Equis







Para Javier Coral, de profesión herpetólogo, lo difícil no era realmente matarse. Matarse sería fácil como cualquier verbo reflexivo, o sea como bañarse, cambiarse o lavarse. No, lo difícil para él era explicarlo. Ya se sabe que un suicida no necesita una explicación, que es un suicida y punto. Los verdaderos suicidas no andan por allí lloriqueando sobre su posible cadáver. Lo hacen y ya. No obstante, para Javier Coral resultaba un altercado a su conducta ética el hecho de no saber qué decir. Me explico, todo suicida deja una carta de despedida. Bueno, no todos, pero la mayoría, sí. Éste era el caso de Javier. Le atormentaba la idea de que no lo comprendieran. Pero quiénes, dirán ustedes. Pues las dos únicas personas que en la vida de Javier significaban algo: su mamá y su hermana. El mundo podía reducirse a esas dos mujeres para él.

La idea del suicidio estaba allí desde su adolescencia. No era algo nuevo. Pero no había dado pistas, no había hecho nada para que se notara una creciente obsesión por la muerte que en cierto modo lo mantenía vivo, para usar una ironía frecuente. Se cree que los suicidas son melancólicos, depresivos, malhumorados, profundamente tristes. Personas a las que literalmente les apesta la vida. Como a los poetas. Habría que decir que no. Si usted es un ser humano habrá sentido en algún momento la necesidad de matarse, de acabar con todo. Incluso los niños pueden tener esta idea. Porque la muerte está allí. Es una pieza fundamental. El suicidio, por ende, es el acto más extremo de la vitalidad. Y, sin embargo, la idea del suicidio no tiene por qué ser trágica. Si alguien quiere morirse, debería poder hacerlo y listo. Aunque hay algo que lo impide: el derecho a la vida. Es decir, hay un derecho a la vida, pero no hay un derecho a la muerte. Javier pensaba todas estas cosas día a día y lo atormentaban. La paradoja dentro de sí radicaba en el hecho de que aun cuando pudiera matarse, o sea violentarse, ese acto podría ser considerado desde la perspectiva de una moralina condescendiente. Me explico. El día en que su madre se enterara de que su hijo había sido muerto por su propia mano, qué diría, qué pensamiento le vendría a la cabeza. Quizá pensaría que alguien lo hizo, o sea, no él mismo. Pensaría que era imposible que él mismo se diera muerte. Ese estado de negación habría sido una primera reacción en su madre. Aun cuando le hubieran demostrado que se trataba de un suicidio, su madre habría buscado un culpable, digamos, sentimental. Alguien que lo hubiera motivado. Por lo tanto, su madre nunca podría admitir el hecho de que él se matara por la simple idea de que la vida no tenía sentido. Admitiría, eso sí, que era un tipo raro y con extrañas costumbres. Es más o menos lo que pensaría su hermana, casada, con tres hijos, seguramente infeliz, pero conforme. Una bióloga a la que él había admirado toda su vida y que ahora parecía haberse convertido en otra persona y con quien había perdido contacto real. Mucho más con la pandemia y el confinamiento. Seguramente estaría como loca ante su propia cotidianidad, con las clases, los niños y su esposo.

Pero no se trataba de la vida de su madre o de su hermana, se trataba de su propia vida a la que no le encontraba ninguna dinámica soportable. Se aburría prácticamente de todo. El amor le resultaba utilitario y egoísta; la amistad, una hipocresía. Sólo le fascinaban los animales, sus animales. Afuera el mundo se contagiaba de un virus mortal, un virus que había trastocado el tráfago de la humanidad. Y si hubiera contraído el virus, también se habría sentido decepcionado. Morir por una neumonía causada por un virus no era precisamente la forma en la que ansiaba culminar su vida, ése era otro tema que ya lo tenía decidido. El asunto fundamental era la imposibilidad de dejar una carta, un párrafo, una línea, una palabra final que lo justificara. Javier se dio cuenta de que escribir por obligación era un eficaz método de autotortura. Ensayó varias veces la dichosa carta, pero no lograba llegar más allá del encabezado. También pensó que lo mejor sería dejar sendas cartas. Sin embargo, no lograba escribir ni una, menos podría con dos. Los días se hacían largos y la cuarentena, una música interminablemente triste de muertos y cifras contradictorias. Decidió salir de sus redes sociales y no contestar sino los mensajes estrictamente necesarios que le llegaban desde el vibarium donde trabajaba. Quería concentrarse y le daba vueltas a las ideas como se da vueltas de forma nerviosa a un balón antes de un partido.

Cada cierto tiempo se acercaba a la caja de cristal donde guardaba sus hermosos animales ofídicos, los observaba durante largo rato, contemplaba sus parsimoniosos movimientos, los colores de sus pieles, las hermosas lenguas bípedas y las cabezas de diamante. Luego se dirigía hasta la mesa del comedor donde tenía una hoja de papel en blanco y un bolígrafo. Le parecía que el color del papel iba cambiando con el pasar de los días, que se volvía amarillento y se contraía como la hoja de un árbol. También el silencio es un mensaje poderoso, pensó al mirar la página. Si la muerte era el espacio del silencio absoluto, del gran silencio, por qué habría de tener palabras. Entonces se tranquilizó y se decidió. Repasó el acto en su mente como si de una obra de teatro se tratara. Lo peor que podía pasarle es que saliera vivo. Pero quién habría de venir a salvarlo en este encierro. Ya había empezado el toque de queda y la ciudad sólo se inundaba del calor que parecía subir desde el asfalto y trepar hasta los cielos.

Fue hasta la gran caja de vidrio donde estaban sus animales, a quienes no había dado de comer durante todo el día. Sabía que, como todos los animales, no le harían daño si no se sentían amenazados. Eran dos víboras: una equis y una coral. No medían más allá del metro y medio. En general solía jugar con ellas. Le gustaba sentir la frialdad de su piel recorriéndole el cuerpo. Dejaba que se desplazaran por sus brazos y su cuello. Sabía cómo tratarlas. Pero esta vez era distinto, estaban llamadas para otra cosa. Tenían otro cometido en su vida. O en su muerte, como fuera. Se desnudó con parsimonia mientras observaba el hermoso movimiento de sus cuerpos en el aire. Era la última vez que vería ese espectáculo. Abrió la caja, dividida en compartimentos, y sintió que estaban inquietas por el hambre. Una de ellas, su favorita, la equis, levantó su cabeza como en una danza de búsqueda. Su lengua se agitó con la rapidez de las alas de un colibrí. La pared de vidrio era lo suficientemente alta como para que no pudieran salir con facilidad, así que cuando Javier introdujo su mano para tomarla por el cuello, la víbora intentó morderlo. La retiró a tiempo. Sabía que el veneno era mortal, pero en dosis suficientes. Sabía los efectos que tendría. Los había visto. Así que necesitaba una buena mordida, una mordida con rabia, una mordida que significara una especie de amor y de odio al mismo tiempo. Metió sus dos manos con decisión y tomó las dos víboras por el cuello. Algo habitual en su trabajo.

Había tendido su cama con mucho ahínco y se acostó con ellas, las puso sobre su pecho y aflojó las manos. Los animales reptaron sobre su piel seguramente en búsqueda de comida. Se movieron entre sus brazos hasta las manos, se desplazaron por su tronco y por sus piernas. El calor de su cuerpo las atraía. Estaba nervioso y eso parecía agitarlas. Al final, contaba con eso, quería que la sangre ardiente de su cuerpo las excitara, quería que lo devoraran como a un enorme animal deseado por el hambre. Las dejó moverse un largo y tenso rato. Vio sus cabezas elevarse en la selva de su piel. Cuando una de ellas empezó a subir por su pecho –su favorita, la equis–, sintió que su cola le rozaba el sexo y experimentó una gran excitación. Entonces la agredió con la mano. El movimiento de la víbora fue tan rápido que sólo sintió el gran mordisco en su mejilla como una dolorosa incisión en la piel. El reptil dejó el veneno con sus enormes colmillos y se retiró. El dolor era insoportable y rápidamente sintió la hinchazón en la cara. Vio a la coral que recorría su pierna y también la agitó violentamente con el muslo. El movimiento fue similar, pero no tan brutal como el primero. Entonces se sintió un poco decepcionado. No eres una verdadera coral, alcanzó a decirle. Las dos víboras se retiraron hacia la cama como indiferentes. El cuerpo de Javier empezó a sudar. Tenía un sabor mentolado en la boca y el ritmo cardiaco se le aceleraba. Inmediatamente después, sintió un cosquilleo insoportable en el cuero cabelludo. Se entumeció. El mareo no le dejaba pensar. Estuvo largo tiempo en medio de una gran confusión y miedo.

Había visto el miedo. Había visto el miedo en gente que no deseaba morir, en gente que suplicaba por un antídoto en su trabajo cuando se empezaba a desesperar. Pero él quería morir. Por qué sentía miedo si deseaba morir. Por qué ese miedo le recorría la sangre. Por qué ese miedo absurdo e inexplicable le impedía incluso respirar. La náusea, esa misma náusea que había sentido por la vida, ahora le venía en oleadas, y una sensación espantosa de incertidumbre se apoderó de él, cuando vio que su cuerpo empezaba a cambiar de color. Tembló, tembló de frío y de pavor como si hubiera sido abandonado en el hielo. Hasta que perdió el conocimiento.

Dos días después lograron abrir su departamento con mucha dificultad. El guardia abrió la puerta y se retiró. No fuera a ser que la peste le llegara hasta allí. La madre y la hermana se miraron y dudaron si entraban o no. Lo llamaron por su nombre, pero sólo se escuchó el sonido del ventilador. Avanzaron lentamente hasta su habitación. Esperaban ver el cadáver de Javier sobre la cama. Mucha gente había muerto así. Las noticias llegaban todos los días de gente que moría en su propia cama con la peste. Es lo que esperaban, que a Javier le hubiera dado un síncope como resultado del virus. Ésa era la única explicación. No había contestado los mensajes ni las llamadas, no se había reportado a su trabajo, no había dejado ninguna carta de despedida sobre la mesa. Ansiaban ver el cuerpo de Javier sobre la cama como un último consuelo de un largo presentimiento. No obstante, cuando llegaron a su habitación, una enorme víbora se movía lentamente y con dificultad sobre la cama. Una víbora hinchada, de enormes ojos a través de los cuales se leía el silencio y la muerte.