Muchos meses después de que el virus se había aplacado aparentemente y miles de muertes había tenido en su haber, se reunieron en Quito los respetables ancianos –los que quedaron– de la Academia Ecuatoriana de la Lengua para discutir la inclusión, o no, de la palabra coronavirus dentro del fabuloso e imprescindible Diccionario de la Lengua del Ecuador –nombre temporal, ya que el editor siempre puede cambiar el destino de un título–, en el que venían trabajando ya desde varios años antes, a paso lento, pero seguro. No era menos cierto que esta discusión a algunos les parecía que no debía corresponder a la correspondiente, valga la redundancia, sino a la Real Academia, porque dicho nuevo término, nombre, entrada, neologismo, sustantivo, lo que sea, ya pertenecía al español general, o sea, era de uso común. Sin embargo, como este comité de honorables no se había visto la cara en persona durante algunos meses, les pareció que podrían hacer llegar sus impresiones a la Real Academia o, en su defecto, calificar al nombre coronavirus como ecuatorianismo, mucho antes de que las otras academias lo hicieran. Así, ganaría prestigio esta pequeña Academia de este miserable país, duramente golpeado por la peste.

La verdad es que esta prestigiosa comisión lexicográfica ya había trabajo la letra c, donde constaban varios ecuatorianismos como cucho, caretabla, cojudo o curuchupa, pero como dicho diccionario estaba lejos de publicarse, bien podían darse el lujo de regresar un poco. Se reunieron, entonces, un día jueves de nuestros días, allá por los dos mil y veintitantos, y asistieron cuatro miembros: un lingüista, un poeta, un narrador y un expresidente, todos de número, como corresponde. Se le dio el honor de presidir esta sesión al recientemente nombrado miembro, o sea, al lingüista, para ver si podía zanjar esta cuestión de una sola vez e irse todos a tomar un café. La secretaria hizo los protocolos de rigor y se sumergieron directamente en el asunto que, por otro lado, tanto trabajo había dado a investigadores, médicos y enfermeras: el coronavirus. Intervino pues el lingüista, quien inició con esta frase: “Hay factores extralingüísticos que determinan el uso del lenguaje”. El resto se miró las caras. Era bien sabido que dicho lingüista ya había trabajado y publicado un diccionario de ecuatorianismos, y que, por ello, quizá debía tener un mejor criterio en cuanto al tema. No obstante, parece que nuestro lingüista, de barbas largas y cenizas, de mirada afable y siempre sonriente, quería ponerse demasiado teórico y dijo: “Al revelar la relación entre el lenguaje y la vida humana en general, la lingüística pragmática como perspectiva de estudio del lenguaje se convierte en punto de convergencia entre la lingüística tradicional y los proyectos interdisciplinarios de las humanidades y las ciencias sociales, es decir, revela la relación entre el lenguaje y la vida cotidiana”. El poeta miró al narrador, se encogió de hombros. En su rostro se podía interpretar: qué carajos dice. “Lo que quiere decir que, prosiguió el eminente lingüista, si estudiamos bien el fenómeno de la palabra coronavirus, entenderemos que es un hecho lingüístico más que un simple término. Por ello, no seremos nosotros quienes decidiremos si este neologismo con que vulgarmente se ha designado a tamaña peste, deba ingresar o no en el vademécum de la lengua española, o sea, en su diccionario, sino que ya han sido los hablantes quienes se han manifestado. Aun cuando lo registremos como ecuatorianismo, es ya una palabra de uso extendido y, por lo tanto, esta reunión no tiene ningún sentido”.

“Le ruego que no se enfade ni se ponga tan erudito, dijo el poeta, bien podemos discutir sobre otras interesantes cuestiones. Para citar al Quijote: La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que no concibo nombre más horrendo y lejos de hermosura que este de coronavirus. Discutamos, por ejemplo, lo adecuado del nombre, su posible definición y hasta de pronto yo podría ensayar algunos versos. Esta fealdad del término, sin ir más lejos, la considero poco poética, inutilizable en cualquier obra de literatura actual o posterior que merezca la pena, no se diga dentro del género lírico. Hubo en épocas de mayor gloria nombres más literarios, a saber: peste negra, peste bubónica, peste levantina, pero luego, Dios mío, parece que la medicina se hubiera ensañado con la lengua española: sarampión, viruela, hasta venir a dar con este monstruo llamado coronavirus”.

“Pero es mucho más sensato que llamarlo COVID-19, dijo el lingüista, que parece el nombre de algún cohete. Si hemos de discutir sobre la mala virtud del nombre, pues no me atañe tampoco, pues soy un lingüista pragmático. Para mí, están primero los hablantes y si ellos han decidido llamarle coronavirus, virus coronado o virus de la coronilla, pues tendremos que aceptarlo y marcarlo en el español general. Pero si tuviera alguna variante en este país, que suele pasar ya que el pueblo se las da de graciosillo, podríamos incluirla como ecuatorianismo”.

Inmediatamente intervino el narrador, ampliamente conocido por sus relatos y dos que tres novelas, quien se veía un poco atormentado por otro asunto. “Por mí, pueden registrar el término coronavirus ahora mismo en nuestro diccionario. Total, cuando salga, al paso que vamos, ya la RAE lo habrá incluido y quizá tendrá la marca de obsolescente en el suyo. A mí lo que realmente me preocupa es que no haya mujeres en esta comisión, a excepción de nuestra bellísima secretaria”. Se volteó y le guiñó el ojo. “Cómo es posible que ya en la segunda década del siglo XXI, no tengamos mujeres en esta honorable comisión lexicográfica. Me resulta inconcebible. Y si seguimos por allí, también me parece que el género del término coronavirus es equivocado, debería ser: la coronavirus, ya que los nombres compuestos toman el género del primero de ellos, verbigracia: el coche bomba o el corta plumas. Lo correcto, si nos atenemos a la norma y a la equidad de género, es que haya mujeres en esta comisión y el término se incluya dentro del género femenino. Así, incluso ganaríamos simpatía entre el feminismo ecuatoriano, tan de moda últimamente”.

“Bueno, aquello va contra mis principios teóricos”, dijo el lingüista. “Largo ha sido el fracaso de instituir normas rígidas dentro de la lengua. Ha sido más bien el uso el que con el tiempo se vuelve norma. Francamente ésta es una discusión sin sentido. Por ejemplo, poeta, ¿cómo definiría usted coronavirus?” “Pues, no lo sé, quizá: ‘enfermedad infecciosa y febril’, etcétera”, dijo el poeta.

“¿Qué es etcétera para usted?”, intervino el expresidente, quien no había dicho una sola palabra hasta el momento y miraba su teléfono. “Me parece que hay que tener sumo cuidado con este término, ya hemos visto cómo ha diezmado a la población, ¿no sería posible que diezmara el resto de nuestro diccionario? Pensemos en los otros términos, en sus familias, en sus hijos derivados. Pueden fácilmente contagiarse y morir. Imagínense ustedes, honorables miembros, la gran mortandad en este diccionario. No dejaré morir a la voz del pueblo que es nuestro diccionario”.

“Qué absurdo”, dijo el lingüista.

“En todos estos años no había tenido una discusión tan bizantina. Parece que el dichoso coronavirus les hubiera hecho perder el seso.”

“Lo siento, pero no permitiré que la lengua de Cervantes sea manchada con tan vil nombre impropio”, dijo el poeta. “Ya demasiado esfuerzo hacemos los vates para acercarnos a la verdadera belleza, la única belleza que es la poesía”. “Yo también estoy cansado de esta discusión, dijo el narrador. Si no hay mujeres, esto no tiene encanto. Al menos una tendría el buen seso que usted reclama y del que nosotros carecemos. Por lo pronto, me retiro”, terminó. Se levantó de su silla y esperó ante la intervención final del expresidente, que levantó los brazos agitado y dijo:

“¡Bravo, bravísimo!, queridos miembros de tan dilecta comisión. Habéis votado a favor del pueblo y por el pueblo, la historia os recordará. Pasaréis a la historia como unos héroes. Ya lo veréis”. El poeta miró al lingüista con sospecha. “Por qué habla así”, dijo. El lingüista levantó los hombros y se rio. Ambos rieron. Contagiados, el narrador y el expresidente también rieron. Se dirigieron a la puerta.

“Esperen”, dijo la secretaria que hasta ese momento no había dicho una sola palabra. “Me preocupan varios asuntos. En primer lugar, la C es la letra que contiene más palabras. Grande es la desproporción que hay entre la C y la X, como para sumarle una palabra más. Una que considero sumamente nociva. Ya sabemos lo que esta palabra le ha hecho al mundo. A ver, ¿cuántos muertos causados por este mal? Desde el punto de vista estético, se trata de una palabra sin gracia alguna. Coronavirus. ¿Qué es?, ¿una marca de cerveza, un reducto de las monarquías? ¡Un desastre! Si íbamos a hacer de esta palabreja una pandemia, al menos hubiéramos elegido un nombre más sonoro; sin embargo, nos dejamos llevar por los códigos internacionales y las burdas traducciones. Ahí tiene que, mientras nosotros decimos /aisber/, los españoles dicen /iceberg/. ¡Qué lío! Y ni hablar del famoso webinar, que eso está para otra reunión y no para ésta. Volviendo a lo que nos compete, dejando de lado el asunto estético y la desmedida desproporción de incluir una palabra más a la letra C, queda lo más grave. Esta palabra podría enfermar severamente a las otras, sobre todo a los arcaísmos. Se imaginan. Esas pobres palabras ya agonizantes de nuestra lengua que con tanta dificultad se han mantenido o camuflado entre nuestras páginas… Las expondríamos a muerte. Una estocada final, respiradores, larga agonía. Lo que me da es cangis o necesito un canivete para poder partillo. ¡Es la caraba! No podemos permitir, bajo ninguna circunstancia, la inclusión de semejante terminajo”.

Todos se miraron asombrados.

“Deberíamos proponerla como miembra”, dijo el narrador. “Aquí todos están locos”, dijo el lingüista. “Pero tiene un verbo exquisito”, dijo el poeta. “La voz del pueblo es la voz de Dios”, dijo el expresidente.