pones. Miras la fecha en tu celular y la anotas arriba. Crees que puedes hacer frases. Pero es más difícil de lo que parece. Juntar palabras era más fácil. Te atormentas. A través de la ventana, la ciudad se silencia. A lo lejos un hombre camina como borracho y se arrodilla. Levanta las manos al cielo. Se levanta y continúa su caminar. De pronto anochece. Enciendes el ventilador porque el calor se vuelve insoportable. Te quitas la camisa. Vas hacia el refrigerador y lo contemplas casi vacío. Tomas una botella de agua y la bebes con desesperación hasta la mitad. Empiezas a tener hambre. Abres una lata de atún y te la comes. Estás harto del atún.

Miras sobre la mesa el cuaderno lleno de palabras como manchas. Lo tomas, vuelves a leer. Es absurdo. Escribir no tiene ningún sentido. ¿Pero ¿tiene sentido acaso esta sensación de hastío? Lo escribes. Todo lo que navega en ti como un río, lo escribes. Vuelves a mirar por la ventana y hay humo. Mucho humo que se eleva, negro y espeso. No puedes ver de dónde viene, como las palabras, piensas. Abres la ventana y el humo se adentra de forma violenta con su olor nauseabundo. La cierras de inmediato, pero el hedor ha invadido tu casa. Escribes la palabra hedor y la palabra casa. En la casa, el hedor es lo que escribo.