ÁFRICA: En la carretera

4 Marzo de 2014. Shoestrings Airport Lodge. Johannesburgo.

Me siento eufórica y embotada a la vez. El viaje ha durado más de veinte horas y ahora descanso frente al ventanal de un hostal para mochileros cutre y sucio pero con una gran atmósfera. Algunas tiendas de campaña se erigen entre árboles yermos mientras jóvenes viajeros, la mayoría europeos y norteamericanos, pasean con paso vacilante, saludándose con curiosidad para contarse las peripecias vividas y aquellas por vivir. Todavía perturbada por la intensidad de las últimas horas, me acuerdo de las últimas imágenes desde que abandoné mi tierra.

Camino errática durante horas por terminales de aeropuertos, estaciones de metro, hago colas kilométricas, leo decenas de letreros informativos, veo pasajeros que desaparecen en pasarelas de acceso a aeronaves, aviones que despegan y otros que aterrizan, paneles con horarios, puertas de embarque, la voz masculina o femenina de la megafonía en varios idiomas, seres humanos de todas las nacionalidades caminan como flotando a la deriva, vuelo dos horas y media de Canarias a Madrid, espero cuatro, vuelvo a volar siete horas, a esperar otras cuatro, regreso al avión, esta vez para viajar durante 11 horas… Ay qué hambre y qué caro está todo en los aeropuertos… Ay cómo pesa la caja de la bicicleta… Ay por qué habrá que coger un bus para cambiar de terminal en Madrid…

En el último avión, un Boeing 777 de la compañía Qatar Airways, se sienta a mi lado un canario de Tenerife. Qué casualidad. Mira que hay pasajeros y me toca un canario. Se llama Suray, tiene 26 años y dice que va a Johannesburgo en busca de trabajo, escapando de la crisis económica que todavía azota a España en 2014 y en especial a las Islas Canarias, donde en ese momento tener un trabajo es prácticamente un lujo al alcance de muy pocos. Así que el muchacho, de ascendencia hindú, dice que lo tiene claro y que piensa arriesgarlo todo. Total, la cosa no puede estar peor en Sudáfrica de lo que está en España y en esta vida el que no arriesga no gana.

En el aeropuerto internacional de Johannesburgo-Oliver Reginald Tambo, recojo de la cinta transportadora de equipajes la gran caja con la bicicleta, herramientas y repuestos y el pesado bulto compuesto de tres alforjas que he envuelto en film transparente en el aeropuerto de Gran Canaria. Busco un taxi que me lleve al hostal, no muy lejos de ahí, y negocio antes el precio con el conductor, quien no encuentra el conocido hospedaje para mochileros y me deja a mi suerte en cualquier lado. Decepcionada y agotada me estrujo el cerebro para buscar una solución al problema que tengo: moverme con dos pesadas cargas sola calle arriba en busca del edificio.

El cabello me cae sobre la frente y sudo la gota gorda. Acabo de cargar una caja de 20 kilos mientras el recepcionista de otro hotel me ha guardado el bulto amorfo envuelto en film transparente de diez kilos. Toco un timbre que no suena y aguardo exhausta. No contesta nadie y tampoco parece haber ni un alma en el edificio. De repente, veo a dos jóvenes caminando por el jardín con paso vacilante, como si buscaran algo.

—¡Hello! —les grito desde el otro lado de la puerta de hierro forjado.

Me abren la puerta, cerrada desde dentro, y me ayudan a entrar el equipaje mientras aguardan a que regrese a por el resto. En el jardín charlamos animadamente esperando a que alguien nos atienda.

Ambos mozos son israelitas y viven en Ciudad del Cabo. Hoy visitan Johannesburgo para presenciar el partido de fútbol entre Sudáfrica y Brasil que se juega esta misma noche. Quieren que les acompañe y la verdad es que no me puedo negar, a pesar de mi cansancio. Necesito divertirme un poco después de tanto estrés acumulado entre aeropuertos, aeronaves y carga de bártulos. El reloj da las cuatro de la tarde y estoy en un céntrico mall de Johannesburgo con cara de póker con mis nuevos amigos de Israel. Nos acaban de comunicar que no hay más entradas para el último partido de calentamiento antes de la Copa Mundial de la FIFA Brasil 2014, vigésima edición de la Copa Mundial de Fútbol, que se celebra en junio . Disimulando mi decepción, renuncio a la fuerza a un poco de diversión y me despido.

Acosada por el cansancio hago algunas compras en el supermercado del mall y, ya en el exterior, busco un bus que me lleve de vuelta al hostal. Un aparcacoches me explica que no hay buses en “Joburg” y que los ciudadanos suelen viajar en taxis colectivos. Antes he venido en taxi privado con los chicos y no he sabido esto hasta que este hombre, con un paraguas en mano, se ofrece a protegerme de las primeras gotas de lluvia mientras me conduce a la furgoneta repleta de pasajeros que aguarda en el aparcamiento del centro comercial. Tras darle una propina, me ayuda a subir al vetusto vehículo cargada con una bolsa de la compra y una garrafa de agua. Dentro aguardan apelotonados una decena de africanos, hombres y mujeres, que me miran con gesto de pocos amigos y no responden a mi vivaracho saludo de recién llegada. Tengo la extraña sensación de que no soy bienvenida. Tomo asiento tímidamente entre unas señoras que me observan con una mezcla de desconcierto y curiosidad. Me siento acorralada entre un puñado de seres que parecen cabreados. No entiendo lo que pasa y desconozco si he cruzado algún límite, pero estoy demasiado cansada para buscar otro transporte alternativo, cargada de comida y agua para los próximos días, en la ciudad más grande y poblada de Sudáfrica.

Pregunto a las silenciosas señoras que se agolpan en el primer asiento si es este el taxi que va a Rhodesfield, Park Lane. Una de ellas me mira de arriba abajo durante unos segundos y entonces asiente y añade que le pregunte al conductor para estar más segura.

—Acabo de llegar a Joburg desde España —declaro, con esa simpatía de turista recién llegada que me acompaña durante todo el viaje y que tanto me sirve para romper el hielo.

Las mujeres cambian ligeramente de actitud y ahora fuerzan una sonrisa mientras una de ellas me dice:

—Oh, Spanish… nice!

Pregunto al conductor —al volante de la vieja Toyota Hiace para nostálgicos— que si hace una parada en Park Lane, pero no contesta. Advierto que lleva puestos unos auriculares. Le rozo con la mano en el hombro y se gira de golpe. Me confirma con acritud que debo cambiar de bus a medio camino para llegar a Park Lane. Por qué no me habré quedado en el hostal descansando sin más, en lugar de haberme metido en este lío. Llevo sin dormir dos días y estoy agotada, sentada entre un montón de gente hostil, mirando la lluvia derramarse sobre una caótica furgoneta con un montón de cables de todos los colores que salen del salpicadero, un conductor con aires de ex boxeador y líder de los radicales del taxi, y unos pocos Rands, la moneda local, en el bolsillo, porque no he tenido tiempo de cambiar más.

Media hora después, el hombre con los auriculares aún puestos, arranca la vieja furgoneta y se abre paso a toda velocidad entre vehículos y peatones que cruzan apresuradamente la calzada, buscando refugio mientras el cielo se desempiedra sobre la ciudad más peligrosa del mundo. Siento el peligro dentro y fuera de este montón de chatarra. Las calles de Johannesburgo parecen un circuito caótico de F1 donde el respeto mutuo entre vehículos brilla por su ausencia. Impera la ley de la selva y la falta de limpieza. Los edificios son meros cajones de una planta con paredes desconchadas y sucias como el suelo. El zumbido del motor de la vieja furgo retumba en mis oídos mientras pasamos a un individuo que manipula una añeja máquina de coser bajo la lluvia, entre gente que se protege del aguacero bajo las cornisas de las fachadas.

Me apeo en Park Lane y de nuevo camino sin rumbo. No sé qué transporte debo coger hacia Rhodesfield. Estoy en un mercado callejero y al parecer soy la única blanca, por lo que los hombres no dejan de acosarme con frases en un idioma que no entiendo. Tengo miedo e intento que no se me note. Procuro mostrar una actitud soberbia y desafiante que oculte mis verdaderos sentimientos. Estoy a punto de desmayarme, agotada por el viaje y por no bajar la guardia desde que me despedí de mis nuevos amigos. Pregunto dónde están los colectivos y doy vueltas como una peonza con la compra y la garrafa de agua de 5 litros sin éxito. El chapoteo de mis Brooks sobre el lodazal me distrae unos minutos hasta que logro encontrar el “Black Taxi” que se supone va en dirección al albergue juvenil. El conductor me invita amablemente a sentarme delante. “Demasiado amable”, pienso. Detrás, unos hombres con mala pinta mascullan cosas con aire jocoso. Uno de ellos le dice algo al conductor y ambos sueltan una carcajada mientras me observan de arriba abajo.

Me pregunto qué demonios estoy haciendo aquí, en este colectivo repleto de hombres negros como el carbón mirándome lascivamente, en la ciudad de más criminalidad del mundo y en un país donde los negros y los blancos se odian a muerte, sola, con una bolsa de latas de conserva y una garrafa de agua de cinco litros.

La puerta del copiloto no cierra y debo agarrarla con fuerza, a instancias del conductor, para que no salga volando. Pasada media hora, el conductor me pregunta entre gritos:

—¿A dónde vas?

—¿Es una puta broma, tío? Porque no tiene gracia, contesto perdiendo la paciencia. Antes de salir me has dicho que me avisarías cuando estuviéramos cerca de mi destino.

De madrugada oigo voces que susurran en la habitación y el ir y venir de personas que no para en toda la noche. Supongo que la ubicación estratégica del hostal lo convierte en el preferido de la mayoría de los mochileros porque no cesa de entrar y salir gente a todas horas del inmueble situado a sólo diez minutos del aeropuerto internacional.

Al día siguiente no logro levantarme de la cama antes de las nueve. Me siento como si hubiera ido al espacio exterior y hubiera vuelto y tengo la energía muy baja. Hoy no me apetece hacer otra cosa que sentarme de nuevo en la sala de estar y contemplar el jardín a través del amplio ventanal, entre sorbos de café instantáneo y galletas de chocolate. Unos ruidosos ibis descansan en los cocoteros que yacen sobre un homogéneo césped de tonos verdes bajo el sol, que lanza una fría estela rosada por las copas de los árboles.

Pronto comienzan a despertar los demás huéspedes y la paz de la sala de estar se quiebra mientras las voces parsimoniosas de viajeros flotan en el ambiente con sueños cumplidos y anhelos por venir. Prácticamente todos trabajan o han trabajado para alguna ONG afincada en Sudáfrica, a excepción de Aaron y Ozi, mis dos nuevos amigos de Israel. Ambos colaboran con un movimiento judío afincado en el país austral que “contacta” con jóvenes judíos sudafricanos para ayudarlos a “conectar con sus raíces” pero que en el fondo tiene como principal objetivo “informar” sobre el conflicto árabe-judío para que no quepa duda de quiénes son los buenos y quiénes los malos.

Dos norteamericanas están encantadas de haberse tomado un año sabático para ejercer un voluntariado en programas sociales de ayuda a familias desfavorecidas en un país donde los negros son mayoría y ganan cinco veces menos que los blancos y los beneficios siguen estando en manos de la población blanca. Otra joven, de nacionalidad alemana, asegura trabajar en cualquier cosa con tal de no pagar el alojamiento y la comida y seguir viajando. Con sólo 23 años ha pasado en un año por una decena de granjas y ONG en Sudáfrica, Bostwana y Uganda desempeñando cualquier actividad. La joven menciona la página web workaway.info como el recurso que más ha utilizado para buscar trabajo.

Por primera vez en mucho tiempo me siento integrada con personas con aspiraciones similares; hastiadas de una vida llena de comodidades y hambrientas de aventura. Casi todos han hecho un viaje largo para llegar aquí y deciden pasar otra noche antes de embarcarse en el largo viaje de vuelta a casa. Mientras charlamos, otros mochileros entran y salen por la puerta en un continuo trasiego.

Los siguientes días amplío mi estancia en Johannesburgo debido al agotamiento acumulado desde que inicié los preparativos de este viaje hace semanas. Además, quiero disfrutar un poco más de mi estancia en un lugar tan novedoso para mí porque nunca me había hospedado en un hostal de mochileros ni compartido habitación con gente que no conocía. Lo que comenzó siendo un reto en todos los sentidos, acabó convirtiéndose en una experiencia fantástica y divertida. Me siento muy bien en este lugar desaseado donde dudo mucho que cambien las sábanas de las camas, y si lo hacen, no utilizan el jabón para lavarlas.

15 de marzo. Durban, Kwuazulu-Natal, Sudáfrica. ¡En la Carretera por la Costa Norte!

Me acuerdo de mi vida, de mi soledad, de mis espantosas ansias de aventura. Me desconozco a mí misma. Sentada sobre mi bicicleta, preparada para dar la primera pedaleada de mi viaje alrededor del mundo, despidiéndome de Enma, de Mark y de William en aquel peculiar hostal de Durban, Sudáfrica, Nomads Backpackers, donde el único que no iba colocado era el hijo de tres años de la propietaria, que aparecía y desaparecía con su pañal y su paso oscilante ante la indiferencia de su madre. Siento la boca seca y la cabeza embotada. Es lo que pasa después de cuatro días fumando marihuana con un montón de desconocidos.

Ahora estoy aquí, en esta fresca y nublada mañana de marzo, viendo pasar confusas imágenes en mi cabeza que poco o nada tienen que ver con mi propósito en este continente. Fiestas en la piscina a diario, cerveza helada, canutos de marihuana, tan cargados, que apenas podía abrir la boca y si lo hacía era para vomitar una risa tonta y babosa, vino merlot barato a raudales, carcajadas, incluso me llevo un tatuaje en la zona lumbar, obra de mi amigo William “The Crazy One”, viéndome en la necesidad de grabar en el lienzo de mi piel un recuerdo o una marca de mi arranque que sirviera también de premonición: una marca imborrable del continente africano y de mi recorrido completo, las espinas de un puercoespín sudafricano me protegerían de los peligros en la carretera y las plumas de ave serían un sinónimo de libertad y reflejarían mis ganas de viajar.

Con cierta dificultad para mantener el equilibrio debido al peso mal repartido, digo adiós para siempre a mis amigos con los que he pasado unos días olvidables. Doy un rodeo a la manzana para salir por la Musgrave Rd y tomar la King Dinuzulu Rd hacia el este, y seguir por la costa del Océano Índico hacia el norte con dirección a Dolphin Coast. Durban es la tercera ciudad de Sudáfrica e intimida pedalear en ella, y más llevando la bici cargada hasta los topes en una metrópoli con millones de habitantes.

La situación es estresante porque el tráfico no respeta nada y debo pedalear con mucha precaución y con resaca. Pese al caos que reina en sus calles y a la cantidad de indigentes que las pueblan, la urbe es majestuosa, joven y verde, con numerosos edificios de nuevo cuño.

Me llama la atención lo limpio y cuidado que está todo y la gran cantidad de hindúes que la pueblan. Por lo visto hasta Gandhi vivió en este enjambre de culturas que mira permanentemente a Asia, mientras trabajaba como asesor jurídico. Allí pasó 21 años de su vida defendiendo los derechos de los indios y poniendo en práctica, por primera vez, acciones de no-violencia, una estrategia innovadora que mostraría toda su eficacia.

Siento el miedo en el cuerpo. Pese a su popularidad, Durban no es segura para una mujer blanca y sola en bicicleta. Intento tragarme el miedo y seguir adelante. Me causa terror detenerme en los semáforos porque en pocos segundos niños y adultos muy pobres me rodean y me piden dinero con imposición y no me acostumbro a estos exabruptos. Les digo que no tengo pero insisten con descaro. Algunos niños están drogados y se entretienen manoseando mis alforjas y zarandeando la bicicleta hasta que el semáforo cambia a verde y huyo calle abajo procurando hacer tiempo para llegar a los cruces justo con el cambio de luz y no tener que parar.

Después de una hora consigo llegar al extrarradio de la ciudad. Ya en la Ruth First Highway, las afueras se van ocultando tras las copas de los árboles mientras dejo que el aire marino penetre por mi nariz y llene mis pulmones de marisco y sal. Pero el goteo interminable de vehículos a gran velocidad y la ausencia de arcenes hace casi insoportable el pedaleo. Además, la agresividad de los conductores es insufrible. Pasan a sin guardar la distancia de seguridad y nadie respeta las señales de tráfico.

Suena el teléfono y paro en una isleta para contestar. Es Enma, a quien conocí en el hostal. Quiere cerciorarse de que todo va bien. Asiento no muy convencida y me despido sintiendo un escalofrío de desasosiego. Continúo pedaleando en aquel horror de carretera y cuando estoy cerca de Umdloti, decido que ya he tenido suficiente por hoy. He hecho sólo 30 kilómetros pero me da igual. Total… ¿Qué prisa hay? ¡Todavía me restan 2 años de aventura!

Junto a la carretera de Umhlanga a Umdloti las playas son kilométricas, el mar acaricia con espuma la arena y hay pocas almas. Sólo naturaleza en estado puro. Enma me vuelve a llamar. Dice que está esperándome en Umdloti con un amigo, para despedirse otra vez. Nos encontramos en este remanso de paz a orillas del cálido Océano Indico, habitual de las vacaciones de las familias más adineradas del país. Nos saludamos y bajamos a la playa con la bicicleta cargada hasta los topes. Las ruedas se entierran en la arena y Emma y su amigo me ayudan a empujarla hasta un tronco que yace inerme a diez metros del agua. Nos sentamos en la arena y hablamos, reímos y lloramos.

—¿Dónde vas a dormir? —pregunta ella.

—Ya veré… en cualquier parte —contesto.

—¿Estás loca?, esto es África y tú tienes el culo blanco y eres una mujer. No puedes dormir en cualquier parte.

—Bueno, ya pensaré en algo. A lo mejor le pido a algún hotel que me deje acampar en el jardín.

La sudafricana, de ascendencia irlandesa, desaparece media hora y me deja en compañía de su amigo al que no entiendo porque habla muy rápido y aún no tengo hecho el oído al acento sudafricano. Luego regresa con buenas noticias. Dice que ha hablado con la encargada de un hotel en primera línea de playa y esta ha accedido a alojarme en una habitación por una noche. Así es Enma; no hay nada que se interponga en su camino.

No es fácil renunciar a una prometedora e incipiente amistad para lanzarse hacia lo desconocido. Incluso el cariño hacia las nuevas amistades es una gran excusa para mantenerte en la zona de confort. Me despido de Enma y de su amigo con un nudo en la garganta.

— Adiós amiga mía, que te vaya bien —le digo emocionada.

— ¿Volverás algún día? —Su voz ha cambiado por completo.

—Quién sabe —contesto con la voz tensa y turbada.

Toco el portero automático del pequeño hotel apretado contra la playa por una loma y su jungla tropical. Sale a recibirme una risueña señora de mediana edad que me abre la puerta de hierro forjado. Me hace entrar y me ayuda a subir la bicicleta por una escalera que conduce a la recepción.

—Mi nombre es Debbie y esta es mi compañera, Sophie —dice señalando la puerta por la que entra una joven gruesa y sonriente con aires masculinos.

—Es un placer conocerla. Quiero agradecerles el gesto que han tenido conmigo ofreciéndoles mi ayuda en el hotel si hiciera falta. Sé hacer prácticamente de todo.

—¡En absoluto! —exclama Debbie—. Valoramos mucho lo que haces y por qué lo haces y queremos contribuir de alguna forma.

Ambas me acompañan a mi habitación.

—Por favor, siéntete como en tu casa. Y si quieres cenar con nosotras, esta noche te esperamos en la cabaña de la jungla, sobre la loma. Y no olvides cerrar el ventanal de la terraza cuando salgas para que los monos no entren y te roben nada.

Abandonan la habitación y yo me quedo ahí, sentada en una silla de la terraza, como un pasmarote, observando el mar y vigilando a los traviesos monos que trepan por el edificio saltando desde las copas de los árboles. Hoy es mi primera noche de aventura y tengo una habitación en un lujoso hotel a orillas del mar con un montón de monos aguardando que les de algo de comida. Sólo he pedaleado 30 kilómetros. ¿Realmente merezco esto? No he hecho sino empezar mi viaje iniciático y ya estoy sucumbiendo a los placeres de la vida. Desde que llegué a Johannesburgo no he dejado de gandulear, ir a fiestas, beber alcohol, fumar marihuana y hacer un montón de amigos. Y cuando decido emprender, por fin, mi aventura, me ocurre esto. ¿Deberé forzar las cosas y rechazar tentadoras propuestas como éstas para mantenerme en el redil? ¿O debería simplemente fluir y dejarme llevar aceptando la realidad tal y como venga sin mayores quebraderos de cabeza? Sinceramente, no sé qué hacer. Lo único que tengo claro es que hoy estoy aquí y mañana no sé lo que va a pasar, así que voy a disfrutar todo lo que pueda de este maravilloso lugar y de sus monos y dejarme llevar por las olas de este océano que tengo la suerte de contemplar.

Al día siguiente, cuando me dispongo a abandonar el hotel que regentan Sophie, Debbie y Diesel —el perro—, el desviador de mi B-Pro de montaña se parte y la transmisión queda inutilizada.

—¡Caray! —exclamo—. Esto sí que no me lo esperaba. Y ahora ¿dónde consigo yo otro desviador y a quién me lo sustituya.

—Oh, no te preocupes —dice Sophie—. En Ballito han abierto una nueva tienda de bicicletas y tienen taller de reparaciones. Podemos hablar con ellos para que te hagan un descuento.

—Pero te tienes que quedar otra noche. Es la única condición que te ponemos para ayudarte —añade la británica afincada en Sudáfrica mirando con una sonrisa pícara a su compañera.

24 de marzo. De puente a puente me lleva la corriente en Zululand.

A este paso no voy a abandonar jamás Sudáfrica. He pasado cuatro inolvidables días en la propiedad de Brandon, amigo de Enma, que también hace las veces, teóricamente, de hostal para mochileros y de lugar para fiestas. El sitio, llamado Nature Ways Backpackers, está en Mtunzini, junto a la reserva natural de uMlalazi, con exuberantes selvas tropicales, extensas playas, ríos y lagos de aguas apacibles y una considerable fauna silvestre tropical.

El ambiente en esta finca se me antoja un poco raro y misterioso. Hace tiempo que no funciona como hostal mochilero, a juzgar por el estado de abandono de las cabañas, y lo único que parece ir bien es el bar, que se sitúa justo al lado de mi pequeña barraca. Por la noche no hay quien duerma debido a la música y durante el día unas cebras se pasean a sus anchas por el jardín entrando y saliendo del bar como cualquier cliente.

Claude es el socio de Brandon y vive en una casa junto al bar con su hijo de ocho años. Un día me lleva a recorrer la reserva en su camioneta con su pequeño y con un par de amigos. La reserva uMlalazi es hermosa y su belleza te abre en canal y te arranca las entrañas. Otro día nos vamos todos de paseo por el lago en la barcaza de Brandon. Allí, a bordo de la peculiar nave, parecida a una casa flotante, entre manglares y jungla tropical, el enigmático Claude me proporciona información trascendental para mi seguridad en todo este periplo por el continente desconocido.

—En África jamás te acerques a la orilla de un lago o de un río —señala algo parecido a un tronco de un árbol que flota en la orilla—. ¿Ves aquello?, es un cocodrilo.

El caso es que he perdido casi una semana de viaje. Sin embargo, lo he pasado tan bien que no me importa demasiado y continúo mi pedaleo por la Costa Norte en dirección a la frontera con Mozambique. Ya no hay tanto tráfico pero sigue sin haber arcenes, por lo que no le quito ojo a la vía y afino mis oídos para escuchar el sonido de los vehículos aproximándose por detrás. Me siento extrañamente poderosa y segura de mí misma.

Una pick up blanca me adelanta tocando el claxon. Un hombre blanco me hace señas para que pare y me detengo detrás de él. Sale de la camioneta y se dirige hacia mí.

—¿Estás loca? Estas carreteras son muy peligrosas… te pueden asaltar en cualquier momento.

Veo sus ojos turbados y su sonrisa que no corresponde a la expresión de su mirada.

—No se preocupe —le contesto—. Será lo que tenga que ser. Estoy dando la vuelta al mundo en bicicleta y tengo que pasar por aquí necesariamente.

—¿De veras? ¡Eso es alucinante! Oh, permíteme que te invite a un té en mi granja… quiero que mi mujer, Bronwyn, te conozca.

El individuo alto y enjuto de pelo plateado me transmite buenas vibraciones pese a la exaltación de sus palabras y acepto la invitación.

Los Davison me sientan en una mesa en el patio trasero de la granja y durante dos horas les cuento todo lo que quieren saber sobre mi aventura, que aún está en pañales. Las palabras salen de mi boca a la misma velocidad que entran las pastas de té que me miran desde un plato y me dicen cómeme, por favor.

—Bueno, ya va siendo hora de irse —inquiero con desgana.

—Si vas hacia Ponta D’ouro, en Mozambique, tienes que pasar necesariamente por Hluhluwe —apunta David— allí vive una buena amiga mía que estaría encantada de recibirte. Toma nota de su teléfono —sentencia Bronwyn.

Guardo el papel en el bolsillo de mi chaleco Brooks Essential Run y me alejo de la granja pedaleando por una carretera de tierra que desemboca en la vía principal. El calor empieza a ser sofocante. Esa noche duermo en Mtubatuba, en casa de John y Wendy Mtetwa, amigos de Brandon.

27 de marzo. Hluhluwe, Kwuazulu-Natal, Sudáfrica. Safari en Helicóptero

Marco el número de teléfono en mi Samsung Chat B5330. Bronwyn ha insistido en que contacte con su gran amiga Colette Tracy cuando pase por Hluhluwe y ahora estoy sólo a 20 kilómetros de la localidad, situada entre iSimangaliso Wetland Park y Hluhluwe-iMfolozi Park, a orillas del río Hluhluwe. El Hluhluwe-iMfolozi Park es la reserva natural más antigua de África y el único parque estatal en Zululand donde se encuentran “los cinco grandes”: el león, el elefante, el búfalo, el leopardo y el rinoceronte.

Al otro lado del aparato, una voz femenina me da la bienvenida.

—Estaremos encantados de conocerte —afirma—. Puedes quedarte el tiempo que necesites.

—Muchas gracias Colette. Sólo necesito un par de días para recuperarme antes de salir hacia Mozambique.

—No hay problema. Yo estaré fuera hasta mañana viernes por la tarde pero mi marido Grant te recibirá y atenderá en mi ausencia. Tenemos muchas ganas de que nos cuentes tus aventuras.

Cuelgo el teléfono entusiasmada. Qué fácil me ha resultado todo hasta ahora gracias al apoyo de esta gente. He quedado en Hluhluwe en un par de horas con Colette, así que tengo tiempo de sobra para hacer los veinte kilómetros que me quedan. Es mediodía y comienzo a notar los efectos del fuerte sol austral sobre mi cabeza. Pese al aire fresco otoñal que sopla a diario, en Sudáfrica la irradiación solar es fortísima y a mediodía los rayos del astro rey fulminan a cualquiera.

Me recoge un apuesto joven rubio, alto y fuerte, con la piel dorada y traje de explorador, al volante de un Range Rover antiguo descapotable. Jack me saluda amablemente y me ayuda a subir la bicicleta a la zona de carga trasera. Como decía, las cosas no podían ir mejor…

Tras quince minutos conduciendo por carreteras secundarias llegamos a una extensa propiedad acotada por una gran valla eléctrica. Las grandes medidas de seguridad son también notorias en la entrada. Un poste con un teclado numérico donde Jack introduce una combinación que nos abre unas grandes puertas de hierro forjado. Atravesamos vastas llanuras con grandes áreas limitadas con un kilométrico vallado ecológico para animales de granja. Rebaños de ovejas que salpican de blanco el exuberante escenario. Grandes establos separados varios metros unos de otros, siembran la ingente propiedad cuyos dominios se pierden en el horizonte.

—¿Tenéis aquí caballos? —pregunto al joven parecido a Robert Redford.

—No, no criamos caballos. Nos dedicamos a la conservación de la fauna salvaje.

En la casa familiar me recibe Grant Tracy, esposo de Colette. Con una amplia sonrisa, estrechándome la mano con firmeza, me conduce a la casita para invitados ubicada en una zona retirada del amplio jardín. El lugar cuenta con varios dormitorios con baño privado y puerta individual al exterior. Una gran cama doble ocupa casi todo el dormitorio de corte clásico decorado con gusto y elegancia. Los tonos crema adquieren protagonismo y contrastan con maderas oscuras. Lo que más me sorprende gratamente es el aseo. Una bañera antigua de patas, restaurada, capta mi atención. Un papel pintado muy discreto crea una armonía perfecta con la bañera, el lavabo y el mueble, sobre el que reposan algunos útiles de aseo sin estrenar para uso de las visitas. No tardo ni diez segundos en ponerle el tapón a la tina y abrir la llave del agua caliente. Abro un pequeño frasco de gel de baño hidratante con aromas de jojoba y argán y lo vacío en el remolino de agua que cae del grifo y gira como siempre, rompiendo con viejos mitos. Me abandono a aquel delirio de espuma y agua caliente y doy gracias a Dios por lanzarme desde el cielo este regalo y otros tantos por el camino.

Después del baño me quedo profundamente dormida entre sábanas de algodón de 400 hilos en adelante y un maravilloso aire acondicionado que neutraliza el agobiante calor húmedo del exterior. Sueño con mis nuevos amigos de Durban y los gratos momentos que pasamos en el porche del hostal, las agujas de William tejiendo el futuro en mi piel, la sonrisa maliciosa de Emma, la cháchara interminable de Mark,…

Manadas de springboks, antílopes sudafricanos, se agolpan inquietos en uno de los establos repartidos por la interminable propiedad.

—Los capturamos en estado salvaje y los transportamos a reservas naturales privadas. Así contribuimos a su conservación —explica Grant.

—¿Y cómo capturan a tantos animales a la vez? —cuestiono.

—Mañana lo verás tú misma —contesta Grant, que me conduce en una camioneta a otro establo aledaño para mostrarme decenas de búfalos cafre que golpean con furia los límites de la cuadra.

Siento un escalofrío en el cuerpo. Contemplo a las colosales bestias y no me imagino cómo diablos apresan estos tíos a manadas de búfalos como éstos en un día.

Al día siguiente desayuno con Grant, Jack y su hermano, más joven que él e igual de apuesto. Nos sirve la mesa el amo de llaves, africano como todo el personal de la granja a excepción de los dos hermanos blancos de origen británico nacidos y criados en Zambia. Jack es piloto de helicóptero y es el ojo derecho de Grant en sus negocios.

—Te vamos a llevar a una captura con nosotros —dice Grant.

—Me parece genial —contesto intrigada.

Después del desayuno Grant y Rover, el hermano de Jack, me conducen al patio trasero de la gran casa. Allí nos aguarda un helicóptero MD 500 de cuatro plazas. A los mandos, el hombre de mis sueños, Jack, con traje de safari. Con la cabeza agachada y el cuerpo semi doblado, entro en la aeronave emocionada. El capitán Jack me extiende unos enormes auriculares y me ordena que me los ponga. En unos minutos estoy sobrevolando el puto continente africano con Robert Redford y Richard Gere, sin mi bicicleta y con una estúpida cámara sin zoom ni nada que se le parezca con la que no logro grabar ni una nube.

Abajo, manadas de cebras galopan histéricas en estampida huyendo de la sombra trémula de las aspas del helicóptero. Unos camiones se acercan a lo lejos y varios hombres despliegan grandes extensiones de lona desde varios ángulos del valle. Entre el helicóptero y los camiones presionan a las manadas para que corran en la dirección pretendida hasta que el círculo de tela se cierra tanto que quedan atrapadas en un radio de 500 metros cuadrados, que se va acortando hasta formar un cajón de tela que los animales creen infranqueable pero que en realidad es una patraña visual.

El helicóptero aterriza cerca de la batalla que se acaba de librar con buen final para todos menos para los animales salvajes. Los tres corremos hacia la cerca y Grant me presenta al capataz encargado de dar órdenes al equipo de trabajo compuesto de africanos. Con la misma técnica de la tela acorralan a las bestias y las van metiendo una a una en dos grandes camiones. El ruido es infernal y los animales parecen muy estresados. Después, subimos de nuevo al helicóptero para repetir la misma operación con unos ñús de la zona.

Aún estoy cansada de mi pedaleada por la Costa Norte así que después del almuerzo duermo otra siesta en aquella maravilla de cama. Tras el descanso me siento en la terraza frente a mi alcoba para contemplar el vasto jardín tropical asomado a una extensa laguna donde acuden numerosas especies de aves nativas y migratorias. Sin imaginármelo, me había metido de cabeza en el paraíso con unos desconocidos que me tratan como a una reina sin conocerme de nada. Jamás me había sentido así y me está empezando a gustar esto de pedalear el mundo sin saber dónde voy a dormir mañana ni a quién voy a conocer.

Saco mi bloc de dibujo y trazo líneas con un lápiz, intentando captar el entorno más próximo. Mientras doy pinceladas de acuarela sobre la libreta de papel que me regaló Mark en Durban, noto la presencia de alguien al otro lado del jardín. Una mujer rubia de pelo corto y cuerpo atlético se aproxima con paso firme.

—Hola, tú debes ser Cristina, yo soy Colette Tracy. Cuéntame, ¿por qué decidiste recorrer el mundo en bicicleta?, ¿es que no tienes miedo? Creo que eres muy valiente pedaleando sola por estas carreteras.

Colette y yo conectamos inmediatamente y pasamos mucho tiempo juntas cuando no está trabajando en la empresa que regenta junto a su esposo Grant, con sede en su hogar, o cuidando a sus dos pequeños de trece y diez años. También paso tiempo jugando a la pelota en el jardín con el más pequeño o haciendo fotos de los animales de granja que crían en la propiedad. Mis preferidos son unas crías de cerdo que se agolpan detrás de una valla de madera junto a la casa. Como siempre, mis anfitriones encuentran excelentes excusas para evitar que me marche tan pronto.

—No te puedes ir mañana porque queremos llevarte a la captura y marca de un rinoceronte blanco.

—¿De qué me hablas, Grant?

—Bueno, una de nuestras actividades es la ayuda en la protección de esta especie que está desapareciendo en Sudáfrica debido a la caza furtiva.

—Pero ¿cómo hacéis para contribuir?

—Colaboramos con la organización Rinocerontes Sin Fronteras (www.rhinoswithoutborders.com). En Sudáfrica habita la mayor población de ejemplares blancos de toda África, cuyo número se ha reducido al 50% en los últimos años. La caza furtiva se ha extendido de tal manera que ahora mueren dos al día en nuestro país. Queremos impedirlo y trabajamos mano a mano con la fundación facilitando la captura del animal para poder marcarlo y seguir su evolución.

—Pero no entiendo. Si lo marcan, ¿qué garantías tienen de que no lo maten y huyan con el cuerno?

—Los chips permiten la vigilancia y la protección y siempre hay una unidad de guardia a unos cuantos kilómetros de su ubicación. Además contamos con rangers que disparan a quemarropa a los cazadores furtivos, que por lo general forman parte de organizaciones criminales organizadas que controlan este mercado ilegal.

—El cuerno de rinoceronte blanco se paga a 60.000 dólares el kilo —añade Colette.

—Sí, es uno de los mercados ilegales más lucrativos de Sudáfrica —sentencia Grant—. Otra de las acciones que llevamos a cabo junto a Rinocerontes sin Fronteras es el traslado de los animales a otros países menos densamente poblados, como Bostwana, donde la caza furtiva es prácticamente inexistente.

Sobrevolamos en el helicóptero la vasta Phinda Private Game Reserve. El calor es sofocante incluso a varios metros del suelo. Oigo el ruido ensordecedor del motor del MD 500 y contemplo a dos jirafas que huyen horrorizadas por entre un bosque de acacias. Jack me señala una manada de búfalos que escapa del pájaro de hierro dejando un rastro denso de polvo. El piloto mantiene constante comunicación con el equipo de ecologistas que circulan en Land Rover en el terreno. De un grito, Jack apunta con el dedo en una dirección.

—No veo nada Jack. Bueno, tampoco es que mi vista de lejos sea la de un águila.

Pero en pocos segundos adivino el contorno borroso de un gran animal que se desliza torpemente sobre la sabana.

—¡Allí está! —exclama el joven.

Mientras llama por radio para dar las coordenadas GPS, inicia la maniobra de aproximación para acercarse a una distancia prudencial a la bestia que continúa su huida por la llanura. Después, emprende un giro y se aleja del animal en busca del equipo sobre el terreno.

El piloto aterriza en un valle de matorral y pastizales y, con el motor en marcha y las aspas girando, desciendo del helicóptero, mientras Grant se sube a la aeronave a gritos en compañía de un veterinario armado con rifle y dardos. Es mediodía y los animales andan algo adormecidos debido al calor abrasador.

El helicóptero se aleja y un hombre me invita a subirme a un Range Rover descapotable abarrotado de gente en pie vestida como turistas que sostienen pancartas. El vehículo se mueve a gran velocidad y da peligrosas sacudidas. Me agarro donde puedo, porque no quedan muchas aristas salientes libres dada la gran cantidad de pasajeros. Parecemos transporte de ganado. Algunos llevan prismáticos y otros cámaras de fotos réflex con potentes teleobjetivos. Al cabo de media hora de convulsiones, el vehículo se detiene y todo el mundo dirige la mirada hacia un punto mientras el conductor señala algo en el horizonte.

—¡Es una leona! —exclaman todos boquiabiertos.

El solitario animal nos observa pasivamente a cien metros de distancia durante un rato y luego se aleja con paso parsimonioso, como si nada le perturbara. Eso sería lo más cerca que estaría de un león salvaje en todo mi viaje.

El peculiar grupo continúa su implacable búsqueda del ejemplar de rinoceronte blanco que hemos localizado horas atrás desde el helicóptero. Transcurrida otra media hora, el Range Rover se detiene por segunda vez. A lo lejos, el imponente Ceratotherium simum, la mayor de las cinco especies de rinocerontes que existen en la actualidad y el animal más temido en África, nos observa a trescientos metros, con sus pequeños ojos tristes bajo sus gruesos párpados, envejecido por los rigores del sol. Demasiado tranquilo para ser consciente de la realidad. Probablemente ya le han disparado más de un dardo.

Durante una hora el animal oscila a lo lejos como una peonza, aguantando el tipo para no caerse. Finalmente dobla sus patas delanteras y se deja caer de lado derrotado por los fármacos. Veterinarios y ayudantes esperan un tiempo prudencial para aproximarse con paso vacilante, doblegando el cuerpo para no ser tan evidentes.

Una veintena de personas rodea al animal de 2.300 kg y 4,5 metros de longitud. La bestia yace vencida con estentórea respiración. Decenas de manos acarician su gruesa piel cubierta de pliegues. Otros sostienen al animal por su gran preciado cuerno para inmovilizarlo en caso de que resucite inesperadamente. Observo que yo podría medir lo mismo que ese maldito cuerno que ha condenado a su especie a la extinción. En el continente asiático existe la creencia de que el cuerno de rinoceronte tiene propiedades medicinales y afrodisíacas y por eso vale más que la coca o el oro en el mercado negro.

Me acerco él abriéndome paso y toco su costra reseca cubierta de barro. Lo acaricio mientras observo cómo los veterinarios le insertan un chip con una pistola. Después todos se colocan para la foto junto al animal, sosteniendo sus pancartas que llevan impresas reivindicativas frases en contra de la caza furtiva, con el fin de dejar constancia, de que el mundo sepa, que el rinoceronte es sagrado, que no se toca y menos se mata, que ellos vigilan y disparan a matar si es necesario. Porque en Sudáfrica es legal matar a un ladrón que viola una propiedad privada, y si encima lleva un arma, como es el caso de un cazador furtivo, la ley es aún más dura. Y estamos en una propiedad privada.

El lunes 31 de marzo me despido de los Grant en las puertas de la granja. Fue una de las despedidas más emotivas de toda esta singladura. Colette se deshace en lágrimas mientras su hijo mayor la riñe avergonzado. Siento como si me fuera a la guerra y mis amigos temieran que me alcanzara un proyectil. Es una de las despedidas más difíciles de toda mi vida. Aún hoy recuerdo a los Tracy casi a diario, cómo conectamos rápidamente, lo mucho que nos divertimos juntos y lo increíblemente hospitalarios que fueron. Mientras me alejo en solitario en dirección a Sodwana Bay bajo un sol agobiante, lloro desconsolada esta separación. Hasta que abandoné África, sentí muchos deseos de dejarlo todo y volver con los Tracy y ayudarlos en su contienda contra la caza ilegal de animales.

2 de Abril. Manguzi, distrito Umkhanyakude, Kwazulu-Natal, Sudáfrica

El agua de los botes hierve y no sacia mi sed. A mediodía, después de 50 kilómetros desde Sodwana Bay, el pedaleo se torna agobiante. Me digo una y otra vez: “puedo hacerlo, puedo hacerlo” mientras mis cubiertas se derriten sobre el pavimento escaldado. Regreso de mis laberintos para volver de inmediato a la realidad al divisar a lo lejos una mole casi en medio de la vía. Me aproximo lentamente, con desconfianza, acosada por el zumbido de las moscas, y observo una masa de tripas que sale del montón de piel y carne de lo que parece un asno, desperdigándose por doquier. Probablemente haya sido atropellado por algún camión.

Me retiro rápido de la escena, a punto de que mis tripas acompañen en la calzada a las del animal. Jamás en mi vida había visto un mamífero de tales proporciones descomponerse así sobre el ardiente pavimento, sorteado por insensibles conductores que parecen habituados a capear el atroz acontecer de un mundo sin ley.

Vuelvo a sumirme en mis pensamientos, empujada por el calor agobiante y la monotonía de la vía con escaso tráfico. Saludo a unas mujeres. Algunas visten singulares vestidos en tonos pasteles que me trasladan de súbito a otro siglo. Una lleva una sombrilla amarilla con encaje de época. Cielos, pienso, debo estar en el rincón vintage del país.

—Sawoobona, Mama —La saludo en zulú—. ¿Queda muy lejos Manguzi?

Su semblante serio se transforma y dibuja una leve sonrisa. Me contesta algo en zulú señalando con el brazo la dirección en la que voy.

—Sí, ya sé que es por ahí, pero ¿cuántos kilómetros faltan? —le pregunto en inglés contando con los dedos de la mano.

Ella me mira pensativa y con un mohín me extiende la mano y cuenta hasta cinco.

Me despido de la amable dama de una corte imaginaria, al tiempo que un camión pasa a gran velocidad muy cerca de mi bicicleta y me deja aterrada. Me detengo de nuevo y respiro profundamente. Señor, por lo menos déjame llegar hasta Mozambique. Amén.

Cuando me faltan pocos metros para entrar en la localidad, una piedra del tamaño de una pelota de tenis me golpea una pierna y cae a unos metros por delante. Me detengo asustada y compruebo que unos chiquillos que juegan a un lado de la carretera se desternillan de risa observándome.

Pedaleo entre la algarabía de gente, puestos de fruta, vehículos, gallinas y un caos permanente, sofocada por la cegadora claridad de las horas del día. La pobreza es más latente en esta parte del país. De nuevo, soy la única blanca y el ambiente es ligeramente hostil. Algunos hombres mascullan cosas a mi paso y otros me increpan desde el otro lado de la calle.

Saludo a una Mama, mujer de más de cuarenta en zulú, recostada contra su puesto de verduras, tal como me ha enseñado Mark en Durban.

—Sawoobona, Mama.

Le pregunto por la ubicación del supermercado del pueblo y, tras despedirme con un “hamba gashle”, que significa “que le vaya bien”, me dirijo al establecimiento donde trabaja Ross, el joven que me acogerá un par de días en estas latitudes antes de cruzar la frontera con Mozambique.

Tengo la piel al rojo vivo debido a la exposición al sol y me duele la cabeza. Hoy la temperatura ha rondado los cuarenta grados.

Entro en el supermercado con la bicicleta cargada, hecho que a nadie parece importarle demasiado, y pregunto a un empleado por Ross Rutherfoord.

Ross tiene treinta y tantos, es bajito, rubio, guapo y risueño. Además, es el hijo del jefe y el único blanco en todo el recinto. Suficientes excusas para colgar momentáneamente la camiseta del Spar que regenta y acompañarme a su casa muy cerca de allí.

Su casa es de una sola planta, amplia y minimalista, decorada con gusto. El sudafricano me aloja en una de las habitaciones y se despide prometiendo no volver muy tarde.

Descargo la bicicleta en el amplio jardín rodeado de un muro electrificado y me instalo en el espacioso dormitorio para invitados donde una cortina de gasa transparente deja pasar la luz, dándole un aire romántico al espacio. Ya en la ducha, el agua caliente resbala por mi cuerpo sucio y quemado por el sol. Poco después me desmayo sobre el confortable edredón blanco.

Un par de horas después unos sutiles golpes en la puerta me despiertan. Ross ha cocinado para mí y quiere que me siente en la mesa con él. Brindamos con un Saxenburg Merlot 2011 que me sabe a gloria. Inhalo su aroma mientras agito el vino alrededor de mi copa. Contemplo al trasluz la belleza del azul profundo mientras dejo que el aire interactúe con el vino, permitiéndole liberar su sabor pleno. Comienzo a notar los efectos del alcohol después de una extenuante jornada pedaleando. Me siento cansada pero al mismo tiempo muy sensible y cariñosa. Ross es tan tierno y apuesto que dan ganas de comérselo.

Después de cenar, seguimos hablando en el sillón. Nuestra conexión se hace mágica, nuestras risas estallan al mismo tiempo y vemos galaxias donde otros sólo ven charcos. Señales evidentes de que hay chispa y de que mis labios deben rozar los suyos. Hasta que dejamos de rozarnos y nos succionamos y mordemos desesperados, y ambos caballos se desbocan y ya todo es oscuridad, pasión, ternura y placer. Me abandono a la casualidad y dejo que esa persona especial que acabo de conocer convierta mi vida en un escenario más cálido y maravilloso.

4 de abril (mirarlo en el pasaporte). Ponta Douro, Mozambique

Desde Manguzi al puesto fronterizo de Kosi Bay hay apenas 20 kilómetros. A media mañana el calor aprieta y el puesto de control de pasaportes está repleto de turistas sudafricanos. Aparco a Roberta en la entrada de la oficina de estampaciones de salida y a los pocos segundos estoy rodeada de gente que dispara fotos y no deja de hacerme preguntas:

—¿Y vienes sola desde Durban?

—¿Y cuánto has tardado?

—¿Y no te da miedo?

—¿Y no te han asaltado, atropellado, violado…?

—¿Y hacia dónde vas?

—¿Y de dónde eres?

Uno de los agentes de policía se aproxima, cruza los brazos y me observa de arriba abajo con esa actitud soberbia de quien pretende mantener el orden. Y entonces abre la boca y me espeta:

—¿Tiene motor ese cacharro?

Después de una hora, entre el interrogatorio y las colas para que me sellen la salida del país, consigo avanzar a la austera oficina de control de pasaportes mozambiqueña. Aquí el proceso burocrático es mucho más largo. Aguardo una larga cola donde predominan turistas sudafricanos y alemanes. Un oficial me hace pasar a un despacho donde otro individuo revisa mi pasaporte y me hace mil preguntas, habida cuenta de lo poco común que es ver a una mujer viajando sola en bicicleta por esos confines del mundo.

El oficial se toma su tiempo para ejecutar el visa “on arrival”. El proceso es el más complicado que he visto en todo el viaje. Me hace una foto e imprime algo así como un DNI adhesivo que pega en una de las hojas del pasaporte. Cuando salgo de las dependencias, unos guardias apostados en la salida inician otro interrogatorio que dura otra media hora. Primero con un tono hostil, que se va distendiendo a medida que la conversación avanza y mejora mi portugués, lengua que no practico desde hace varios años y que hablo gracias a mi bilingüismo desde niña. A los diez minutos los agentes han perdido la pretendida compostura y se ríen como niños de las cosas que les cuento.

Me despido y mientras me quito a varios taxistas acosadores de encima, inicio un tortuoso pedaleo por una carretera de arena que convierte el resto de la jornada en un calvario. Durante siete kilómetros no hago sino empujar a Roberta por planicies de arena y arbustos y algunos pequeños árboles, antesala del paisaje que predomina en este país: una gran playa de 3.000 kilómetros a orillas del océano Índico.

Ponta Douro es uno de los lugares más maravillosos que he visto. La localidad turística está perfectamente integrada en el paisaje, merced al buen hacer del sudafricano, quien controla empresarialmente la villa mozambiqueña. En realidad, la ex colonia portuguesa poca influencia tiene aquí, donde el mozambiqueño es la mano de obra barata de un centenar de negocios para turistas de alto nivel. El aislamiento de la pequeña población se debe a las limitadísimas comunicaciones terrestres con el resto del país, ya que la solitaria carretera que une la frontera con Maputo —175 kilómetros—, no está pavimentada y atraviesa una zona tan inhóspita que los vehículos accidentados se quedan ahí. Además, en temporada de lluvias llega a anegarse tanto que algunos vehículos desaparecen en los grandes charcos que se forman o son arrastrados por el agua en medio de una riada.

La pequeña ciudad fue declarada por la UNESCO Área Marina Protegida y es un sitio clave de biodiversidad de importancia mundial en el África oriental. En ella todo es arena: ni calles, ni aceras; sólo arena. La mayoría de las viviendas son de construcción ecológica, como si emanaran de la naturaleza. Esto sería una constante en todo el país. La única diferencia es que, aquí, los edificios se construyen así a propósito para mantener una estética y en las zonas rurales debido al régimen de subsistencia en el que vive la mayoría de la población mozambiqueña.

Ross me ha dado el contacto de una amiga que posee un centro de buceo cerca de la bahía. Empujo mi cargada bicicleta sobre la arena y me cuesta mucho llegar a la dirección anotada en un trozo de papel. Pregunto aquí y allá, en hoteles, otros centros de buceo, hasta que por fin doy con el negocio asentado en una gran casa de madera prefabricada. Parece que acaba de llegar un grupo de una inmersión porque veo un montón de gente iniciando la fatigosa tarea de quitarse el mojado neopreno en el patio delantero de la casa.

Pregunto, en portugués, a un mozo que parece trabajar allí por Sandra Gail. El joven con piel tersa y brillante como el acero bajo el sol me pide que aguarde unos minutos y regresa con Sandra. La instructora de buceo de Johannesburgo se aproxima con una amplia sonrisa. La melena rubia y mojada le cae sobre los hombros y su atlética y seductora figura me hacen dudar sobre su edad, que podrían ser cuarenta y cinco y que después compruebo que sobrepasa los cincuenta y cinco. Es en momentos como éstos cuando confirmo que la profesión que cada uno de nosotros desempeña en esta vida influye al cien por cien en nuestro bienestar físico, mental, emocional y social.

La vida de Sandy transcurre entre el mar, el ejercicio físico y el contacto diario con alegres turistas llegados de todas partes que han cambiado el chip aunque sea por unos días y te sonríen hasta cuando les dices que el aire de las botellas lo tienen que pagar aparte. Además, Sandy es dueña de su propio negocio, de su propia casa, soltera y no tiene hijos, así que tiene muchas razones para sonreírle hasta a los cangrejos. Fue directora de marketing y relaciones públicas en una empresa de deportes de Johannesburgo y lo dejó todo, marido incluido, para arriesgarse y comenzar su propia aventura empresarial en un país poco fiable en aquel momento para un inversor como es Mozambique.

Paso el resto de la tarde descansando en un sillón en la zona de ocio del local y, cuando el sol hace ademán de esconderse, Sandy me lleva a su casa, guardada por seis grandes perros labradores a los que ordena severamente que me quieran. Misteriosamente, aquellas fieras le obedecen y pasan del odio al amor en unos segundos.

Una de las instructoras de buceo, Mariska, también de Johannesburgo, vive temporalmente con ella, así que la cena entre las tres se me antoja tranquila y muy amena. Todas tenemos buenas anécdotas en la mochila de modo que nos acostamos muy tarde entre sorbos de Cabernet Sauvignon y unas deliciosas boerewors hechas a la braai (salchichas sudafricanas a la barbacoa) con Chatni (salsa dulce) y patatas.

Duermo en la cama contigua a la de Sandy, que es donde lo hacen cada noche dos de los perros; está húmeda y huele a orines de can. Así que discretamente pongo el saco de dormir sobre la sábana y me acuesto encima para que me aísle de la meada. Es preferible pasar frío que mojarse con pis de perro. Opto por no decirle nada a la sudafricana porque parece que el tema de la limpieza no le preocupa demasiado y tampoco es cuestión de herir sus sentimientos cuando me ha abierto gentilmente las puertas de su casa. De madrugada noto cómo uno de los perros se sube a la cama y me empuja contra la pared reclamando su espacio. Por la cuenta que me trae acepto la situación e intento dormir sin mucho éxito.

Al día siguiente, Sandy me invita a un viaje en lancha con el grupo de iniciación al buceo de la mañana. Me encanta el mar y disfruto muchísimo navegando así que me paso la mañana haciendo fotos a todo lo que se mueve a bordo de la lancha neumática semirrígida. Me hubiera gustado acompañar al equipo al bautizo pero todo no se puede tener en esta vida. Me conformo con disfrutar de un paseo por las aguas del Índico, en una pequeña bahía enmarcada por montañas bajas y coronada por una ancha playa con una paleta de colores donde predominan las arenas claras los matices turquesa.

12 de abril Maputo y el señor Souza

Me cuesta sudores atravesar la ciudad desde la Avenida Mao Tse Tung —donde se ubica el hostal en el que he dormido— hasta la Avenida de Mozambique, arteria principal de la gran capital que recorre la urbe de norte a sur. La metrópoli es un caos, a pesar de estar diseñada con escuadra y cartabón. Muchos edificios de estilo colonial del núcleo urbano están casi en ruinas y, a medida que me alejo del centro, la madera y la chapa sustituyen al cemento y a la diarrea arquitectónica.

En el extrarradio, la ciudad se vuelve más humilde y el ripio sustituye al pavimento en muchos tramos. No me siento muy segura y el miedo me domina, sobre todo cuando me detengo en un semáforo en rojo y un joven se me acerca e intenta llevarse una de las alforjas. Afortunadamente llevo la Bolsa de Viaje Estanca Rack-Pack L-49L Ortlieb atada a las dos laterales traseras y desiste cuando empiezo a gritar como una energúmena.

Huyo como alma que lleva el diablo en dirección norte para salir cuanto antes de aquel mar de confusión, que cuenta su historia con cada ladrillo y que habla de su pasado, de su presente y su futuro a través de sus plazas, parques, estatuas, edificaciones y, por supuesto, su caos. Maputo es una ciudad horrorosa y encantadora a la vez; sucia, desordenada, agresiva y maloliente. Una experiencia sensorial para aquel que le gusten las grandes urbes y los enormes contrastes, que no es mi caso. Por delante tengo 220 kilómetros a Xai Xai.

Aún no tengo la experiencia suficiente viajando sobre dos ruedas como para relajarme y dejarme llevar sobre la bicicleta en los ambientes más adversos y me pongo muy nerviosa. Me desquician los vehículos rozándome a gran velocidad y el acoso constante de los hombres. Tampoco me habitúo a conducir por la izquierda, y eso que ya tengo experiencia desde Durban. A pesar de ser una ex colonia portuguesa, en Mozambique se conduce por la izquierda por influencia sudafricana.

Después de treinta kilómetros, consigo salir de la capital y las viviendas de cañizo sustituyen a la madera y al zinc. Los seres humanos son cada vez más escasos y la selva domina el paisaje. Cuando empieza a gustarme la carretera me siento muy cansada debido al estrés que he pasado horas antes. Decido poner fin al trayecto cuando veo un cartel que señala un camping a unos 50 kilómetros de Maputo, en una localidad llamada Bobole.

Me salgo de la EN-1 y pedaleo durante un buen rato por una carretera de tierra que atraviesa una tupida selva. A veces debo empujar a Roberta porque hay tramos anegados por las últimas lluvias. Por seguridad no quiero adentrarme demasiado en la selva sola y me empiezo a preocupar cuando no hay ni rastro del camping y crece en mí la sensación de llegar a algún lugar perdido en mitad del continente africano. Cuando estoy a punto de dar marcha atrás y regresar a la carretera principal para buscar un lugar donde dormir antes de que anochezca, un vehículo irrumpe en la quietud del lugar y se detiene a mi vera. Una pareja de británicos me saluda y me pregunta si estoy perdida.

Duermo en aquel tranquilo lugar cerca de Maluana, en mi tienda de campaña modelo sarcófago, entre árboles centenarios y pintorescas pequeñas casas de estilo rural inglés para turistas con más poder adquisitivo que yo. Disfruto de una espectacular puesta de sol africana en soledad, como la única huésped del recinto que regenta un británico.

Al día siguiente pedaleo por la EN-1 muy temprano. Quiero llegar a Xai Xai en dos días y no tengo ni idea de dónde voy a dormir esta noche. Mozambique no es Sudáfrica, las posibilidades de encontrar un camping en cualquier parte son muy escasas y aquí no me gusta acampar libre y a solas.

Por la tarde paso por una localidad llamada Palmira y me detengo a tomar algo en un pequeño y austero restaurante. En el porche de madera, unos blancos de avanzada edad comen sentados alrededor de una mesa. Uno de ellos va en silla de ruedas eléctrica. Me siento en una mesa aledaña al tiempo que los saludo.

—Hola, ¿de dónde eres? —pregunta en inglés uno grueso con lentes y escaso cabello plateado.

—Soy de las Islas Canarias —contesto.

—¡Diablos! ¿Del archipiélago canario? ¿Ese que está en la costa marroquí?

Asiento entusiasmada.

—¿De veras? —pregunta el que va en silla de ruedas en un inglés más pobre.

—Pensábamos que eras sudafricana —señala el tercer individuo, alto y delgado y con alguna ascendencia anglosajona.

Charlamos un buen rato en inglés, entre sorbos de té helado y pastas. El hombre en silla de ruedas se hace llamar Luis Sousa y es de ascendencia portuguesa. Insiste en que pase la noche en su casa, muy cerca de donde estamos. Acepto la invitación mientras los dos nos despedimos del resto. No habitúo a aceptar invitaciones de desconocidos pero, en África, hay que darle la bienvenida a cualquier tipo de ayuda con tal de no correr el riesgo de acampar libremente porque las posibilidades de ser violada son numerosas. En este continente existe la ancestral creencia de que violar a una mujer blanca prolonga la vida.

Acompaño a Luis a su casa mientras pedaleamos en paralelo por la vía. El señor Sousa vive en una gran casa de estilo colonial portugués rodeada de un jardín. Un ama de llaves nos da la bienvenida mientras ayuda al anciano a con la silla. Otro empleado me muestra mi habitación y me da indicaciones para utilizar el aseo, al otro lado de un estrecho pasillo.

La casa señorial, de estilo moderno, me traslada a mi infancia. Conserva sus elementos originales, como la distribución laberíntica, los grandes ventanales con vidrieras tricolores, la decoración del interior, las mesas de centro y los pisos de cerámica en buen estado. En el comedor el tiempo parece detenido; la sobriedad y la etiqueta componen un escenario único que por momentos me traslada a la casa de mis abuelos en las islas Madeira. Luis y yo cenamos a solas, mientras el personal sirve la mesa. Charlamos hasta las tantas de mi viaje, de la independencia de Mozambique, de los portugueses, de la supervivencia de su familia en el país africano a pesar de todo.

—Nunca nos metimos en política —afirma. Mis padres se dedicaron únicamente a trabajar y a crear puestos de trabajo en la zona, por lo que siempre fueron respetados.

La familia de Luis regentaba varios negocios en el país, entre ellos, una fábrica de azúcar y empleaban a cientos de personas.

—La mayoría de los portugueses tuvieron que abandonar el país en 1975 pero mis padres, que llegaron a Mozambique en los años cuarenta, decidieron arriesgarse y quedarse —sentencia.

17 de abril Ciudad de Maxixe

La EN-1 se estrecha para entrar en Maxixe y hay mucho tráfico. Hago una parada para beber agua junto a la carretera sin arcén. Uno de los vehículos detenidos en una larga cola toca el claxon repetidas veces. Dejo que el agua mezclada con sales resbale por mi gaznate y de repente escucho un “Hey, you” procedente de una camioneta estilo pick up blanca atascada en la caravana, a unos metros por detrás.

—¡Me cago en la puta! ¿Es que se te va la olla? —grita el conductor por la ventanilla del vehículo tras detenerse en la cuneta y abrir la puerta impetuosamente.

Permanezco perpleja mirando al joven rubio con el pelo largo recogido en una cola y aire desenfadado que sonríe y hace aspavientos.

—¡No me lo puedo creer! —exclama mientras se aproxima a paso lento— ¿estás tú sola?

—Sí —contesto restándole importancia al asunto— ¿por qué?

—Porque eres muy valiente, tía —me dice—. Llevo meses viajando a esta zona desde Johannesburgo y es la primera vez que veo una mujer blanca en bicicleta sola. ¡Eres la re hostia! —Sentencia en ese inglés sudafricano indescifrable que llevo semanas intentando comprender.

Gert debe tener treinta y tantos. Da la impresión de ser a la vez un chiquillo y tan viejo como las montañas. Sus ojos son azules y profundos como las grietas de un glaciar y parece que lo han visto todo en esta vida. El joven habla sin parar dibujando una sonrisa pícara en sus labios. Charlamos durante un rato y me despido porque debo coger la barcaza que cruza a Inhambane.

—¡Un momento! ¿Quieres decir que te marchas? ¿Y ya está? No puedes irte tía, no sin antes conocer Travessia —dice al tiempo que hace un gesto en dirección al norte.

—¿Qué quieres decir? —pregunto mirando la hora en el teléfono.

—¿Confías en mí? Trabajo para unos tipos de Sudáfrica que están construyendo un complejo ecológico en mitad de la jungla, a orillas de una playa prácticamente inaccesible donde pocos han llegado ¡No puedes irte sin ver el paraíso!

—No te lo tomes a mal, Gert, pero no te conozco de nada y me quieres llevar a un lugar perdido en medio de la selva. ¿Crees que estoy loca?

Nunca había imaginado que estaría sentada en una playa perdida de Mozambique llenándome de brisa y de sal a solas. Gert se ha marchado al pueblo todo el día y me ha dejado a mi aire. El momento posee la lentitud surrealista de los sueños. Manoseo la blanca arena mientras contemplo un primitivo barco de vela en las aguas turquesas del océano Índico. Recuerdo cómo he llegado hasta aquí.

Durante horas Gert ha conducido como un loco por la selva de Morrumbene para sólo detener el vehículo cuando el camino de arena se perdía en la maleza. Me he agarrado a todo lo que he podido para no salir despedida a causa de los baches mientras vigilaba constantemente que mi bicicleta no saliera por los aires desde la zona trasera de carga, al igual que las alforjas con mi equipaje. Hasta que, de repente, Gert detiene el vehículo en seco junto a una choza de cañizo y de un salto se apea del cuatro por cuatro.

—Hemos llegado —anuncia con gesto triunfal.

Un hombre sale a recibirnos y saluda a Gert con semblante amable al tiempo que ejecuta una sutil reverencia. El joven me dice que no me preocupe por mis cosas, que los empleados irán a por ellas, y me conduce a la parte delantera de la vivienda sobre una pequeña colina. La selva desciende por el cerro y va a morir a una kilométrica playa de aguas turquesas. Algunas chozas en construcción salpican el paisaje de verdes, azules y blancos. Nunca había visto algo tan hermoso. ¿Cómo podía expresar mi sorpresa en palabras?

Gert me conduce a una de las chozas con una terraza exterior que domina toda la playa. La cabaña es una gran habitación con una amplia cama doble con mosquitera y un cuarto de baño con paredes cubiertas de caña y lujosas piezas sanitarias. La tradicional vivienda cónica está bien construida, con buenos materiales y decorada con mucho gusto.

—Esta será tu suite —dice el joven.

—¿En serio? —pregunto retrocediendo un paso.

—¿Es que no te gusta?

—Oh, sí. Es preciosa. Es que no imaginaba…

24 de abril Pomene, provincia de Inhambane, Mozambique

Desde Massinga tomo un desvío a la Reserva Nacional de Pomene, siguiendo las recomendaciones de los Tracy de Hluhluwe que conocen bien la zona. La carretera es de arena y por ella vaga un nutrido número de sujetos. Atravieso aldeas atestadas de gente que me increpa a mi paso mientras huyo asustada por la violencia del tono, especialmente de los hombres. Algunos niños descalzos me siguen corriendo, dibujando una amplia sonrisa. Sofocada por el calor del mediodía, me detengo en algunos tramos para hacerme selfies con ellos o simplemente para hablar en portugués. Son amables y respetuosos.

Hasta la costa hay cincuenta kilómetros de arena y fango, en uno de los territorios más vírgenes que he visto. Empujo a Roberta como puedo cuando la vía se disuelve en ciénagas oscuras donde los pies se me entierran en el lodo y el cielo desaparece sobre la espesa jungla. Por momentos el miedo me domina. Aún me queda mucho camino por delante y la dificultad del terreno es mayúscula. Además, no me siento segura en aquel remoto hábitat donde conviven insectos y aves y tal vez que mamíferos que pueden estar acechándome en cualquier parte. Hace tiempo que he dejado de ver seres humanos y eso no sé si me tranquiliza o me pone más nerviosa. Procuro concentrarme en el enrevesado trayecto, en empujar a Roberta a pesar de todo y en no pensar en nada más. A veces la selva es tan tupida que siento que transito bajo una cúpula de misterio.

Después de varias horas de agonía y lodo llego a una aldea a orillas del mar, cuando el sol se dispone a decir adiós. Sus habitantes no parecen sorprendidos al verme. Recogen sus artes de pesca al final del día. Veo a unos bebés jugando entre unas gallinas que corren con sus pollitos y a sus madres sentadas en la puerta de una choza hablando. Me acerco y me miran con severidad. Pero cuando les hablo en portugués dibujan una sonrisa. Dejo a Roberta contra un árbol y me siento con ellas. Charlamos durante un rato y les pregunto si puedo acampar junto a su choza. Se miran sorprendidas y asienten al unísono. Duermo como un niño de tres años.

Por la mañana me despido y pedaleo por una estrecha vía de arena hasta la hermosa playa de la reserva. Algunas chozas semi abandonadas se amontonan en primera línea. Pregunto a un pescador si están habitadas. José me dice que él las cuida, que son propiedad de turistas sudafricanos que dejaron de venir cuando la situación se puso fea en el país hace dos años, cuando el histórico líder del Renamo, Alfonso Dlhakama dio por acabado el acuerdo de paz de Roma y anunció el regreso de los enfrentamientos armados, refugiándose con sus hombres en la sierra de Gorongosa. Los dos principales grupos políticos del país, Frelimo (partido en el poder) y Renamo, fueron protagonistas de la guerra civil que asoló el país desde 1977 a 1992.

—Cuando yo recorrí Mozambique, no habían firmado aún el acuerdo de paz que sellaron después y el clima que se vivía en todo Mozambique era de tensión y de miedo. De hecho, el turismo, principalmente sudafricano, había caído en picado.

José me deja montar mi tienda de campaña en el porche de una de estas chozas y allí descanso durante unos días, disfrutando de la playa y de sus amables gentes. Los niños descubren que me gusta jugar al fútbol y vienen cada mañana con un balón que han confeccionado hábilmente ellos mismos con bolsas de plástico para que les grite ¡Venga Messi, pásame la pelota! O ¡Cristianooooo… Hala Madrid! Les hace mucha gracia y algunos se desternillan de risa. A veces tenemos público femenino ávido de observar a una mujer jugar al fútbol por primera vez en sus vidas. Se sientan cerca del terreno de juego improvisado en la playa y se pasan las horas gritando y riendo. Otras veces me voy a ver a José pescar a la orilla e intento aprender de sus rudimentarios modos de atrapar peces.

29 de abril Vilanculos, provincia de Inhambane

Empieza a hacerse tarde y aún me quedan 25 kilómetros desde Pambarra a Vilanculos. Me salgo de la vía principal y tomo una carretera secundaria hacia esta localidad con menos fama entre los mochileros que Tofo, su hermana pequeña y más próxima a Maputo. El tráfico es muy abundante y hay muchísima gente por todos lados, sobre todo hombres. Observo que algunos van ebrios. Comienzo a sentirme incómoda e insegura, especialmente después de advertir que la población está de celebración. Se me hace de noche y me invade el terror. Pedaleo como un tiro y cuando llego a Vilanculos miles de personas pululan por sus calles, bebiendo y agitándose como posesos al compás de la música en directo que sale de un escenario en plena plaza mayor.

Me detengo a preguntar por algún camping y algunos hombres se aproximan a curiosear y tocar la bicicleta de forma agresiva y en unos segundos estoy rodeada de sarcásticos curiosos. Siento pánico e intento salir de allí como puedo. Advierto que no hay otros turistas en la zona. De pronto veo pasar un tuc tuc y lo mando parar; le pido al conductor que por el amor de Dios me lleve al camping más cercano.

—¿Con la bicicleta? —pregunta.

—¡Pues claro! —insisto—. La bicicleta cabe perfectamente —miento desesperada.

Colocamos a toda prisa la bicicleta transversalmente y me apretujo al fondo del destartalado vehículo sosteniendo a Roberta mientras espeto “Vámonos ya, por favor”. Buscamos un camping, tarea difícil ya que muchos establecimientos hoteleros han dejado de funcionar debido a la crisis política en el país. Encontramos un complejo de cabañas a pie de playa donde se permite el camping, algo muy habitual también en Sudáfrica. Me despido del taxista y un empleado del establecimiento me acompaña al interior donde me espera la propietaria, una amable señora de Maputo que se hace llamar Tina Pudivitrova. La mozambiqueña me indica dónde puedo acampar por unos pocos meticais y esa noche duermo como un lirón. ¡Qué bien se duerme al abrigo de un establecimiento con seguridad nocturna!

Al día siguiente tengo náuseas y dolor de cabeza y Tina me lleva al hospital. Allí me hacen unos análisis de malaria que, afortunadamente, dan negativo. Tina y yo pasamos el resto del día celebrando el acontecimiento. La maputiense estuvo casada con un checo y tiene tres hijos con él que viven en Lisboa. Ahora ella regenta este negocio que le dejó su marido quien regresó hace años a Europa del Este. Hacemos buenas migas y pasamos mucho rato hablando entre sorbos de limonada, a la sombra del amplio porche de su casa, integrada en el establecimiento. Me pide que me quede algunos días, pero rechazo con pesar la oferta, porque si sigo así no saldré nunca de este, a la vez, maravilloso y desconcertante país y aún me queda el resto del mundo por recorrer.

1 de mayo Río Save-Muxungue, centro de Mozambique

Los militares del Frelimo no te dejarán pasar en bicicleta por la EN1 en el tramo Río Save-Muxungue —asegura la voz de Luis Sousa al otro lado del teléfono.

—Pero ¿por qué? —protesto—. ¡La bicicleta es un vehículo!

Ellos no lo ven así. Lo he preguntado a mis contactos de la zona. Tienes que buscarte un transporte alternativo. Además, sólo se puede pasar dos veces al día acompañado de escoltas militares fuertemente armadas. Son muchos los vehículos incendiados en ese tramo de la carretera y mucha gente está muriendo, civiles y militares.

Trago saliva apabullada por la información y me despido de mi amigo. Luis me llama cada dos días para saber cómo estoy y si necesito ayuda. Para mí todo esto es nuevo. Nunca he tenido que afrontar una guerra porque, afortunadamente, vengo de una zona relativamente segura desde hace décadas, Europa occidental.

Este país lleva en guerra desde que se independizó en 1975. Oficialmente, la guerra civil tuvo lugar entre 1976 y 1992, cuando ambos grupos, el Frelimo y el Renamo, uno motivado por el bloque socialista soviético y el otro por intereses capitalistas, se disputaban la hegemonía del país. Pero durante 21 años las tensiones entre ambos grupos han ido creciendo porque el fin de la guerra en 1992 no se negoció adecuadamente y la paz firmada en Roma siempre ha estado en entredicho. Aquí dicen que el Renamo, el grupo rebelde anticomunista, fue creado por los servicios secretos de Sudáfrica y Zimbaue para derrocar al actual gobierno marxista. Esta podría ser la explicación a tanta hostilidad de la policía y los militares hacia los turistas sudafricanos, una conclusión personal que extraje durante el tiempo que recorrí el país.

Desde Vilanculos pedaleo hasta Inhassoro, unos 70 kilómetros, para montarme en un transporte local, aquí denominado “chapa”, hasta Inchopa que me permitirá cruzar la zona de guerrilla en “columna” de vehículos con los militares. El minibús se cae a pedazos pero sirve a la causa. Dejo a Roberta en la parte trasera, entre unos mugrientos colchones, sillas de plástico y sacos de maíz.

Una señora entra con dos gallinas cabeza abajo amarradas por las patas y yo exhalo aliviada cuando pasa de largo y se sienta en el asiento trasero. Asombrosamente, las gallinas ni resoplan durante todo el viaje. Seguro que están acostumbradas a tales trajines.

En el puente de Save, los militares nos hacen detenernos y colocarnos en fila india con otros vehículos, la mayoría camiones pesados, algunos en un estado muy lamentable. Otros van tan cargados que las ruedas están a punto de reventar y su peso mal repartido los hace circular escorados. Es difícil acostumbrarse al mal estado de las carreteras pero a la precariedad del parque móvil no te habitúas nunca. En África el mayor riesgo lo corres en la carretera y cada día que pedaleas sabes que puede ser el último.

Aún no estoy hecha a planificarme lo suficiente en cada tramo y me quedo sin agua a la hora de iniciar el viaje en “chapa”. El calor es agobiante dentro del vehículo y sudo a borbotones. Quedan horas de camino por delante y estamos parados en una cola kilométrica de vehículos en medio de la selva. Mientras pienso en cómo solucionar el problema de la deshidratación, un extraño camión militar de color pastel se detiene junto a la furgoneta vintage desvencijada en la que viajo. El vehículo está totalmente blindado y unas chapas de metal sellan las ventanas. Un gran dibujo del planeta Tierra adorna la parte posterior bajo el título ‘Arround the World on a Truck Challenge’. Reparo en los logotipos de patrocinio que rotulan el artefacto. ¡Que pasada! —pienso— Son un montón… .y conocidas multinacionales. ¡Esta gente no se anda con chiquitas!

Los viajeros del pequeño autobús comentan que la espera va para largo, así que imito a algunos y me apeo del bus para estirar las piernas y curiosear un poco. Voy a la parte delantera del extraño vehículo y examino la parrilla donde reza Volvo. Observo unos faros adicionales en el techo y no logro distinguir a los conductores debido al brillo del sol sobre las lunas. Repentinamente, la puerta del conductor se abre y emerge un joven altísimo de cabellos largos de oro.

—Hi there! How are you doing? —me saluda.

Pocos segundos después, la puerta del copiloto también se abre.

Mirjam, Niek y yo tomamos una helada naranjada a la sombra de un toldo plegable en unas confortables sillas también plegables mientras aguardamos estoicamente a que la caravana reanude su marcha. La pareja de holandeses viaja por el mundo desde hace dos años en este antiguo camión del ejército holandés convertido en autocaravana.

Niek me enseña entusiasmado el vehículo lleno de secretos. Con una sonrisa pícara abre un compartimento de la parte de atrás y me enseña una moto de trial milimétricamente colocada para que no se note lo más mínimo y ocupar el menor espacio. Junto a ella hay dos bicicletas. El interior del vehículo es un ejemplo de buen gusto y confort.

—¿Con esto podéis dormir en cualquier lado? —pregunto interesada.

—No —contesta Mirjam—, en África no es seguro sino dormir dentro de un camping, aunque viajes en un tanque.

—Y entonces, ¿para qué tanta parafernalia? —cuestiono pensativa.

Los dos se miran y se encogen de hombros.

—Supongo que es más fácil cuando llevas la casa a cuestas —afirma Niek.

Yo también llevo la casa a cuestas y no necesito todo eso, pienso.

Niek me pide que le haga de intérprete con los militares y accedo.

—Necesitamos saber exactamente a la hora que nos dejarán pasar —dice Mirjam.

Los miro pensativa.

—¿Para qué? —pregunto.

—Siempre planificamos con rigor las rutas.

—¿Qué?

—Queremos evitar que se nos haga de noche por el camino.

Vacilo un momento. Estoy agotada y se va haciendo tarde. Lo último que me apetece es lidiar con un montón de militares maleducados y cabreados por sus precarias condiciones de trabajo y escasez de alimento. Pero accedo para complacer a mis vecinos europeos.

Mientras Mirjam aguarda en el camión, Niek y yo nos dirigimos a un grupo de militares que custodian el puente sobre el río Save tirados en el suelo, a la sombra de una estructura de hierro. No hace falta que nos disparen porque antes de abrir la boca ya nos fusilan con la mirada. Me aproximo a los dos con expresión más benévola. Les saludo con esa simpatía de turista recién llegada que quiere caerle bien a todo quisqui. Me devuelven el saludo con reticencias. Les pido información. Se miran y se ríen a carcajadas. Después viene otro, que parece que manda, y nos pide que regresemos a nuestro vehículo.

En la zona de Machanga, la más crítica, los militares detienen la columna de vehículos y esperamos durante otras dos horas. Aprovecho la ocasión para hacer fotos discretamente con el móvil y con la Gopro Hero 3+ que llevo en el bolsillo del chaleco cortavientos Brooks. Me pongo detrás de las mugrientas cortinas del bus para que no me vean y disparo a todo lo que se mueve. Decenas de vehículos con militares a bordo armados hasta los dientes pasan de largo. Creo que nadie me ve y sigo haciendo fotos hasta que inesperadamente uno de los soldados subidos en un jeep militar señala mi posición a gritos. Bruscamente cierro la cortina y corro a mi asiento mientras escondo la GoPro en mi equipaje y dejo el teléfono Samsung en el bolsillo del chaleco.

En cuestión de segundos entra en el bus un soldado equipado para la batalla, alto, fornido y con cara de caballo percherón. Se dirige al fondo del vehículo donde se sientan una joven embarazada y sus dos pequeños. Le apunta con la metralleta.

—Señora, no lo haga más difícil y entregue la cámara.

—La joven lo mira atónito. El aire es denso y estancado, se podría cortar con un cuchillo.

—Entregue la maldita cámara o le meto un tiro delante de sus hijos.

Me quedo paralizada en mi asiento. No puedo creer lo que está ocurriendo. No sé qué hacer. Tengo miedo, pero no puedo permitir que le ocurra nada a esta gente. Me pongo en pie con los brazos en alto.

—He sido yo. He sido yo la de las fotos —afirmo.

Él vacila.

—No ha sido usted, ha sido ella porque la he visto.

—No, no, no —insisto—. He sido yo… se lo juro. Mire las fotos.

—Afortunadamente había tomado algunas también con el teléfono Samsung Chat , que llevo preparado para la ocasión.

Entonces me apunta a mí con el rifle y me quita el teléfono. Se me corta la respiración. Nunca me habían encañonado de aquella manera. En realidad, nunca me habían encañonado en mi vida. Es una sensación muy extraña porque una metralleta es un trasto muy grande y feo y piensas que si sale algo de allí te partirá en dos. Me ordena caminar delante del arma con los brazos levantados y bajar del bus. Siento náuseas después de recibir un chute de adrenalina directo al corazón.

Estoy custodiada por dos militares en una tienda de campaña que hace las veces de oficina y me dicen que estoy arrestada. Permanezco una hora sentada en una silla, junto a una mesa, sin noticias, preguntándome de qué va todo esto y qué demonios hago yo aquí. Otro militar de mayor graduación viene a interrogarme portando mi teléfono. Mi nombre, pasaporte, qué hago aquí, de dónde vengo, a dónde voy… no se tragan que viaje sola en una bicicleta, no se tragan que sea española, no se tragan que las fotos que acabo de hacer son para enviarlas a mis amigos de España, como les digo. Esta gente ya no se traga nada. Han tenido que ver mucho para desconfiar así de todo el mundo.

Me pregunta por qué hablo portugués. Le hablo de mi infancia, de mi bilingüismo. Me pide que borre las fotos que he tomado horas antes. Lo borro todo. Lo comprueba. Se va, vuelve. Estoy harta de esto. Viene otro oficial, más antipático que este. Otra vez preguntas. Vuelve a revisar el teléfono. Pienso en mi cámara GoPro escondida en las alforjas y pido a Dios que no la descubran. Me extraña, sin embargo, que no me revisen el equipaje. Y entonces recuerdo las palabras de Gert hace unos días: “No hay ningún problema en Mozambique que no se pueda resolver con unos meticais”.

Saco un fajo de 1500 meticales embutido en una pequeña funda de plástico transparente de mi riñonera y se lo muestro. Al individuo de grandes músculos y piel acerada le cambia el semblante agrio y ahora parece un niño de cuatro años acechando un helado de fresa.

Minutos después mi mirada se pierde de nuevo libre en el horizonte mientras Mozambique pasa por la ventanilla del mini bus como los fotogramas de una película.

13 de mayo Monkey Bay, Lago Malawi, Malawi

Me despido de los Durward, a quienes he conocido en Mangochi. Encontrarme con ellos es lo mejor que me ha pasado después de 200 kilómetros de tierra, polvo y profundos baches desde Blantyre, la segunda ciudad más grande de Malawi. Los Durward proceden de Sudáfrica y regentan un lujoso lodge con playa semi privada entre Nkopola y Monkey Bay. Cuando me han visto en Mangochi, se han aproximado para preguntarme si estaba sola. Les he dicho que sí y les he contado desde donde vengo. Han alucinado tanto que me han invitado a pasar una noche en su hotel. ¡Y menudo hotel! Los sudafricanos son los mejores hosteleros del mundo. Se decantan siempre por el lujo y el buen gusto y cuidan todos los detalles.

Me alojan en una enorme suite con aire acondicionado, una gran cama doble con mosquitera, zona de descanso con sofá y mesa para comer. Todo ello englobado en una decoración rural cuidada donde destacan los muebles restaurados. Lo mejor que me podía pasar porque, a excepción de Blantyre, desde Caia, en Mozambique, las pensiones de mala muerte son la única oferta de alojamiento en este tramo del trayecto que une Mozambique con Malawi.

La carretera a Monkey Bay es de tierra y las subidas y bajadas pronunciadas, la tónica dominante. Algunas cuestas son tan verticales que se me antojan insufribles. Roberta soporta estoicamente treinta kilos de carga entre el equipaje y el agua, aparte de mi peso. El calor es asfixiante y los babuinos fisgonean a pie de la carretera. Están tan habituados a que los turistas les den comida que algunos se plantan en medio de la carretera exigiendo su peaje. Improvisan en solitario una danza tribal al ritmo que marcan las chicharras. Siento un poco de miedo ante tanto desparpajo porque no se de lo que son capaces. Procuro no mirarlos y seguir mi camino y la maniobra da resultado.

Mi mente quiere evadirse del sufrimiento físico y me traslada al divertido encuentro con Paul el día anterior. Paul es un empleado de Carlsberg sudafricano afincado en Malawi que conozco en el hotel. Insiste en hacer el trayecto desde este mágico rincón del lago hasta Monkey Bay y yo asiento encantada. Es la primera vez en toda la ruta que alguien comparte conmigo una jornada de pedaleo. Durante el camino, charlamos animadamente de lo fantástica que resulta la vida con ruedas en los pies y de su frustración por no haber podido emprender una aventura como la mía a lo largo de su vida.

—¿Y por qué no lo haces ahora, Paul? Estoy segura de que puedes ahorrar suficiente dinero como para perderte por el mundo durante dos años.

—¿Bromeas? No puedo dejar a mi mujer sola. Estoy casado, ¿recuerdas? —Su gesto expresa cierta reticencia.

—Siempre hay una solución para todo, Paul —insisto—. Si tu mujer no puede vivir sin ti durante un tiempo, llévala contigo. Los límites los pones tú.

Acostada en una banqueta rústica de un camping a orillas del Lago Malawi, me retuerzo de dolor de espalda y de fiebre. La Malaria es un camino solitario en la oscuridad de los recuerdos. Inhalo y exhalo lentamente en un intento desesperado por aliviar el dolor en todo el cuerpo, sobre todo en las articulaciones. Me tomo el tratamiento de tres días Lanert DS que llevo en las alforjas y que he comprado en Blantyre y coloco la banda del pelo alrededor de mis ojos para protegerme de la luz mientras el tiempo se detiene.

De vez en cuando, me levanto a duras penas para correr al baño e irme por las patas “pabajo”, o vomitar, tambaleándome y protegiéndome de la luz solar que penetra en mis vulnerables ojos como un arma a larga distancia. A pesar del calor, tengo frío y me tapo hasta los dientes. De vez en cuando, me retiro el pañuelo para contemplar las copas de los árboles y saber si aún estoy viva. Siempre me he sentido sola, pero ahora más que nunca. Puede que este sea el final, pero no me importa, me conformo con lo que la vida me ha dado desde Sudáfrica.

A veces alguien del camping me trae un té, pero no logro distinguir su silueta. Llevo varios días sin comer y, la verdad, no tengo apetito alguno. Sólo bebo agua, y té, y en ocasiones me llevo una cucharada de azúcar a la boca, de un recipiente de la bandeja del té. En el camping no hay huéspedes, así que el silencio sólo lo rompen las chicharras y los pájaros. Cuando es total, significa que es de noche, entonces me arrastro instintivamente hasta la tienda de campaña para protegerme de los mosquitos, esos hijos de puta son y serán mi peor enemigo durante todo el viaje. Así estoy una semana. Lo sé porque una semana después un hombre blanco, el primero que veo, se aproxima y me despierta.

Allan tiene unos sesenta años y procede de las Islas Mauricio pero vive en Malawi desde hace mas de treinta. Fornido y alto como un baobab con expresión de bonachón y rasgos árabes, dibuja permanentemente una sonrisa en su boca. Me ve tan mal que me lleva en su furgoneta a su casa Blantyre para cuidarme. A pesar de mi estado de salud, durante seis horas viajo preocupada e inquieta porque no conozco de nada a este tipo que me lleva a su casa. Pero no tengo fuerzas para pensar, ni para negarme, en realidad, carezco de opciones y sólo me resta dejarme llevar. “Que sea lo que Dios quiera”, pienso. Pero cuando llegamos a Blantyre, descubro que hay más invitados en su hogar y que el altruismo de Allan no tiene límites. Desde todas partes de Malawi llegan amigos para instalarse una o varias noches en la casona, que también es el taller de reparaciones y alquiler de vehículos.

Mathias es el mayordomo más amable del mundo y bajo su batuta trabajan otros empleados en las distintas labores del hogar y del taller. Limpiadores, jardineros, encargados de mantenimiento, mecánicos, la mayoría hombres, velan también por la seguridad del hogar. Matías no me quita ojo y me hace beber constantemente líquidos. Allan viene de vez en cuando para animarme con su buen humor permanente.

La comida es lo que peor llevo y los primeros días no como sino yogurt con azúcar. Pero al cabo de un tiempo ya puedo ingerir alimento normalmente. Sin embargo, me siento muy cansada y apenas puedo moverme. Paso la mayor parte del tiempo acostada y sólo me levanto para tomar algo de alimento o para acompañar a Allan a la hora del té en la terraza. Advierto que conectamos mucho y lo pasamos genial juntos. El hombre tiene un gran sentido del humor y su carácter es uno de los más afectuosos que he visto. En este clima de constantes idas y venidas de empleados, bohemios artistas y viajeros me recupero de la malaria.

Cada comida es una reunión de europeos, norteamericanos, canadienses, asiáticos o africanos con vidas excéntricas que por algún motivo han decidido instalarse en Malawi. La malaria me ha hecho perder varios kilos y el hambre, síntoma de una incipiente salud, me hace devorar con ansiedad cada delicioso plato que Mathías hace desfilar sobre la mesa. Carnes variadas tiernas y jugosas, coloridas ensaladas agridulces y ligeramente picantes. Exóticos arroces mezclados con verduras.

30 de mayo Floja Foundation, Ngara, norte de Malawi

A finales de mayo pedaleo a duras penas desde Nkhata Bay hacia el norte del país por angostas y escarpadas carreteras, sobre precipicios que flanquean el Lago Malawi, entretenida por el saludo eventual de babuinos que vigilan el paso apostados en la cuneta. Desde hace 3 semanas mantengo un pulso con la malaria que me debilita hasta el punto de que tengo que reducir considerablemente el tiempo sobre la bicicleta. El paludismo es traicionero y cuando te infectas el parásito hace lo posible por no abandonar su nido.

Hasta Dar Es Salam, en Tanzania, siento que me infecto otras dos veces; no lo sé, puede que fuera el mismo parásito escondido en algún lugar de mi anatomía. Lo cierto es que durante más de un mes, mi debilidad es tan grande que necesito grandes dosis de voluntad para continuar el viaje y no regresar a España. Desde que me despido de Allan en Blantyre no dejo de pedalear, y creo que eso es lo que me salva. Aunque pocos kilómetros, cada día procuro hacer algo, por muy poco que sea, para no permitir que la enfermedad me domine, física y mentalmente.

En el camping Hakuna Matata, en los andurriales costeros de Livingstonia, me sacudo la soledad con un grupo de moteros alemanes que iniciaron su viaje en Cape Town hace un par de meses y se dirigen a El Cairo. No puedo evitar sentir envidia sana cuando me muestran sus máquinas de marcas punteras y cilindradas perversas. Pocas veces me he tropezado con alemanes tan divertidos en este viaje. Al día siguiente me invitan a desayunar café caliente y mendrugos de pan seco de varios días —que son un lujo por estos lares— con mantequilla de cacahuete antes de partir hacia la frontera.

Por la tarde me detengo en Ngara, muy fatigada después de sesenta kilómetros pedaleando. Para llegar al camping de Floja Foundation atravieso una odisea de badenes y hoyos. Mi fatiga aumenta cuando el empleado del establecimiento me dice el precio por acampar en el jardín, el más elevado hasta ahora. Visiblemente cabreada me instalo en el lugar y preparo el fuego con el carbón sobrante de la noche anterior y leña que me proporciona el empleado. Me siento tan agotada que lo último que me apetece es encender una brasa y cocinar, pero mi sentido común me hace preparar una buena tortilla de papas antes de meterme en el saco de dormir. En el camping hay gallinas, así que compro seis huevos al encargado y me empleo a fondo para pelar las ultimas papas, cebollas y ajos y echarlo todo en un kit de camping de gama baja, que he adquirido en un conocido establecimiento del deporte en Canarias, donde se pega hasta el agua. El resultado es un revuelto de huevos y papas chamuscado que me sabe a gloria bendita.

El camping ayuda a financiar una escuela infantil para huérfanos creada por Floor Willemen y Jan de Groot, dos profesores holandeses que un día decidieron venderlo todo en su país y montar este centro de enseñanza para contribuir a la erradicación de la pobreza en África. Después de mi recorrido por este continente me he dado cuenta de la importancia de este tipo de proyectos educativos de iniciativa privada, en mi opinión, los únicos cuyos resultados saltan a la vista, lo que no ocurre con muchos otros más populares y globales, algunos de ellos posibles tapaderas con fines políticos.

4 de junio Mbeya, sudoeste de Tanzania

He llegado a Tanzania cruzando las altas montañas de Tukuyu desde Karonga, en Malawi, viendo aldeas de cañizo tan aisladas que algunos niños lloran a mi paso convencidos de que acababan de ver a un demonio sobre ruedas.

—Musungu! —gritan hasta quedar sin voz.

Musungu significa hombre blanco en swahili.

Algunos escapan y otros vienen a mi encuentro; quieren asegurarse de que es real lo que han visto, que no soy un demonio con mallas de colores. Por momentos me siento como si hubiera caído por un agujero hacia otro mundo. La frondosidad del lugar, el intenso verdor de los árboles, la vegetación exuberante, las anchas hojas de las plataneras, el destello de las plantaciones de té, los campos de arroz, de maíz y de caña de azúcar y los barrancos resultan increíbles. La sonrisa permanente y la amabilidad de los habitantes de esta zona de Tanzania facilita mi tránsito por carreteras que trepan por las montañas.

Pero, como siempre en África y yo diría que en el mundo entero, la hospitalidad y la cortesía se pierden en el caos de las ciudades. El cañizo da paso a un paisaje de viviendas de madera y techos de zinc en Mbeya, capital de una de las veintiséis regiones del país, al sudoeste de Tanzania. La urbe la atraviesa la popular Autopista de Tanzania, columna vertebral de la nación, que une Zambia con el Océano Índico a través de Dar Es Salam, la ciudad más poblada del país. Así que el tráfico es aquí muy peligroso y abundante y a esto hay que sumar la cantidad de gente que circula por la vía sin arcenes que atraviesa el núcleo urbano. Los hombres me acosan constantemente y la fanfarronería es su tarjeta de presentación.

Pedaleo con fuerza para salir cuanto antes del infierno de vehículos, “daladalas” (minibuses locales) y gentes que pululan con paso vacilante tratando de vender desesperadamente su mercancía a los camiones detenidos en el atasco. El hecho de ir en bicicleta no me ayuda mucho y busco impaciente la manera de salir de allí. A través de la guía Lonely Planet, cuya versión digital llevo en el teléfono móvil, localizo un camping situado no muy lejos. Consigo escapar del embrollo y me introduzco por una calle de barro y charcos por donde camina un nutrido grupo de jóvenes de edades similares. Descubro que estoy cerca de la Universidad de Ciencia y Tecnología. Pregunto a algunos estudiantes por el Hotel Karibu Center, donde se aloja el camping. Me explican en perfecto inglés el lugar correcto y me despido tambaleándome, por primera vez desde que llegué. Ha sido un viaje muy largo desde Tukuyu, con pendientes de vértigo, y se me nubla la visión y me tiemblan las rodillas.

El hotel está envuelto en un halo de misterio y yo diría que sus huéspedes no pertenecen a este planeta. Caminan sigilosamente, con aire solemne, flotando sobre el suelo y lanzando miradas furtivas. Todos parecen conocerse. Soy la única hospedada en el camping, que no es más que el jardín del establecimiento. La verdad es que esperaba otra atmósfera, pero después de lo que he visto fuera, prefiero estar en la casa de los espíritus que lidiar con la estentórea realidad exterior.

Durante la noche me despierto con ganas de ir al excusado y cuando salgo de la tienda de campaña, completamente dormida, cinco pitbulls de tamaño XXL me rodean y uno de ellos se me tira haciéndome perder el equilibrio al tiempo que me propina un mordisco en la cadera. Tirada en el suelo me protejo la cara con un brazo mientras aquella bestia no para de ladrarme y empujarme con las patas delanteras, supongo que para inmovilizarme, seguido por el aullido del resto de la brigada canina. Hasta que viene el guardián que los detiene y hace entrar en una parcela cerrando después la puerta. Yo me quedo ahí en el suelo tirada y deshaciéndome en lágrimas de dolor y de terror, advirtiendo lo cerca que he estado de quedarme espatarrada sobre mi sangre en medio de África por unos malditos perros.

El guardián me riñe porque, según él, por la noche no se puede ir al baño, mientras me cura la herida y yo estoy a punto de matarlo. Qué cerca he estado, Dios mío, de la muerte, es lo que siento en ese momento, cuando los chutes de adrenalina comienzan a mermar y puedo tranquilizarme un poco. Qué débil es la línea que nos separa de la muerte en este continente. Trémula, violenta y débil me introduzco de nuevo en mi tienda de campaña para llorar el resto de la noche, sola y con el pecho lleno de lástima de mí misma.

18 de junio Dar Es Salam, Tanzania

Después de una odisea por la Autopista Tanzana desde Mbeya, rezando todos los días para que no me atropellara un destartalado camión, durmiendo en pensiones de mala muerte y al amparo ocasional de los amigos de mis amigos de Sudáfrica con casa en algunos tramos, me sumerjo en el alboroto de los vendedores ambulantes, de las fruteras que gritan hasta quedar afónicas, de los conductores de “daladalas” chillando sus destinos por la ventana, de los transeúntes que intentan no ser atropellados. La actividad comercial se desarrolla en cualquier esquina y los taxistas asaltan a los pocos turistas que caminan con inquietud por un laberinto de calles con edificios que fusionan estilos germánicos, arábicos, asiáticos y británicos. Me dejo llevar por el flujo del río de olores a sudor rancio, moscas sobre el chapati servido en palangana por dulceras ocultas tras el hijab.

Atravieso Garden Avenue y pregunto una decena de veces por el YWCA Hostel sin éxito. Con cuidado extremo y reflejos de águila pescadora giro a la derecha en un cruce, entre el claxon de vehículos que se abalanzan sobre mi sombra sin el más mínimo escrúpulo. En Maktaba Street encuentro la oficina de correos que me sirve de referencia, según Google Maps, para localizar rápidamente Ghana Street, dirección del hostal juvenil donde pasaré la noche antes de cruzar al soñado archipiélago de Zanzíbar.

Allí me encuentro de nuevo con Sophie y Mathiew, de Gran Bretaña. Es la tercera vez que coincidimos. La primera fue en Nkata Bay, en el paradisíaco camping de Butterfly Space, a orillas del Lago Malawi. Es asombroso lo pequeño que es el mundo cicloviajero. Cortados por el mismo patrón, elegimos instintivamente los mismos destinos, las mismas rutas y hasta los mismos alojamientos. Ellos se apean de la bicicleta aquí, en esta odiosa y fantástica urbe a orillas del Índico. Han viajado durante tres meses por toda África en bici, después de dos años de voluntariado en una ONG ubicada en Malawi y “ya es hora de volver a casa” sentencia Sophie. Otra difícil despedida que quebranta mi alma. Cuando se van me vuelvo a sentir huérfana.

La habitación compartida por la que pago cuatro euros y medio está desierta y me alojo a mis anchas. Me acuesto a las ocho, como hago desde hace varias semanas, porque a medida que me acerco a la línea ecuatorial anochece antes y en este momento la luna se enciende a las cinco y media de la tarde en Tanzania. Estoy muy cansada y creo que arrastro aún los efectos de la malaria. Pero me cuesta conciliar el sueño debido al olor a alcanfor de las sábanas y el griterío procedente de la calle, donde nada ha cambiado ni cambiará hasta medianoche. Los “daladalas” ruedan impertinentes con sus conductores temerarios por las calles, las fruteras, las dulceras, los vendedores de crédito para el móvil, los vendedores de agua en bolsas de plástico, los canastos sobre la cabeza, el sahumerio, las mezquitas y el canto del almuédano.

Pienso en el momento en que liquidé mis pertenencias en Las Palmas para embarcarme en esta loca aventura con determinación de conquistador español de finales del siglo XV. Me he despedido de un mundo ensimismado en su crisis económica y en sus pequeños problemas para saludar otro ajeno a problemas mucho más graves y feliz por vivir el día a día.

Tengo la conciencia tranquila porque, a pesar de los percances que he sufrido en esta nueva etapa de mi existencia, creo que no me he equivocado. Desde hace tiempo tengo la sensación de estar haciendo lo correcto por primera vez en mi vida. El viento sopla favorable y mi barco se desliza en empopada por el mar de los sueños. Mi destino se dibuja cuando inicio mi reivindicación por la igualdad entre hombres y mujeres hace nueve años en Canarias, España. Casi todos los acontecimientos de mi biografía enfilan desde entonces a este rumbo, como impresos en una carta náutica.

22 de junio Zanzíbar, Tanzania

Tras pasar una noche en un hostal de Stone Town, capital de Zanzíbar, por la friolera de 14 dólares, habituada a precios para mochileros mucho más bajos, pedaleo frustrada hacia el norte de la isla buscando una economía más accesible. El viaje en barcaza desde Dar Es Salam me ha salido por unos setenta dólares, y gracias a que he “negociado” a mi manera lo que he podido: me he puesto a gritar en medio del puerto al empleado que ha intentado cobrarme una tasa extra no estipulada en ningún lado que él ha llamado “portuaria”.

Me siento un poco decepcionada con este país porque vengo de otros lugares que no son turísticos, donde todo es más barato y la gente mucho más honesta, amable y menos acosadora. En una semana agoto el presupuesto mensual. Además, el carácter del tanzano dista mucho de la benevolencia malawí y negociar precios con esta gente es complejo y, ciertamente, resta mucha energía, algo de lo que no ando sobrada al final de una jornada entera pedaleando.

Aquí, más que en cualquier otro sitio, me siento como un billete de un dólar con ruedas y es duro que sólo se te acerque la gente para pedirte dinero o engañarte. Quiero entenderlos, ponerme en su lugar, por mucho que no haya vivido sus miserables vidas en esta locura de pobreza e injusticia, pero no puedo evitar que me entristezca el hecho de viajar durante meses y no poder hacer amigos en un entorno donde todo el mundo quiere sacar provecho de tu culo blanco de una manera tan evidente.

Esta virulencia en las formas no la he vivido en África hasta llegar aquí, probablemente porque es, hasta ahora, el país más turístico con diferencia que he recorrido, y el turismo, para mí, es la gran lacra del siglo XXI; estropea los lugares y sus habitantes dejan de ser hospitalarios para volverse egoístas y avariciosos cambiando la hoz y el yunque por el 4×4 y las lunas tintadas.

Stone Town es el corazón histórico de la capital y me transmite una extraña familiaridad. Edificios de estilos swahili, árabe, persa, indio, luso y británico se unen en un baile extraño amenizado por la parranda popular de la calle. Algunos inmuebles tienen puertas de madera tallada, símbolo de riqueza y de posición social en otra época. El último mercado de esclavos en el mundo en cerrar la trata fue el de Stone Town, donde llegaban almas africanas de todas las edades capturadas en el África del Este y eran hacinadas como perros en lo que ahora es paradójicamente la Catedral Cristiana Anglicana, construida a partir de 1874 por los afortunados que quedaron libres. Los que no tuvieron tanta suerte debían pasar el “periodo de contención” en unas salas semi-soterradas del tamaño de un cuarto de baño, en grupos de cincuenta, durante tres días sin comer, para probar sus capacidades físicas. La mayoría morían de agotamiento y hambre.

Pedaleo por sus callejuelas estrechas y pestilentes por donde solo pasa una bicicleta y respiro con tristeza el vapor de barbarie y atrocidad contra el género humano que despiden sus muros. Stone Town es hoy alegría, color y olor a especias donde ayer la muerte se respiraba a millas marinas y el terror asolaba la ciudad. Hoy en día sigue siendo uno de los centros comerciales más importantes de África pero ya no se compra ni vende la desgracia ajena, se venden las gracias propias a golpe de acoso callejero.

Recorro carreteras tan solitarias como mi alma que atraviesan selvas aluviales que son un mosaico de especies exóticas conviviendo sin orden ni lógica. Bejucos, majestuosos ficus y árboles de caoba roja se imponen a superficies destinadas a la producción de alimentos y especias. Jardines de árboles frutales y especias saludan al cocotero y a la platanera en un concierto amenizado por monos, aves y antílopes.

Cuando llego a Nungwi, reducto turístico en el norte de la isla, la decepción me domina de nuevo, no sé si porque aún me pesa la debilidad que arrastro por la malaria, incrementada por el viaje por la peligrosa Autopista Tanzana o porque realmente no esperaba encontrarme con esta realidad ajena a lo que había oído hace muchos años. La playa es una invasión de resorts turísticos y Beach Boys asediándome hasta tal punto que he de correr y ponerme a salvo en el camping citado en el Lonely Planet, porque no puedo soportarlo más. El camping resulta ser un descuidado jardín amenizado por las estridencias musicales provenientes de un bar de playa hasta altas horas de la madrugada, sin ducha y con una hedionda letrina. Intento serenarme y me centro en la arena blanca como el mármol y fina como el gofio, las aguas turquesas tranquilas que apenas se levantan sobre el manto cegador de la arena y los dhows o barquillos de vela latina que siembran de historia el Océano Índico.

Cuando el sol inicia su ceremonia de despedida, quiero grabar a un grupo de mujeres, ajenas a los resorts y al turismo, que inicia un maravilloso ritual de recogida de un alga muy codiciada en Oriente. Cuando se disponen a entrar en el agua cristalina y templada, dos de ellas se aproximan y comienzan a gritarme con furia algo en swahili. Retiro la cámara de la vista y las miro perpleja, intentando calmarlas. En ese momento un joven tanzano que parece acompañarlas, se acerca y me espeta, en tono agresivo y en un inglés básico, que será mejor que apague la cámara si no quiero recibir un puñetazo.

Desde mi trinchera, de la que prácticamente no salgo hasta que me voy de Nungwi, observo con el alma en un puño a las mujeres recogiendo los frutos marinos tan codiciados con un mimo que jamás me hubiera imaginado dado el contratiempo que sufrí en la orilla minutos antes. Son una treintena y dibujan un semicírculo frente al deslumbrante ocaso que tiñe de cobre la playa de arena blanca.

28 de junio Moshi, Tanzania

Moshi, que significa en swahili ‘humo’, me sorprende. Es el primer tropiezo con la civilización occidental que sufro desde Sudáfrica. Sus calles son limpias y diseñadas con milimétricamente, embellecidas con cuidados jardines donde crecen flores tropicales y flanqueadas por edificios de sello británico moderno. En la localidad conviven en armonía todas las razas y predomina la seguridad en las calles. Ahora siento como si regresara a casa en una máquina del tiempo.

Montada sobre Roberta busco con la mirada el Kilimanjaro, pero el horizonte del norte está cubierto por una bruma similar al humo, mientras el sol se trasluce vagamente a través de los nubarrones. Y así permanecerá hasta mi partida, lo cual me impedirá ver jamás con mis propios ojos la montaña más alta de África.

La tarde quiere hacerse noche y me apresuro a buscar alojamiento. Pregunto a los viandantes por el camping Masai, el único sobre el que me han dado referencias en la zona otros viajeros, y todos me dicen que se halla en Arusha, la ciudad más importante de la región, a 75 kilómetros. No entiendo cómo he podido confundir una ciudad con la otra. Evidentemente la malaria aún hace estragos en mi cabeza.

Me detengo en algún punto de Mawenzi Road para pensar. Entonces aparece como un dios mitológico. Altísimo y fornido, sus cabellos rubios largos y lacios le caen sobre los hombros, adornados con una seductora trenza que le resbala por la mejilla, con una sonrisa eterna y un halo permanente de afecto, seguridad, calma y armonía. Antes de pedirle ayuda, ya se ha ofrecido para brindármela, apareciendo de repente a mi lado, y antes de abrir la boca para contestarle, ya me he enamorado de John.

Me dice en un inglés perfecto y con una dulzura y una seguridad en sí mismo que me turban, que aguarde, que va a llamar a una amiga. Contemplo en silencio su expresión reposada y bajo la mirada hacia el cuello de pico de la camiseta de algodón ajustada que resalta su esbelto pecho. Su fina barba chivita bien recortada se mueve lentamente mientras habla por el móvil. Cuelga.

—¿Quieres acampar en el jardín del hostal de una amiga?

¿Cómo te voy a decir que no, alma de Dios? —pienso. Aunque quisiera, no podría negarme a la sensualidad de tus labios, a tu alma pura, a tu gentileza, sencillez y complacencia extraterrestres, a tu manifiesta sexualidad y a un cuerpo fibroso de centauro.

Accedo también a su ofrecimiento de llevarme las alforjas en su minúsculo coche y le sigo hasta el hostal.

Fermín, sacerdote canario afincado en Nairobi de visita en Dar es Salaam, ha sido mi único contacto con españoles desde que he pisado África. En mi recorrido por el este de este continente, he conocido muchas personas de todas las nacionalidades, especialmente alemanes, belgas, holandeses, británicos, australianos, americanos y, por supuesto, sudafricanos. Ni un latino. Eso sí, algún que otro solitario japonés con cara de haberse equivocado de sitio. Por eso, cuando acampo en el verde jardín del Karibu Hostel, en Moshi, no puedo evitar sentirme como en casa. El hostal lo fundaron hace siete años dos compatriotas y es sede y hogar de voluntarios, sobre todo españoles, de la fundación Born to Learn, creada para educar a niños sin recursos de la región de Kilimanjaro. En poco tiempo, Joan, Nadia, Jose, Alisa, profesores en el proyecto, se convierten en mi pequeña familia. Gracias a ellos practico mi español, tan olvidado en los últimos meses y advierto la necesidad tan grande de comunicación que arrastro desde que comencé mi aventura en el extremo más austral de África. Descubro lo importante que es el dominio de la lengua para conectar con la gente. Esos tacos que tanto echaba de menos escupir por la boca en desenfadas conversaciones a la luz de un candil y una guitarra española, el doble sentido de las frases, la jerga propia, se convierten en privilegios que disfruto al máximo en este lugar, a donde he sido conducida por casualidad por un ángel rubio de ojos azules.

Pero el contexto favorable de alboroto perpetuo, buen humor y diversión durante unos días se ve ligeramente empañado por mi leve ansiedad por atracción sexual por Jonh, que gracias a Dios no vive en la casa sino que se deja caer ocasionalmente. Cada vez que viene, me pongo a sudar y mi desesperación aumenta cuando una de las chicas me dice que “John nunca nos visita tanto como hasta ahora”. Entonces vivo un particular calvario interior de lucha conmigo misma por intentar no pensar en él más porque me voy a ir y lo último que deseo es enamorarme de alguien por el camino que frene mis planes. Procuro concentrarme en la lluvia que cae, en buscar con la mirada, sin éxito, algún signo de que el Kilimanjaro realmente se erige sobre Moshi, en contemplar el esplendor del ocaso. Pero no funciona. Mi mente siempre regresa a él.

Un día camino sin rumbo definido por Moshi, por el simple hecho de distraerme con alguna compra banal. Intento estar lo menos posible en la casa para perderlo de vista y quitármelo de la cabeza. Pero este ejercicio de control del pensamiento y de mis sentimientos fracasa cuando oigo una voz por detrás de mí.

—Cristina, te estaba buscando…

Es John me grita desde un vehículo parado en medio de la calle.

—Diablos —pienso—. Cómo me alegro de verlo…

3 de Julio La Frontera con Kenia

Por la mañana recojo la tienda de campaña del patio de Tembo Guesthouse. Le digo adiós a mis nuevas amigas canadienses, promotoras del proyecto Tembo con sede en este humilde y pequeño establecimiento hotelero en cuyo patio me han dejado pasar la noche. Una iniciativa que lucha por los derechos de las mujeres maasái ayudándoles a crear empresas con microcréditos.

La organización también colabora con la comunidad en pro de la igualdad entre sexos en un programa educativo para niñas pre adolescentes. He llegado aquí por puro azar, buscando desesperadamente un lugar donde pasar la noche en Longido, en la región de Arusha, y me he llevado una grata sorpresa al comprobar que en la actualidad hay gente trabajando a conciencia por los derechos de la mujer en un continente donde ni siquiera se nos considera como seres humanos, a juzgar por lo que he visto.

Estoy entusiasmada porque solo me separan 25 kilómetros de la frontera con Kenia. Hoy me siento fuerte, probablemente motivada por mi conquista exitosa de uno de los últimos países que recorreré en África, o puede que porque siento que los efectos de la malaria van remitiendo. El aire es fresco y claro a casi mil metros de altura en estas inmensas llanuras próximas al parque Serengueti. La A104 está en buena forma y tiene poco tráfico, pero cuando viene un camión, sobre todo a la altura del Monte Longido, es mejor que no coincidas circulando por ella. El viento sopla con tal fuerza que me cuesta oír su berrido de bestia indiferente a gran velocidad embistiendo a todo lo que se le ponga por delante. Cuando el motor ruge fuertemente me retiro de la vía como un soldado humillado obligado a rendirse sin luchar.

Me emociono cuando atisbo en el horizonte las secas planicies de Kenia. Oh, Oh… —susurro y agudizo la vista—. ¡Es Kenia, es Kenia!

Siento que me hallo en medio de un libro de cuento de hadas, encuadernado en piel, y un mundo de sueños cobra vida en sus páginas. Los ojos se me humedecen y sollozo de alegría mientras pedaleo cada vez más rápido. Me dejo llevar por el milagro de encontrarme entre dos países diferentes, con culturas y paisajes similares, pero dispares, y no termino de acostumbrarme a la experiencia de mirar hacia un lado y decirme a mí misma que eso es otro país. Pero si son el mismo paisaje, no existe una línea física que los separe, hasta la gente es similar en un lado y en otro, a veces familiares, amigos, la gente se fusiona como el paisaje, y los límites los creamos nosotros. Procedo de una isla y acostumbro a ver límites reales, los que pone el mar, pero no consigo aceptar la existencia de límites territoriales impuestos, son irreales y separan lo que siempre estuvo unido por naturaleza, pienso.

Y entonces se me pincha la rueda delantera. Bueno, menos mal que es la delantera y no tengo que desarmar las alforjas.

Pero cuando termino de montar la cámara y me dispongo a inflarla advierto que el fuelle está averiado. Intento repararlo sin éxito durante media hora. Y ahora qué demonios hago, pienso. Son las nueve de la mañana y estoy aquí en medio de la nada con una bicicleta averiada y no pasan vehículos desde hace horas.

Una hora después, diviso a lo lejos el contorno borroso de una figura humana que se aproxima caminando por un lado de la vía. A esas horas del día el pavimento emana un gran calor por la reverberación del sol y parece que la vía refleja agua. Pienso que puede ser una ilusión óptica y sigo intentando reparar el fuelle hasta que constato que la figura no es producto de mi imaginación. El instinto me impulsa a abrir el bolso Ortlieb del manillar y sacar el espray de pimienta El individuo viste una tela anudada sobre los hombros de vivos colores y pulseras y collares con diseños geométricos, el pelo rapado y los lóbulos de las orejas con sendos agujeros del tamaño de una moneda de dos euros. ‘Mambo’, me saluda en swahili con gesto preocupado. Sucumbo a la nobleza de su mirada y a sus ojos tristes y le dejo que ayude. En realidad no me lo pregunta. Se arrodilla y toma mi fuelle con determinación. Pero al cabo de un rato el noble maasái descubre que no puede hacer nada y se despide resignado.

A las doce del mediodía sigo tirada en medio de la planicie africana a mil metros sobre el nivel del mar, con un fuelle de mierda y una rueda pinchada. Más allá, se abre la sabana keniata para perderse en el horizonte. Escucho el ruido de un vehículo aproximarse. Me incorporo y agito el fuelle para que pare. La pick up blanca se detiene bruscamente de un frenazo. El conductor y el copiloto son africanos y me saludan efusivamente mientras uno de ellos sale del vehículo. Les pido ayuda. Su sonrisa grande y blanca me pide 300 dólares a cambio.

—Vete a la mierda hijo de puta. Le digo.

Y se marchan desternillándose de risa dejándome ahí, tirada como una colilla.

6 de julio Nairobi, Kenya

A través de un contacto en Sudáfrica llego a casa de los Galiana en Nairobi, donde he permanecido diez días esperando el visado para entrar próximamente en la India. Luis Galiana es un español afincado en la capital de Kenia desde hace años. Si bien la idea no era quedarme tanto tiempo en la gran metrópoli africana, me acoge amablemente el larguísimo e inexplicable período de tiempo que se toma la embajada para extenderme el visado.

Durante este tiempo él, su mujer Jenny y el ama de llaves me hacen sentir como en casa, una experiencia que vivo por primera vez desde que salí de mi tierra. Quizá tuviera que ver el hecho de que Luis sea más castizo que un chotis y que pudiera otra vez bromear en español, comer tortillas de papas y jamón serrano, acompañar las comidas con aceite de oliva virgen extra, brindar con un buen rioja ante de irnos a la cama,… o porque tiene un hijo de dos años, Alonso, que está para comérselo, o porque su mujer es un encanto, o porque su ama de llaves es un ángel, o simple y llanamente por la buena vibración que envuelve su casa en uno de los barrios más lujosos de la urbe.

Si bien consigo el visado para entrar en la India, no adquiero el permiso especial que hace falta para entrar a Etiopía cruzando la frontera con Kenia por el paso fronterizo de Moyale y tengo que conformarme con entrar en el país por avión. Esta ridícula norma existe en otros países y será una de las causas que me obligará a cambiar el recorrido más adelante. A partir de ahora me doy cuenta de lo importante que es elegir bien la ruta a priori para que el proceso administrativo de entrada sea el más rápido posible. Estancarse durante días o meses en un mismo sitio a la espera de visados o permisos de entrada es una pérdida de tiempo y de dinero. Menos mal que en esta parte del camino cuento con el apoyo de un español cuyo altruismo traspasa fronteras.

La embajada de Arabia Saudí también me deniega el visado para entrar en el país porque quiero pedalearlo sola. Según me comunican, “es requisito indispensable ir acompañada de un hombre en un viaje de estas características”. La noticia me cae como un jarro de agua fría porque pensaba llegar hasta Dubai y coger un barco hasta la India, saltándome la región más conflictiva del planeta, Oriente Medio. Ahora debo pensar en un nuevo plan.

Nairobi es un oasis en África donde jardines franceses, lagunas y estatuas, edificios de oficinas de arquitectura ultramoderna, suntuosas villas, urbanizaciones bunker, pomposos restaurantes, grandes almacenes, escaparates futuristas y vehículos de alta gama conviven con chabolas, tendederos de ropa de pobre y polvorienta calles donde todo se vende.

Hombres armados hasta los dientes y detectores de metales son el día a día en una ciudad amenazada desde hace dos años por el terrorismo de Al Shabab. El último atentado que sufrió la urbe fue el pasado mes de abril en el barrio de Pangani, donde cuatro personas perdieron la vida.

Camino apresuradamente por el “downtown” intimidada por el clima criminal que se respira en el ambiente, sin perder detalle de lo que me rodea, entre furtivas miradas. No hay blancos en la calle y los que viven en la ciudad procuran no salir del vehículo. Una vez más, reconozco que tuve mucha suerte de conocer a Luis Galiana y poder quedarme en su casa en un mundo paralelo de seguridad, lujo y confort, a orillas de un lago de juncos y nenúfares de orillas espesas y brumas matinales.

18 de julio Addis Abeba, Etiopía. Mi peregrinación a Lalibella

He pasado un par de noches en casa de Nadine, una amiga de Luis en Addis Abeba. Cuando he llegado a la casa he visto demasiada seguridad y servicio pero no le he dado mayor importancia porque, en África, el hombre blanco tiene un nivel de vida muy superior al de Occidente. Pero cuando al día siguiente reparo en que entramos en la sede de la ONU, no he podido evitar preguntarle a qué se dedica.

—Soy la embajadora de Luxemburgo —afirma con aire despreocupado.

Nadine es de madre peruana y padre luxemburgués y muy cordial y cercana. Desde luego ha elegido la profesión que más le iba. Hacemos muy buenas migas y cuando finalizo mi viaje por el país del Nilo azul paso unos días con ella para descansar y hacerle compañía.

La noche previa a mi partida hacia Lalibella declino su oferta para salir de cañas por las cantinas de la capital y hago un esfuerzo por acostarme temprano para partir con las primeras luces del día. Rezo para que no llueva mañana hasta llegar a mi primer destino, Debra Birham, ya que las tormentas son casi diarias en esta época del año. Hace años que no me entrego a la oración y creo que Etiopía es un país ideal para iniciarme de nuevo en ella, debido a la profunda religiosidad que se respira en todos los rincones. Su gran arraigo a la identidad cristiana desde el siglo IV se debe apreciar más en un viaje en bicicleta. Hay algo en este país que me fascina desde que he llegado en avión desde Nairobi, una dimensión espiritual que no he visto hasta ahora.

Salgo del barrio del Bole a las 7.30 de la mañana. Huele a tierra mojada porque anoche llovió y las calles son un lodazal entre nieblas matutinas. Me encanta el frío, no hay nada mejor que el frío para pedalear. Sin embargo, sufro cuando se me congelan los dedos en el manillar. No tengo ropa para temperaturas extremas y llevo unos simples guantes cortos de bicicleta. Las botas se me entierran en el barrizal centelleante que cubre Asmara Road.

Arrastro a Roberta por la ciudad lluviosa y húmeda haciendo lo posible para no resbalar. Algunos transeúntes se detienen para observarme o soltar una sonora carcajada a mi paso, probablemente de desconcierto. No creo que hayan visto a muchas mujeres blancas pedaleando solas embutidas en mallas de colores.

La ciudad es la más caótica que he visto hasta ahora. Quizá porque el cincuenta por ciento de las calles está en obras y el resto son un río de lodo. La población es la más pobre con diferencia. Siento que he vuelto a caer en un agujero para trasladarme a otra época. A esta hora el tráfico es ya significativo y las calles se llenan de gente. A pesar de todo, no me siento en peligro como en Maputo o en Nairobi. La gente aquí es por lo general muy respetuosa, excepto algún que otro graciosillo que le da un manotazo a la alforja trasera a mi paso o me grita algo en amhárico que no entiendo pero que casi me deja sorda. Pero por hacer la gracia ante los amigos, fundamentalmente.

El paisaje de cemento va dando paso a barrios de chabolas de lonas de plástico y techos de zinc que flanquean la carretera en el extrarradio. La vía pierde el pavimento aquí y da paso al ripio durante un largo tramo. Millones de seres pululan por doquier, algunos están de pie en el borde de la acera, observando la calle, otros venden cualquier cosa en puestos de venta ambulantes, o me gritan desde la acera “You, give me money”, que es lo único que saben decir en inglés los pobres de Etiopía. Los niños me cortan el paso y tengo que esquivarlos haciendo eses en la carretera donde circulan pocos vehículos. Algunos me agarran las alforjas para impedirme avanzar entre carcajadas y otros simplemente me persiguen hasta la extenuación. Por momentos el acoso es insoportable y el miedo me invade, entonces pedaleo tan rápido como puedo para escapar de allí. Tardo dos horas en salir de la capital etíope y llevo en la boca el sabor amargo de empezar con mal pie.

Días después pedaleo por las estribaciones montañosas de la Región de Amhara y después de una jornada de diez horas por “la cima de África”, veo las primeras casas de Kombolcha. La gente es muy amable y cordial aquí. Pregunto varias veces por el hostal señalado en la guía, pero nadie conoce el establecimiento. Aparco a Roberta en la cuneta y a los cinco minutos una llamativa cantidad de gente me observa con curiosidad. Me intimida mucho la situación, especialmente cuando reconozco que siempre he padecido de cierta fobia social. Por otro lado, por muy seguro que sea el país, con unos índices de criminalidad relativamente bajos, en comparación con otros países del continente, creo que no es bueno para una mujer que viaja sola permitir que un grupo de hombres la acordone en plena calle. Pero hoy los necesito.

—Buenas tardes a todos —suelto, procurando dar muestras de que no estoy incómoda—. ¿Alguno habla inglés?

Un individuo se aproxima y asiente. En Etiopía, fuera de las grandes ciudades, la gente por lo general no habla sino amhárico, por lo que me considero afortunada. Pero el joven afirma desconocer el alojamiento en cuestión. Le pregunta al resto del grupo y yo diría que esta gente es española porque todos empiezan a discutir a viva voz en un debate que va subiendo el tono hasta que dos de ellos pierden los nervios y se enfrentan y entonces decido marcharme agradeciendo la colaboración con una amplia sonrisa y un fuerte estrechón de manos.

El etíope es un pueblo aparentemente benévolo pero orgulloso y combativo cuando está en desacuerdo con algo. Por eso se me hace, por lo general, muy difícil negociar con ellos. Es fácil constatar que no fue casualidad que se convirtiera en el único país africano que mantuvo su independencia durante el reparto europeo de África que tuvo lugar en el siglo XIX. A pesar de todo, choca enormemente que sean tan tolerantes unos con otros y convivan en armonía varias religiones y etnias distintas, más que en cualquier otro país africano.

Estoy a dos kilómetros del casco urbano y oigo un ruido proveniente de la transmisión. Segundos después la bicicleta se queda sin tracción y los pedales giran como locos. He dejado la cadena atrás. El cansancio me vence a ratos y no tengo fuerzas para soportar otro acorralamiento humano, por muy amable que sea la gente. Doy marcha atrás y recupero la cadena lo antes posible pero cuando me doy cuenta ya estoy rodeada de nuevo de hombres discutiendo acaloradamente sobre el modo de proceder para arreglar la cadena en plena calle, pues hasta México desconozco el conector eslabón para cadenas y no llevo cadena de repuesto debido a su peso.

Opto por dejarme llevar por aquella gente porque no tengo energías para nada que no sea alcanzar el próximo hostal y tomarme una cerveza fría Abay después de una buena ducha a idéntica temperatura. Y optan por envolverme la cadena en papel de periódico que alguien saca de la nada y meterla en un plástico para que la lleve colgando del manillar. La carretera hasta el centro de la ciudad es cuesta abajo así que entre todos me empujan para que coja carrerilla y cuando menos me lo espero me deslizo a gran velocidad.

Después de cuatro días rodando por tierras altas desde Addis Abeba, escapando del acoso de los niños, el peor que he experimentado hasta ahora, encuentro en el Kombolcha Wine Hotel una vía de escape. La pensión, como casi todas fuera de las grandes ciudades, es de mala muerte, pero hay algo en ella que me hace sentir como en casa y decido quedarme un par de días para descansar el cuerpo y la mente.

Etiopía es un país muy montañoso y hay pendientes muy ascendentes en algunos tramos. Sin embargo, no es esto lo que me agota. Son los niños. Hay millones por todas las esquinas, la mayoría hambrientos, y no dejan pasar una oportunidad. Ya no sé cómo quitármelos de encima. A medida que me adentro en el país la pobreza aumenta, al igual que el número de críos. A veces crees estar sola en la cima de una montaña y cuando te dispones a bajarte de la bicicleta para comer algo o simplemente hacer pis, los tienes encima.

Muchos son pacíficos pero la gran mayoría quiere divertirse tirándome piedras, agarrándome las alforjas para que no avance o dándome un zurriagazo con el látigo con el que cuidan al ganado. Esta es la principal razón por la que no puedo acampar en el país y siempre busco una pensión que, por otro lado, no cuestan sino unos tres euros fuera de las urbes. Si no fuera por este inconveniente, sería bastante seguro para una mujer sola dormir en tienda de campaña en la antigua Abisinia.

Mi habitación cuenta con un baño muy sucio y sin agua caliente, pero agradezco contar con un excusado sólo para mí en esta ocasión. La alcoba dispone de una gran cama doble con sábanas sucias y desgastadas y una mosquitera de dosel de encaje llena de agujeros. Una amplia ventana comunica con un pequeño jardín trasero lleno de maleza. El lugar se me antoja el más delicioso del mundo, ideal para descansar, tocar la guitarra y escribir durante un par de días y no pensar en lo que me espera más adelante.

Extraigo la guitarra española infantil que he conseguido en Nairobi de la parte trasera de la bicicleta, abro la ventana y me siento en el alféizar. Contemplando el caótico edén toco algunos acordes y comienzo a cantar “Con los años que me quedan” de Gloria Estefan, mientras la tormenta suena a lo lejos. El aire huele a incienso de Weldeya y a café. La tensión acumulada comienza a ceder.

Seeeee que aúuuuuuuunnnn… me queda una oportunidaaaaaad… seeeee que aúuuun no es taaaarde, para recapacitaaaar…

Siento el poder de la música y dejo que la alegría me embargue otra vez. Tocar un instrumento es la mejor terapia para acabar con el estrés y la ansiedad. Además, mejora las habilidades del lenguaje, la memoria, la conducta y la inteligencia espacial. El sol de la tarde me da en la cara y cierro los ojos para sentir su calor en el rostro.

Cuanto más aliviada me siento más alto canto y entonces alguien aporrea la puerta para devolverme otra vez a la realidad. Quizá he levantado demasiado la voz y vengan a reñirme por molestar a otros huéspedes pienso.

—Madame, madame, por favor… —susurra aturdido el joven enjuto y complaciente que me ha dado la bienvenida horas antes en la recepción.

—Hola One World, descuida, ahora mismo detengo mi concierto, sé que estoy molestando —le interrumpo avergonzada.

—No, no, no, siga tocando por favor, canta usted como los ángeles… sólo quería saber si me permitiría verla tocar

—Pero yo música no se mucho. Estoy aprendiendo a tocar! —le advierto.

Sigo cantando el resto de la tarde. One World se ha sentado en una silla al otro lado de la habitación, seducido por mi repertorio latino, esbozando una sonrisa.

One World es la traducción al inglés de ānidi ‘alemi, en amhárico, que significa “Un Mundo”. Los etíopes dan a sus hijos nombres con connotaciones positivas: “suerte” (Edeläña), “el mejor” (Merete), “nuevo”(Ädise), “defensa” (Mesége). Algunos, conscientes de la dificultad del amhárico para los turistas, traducen su propio nombre al inglés. “One World” me explica durante mi bienvenida que sus padres decidieron llamarlo así porque era hijo único. Es una muestra más de la profunda espiritualidad de la gente de este país.

One World se convierte casi en mi “Único Mundo” durante la mayor parte del tiempo que paso en esta pensión colgada de las montañas de Kombolcha, a pocos kilómetros de la ciudad de Dessi. Hacemos buenas migas y charlamos animadamente varias horas. Seguidor acérrimo de la fe cristiana ortodoxa, religión mayoritaria en el país, siente una gran devoción hacia “Kidane Mehret”, la Virgen María para los católicos. A sus 28 años compagina sus estudios de Empresariales en la Universidad de Kombolcha (Etiopía es el país con más universidades por metro cuadrado que he visto a pesar de su extrema pobreza), con la entrega cotidiana a la práctica ortodoxa y la gestión y la cocina de este hostal. Gracias al sagaz joven descubro aquí los mejores platos de la gastronomía etíope.

Mi preferido es el Shiro Bozena, un estofado de cordero en salsa de tomate, mantequilla pura del país y berbere sazonado con varias especies y servido en un cuenco de barro con brasas de carbón. Se sirve con la injera, un pan esponjoso muy plano, parecido al crepe, que constituye la base de cualquier comida etíope, elaborado con harina fermentada de teff, un cereal originario del país rico en calcio, proteínas y hierro. One World lo cocina con anhelo cada día y me lo sirve con devoción en el almuerzo, para después auto invitarse y acompañarme a la mesa. Pese a su falta de discreción, me cae muy bien y transijo la mayoría de las veces porque disfruto de su compañía. Descubro con gracia que me observa con curiosidad mientras como con dificultad. Para mi comer con las manos es algo nuevo y se me hace difícil atrapar la salsa picante del estofado con la injera. Para evitar que se me escape del pan de teff me introduzco el rollito a gran velocidad en la boca y dejo que la salsa se escurra por mi garganta y nade hasta mi estómago en una exquisita orquesta de sabores y aromas únicos.

Entonces me cuenta que está muy enamorado de la Virgen María.

—Es la madre de todos y tiene un gran poder —le escucho decir mientras un poco de salsa me chorrea por la comisura de los labios sin remedio.

—Crees en Mother Mary? —Me pregunta.

—La verdad es que no —respondo limpiándome la boca con una servilleta de papel.

—¿Cómo puedes no creer en Mother Mary? —cuestiona con un gesto de impaciencia.

Me cuenta que ha sentido la presencia de la madre de Jesús de Nazaret en los peores momentos de su vida y me exhorta para que ame y bendiga a la joven virgen que hace más de dos mil años anunció que estaba encinta “por obra del Espíritu Santo”. La vehemente veneración por la Virgen María es uno de los rasgos más llamativos de los coptos de Etiopía, la segunda nación más antigua del mundo en haber abrazado el cristianismo. Le digo que no me interesa y, como buen etíope orgulloso de su cultura y sus creencias, está dispuesto a demostrarme que está en lo cierto luchando hasta la muerte. Abandona momentáneamente la mesa y regresa con un cucurucho de papel con tierra roja.

La tierra procede de un monasterio de Debra Brahim y está bendecida, me dice.

Dejo la comida a medias para tomar el cucurucho entre mis dedos haciendo un gran ejercicio de paciencia.

—Debes mezclar una pequeña porción de barro con agua y aplicarte la solución en la parte del cuerpo que más te duela. Verás cómo en pocos días sanarás .

Tengo ganas de coger a One World por los hombros y zarandearlo.

—Está bien gracias, lo haré —asiento turbada, pensando en mi mayor problema de salud en este momento debido a una alimentación pobre en frutas y verduras: las hemorroides.

Varios días después, consigo llegar a La Libella, subiendo por las escarpadas montañas verdes de Dessi, atravesando Wichale y Weldiya y transitando por la remota carretera que une el cruce de Gashena con la Libella, durmiendo en mugrientas pensiones carentes de cualquier higiene.

En la Libella conozco a Martí y a Neus, catalanes de año sabático colaborando con una ONG española afincada en el país. Con ellos me lo paso en grande descubriendo los misterios del lugar, uno de los conjuntos arquitectónicos más cautivadores del mundo: una docena de iglesias talladas en roca viva en bloques increíbles bajo el nivel del terreno. Además, aquí descubro la mítica ceremonia del café, ese ritual pausado, artesanal e increíblemente aromático que las mujeres realizan hasta cinco veces al día. Da gusto ver todo el proceso. Un día nuestro guía en Lalibella nos lleva a su casa y su hermana, armada de una gran paciencia, nos deleita sentada en el suelo con todo el proceso: el molido de los granos, su infusión en los preciosos “jabena” y el remate final con mucha azúcar.