Estaba tan aburrido que, cuando Daniela me preguntó si quería pasar la cuarentena con ella, no lo dudé. Siempre fue una buena compañía en el sexo, así que pensé que unas dos semanas de lujuria me vendrían bien. Hasta ahora, nos veíamos cada semana. Una vez. Follábamos en su casa o en un hotelito que yo conozco y que es muy barato. Tiene espejos en el techo y, en algunas habitaciones, los hay en las paredes. Aunque también me gusta hacerlo en su casa, porque en su cama ella se relaja y tenemos todo el tiempo del mundo para tocarnos y luego quedarnos dormidos si queremos. En el hotelito se paga por un par de horas. Y suelen ser estrictos. No podíamos ir a su casa siempre porque en ocasiones llegaba su madre y se queda tres o cuatro días. Al menos eso decía Daniela. Pero quizá mentía, no sé. En realidad, no teníamos una relación. Desde la primera vez que salimos, fue sexo y punto. Pero era un sexo tan brutal que yo terminaba con el miembro adolorido un par de días. Es que Daniela es insaciable. Puede seguir por horas mojándose y viniéndose. Debo concentrarme mucho para aguantar su ritmo y no cagarla. Luego yo quedo como perdido, como ensoñado. Un par de veces intenté hablar con ella. O sea, decirle que me gusta mucho y que, ya que nos llevábamos tan bien en la cama, por qué no intentábamos algo. No sé. Pero cuando yo iba a hablar, ella me ponía el dedo en la boca y meneaba la cabeza de un lado a otro rotundamente. Y entonces yo me decepcionaba y pensaba que quizá si le decía aquello, si le decía que quería algo más serio, capaz que ya no quería follar conmigo y eso habría sido el acabose.
Entonces, cuando me escribió esa noche para pedirme que al otro día fuera a su casa, que no quería pasar la cuarentena sola ni ir donde su mamá, no me pude negar. Sólo pensaba en su sexo ardiente, en sus caderas desmesuradas, en sus tetas pequeñas pero enhiestas, en su piel blanca y suave como la piel de una fruta verde. Apenas llegué con mi maletita de deporte, me empujó contra la puerta y empezó a besarme con desesperación. Su boca se abría de forma desmesurada y yo sentía que me iba a arrancar los labios. Me metía la lengua hasta el fondo como si buscara algo. Y yo la dejé hacerlo. La tumbé en el sillón, me quité la camisa. Ella llevaba un vestido ligero estampado de flores, bajo el que no llevaba calzoncito ni sostén. Estaba húmeda y caliente como lava y yo tenía una urgencia tan grande que estuve a punto de venirme al primer embate, porque ustedes no saben lo que es esa cosa ahí adentro. Parece que va a devorarte, parece que succiona tu miembro como una aspiradora y luego lo suelta. Su sexo se mueve como una medusa o, mejor, como una mantarraya. Y entonces uno no sabe cómo se le sube la sangre a la cabeza e intenta contenerse con todas las fuerzas, pensar en otra cosa o sacar el miembro un rato para que respire. Pero ella te pide que sigas, que no pares, que no te detengas, que se va a venir. Eso es una lucha a contracorriente. Es una misión desalmada y cruel contra uno mismo. Porque si te vienes a la primera, ella se decepciona y te desprecia. Me pasó una vez y discutimos. Me dejé llevar. Estaba tan excitado que no pude contenerme, entonces me vine al mismo tiempo que ella, o quizá antes, no sé. Y ella se volteó, no quiso que la abrazara, no quiso que la besara. Simplemente se volteó y se cubrió la cara con la sábana. Yo me quedé allí contemplando el vacío.
Ese día me di cuenta de que tenía que entrenar mi mente, que no podía irme, así como así, que entonces ella se decepcionaría y me dejaría por otro que le permitiera tener más orgasmos. Siempre me obsesionaron los orgasmos femeninos. En realidad, me causan envidia. Lo de uno es una cosa insignificante. Apenas un chorro silencioso, un espasmo que se dilata unos segundos. Y ya, el miembro se te pone flácido y es como la muerte, o debe ser como la muerte. Debes estar muy caliente como para tener otra erección en seguida. Pero Daniela sabía cómo hacerlo. Tenía una gran habilidad en las manos y en la boca, tenía una forma de empalmarte como la bebida o como la droga bien dosificada. Aunque yo desde aquella vez hacía esfuerzos sobrehumanos para no venirme, para que al menos tuviera un par de orgasmos. Entonces creo que empecé a gustarle de verdad. Porque yo lo sentía, sentía cómo sus muslos me aprisionaban, cómo su sexo se humedecía y me envolvía como una boca húmeda de fuego.
Por eso dije sí, quiero vivir con ella, ahuyentar a la peste con el olor de su sexo. Y diré que los primeros días fueron maravillosos. Teníamos sexo tres o cuatro veces por día. Nos alimentábamos de comida enlatada, bolsas de papas fritas, canguil, coca cola y cerveza. Vi que empezábamos a engordar, pero ella se ponía más caderona y eso me excitaba un poco. Y yo me empezaba a mirar al espejo y tenía una panza que surgía como una boya. La barba me crecía desordenadamente y el cabello se enmarañaba como una bola de lana. Ella decía que le gustaba, que adquiría un aspecto atractivo como de actor en decadencia. Yo me reía y me sentía complacido y deseado. No hay nada más poderoso que sentirse deseado. Podíamos pasar horas en la cama, desayunábamos tarde, almorzábamos en su pequeña terraza y dormíamos una siesta larga hasta que yo empezaba a tocarla bajo su blusa o su vestido, y follar se convertía en una suerte de escapismo, en una forma de liberación. Lo hacíamos como si se fuera a acabar el mundo, y de hecho yo le decía que quizá no habría futuro, que después de esto habría que repensar nuestra vida, si es que hubiera vida de verdad.
Pero ella no parecía entrar en pánico. Revisaba su celular todo el tiempo y se reía. La veía casi impávida, como si se negara a la realidad. Comentaba poco sobre lo que ocurría. Desconocía lo que pasaba afuera y parecía refugiarse en esa especie de voracidad sexual que yo, en principio, agradecí. Aunque yo ahora me demoraba mucho más en llegar a la eyaculación, ella se permitía derramarse en orgasmos. Me exigía nuevas posiciones, ritmos más endiablados, sexo oral o que le mordiera las nalgas y las piernas. Hasta que yo me ponía como loco, como con rabia, como con ganas de asesinarla. Un día, me pidió que la golpeara fuerte en la cara. Y yo lo hice. Lo hice tímidamente, pero ella agarró mi mano y me dijo así con fuerza, tarado, con fuerza. Y entonces le metí una cachetada como nunca se la di a nadie, una de esas cachetadas que sólo había recibido de mi madre cuando la hacía enojar mucho, una cachetada de ira. Y me pidió más. Pégame más, ahórcame. Apreté muy fuerte su cuello, muy fuerte, tan fuerte que empezó a ahogarse. En ese límite, trataba de hablar y me pedía más fuerza, más violencia. Hijo de puta, quiero que me mates. Y entonces cuando parecía que iba a desfallecer, a morirse, se venía de forma estruendosa y yo retiraba mi mano un poco asustado, casi temblando. Ella miraba al techo. Perdida en el espacio blanco.
Me encantas, me decía. Y yo me sentía poderoso, pero confundido. Pensaba en hasta dónde se podía llegar con el sexo. Hasta qué profundidades podríamos llegar con el delirio. Y tuve miedo. Mucho miedo de penetrar en mis instintos más básicos, en la posibilidad de matarnos, en que alguno de los dos no saliera con vida, ni siquiera por el virus, sino por el afán voraz de ese sexo carnívoro. O quizá no era para tanto. En realidad, las parejas experimentan, buscan nuevas formas de mantener la tensión sexual. Eso me tranquilizó, pensar en que al fin yo sentía que ella era mía, que la estaba poseyendo de verdad y que ella cedía. Ella no hablaba del tema, por supuesto. No se refería a nosotros, sino cuando estábamos entrelazados, cachondos, morbosamente lúcidos. Entonces ella me decía te quiero, hijo de puta, te quiero. Y ese hijo de puta no me parecía un insulto, sino una frase de amor, una especie de rebeldía dentro de ella misma.
En las noches veíamos una película y frente a la primera escena sexual, ella se ponía inquieta, y me decía: y si me tocas un poquito, Charlie, y yo le seguía la corriente. Le metía la mano bajo el pijama y le acariciaba el clítoris hasta que se venía. Al principio, desde luego, me costó encontrar su clítoris, pero ella me fue guiando por sus paredes y profundidades. Aprendí a comprender su cuerpo, planeaba estrategias con mi lengua, buscaba sus puntos erógenos dentro de su sexo y los estimulaba. Y eso no parecía tener fin. Me di cuenta de que la capacidad sexual de una mujer no tiene fin, que los hombres somos una pobre cosa humana con pene, que jamás asimilaremos la complejidad de su naturaleza y que no podemos ser más que unos esclavos de estos seres.
Pasaron dos semanas así, hasta que insinué la posibilidad de irme. No es que quisiera hacerlo, sólo que ya no tenía ropa. Necesitaba ir a mi casa, despejarme un poco, ver la calle desde la acera, respirar el aire mientras caminaba. Entonces le dije: qué tal si me voy a casa y regreso. Puedo ir mañana en la mañana, antes del toque de queda y volver para almorzar. Me miró con una especie de incredulidad, de desprecio. No sé. No me había mirado así jamás. Me miró como si yo intentara escapar. No te irás, me dijo antes de dormir y yo me reí. Pensé que bromeaba. Qué problema había con que yo fuera a mi casa, con que yo saliera un rato mientras se podía, me afeitara, me recostara en mi cama, trajera ropa limpia y hasta un par de libros para leer. No le di importancia y me dormí. Recuerdo que soñé que iba en bicicleta por un sendero lleno de árboles, que pedaleaba muy fuerte como si huyera, y que al final del camino estaba Daniela, desnuda, inmensamente desnuda, como una gigante. Y yo frenaba en la raya, frenaba como si me fuese a caer por el barranco. Entonces me desperté. Había amanecido. Me di la vuelta y ella no estaba. Me quedé allí en la cama contemplando el techo, mirando el blanco resplandor de la mañana. Hasta que sentí algo raro en el pie, algo pesado. Levanté la cobija y vi una cadena amarrada alrededor de mi tobillo y sujeta con un candado. Me reí, pensé que era una broma estúpida o que estaba soñando, que esto era parte de mi sueño, porque los sueños suelen superponerse unos a otros, y me dije, despierta Charlie, no es más que un mal sueño, pero de verdad estaba despierto.
Estaba más despierto que nunca, cuando vi que la cadena seguía hasta el baño del dormitorio. Me levanté, grité: Daniela, qué mierda es esto. No es gracioso, ven, conchetumadre, ven y dime por qué mierda estoy encadenado. Seguí el rastro de la cadena, que era como la cadena que se le pone a un perro rabioso, un perro de esos que salen a morder a la gente y que las personas encadenan para que no ataquen. Daniela no contestaba, no venía, no decía nada y ese silencio me ponía furioso porque ya no me parecía una fea broma. Seguí el curso de la cadena hasta el baño. El otro extremo estaba envuelto en el grueso lavabo. Le había hecho una vuelta en cruz y había colocado otro candado. Pensé que sería fácil si rompía el lavabo. Tiré de él con fuerza. Fue inútil. Le di de puñetazos hasta sangrar y nada, grité su nombre con desesperación. Hice esfuerzos por levantar el lavabo, pero parecía que lo habían fijado con cemento. Ya Daniela, tú ganas, ¿qué quieres de mí? Quiero que no te vayas nunca, dijo, a los lejos, desde la sala, no quiero que intentes escapar. De mí no vas a escapar a menos que yo quiera. ¿Me entendiste? Ok, dije, estás loca. Suéltame y hablemos. No, respondió, porque te irás. Estás molesto y te irás. No, le dije, no voy a irme. No quiero irme, juro que no quería irme. Te amo, Daniela, le dije en un arranque de sinceridad. Tú no me amas, dijo, ya ni siquiera me deseas, por eso quieres irte, por eso quieres huir. Yo no soy idiota, eres un hijo de puta como todos, que quieres dejarme e irte. Pues ahora no te vas, te vas cuando yo quiera, cuando a mí me dé la gana o quizá nunca. Daniela, le dije, podemos hablar. Tengo mucha hambre, al menos dame algo de comer, déjame llegar a la mesa y hablemos. No, dijo, te pasaré una fruta para que comas. Luego hablaremos. Estás muy intranquilo y así no puedo hablar. Cuando te calmes, hablamos.
Yo volví a la cama, luego fui al baño de nuevo, contemplé el lavabo con detenimiento e intenté forzarlo otra vez. Vi que había una lima de uñas y la tomé. Pensé que con ella podría limar la cadena como los presos en las cárceles, me imaginé haciendo eso durante años, encerrado en esa casa de una sola planta, alimentándome de las migajas de Daniela, mirando su odio sólo por haberle dicho que me quería ir para volver, o sea salir a respirar. Eso le decía a ver si se aplacaba, si lograba conmoverla, le decía que volviéramos a tener sexo, que me gustaba mucho el sexo con ella, que extrañaba poseerla, pero no, nada. Dejaba que la comida se deslizara en un plato de metal sobre el piso hasta que llegaba cerca de mí, hasta donde la cadena me permitía, casi cerca de la puerta del dormitorio. Yo me abalanzaba con mucha hambre sobre unas papas fritas, unas salchichas o una lata de atún abierta. Le pedía más, que por favor me diera un poco más, pero parecía inmutable. Me contemplaba a través del pasillo. Me miraba con lujuria, abría las piernas y empezaba a masturbarse. Veía su sexo enorme y yo también me excitaba. Nos masturbábamos observándonos a lo lejos. Ella se venía en el sillón y yo en el piso. Me gustas, Charlie, me gustas mucho, decía.
Otros días se dedicaba a leerme noticias. Me leía algún meme gracioso que había visto en redes sociales. Ponía música. Yo intentaba convencerla de que me soltara, de que podíamos hacer una vida juntos, hasta le pedí matrimonio de rodillas. No soy tonta, decía Daniela, tú lo que quieres es largarte de aquí lo más pronto, huir, tú no eres un hombre, eres apenas un chiquillo que no sabe qué hacer con su vida. ¡Casarte conmigo, por favor!, si no tienes ni dónde caerte muerto. Yo le decía que tenía un dinero ahorrado, que podía darle eso que tenía, que no era mucho pero que mi madre me había depositado para pagar el semestre, que tomara eso y me dejara libre. Y ella se reía. Libre, dice el mocoso, libre. Ya nadie puede ser libre. Afuera la gente se está muriendo en las calles. Afuera el virus está matando a la gente dentro de sus casas. Afuera es más peligroso que aquí adentro. Libre, dices, y se reía. Me gustas, Charlie, decía, y se quedaba por horas mirando su teléfono. Un día se acercó mientras yo estaba semidormido, la verdad ya casi no podía dormir. Se acercó muy despacio quizá para contemplarme, no lo sé, yo la esperé. Oía su respiración agitada mientras venía por el pasillo muy lentamente. Agarré la lima que tenía bajo la almohada. Traté de contener el aliento y parecer dormido. Apenas atravesó el umbral de la puerta me le abalancé con furia, y ella dio un salto atrás para intentar escapar. La cadena se tensó y me provocó un dolor tan terrible en el tobillo que me obligó a detenerme. No la pude alcanzar. Estás muy loco, me dijo, eres un demente. Ahora te quedarás sin comer un día entero. Y así fue, al otro día no apareció.
Grité su nombre al menos unas doscientas veces. El estómago me gruñía, el cuerpo me dolía, no podía estar en la cama y empezaba a caminar lo que la cadena me permitía hasta cansarme. Eso me relajaba, pero a la vez me daba mucha hambre, un hambre que parecía no tener fin. Yo nunca había pasado hambre, jamás en mi vida había pasado un día sin comer. Eso era absurdo, qué le había hecho yo a esa mujer. Por qué me odiaba de ese modo. Esa noche me la pasé contemplando el lavabo, tratando de ver el mecanismo por medio del cual había sido instalado. Entonces descubrí un tornillo en la parte de abajo. Tomé la lima de uñas e intenté darle vuelta. Costaba, estaba muy ajustado. Estuve largo rato así hasta que el mango plástico se rompió. Me dolía la palma de la mano a la que le había empezado a salir una ampolla. Así que lo dejé. Vi que el tornillo empezaba a mellarse y que no habría forma de darle vuelta. Me quedé mirando la lima y vi mi cuerpo tendido sobre la cerámica. Sudaba. Hacía mucho calor. Mis piernas se habían entumecido y un fuerte calambre se apoderó de mí de repente. Grité. Grité con todas mis fuerzas auxilio. Pero nada se escuchó. Quién podría venir a salvarme, quién se imaginaría un hombre encadenado a un lavabo de baño en medio de una peste. Quizá otro loco, habría pensado la gente, otro enloquecido por el encierro y por la falta de contacto con el mundo de afuera. Me retorcí de dolor en el piso. Tenía hambre y dolor. El hambre y el dolor juntos te llevan al delirio. Pensé que quizá la única forma de escapar era hacerme daño. Imaginé las posibilidades, razoné la forma en que actuaría Daniela si me provocaba un corte y me empezaba a desangrar. Tomé la lima entre mis manos muy fuerte. Grité, Daniela me voy a matar, tengo una lima entre las manos, me haré daño y me voy a desangrar. No te conviene tener a un herido aquí. Moriré e irás a la cárcel. Te gustaría ir a la cárcel, puta de mierda, le dije. Tengo esta lima aquí y me voy a cortar, grité. Hubo un largo silencio hasta que apareció. Empujó la puerta del baño apenas entreabierta y me abalancé hacia sus piernas. Trató de patearme hasta que cayó al piso. La sostuve con todas mis fuerzas y repté por su cuerpo hasta su cuello. Ella temblaba. Tenía miedo. No me hagas daño, dijo, te soltaré, pero no me hagas daño. Piensa que nadie vendrá, que no hay ambulancias, que los hospitales están llenos, que ninguno de los dos tiene una coartada para esta estupidez. Ahora lo piensas, le dije, mientras puse la punta de la lima sobre la piel de su cuello. Eres una loca, una demente, le grité con rabia y desesperación. Voy a soltarte, dijo. Te amo. No te vayas, no me dejes. Sólo quería que no me dejaras, volvió a repetir.
Entonces la obligué a levantarse sin quitar la lima de su cuello. Nos pusimos de pie y la sostuve con mi brazo alrededor de su cuello. Tengo las llaves bajo el colchón, dijo. Levanta el colchón. Eres un estúpido, dijo. La rabia me poseyó y la golpeé, la golpeé tan fuerte en la cara que cayó al piso inconsciente. No había golpeado nunca a nadie así. Escuché un crujido seco y la caída de su cuerpo en el piso. Levanté el colchón y allí estaban las llaves de los candados. En realidad, soy un estúpido, pensé. Probé las llaves en mi tobillo y una de ellas soltó el candado. Me liberé. Me di cuenta de que no podía salir, de que afuera había toque de queda y que era de madrugada. Vi que ella sollozaba. Entonces tomé uno de sus pies desnudos, le di dos vueltas a la cadena y puse el candado.
Fui hasta la cocina y abrí el refrigerador. Abrí un paquete de jamón y me lo zampé todo de un solo bocado. Sentí un gran alivio, sentí cómo el jamón bajó por mi esófago y cómo llegaba hasta mi estómago. Tomé un frasco de yogur, lo abrí y lo bebí hasta que el líquido se me escapaba por la comisura de los labios y caía por mi quijada. Disfruté de esa sensación. Vi un par de salchichas y también las devoré. Sentí alivio, sentí que el hambre se aplacaba como una especie de fuego. Escuché una especie de gemido y la voz de Daniela que decía: Charlie, no te vayas, no me dejes, te amo. Me senté sobre el sillón de la sala y contemplé su cuerpo a lo lejos. Después de todo, la venganza era dulce, la venganza también era posible mientras afuera olía a muerte, mientras afuera sólo existía una palabra que navegaba a través del río: desolación.