Las campanas empezaron a doblar temprano por la mañana. Ese talán lastimero atravesaba desde la catedral los tejados de las casas y se posaba largamente en las ventanas como un animal perezoso y triste. Así se mantuvo durante varios insoportables minutos mientras Robert se preparaba el desayuno: un enorme pan relleno de mayonesa, salsa de tomate, jamón, tocino, unas rebanadas de tomate y cebolla. Sacó la Coca-Cola del refrigerador y se sirvió un vaso acorde con su hambre y su sed. Devoró su sándwich en menos de tres minutos, bebió el vaso de gaseosa con desesperación y lo llenó un poco más. Sintió que tenía un poco más de hambre y abrió otro pan para echarle una rodaja de mortadela, queso, salami y un poco de lechuga, para que le ayudara a digerir, pensó. Volvió a llenar el gran vaso de su Coca clásica preferida, aquella que decía: alto en azúcar. Las campanas siguieron tocando a muerto mientras el cielo se ponía gris y espeso. Seguramente llovería por la tarde. Se zampó el segundo sándwich con la misma avidez. Pensó que debería ir a la farmacia a comprar sus píldoras para la hipertensión y pasar por el supermercado para abastecerse. Ya le quedaba comida para unos dos o tres días, con suerte. Vio que se había derramado la gaseosa sobre su camisa de dormir, se la quitó y la tiró sobre el sillón. La tela, cuan larga era, casi lo cubrió totalmente. Robert contempló la escena y sonrió.
Siempre, desde pequeño, había sido gordo o robusto, como decía su madre. Incluso sus pocos amigos lo llamaban el Gordo Robert. Así que le era difícil imaginarse de otro modo. Su vida había sido un lento caminar por el mundo, sin la agilidad y el “encanto” de la actividad física, esa que se ofrecía a diario en los anuncios de gimnasios. Pero aquello no le importaba. En realidad, sudaba mucho cuando se veía obligado a subir por una escalera, llevar las compras del mercado, caminar unas pocas cuadras o simplemente mover una silla de un lado a otro para sentarse. No se encontraba muy a gusto en la calle ni tampoco acostumbraba comer en restaurantes. Siempre era muy poca la ración que le servían y todo le parecía terriblemente caro. Prefería pedir comida a domicilio, aunque resultara contradictorio, o preparársela él mismo. Tenía mucho tiempo, quizá demasiado tiempo, así que se tomaba la vida con pasmosa paciencia. Bueno, es que también requería mucho esfuerzo mover ese extraordinario cuerpo por la casa, no se diga hacia la calle. Por ello, cuando tenía que salir obligadamente se ponía de muy mal humor, se alteraba y trataba de darle largas al asunto hasta que irremediablemente tenía que ir. Como aquel día, en que para rematar había toque de queda temprano en la tarde. O sea que después de desayunar, le quedaban un par de horas para salir. Debía organizarse entre la farmacia, el súper y volver. Con suerte alcanzaría a hacerlo todo antes del maldito toque de queda.
Había empezado a comer, además, dos veces más de lo habitual y cada vez que oía las noticias sobre el virus en el país, le entraba una ansiedad frente a la cual su cuerpo le pedía algo de azúcar, pasta o unas grasosas papas fritas en aceite del día anterior. Estaba entonces comiendo la mayor parte del día, la otra la destinaba a dormir, a acariciar al gato o ver series de televisión. Por cierto, la comida del gato también había comenzado a escasear, así que su salida por provisiones se hacía absolutamente necesaria. Aunque después de ese opíparo desayuno, decidió quedarse apoltronado en el sillón y encender el televisor para mirar un nuevo capítulo de su serie favorita. Cuando se estaba quedando dormido, tuvo un sobresalto y se dio cuenta de que cada vez tenía menos tiempo para salir. Se levantó débilmente para ir por sus zapatos. Vio que tenía puesto el pantalón del pijama y estaba sin camisa. Fue hasta su habitación, se quitó con dificultad el pantalón y se metió como pudo en otro de tela que le quedaba lo suficientemente holgado como para que no se rompiera al caminar. Agarró una camisa a cuadros que le gustaba mucho y estuvo largo rato tratando de abotonársela porque, en las últimas semanas, había engordado tanto que la barriga se le había ensanchado como una dona. Los ojales se estiraron hasta el límite y entre botón y botón quedaban unos orificios que dejaban ver sus carnes blancas y pringosas. Pensó que haría un poco de frío o llovería y decidió ponerse un sobretodo de lana que le había regalado su madre para navidad.
Por cierto, la noche anterior su madre lo había llamado y parecía un poco preocupada por él. No le dio importancia a lo que ella decía y simplemente le pidió dinero. Mañana, cuando pueda salir, te haré un depósito, dijo ella. Así que también esperaba que su madre hubiera cumplido con ello y retirar el dinero del cajero automático que había en la farmacia. Intentó ponerse la mascarilla sobre la cara, pero los cachetes se le desbordaban a los lados como a un perro gordo con bozal. Tomó el paraguas y salió. La contemplación de la calle vacía lo aturdió y el sonido de las campanas se hizo aún más intenso, como el sol, que se había puesto en su cenit y en esta parte del mundo quemaba la piel con sus rayos invisibles. Así que, aunque sudara con el sobretodo puesto, estaba protegido. Eso pensó.
Caminó un par de cuadras hasta la farmacia y entró. El guardia lo miró con una especie de repulsión. Y él también lo miró de ese modo. Le pidió que esperara en la puerta hasta que saliera un poco de gente para evitar la aglomeración. Robert asintió y se quedó allí, apoyado sobre el paraguas como un dandi gordo y sucio. Cuando pudo pasar, se acercó al cajero e introdujo su tarjeta de débito. Consultó su saldo y miró: cincuenta dólares. Qué miserable, se dijo, y los retiró con resignación. Fue hasta el área de medicinas y pidió el medicamento para la hipertensión. El precio había subido considerablemente, así que le quedó algo menos de la mitad. Salió de allí con rabia y sufrimiento. Por qué su madre no había podido ser un poco más generosa, pensó. En realidad, dijo: hija de puta, pero para sus adentros, tragándose la desdicha. Caminó con mucho esfuerzo por una calle empinada mientras pensaba qué haría con el poco dinero que le quedaba. Decidió que gastaría en la infaltable comida del gato, cuatro libras de arroz, pasta y enlatados. Seguramente le quedaría algo para un par de latas de cerveza, soñó. Lamentó no poder tomar un taxi. Las calles estaban vacías de autos y algunos vendedores ambulantes de cigarrillos y verduras se acercaban para ofrecerle sus mercancías.
El lento caminar del gordo Robert y su gabán bajo ese sol sempiterno lo hacían ver como un grotesco personaje de quien burlarse. Y la gente lo hacía. Él podía escuchar las risillas de los vendedores cuando pasaba y hasta oía las palabras gordo y asqueroso. Al cruzar una calle solitaria, vio que se le acercaba una prostituta. No llevaba mascarilla y andaba casi desnuda: una falda cortísima le cubría apenas las piernas y un top muy ligero, los pechos. Excesivamente maquillada, dejaba ver unos labios exageradamente gruesos y unas cejas profundamente negras. ¿Te la chupo, gordito?, le dijo, e intentó acariciarlo. Apenas le rozó el abrigo, el gordo Robert levantó su largo paraguas para defenderse y ella se retiró. Su voz era gruesa como la de un hombre y su risa maléfica como la de un ladronzuelo. No me molestes, hija de puta, alcanzó a decir. Y ella se cambió de acera y se rio. ¡Gordo maricón!, le gritó. Sólo quiero trabajar. No tengo que comer.
Pero el gordo Robert siguió su camino hasta el supermercado. Se sentía muy cansado para seguir discutiendo con una puta maloliente. Al llegar a la puerta del comisariato, se metió la mano al bolsillo del gabán y se dio cuenta de que no tenía su cartera. Buscó entre los bolsillos del pantalón y tampoco la encontró. Miró desesperado a su alrededor y sólo vio a la gente que a unos metros hacía fila para ingresar antes del cierre. Hubo un par de miradas burlonas y otras de asombro. ¿Va a ingresar?, le dijo la chica de la puerta que tenía un medidor de temperatura y se lo iba a acercar a la frente. No, dijo, creo que he perdido mi billetera. Lo siento, dijo ella, pero retírese que hay gente esperando.
El gordo Robert se puso a un lado de la acera e intentó recordar dónde había perdido su cartera. Quizá se le había caído dentro de la farmacia o en la calle al salir. Sin embargo, lo más probable era que esa puta se la hubiera robado. Regresó sobre sus pasos furioso y atribulado. Trató de acelerar el paso hasta llegar a la cuadra donde la prostituta se le había ofrecido. La molería a golpes con su paraguas. La obligaría a devolverle al menos sus documentos. Qué más daba. Las calles empezaban a vaciarse de gente porque se acercaba el toque de queda y el gordo Robert trataba de mover su cuerpo con la poca energía que le quedaba. Correr era algo imposible para él desde hacía algún tiempo. De hecho, no había corrido desde muchos años atrás y el menor esfuerzo lo fatigaba. Aun así, la ira hacía que su voluminosa masa se tambaleara de derecha a izquierda como un borracho. Se detuvo varias veces para descansar y respirar. Estaba lleno de sudor bajo el gabán y algunos botones de su camisa habían saltado dejando ver su torso casi desnudo. El cabello grasiento y sudoroso le caía sobre la frente y sus ojos empezaban a nublarse. Siguió hasta la esquina de la calle donde debía estar la prostituta. La vio a lo lejos y apresuró el paso. ¡Oye!, gritó. Ella estaba demasiado lejos para escucharlo. Caminó hacia ese objetivo. La puta estaba charlando con otra de acera a acera muy animada. Las dos reían escandalosamente. La calle se hallaba completamente vacía. El gordo Robert se acercaba resoplando y sentía que su cuerpo le reclamaba por aquel esfuerzo extraordinario. Sintió un dolor agudo en el vientre y una ligera opresión en el pecho le hizo contenerse. La puta volteó a mirar y no se inmutó. Le dijo algo a la otra y se quedaron en silencio. El gordo Robert se detuvo a unos metros de ella e intentó decir algo, pero estaba tan mareado que le costaba sacar las palabras.
¿Qué pasa, gordito?, preguntó la puta. ¿Ahora sí quieres que te la chupe? Miró a la otra puta en la acera de enfrente y las dos rieron. Me robaste la cartera, dijo Robert. Tú me robaste la cartera, hija de puta, alcanzó a añadir mientras sentía que le faltaba el aire. ¿Qué te pasa?, gordo cabrón. Yo seré puta pero no ladrona, respondió. El gordo Robert levantó el paraguas con las fuerzas que le quedaban para amenazarle. La puta lo miró con desprecio. La otra cruzó la calle y las dos se pararon frente a él. Una densa nube cubrió la escena y un trueno se oyó a lo lejos. Las campanas de la catedral dejaron de sonar. Devuélveme mi cartera, dijo Robert. Sólo devuélveme mi cartera, puta de mierda, añadió. Las dos putas se rieron. Quieres que te mate, gordo hijo de puta, dijo la acusada. ¿Quieres morir aquí?, gordo asqueroso de mierda, le dijo, y lo empujó. La horrenda masa de su cuerpo trastabilló y no se pudo sostener. Cayó al piso como un enorme bulto de grasa y carne. El sobretodo se extendió sobre la calle y los botones de la camisa que aún quedaban salieron volando para dejar ver el hinchado y blanco torso. Las putas rieron nuevamente y lo patearon con sus tacones en el vientre y en la cara. Un hilillo de sangre salió de la nariz del gordo Robert cuando empezó a llover granizo. Las putas salieron corriendo de inmediato. La calle se llenó de pequeñas bolas de hielo blanco que rápidamente se desleían sobre el asfalto y sobre el cuerpo, ya moribundo y tosco, con tal violencia que parecía que el cielo se hubiera ensañado con la ciudad y la tarde.