INDIA Y NEPAL

10 de Agosto Bombay, La India

Después del ondulado paisaje verde de la región de Amhara y de la exuberancia de Bahir Dar, que es como un gran jardín con una vegetación sublime, me sumerjo en Bombay (Mumbai) donde el cemento gana terreno a la vida y catorce millones de personas se abren paso a empujones en sus calles. En la ciudad más poblada de la India comienzo mi viaje por este país de grandes contrastes, maharajás y leyendas.

Mi primera impresión de la ciudad es querer salir corriendo para no volver y creo que en esto nada tiene que ver el hecho de que no me gusten las grandes ciudades. En Bombay encuentro los dos males que ha generado la globalización: el crecimiento económico que reporta grandes beneficios a una minoría y la exclusión social de aquellos que no poseen otra cosa que sus manos para trabajar.

Circular en bicicleta por aquí es un suicidio. El tráfico es de locos y los atascos son tan densos que me resultan hasta cómicos. Lo malo es que es mi vida la que está en juego. Un millón de pequeños tuc-tuc taponan todos los espacios vacíos y las normas viales no existen.

Cuando un par de días después consigo salir de esta locura, millones de cláxones siguen retumbando en mi cabeza como un mantra. Los constantes bocinazos son un elemento prácticamente cultural en la India y habituarse a ellos es difícil. En realidad habituarme al ruido es una de las cosas que peor llevo en este país. Aquí los estridentes sonidos envuelven no solo calles, sino templos y viviendas. Es difícil escapar de él. Cuando no es el tráfico, es un altavoz en medio de la calle con motivo de una boda, o una mezquita llamando a la oración. Cuando salgo de la metrópoli estoy tan exhausta que tengo que parar en el puente Vasai para poner la bicicleta contra el guarda raíles y echarme a llorar. Creo que nunca he pasado tanto miedo en la carretera.

Reinicio el teléfono móvil con la nueva simcard prepago Vodafone que he adquirido a buen precio (llamadas e internet 1 GB por 4 euros durante un mes). Busco un café con wifi libre aledaño al Hotel Lawrence, donde me he hospedado, en Fort Area, y me instalo allí durante todo el día a golpe de cafés y brownies con helado de vainilla.

Recuerdo una conversación con Nadine días atrás. Existe una organización similar a Couchsurfing solo para gente que viaja en bicicleta. Coachsurfing es la red social de viajes más grande que existe. A través de ella los usuarios intercambian hospitalidad. Sin embargo, un ciclo turista precisa, además de alojarse, recibir ayuda en todo lo que se refiere a la bicicleta. Por eso existe Warmshowers.org. Por desgracia solo hay un miembro activo en toda la ruta que seguiré hasta el Taj Mahal. Una tal Madhuvanti Godsi.

Madhu, como la llamaría después, me contesta enseguida y me ofrece su casa en Silvassa para cuando pedalee por Guyarat, uno de los cuatro estados que recorrería a golpe de pedal para llegar al mausoleo. También me ayuda a buscar un mecánico de bicicletas fiable en Bombay.

—Se llama Faisal. Te lo recomiendo totalmente. Posee una tienda de bicicletas en el Bandra West de Mumbai dice al otro lado del teléfono.

Faisal es el mejor mecánico que he conocido. Además, es afectuoso en la conversación y afable en el trato. Llegamos a un acuerdo publicitario y me deja a Roberta que ni la Emonda de Contador. Ahora me siento segura para afrontar los mil quinientos kilómetros que tengo por delante hasta Agra, ciudad donde se ubica el templo considerado como una de las siete maravillas del mundo moderno.

Faisal me presenta a Kunal, natural de Mumbai, otro apasionado de los ciclo-viajes. Es solitario y algo excéntrico, pero también es uno de los hombres más hermosos que he visto. De complexión atlética y facciones bien definidas, su pelo azabache fuerte y brillante le cae sobre los hombros acentuando aún más su virilidad. Es asimismo un hombre muy sensible y observador. Me invita a pasar la última noche en su casa, ya que también es miembro de Warmshowers. Charlamos animadamente durante horas de todo y paseamos por la metrópoli en su Honda CBR 1000 amarillo pollito. Su vida no ha sido fácil. Si bien goza de una abultada herencia en la actualidad, de pequeño vivió en la calle y soportó el alcoholismo y el maltrato de su padre y el abandono de su madre. Rescatado por sus abuelos a los diez años de edad, consiguió remontar su vida gracias al cariño que le brindaron y a la práctica del yoga y del ciclismo.

Gracias a Faisal y a Kunal recupero la motivación que necesito para enfrentarme a este nuevo camino. El día que me despido Kunal se muestra visiblemente decepcionado. Me ha pedido que me quede unos días más, pero me he negado, quiero comenzar mi viaje por la India cuanto antes y no estancarme en algún maravilloso lugar nada más comenzar el periplo.

Estoy en el Western Express Highway y pedaleo en dirección a Nalasopara, donde me espera una familia conocida de una amiga de Kunal. Esto será una constante a partir de ahora, el recalar en hogares de amigos de familiares de amigos… es lo más natural en un país donde el colectivo familiar es más importante que el individuo y los amigos son un tesoro de incalculable valor.

Para llegar a Nalasopara tengo que abandonar la autopista en Pelhar Road, a la altura de Wakanpada, a 51 kilómetros al noroeste del barrio Bandra, donde se ubica el apartamento de Kunal. Los amplios arcenes desaparecen y la carretera se va haciendo más estrecha progresivamente. La exuberante vegetación centellea bajo el sol de la tarde y el calor es tan agobiante como la humedad.

No tardo en dar con el hogar de Dahana Gonçalves y sus familiares. La casa es de estilo colonial portugués, ya que la localidad está muy cerca de Dadra y Nagar Haveli, uno de los siete enclaves sobre los que Portugal ejerció los derechos en la India desde la época de Vasco de Gama. La influencia portuguesa no se limita a la arquitectura, la población cuenta no sólo con rasgos portugueses sino que algunos conservan los apellidos lusos, como Dahana. Además, la religión que predomina en esta zona, visiblemente pobre, es el catolicismo. La vivienda se halla rodeada de árboles frutales y una exuberante vegetación donde conviven cocoteros, plataneras, bambúes, palmas de areca y mangos.

Cuando Dahana me ve llegar corre a mi encuentro y me da un gran abrazo. Pocas veces una desconocida me ha dado la bienvenida así en toda mi vida. Huele a tierra húmeda y el sol comienza a ocultarse detrás de la selva.

Dahana me presenta a su familia y a sus dos hijos y me invita a entrar. El interior de la vivienda es muy humilde; un crucifijo, unas fotos del Papa Juan Pablo I, Jesucristo y la Virgen María, adornan las paredes desconchadas. Suelto sin querer una carcajada.

—¿De qué te ríes? —pregunta mirándome con sus increíbles ojos negros de india lusa.

—Me hace mucha gracia haber llegado tan lejos y sentirme como en casa —comento—. Tu hogar me recuerda al de algunos familiares y amigos en las islas portuguesas de Madeira, al otro lado del mundo, la tierra de mi madre donde transcurrió parte de mi infancia.

Los abuelos por parte del marido también viven en casa, algo muy normal en este país donde a veces conviven bajo el mismo techo hasta tres generaciones. Hay que tener en cuenta que la India no es especialmente amable con sus mayores y que la pensión media de estos es de unos diez euros mensuales. No es de extrañar que la mitad dependa de sus hijos para subsistir.

Los dos hijos pequeños de Dahana permanecen junto a la bicicleta, analizando cada detalle, mientras un nutrido grupo de curiosos se agolpa junto a la puerta de hierro forjado del jardín. Dahana me toma de la mano y me empuja hacia la salida para que sus vecinos me conozcan. Estoy muy cansada y el dolor de muela que arrastro desde Etiopía me está matando, pero me armo de paciencia y dejo que la profesora de primaria me lleve por toda la calle para pregonar a los cuatro vientos que soy la primera europea que visita el barrio desde que los indios echaron a patadas a los portugueses.

Por la noche dormimos todos menos el marido y los abuelos en una cama doble mientras Dahana manda al hombre de la casa al sillón. Obviamente, no pego ojo y por la mañana me levanto aturdida, puesto que tampoco había dormido en casa de Kunal. Dahana insiste hasta cinco veces en que pase otra noche con ellos; agradecida, declino con mucho pesar la oferta debido a mi premura.

Al día siguiente la joven me despide compungida con lágrimas en los ojos.

—Nunca te olvidaremos, Cristina.

—Oh, por supuesto yo tampoco a ustedes —respondo—, algún día nos volveremos a ver… quién sabe.

16 de agosto Guyarat, La India

El sol comienza a despedirse y aún me restan 12 kilómetros para llegar a Silvassa, Guyarat. Este tramo de 127 kilómetros desde Nala Sopara ha sido ligeramente cuesta arriba y, a pesar de tratarse de la autopista NH 48, se me ha hecho interminable. En esta parte de la India las autovías están en muy buen estado y pedalear por ellas todavía es posible, a pesar de la afluencia de camiones a gran velocidad.

Pero a pocos kilómetros de la ciudad que formó parte de la India portuguesa, en Bilhad, parece que me sumerjo en otro planeta. Vehículos motorizados, peatones, animales, rickshaws, bicicletas, carretas de bueyes, carretas de camellos, etc. conviven en la calzada como pueden. La conducta al volante de algunos es muy agresiva y lo achaco a que pueden ir ebrios. El miedo me domina de nuevo y me invade la angustia.

En el extrarradio de Silvassa se me hace de noche y el acoso de los hombres incrementa y se me hace insoportable: en moto, en rickshaw o andando no dejan de molestarme y ya no puedo más. Decido parar un maldito rickshaw motorizado y pedirle al conductor que me lleve a la dirección que le indico. El joven, que no habla inglés, como la mayor parte de la gente pobre de la India, duda al principio, pero cuando prometo pagarle bien, haciéndole signos con mi billetera, se baja del vehículo para ayudarme a meter la bicicleta a empujones y atarla a la estructura de hierro que sostiene el techo de lona. Para mi sorpresa, en cinco minutos llegamos a casa de Madhuvanti Godse.

La doctora Yoguitta me hace pasar a la consulta y me acomoda en el sillón dental del paciente. Enjuta y risueña, camina envuelta en un halo de tranquilidad que me transmite la seguridad que necesito para no salir corriendo en este momento de allí. La consulta es austera pero mantiene la limpieza e higiene necesarias. Examina mi boca con extrema pericia y entonces sé que he caído en buenas manos. Presiona mi astillada muela del juicio arrancándome un grito de dolor. Se me ha partido comiendo cordero asado en Lalibella, Etiopía, y desde entonces forma parte de la carga que soporto en este viaje.

—Tienes dos opciones —aconseja. Desvitalizar el nervio y reconstruir la muela (dos semanas), o arrancar la muela y punto (una hora).

Opto por la segunda opción.

Con paciencia de orfebre, la doctora me inyecta un líquido amargo como un pomelo en la encía y en unos segundos tengo parte del rostro paralizado. Parezco una idiota. Se me queda la boca torcida ante la atenta mirada de Madhu, quien me ha acompañado durante todo el proceso. Al cabo de una hora, la doctora Yoguitta extrae cuidadosamente cada uno de los fragmentos de la muela partida en mil pedazos.

Madhuvanti y Girish, su marido, me hacen sentir como de la familia. Soy su primera huésped desde que entraron a formar parte de la red Warmshowers y ellos, mis segundos anfitriones. Madhu es amable y muy humilde. Su belleza atrae y fascina. Desprende una luz especial y su sonrisa eterna resulta seductora. Es una de esas personas que amas desde el primer momento. A Girish, sin embargo, le cuesta más abrirse a los demás y al principio se muestra distante y sólo después de la primera noche y algunas conversaciones durante la cena y el desayuno, logro que venza su timidez conmigo. El único hijo que comparten está para comérselo. Se llama Madoz y tiene diez años. Me paso las horas abrazándolo furtivamente y llenándolo de besos que no puedo contener. Hasta el punto de que el tímido pequeño se escabulle en mi presencia.

Una mañana, Madhu me enseña a hacer “Bhajni”, la masa para el “Thalipeeth”, el desayuno típico de la India más occidental, una tortita elaborada con harina de diversos cereales y especias servido con mantequilla pura. Exhausta aún por la jornada anterior, devoro una decena de ellas mientras la silvanessa me mira con estupor.

—Hoy celebramos el Raksha Bandhan —dice una mañana Madhu.

—¿De qué se trata?

—Es uno de los mayores festejos que se celebran en la India —contesta.

—¿Por eso andaban ebrios muchos conductores el día que llegué?

—Sí —asiente soltando una carcajada.

Raksha Bandham significa “vínculo de protección”. En la ceremonia, las mujeres fortalecen los lazos con aquellos hombres que han elegido como hermanos, independientemente de su casta o religión. Los elegidos pueden ser amigos, vecinos de toda la vida o incluso familiares lejanos. A través de este ritual los hombres se comprometen a “proteger” a sus hermanas de por vida. Es otra de las tradiciones hindúes donde el hombre adopta el papel protector y líder y la mujer es relegada al puesto de eterna dependiente del hombre en la India, donde la mayoría de las mujeres quedan siempre en un segundo o tercer plano para mantener relaciones de dependencia que impidan su emancipación.

Girish se viste de gala y aguarda impaciente la llegada de sus “hermanas” en el salón. Cuando llegan, de una en una ofrecen al esposo de Madhu el lazo o “rakhi thali”, que han elaborado en casa a base de “diya”, “tika”, sándalo, arroz, incienso y dulces. Tras las oraciones, la “hermana” ata el “rakhi” o pulsera de hilo en la muñeca del hombre como símbolo de amor y de afecto. Girish lo acepta y jura protegerla en todo momento de cualquier peligro. El ritual finaliza con el intercambio de regalos entre hermanos y normalmente con una fiesta, aunque no es nuestro caso.

La familia quiere incluirme en la celebración de alguna manera y decide aprovechar para darme la bienvenida con el “tika”, el adorno tradicional de las mujeres en la frente. El color rojo simboliza la sangre y es fuente de vida y energía. Agradecida por el gesto, lo acepto emocionada. Los hindús creen que el centro de la frente es el tercer ojo, la fuente metafísica de la concentración, la intuición, el conocimiento, la fuerza y la sabiduría de Shiva. El Tika o Bindi lo recibiría a partir de entonces en todas las casas a donde fuera a modo de bienvenida y protección en el camino. Hoy en día creo que, de alguna manera, este fue el motivo de que nunca sufriera ningún contratiempo en esas delirantes carreteras.

19 de agosto Navsari y Rotary India

Hola. Soy Cristina. ¿Hablo con Mayur Paghdal?

—Oh, Miss Cristina, ¡esperaba ansioso su llamada! ¿Ha llegado bien a Navsari?—pregunta la joven voz al otro lado del teléfono con ese característico acento inglés de la India.

—Sí, sí, las carreteras en su país son una delicia —respondo con ironía y suelto una carcajada.

Se hace un silencio. Creo que mi interlocutor no ha entendido la broma.

Por teléfono, Mayur se muestra muy amable, al menos para los estándares a los que estoy acostumbrada. A juzgar por el tono de su voz debe ser un individuo muy dulce. Pero cuando sale de la nada montado en su motocicleta de 250 cc, en medio del habitual caos urbano, con maneras del Halcón Callejero, descubro que los prejuicios son más pesados que mis alforjas.

El motorista detiene la máquina junto a mi Roberta con un frenazo que le hace derrapar algunos centímetros sobre la capa de lodo que cubre la calzada. Retira el casco de su cabeza y…

Pues sí, es un crío —pienso. Al menos, es lo que aparenta. No debe tener más de veinte años. Es un muchacho huesudo y cetrino de mirada cándida y pudorosa. Suelto un vahído de alivio porque, aunque amigo íntimo de Madhuvanti, me acogerá en su casa por una noche y es soltero, así que no sé cuáles son sus intenciones. Además, vengo de Occidente cargada de estereotipos sobre los hombres en este país. No es lo mismo tener que lidiar con un veinteañero que con un cuarentón salido e insatisfecho con su vida sexual. Después descubro que no todos los hombres en la India son unos depravados y que existen muchos estereotipos en Occidente sobre este maravilloso país.

Mayur conduce delante y yo le sigo. El desorden en las calles de Navsari es total. La afluencia de gente impide la circulación del tráfico y nos atascamos en varias ocasiones. A veces, el joven circula en paralelo para contarme a gritos la historia de su ciudad. Parece no molestarle el ensordecedor ruido que hay en la calle. Sus palabras salen de la ventilación del casco como distorsionadas por un megáfono. Obviamente, no entiendo nada, pero dados sus esfuerzos por dar una inolvidable bienvenida a una invitada distinguida (así es como Mayur me hace sentir durante toda mi estancia en Navsari) finjo que le escucho y asiento con cara de fascinación, a pesar del olor a vaca, el calor y la confusión que reina en la calle.

Por fin llegamos a nuestro destino, un oasis en medio de la anarquía. Se trata de una suntuosa vivienda de varias plantas con un ascensor acristalado empotrado en la misma fachada. Su propietario sale a recibirnos acompañado de sus empleados con una sincera sonrisa. El anciano viste el panyabi, una especie de túnica que cae por debajo de las rodillas elaborada en algodón. Esta es la prenda que más visten los hombres en este país. Nos estrechamos la mano al tiempo que ordena al servicio que me ayude con el equipaje.

—Bienvenida al Rotary Club de Navsari —exclama el anciano para mi sorpresa.

—¿Rotary Club? —pregunto desconcertada dirigiendo una mirada hacia Mayur. No entiendo…

—¿No le informó Madhuvanti? Es la respuesta de Mayur.

—¿De qué?

—El Rotary Club de Navsari, organización de la que forma parte Madhu, hará todo lo posible para que se sienta usted como en casa en esta ciudad.

—Madre mía! —musito apenas en español— ¿De qué demonios va todo esto?

—Va a dormir aquí, Miss Cristina. Es también el hogar de Mr. Kantilal G. Shah y tiene una habitación para invitados. Usted se merece lo mejor debido a lo que hace.

Asiento incrédula y sigo a mis anfitriones escaleras arriba hasta la tercera planta. En la entrada del amplio apartamento nos aguarda la esposa de Mr. Kantilal. Pese a su edad, conserva su larga y sedosa melena negra y brillante. Embutida en un colorido saree de algodón y un peikot de seda, me recibe con un abrazo y me invita a pasar.

La vivienda es amplia y luminosa, sobre todo en los espacios comunes. Esta sería la tónica dominante en todas las casas familiares de clase media que visité durante mi recorrido por el país de los maharajás. La luz y el sol cobran un papel destacado y todas las ventanas y cortinas permiten el paso de los rayos. El astro rey también se adivina en tapices, cuadros y espejos. Suntuosos muebles antiguos de shisham y otros lacados, llenan el enorme espacio. En los pufs y mesas auxiliares de centro de madera de teca se descubre la preferencia por la vida en el suelo. Estatuas de piedra, bronce y madera, de Ganesha y otras divinidades, observan hieráticas desde las esquinas guardando los secretos familiares.

Pintada de grasa y con una pátina de mugre en las zonas del cuerpo que han estado en contacto con el aire cargado de porquería —las botas mojadas debido a los baños de agua en el autopista para enfriarme el cuerpo, hinchadas y blandas como las de un ahogado—, apuro el ultimo sorbo de té masala sentada en un gigante sillón de cuero que corona el salón. Alfombras que cubren todo el suelo y tapices de colores vivos que mezclan el turquesa, el fucsia, el naranja, el rojo y el amarillo, en un concierto de colores digno de elogio, hacen del hogar de los Kantilal un lugar muy coqueto.

El señor Kantilal me acompaña al piso superior mientras su esposa y el jovencísimo Mayur aguardan en el salón. Los dormitorios se encuentran en esta planta y el anciano me muestra la mía. Una amplia alcoba con una gran cama doble con una colorida colcha y estampados cojines de seda. Una gran alfombra de colores vivos preside la escena.

—Os gusta mucho el color en la India. ¿No es cierto?

—La vida es color —responde.

Me enseña cómo utilizar el amplio baño con jacuzzi. Me habla, pero yo ya no le escucho, oigo su voz lejana, como un susurro, y me imagino metida en un baño caliente de espuma y aromas frutales, frotando mi cuerpo con una esponja de baño y notando el alivio del agua caliente sobre mi dolorida espalda. Y cuando me deja sola, mis deseos se vuelven realidad.

Todos me esperan con té masala y puffs dulces y salados en el salón. Apuro con hambre de hiena la deliciosa repostería india entre sorbos de té. Estoy exhausta y aún turbada por el calor sofocante y hago un gran esfuerzo por mostrarme cordial y comunicativa, aunque lo que realmente deseo es descansar después de noventa kilómetros. Pero no puedo rechazar una ceremonia de bienvenida de gente que me ofrece su tiempo y su hospitalidad sin conocerme de nada. Lo que desconozco es que la ceremonia duraría hasta la noche e integraría diversas actividades. Y yo sólo pienso en acostarme porque mañana me esperan otros noventa kilómetros a Bharuch.

—Vamos —dice Mayur—. Prepárese que tenemos una agenda apretada.

— ¿Agenda? No tenía ni idea —contesto con un hilo de desconcierto.

No me atrevo a decirle que no, que quiero quedarme a descansar, que no puedo pedalear un centenar de kilómetros al día durante ocho horas con treinta kilos de peso y pretender irme de rositas hasta el día siguiente, que soy una ciclista, no una relaciones públicas, que no tengo ni idea de qué es lo que estoy haciendo aquí ni tampoco de qué esperan de mí, por qué tanto interés en mi persona, con qué finalidad vamos a salir ahora a esas pestilentes calles de una ciudad atascada en su propio desorden, atestada de pobres que pululan sin rumbo, de rickshaws que te atropellan sin reparo, de estridencias sonoras, de charcos de miseria y de olor a vaca. Necesito el silencio, aunque sea por unas horas.

Frustrada por mi incapacidad para decir que no, me calzo las sandalias que la señora Kantilal me presta y abandono mis botas. Tengo la piel de los pies blanquecina y esponjosa.

Mayur me espera en la calle a lomos de su moto.

—Mis padres quieren conocerte.

Asiento con una sonrisa fingida mientras siento un pinchazo en la rodilla derecha y me froto los ojos, irritados por la contaminación. Me pongo el casco y subo detrás con dificultad para abandonarme con la misma pasividad que un cochero en su carruaje. La ciudad combina la pobreza con algunos lujosos edificios y suntuosas viviendas y comercios, como en otras tantas que vería. Pasamos por el lago Duhhiya Talav, en el epicentro de la urbe, el pulmón de la zona y el punto de encuentro de sus habitantes.

Llegamos a la vivienda. La cocina es estrecha y está vacía de muebles.

—Siéntese por favor —dice Mayur.

Miro a mi alrededor perpleja y contesto tímidamente: No hay donde sentarse.

—Aquí —me señala el suelo.

Nos acomodamos todos en el suelo menos la madre de Mayur, que sirve “la mesa” con devoción mientras los hombres de la casa y yo charlamos con las rodillas cruzadas. En cuestión de minutos recibimos la visita de todo el vecindario porque se ha corrido la voz de que hay una blanca en el edificio y todos quieren conocerla. Algunos son familiares y se sientan “a la mesa” y otros permanecen en el quicio de la puerta mirándome como si fuera una pieza de museo. Me siento muy cansada e incómoda pero aguanto el tirón y procuro concentrarme en la conversación con Mayur, ya que el resto no habla inglés.

—Mis padres se sienten muy honrados con su presencia, miss Cristina.

Asiento agradecida mientras engullo unos panneer pakodas rebozados entre sorbos de agua de leche para apagar el intenso picante. La madre de Mayur no debe tener más de cuarenta y es muy hermosa y sensual. Su mirada es dulce y sus gestos delicados y elegantes. Me sirve unas samosas con una sutil reverencia, haciendo gala de gran diligencia. Acostumbro a comer poco y varias veces al día y me lleno rápidamente, pero los platos siguen desfilando por el suelo: kachora, bhajive de cebolla y dados de dulce churma. El público se turna en el pretil de la cocina porque el humilde apartamento de los padres de mi benefactor es pequeño.

De repente me asalta un ataque de tos debido al picante y no puedo parar hasta que la señora Pagdhal me trae un pedazo de Laddu, un delicioso dulce de coco, leche y nata, que ingiero y apacigua de inmediato mi acceso.

—Por favor, no puedo más, muchas gracias pero de veras, voy a reventar —aseguro mientras el señor Pagdhal me indica que pruebe los kachora.

Algunos niños del barrio nos hacen fotos con el teléfono móvil desde todos los ángulos de la cocina y se colocan a mi lado por turnos para hacerse selfies que comparten después orgullosos con los compañeros del colegio.

El intenso sol se despide y alguien enciende la luna. Dentro de un vehículo aguardamos a que pase una de las peores lluvias torrenciales que he visto. El viento sopla como un huracán y hace volar cartones, papeles, hojas de árboles, etc. dejando la calle como un campo de batalla. Y, de repente, para y todo vuelve a la normalidad. Entonces salimos del lujoso vehículo de color champán del señor Kantilal y nos dirigimos apresuradamente a un café en plena calle principal.

—Lo que tú haces, promulgar la igualdad de género, es de suma importancia aquí en la India —declara el propietario del Café Klatsch y presidente del Rotary Club de Navsari, Gautam Bhasali.

Conversamos animadamente alrededor de una pequeña mesa Mayur, el señor Kantilal y Gautam y su esposa. Gautam es un hombre amable, inteligente y tiene gran carisma. Conecto rápidamente con él. Con gran interés y la mirada despierta, me hace preguntas técnicas sobre mi viaje por África y la India. Percibo que aquel individuo de grandes entradas en la frente y rostro aguileño es un hombre muy exitoso.

—Queremos que sepas que tienes todo nuestro apoyo durante tu viaje por la India y que cuentes con nosotros para cualquier cosa que necesites.

Perpleja, apuro con ansiedad unas enfrijoladas mexicanas y unos nachos con guacamole que el camarero nos trae. Le expreso mi agradecimiento no exento de duda. Nunca me han ofrecido ayuda de una forma tan franca e incondicional y no sé hasta qué punto debo aceptarla. No sé cuál es el verdadero interés de esta gente; en realidad no sé qué demonios estoy haciendo aquí. Reconozco que me resulta difícil confiar en los demás, especialmente si acabo de conocerlos. No obstante, recibo muy buenas vibraciones de este hombre tan visiblemente interesado en mi proyecto.

—Es necesario fomentar la participación de la mujer en todas las esferas de la sociedad hindú —afirma.

Emocionada, se me llenan los ojos de lágrimas mientras Mayur me alcanza una servilleta de papel. Siento que mi trabajo comienza a dar sus frutos, que por fin alguien me entiende en alguna parte del mundo, que mis plegarias han sido escuchadas y que ahora el camino será un poquito más fácil. Tras atravesar un gran desierto de incomprensión e indiferencia, ahora, aquí, en algún lugar de la India, me siento valorada.

—Creo que las mujeres tienen mucho que ofrecer a la sociedad india, que las desigualdades de género así como la violencia hacia la mujer tienen mucho que ver con el desarrollo económico del país —sentencio mientras el grupo me observa con intriga—. Las mujeres tienen una gran fuerza constructiva en su interior que muchas sociedades han querido obviar, relegándolas a un plano de ciudadanas de segunda clase, con el fin de utilizarlas como mano de obra barata. Y entonces cito a la escritora Pinkola Estes, “dentro de una mujer alienta una fuerza poderosa, llena de buenos instintos y de sabiduría, la Mujer Salvaje, una especie en peligro de extinción”.

21 de agosto. Vadodara Guyarat

Después de 80 kilómetros pedaleando por la surrealista NH48 e inhalando el rastro de orina que los camioneros van dejando atrás por donde quiera que pasan, Vadodara es el oasis de lujo, orden y belleza que necesito para no enloquecer. Dilatadas calles con dos carriles por sentido, fastuosos edificios y comercios de marcas punteras son claros signos de una mayoría de renta holgada. He dejado atrás la ciudad blanca de Bharuch, donde Madhu Jain, periodista de Indian National Television me ha dado alojamiento por una noche.

Agotada, aturdida y con un fuerte dolor de espalda, abandono a los Jane dejando atrás la bolsa del manillar Ortlieb donde llevo la documentación, el dinero, las herramientas, el spray anti violadores y, en definitiva, toda mi vida concentrada en ocho litros de capacidad. Afortunadamente y después de una hora de suave pedaleo por el arcén izquierdo de la vía —en la India se conduce por la izquierda—, observo que una pareja motorizada se me aproxima por detrás… ¡Pero si son los Jane!

Perpleja clavo los frenos. Llevan el pijama puesto y mi pannier entre las piernas. Ni siquiera había reparado en mi olvido. Ruborizada les doy las gracias mil veces y volvemos a despedirnos con un hilo de melancolía. Hemos vivido momentos inolvidables la pasada noche.

Estoy muy cerca de mi próximo destino, Navrachana International School of Vadodara, un instituto de educación secundaria donde me han invitado a dar una conferencia a las siete de la tarde, a instancias de Rotary International of Navsari, otra vez, pues hace dos días asistí a un encuentro con los alumnos de un centro educativo en Anklesvar por sugerencia suya.

Son las cuatro y aún no he llegado. El calor es fulminante y me da una ligera pájara, así que elijo al azar un puesto de bananas en la calle y clavo los frenos de mi Roberta. Junto al vendedor, una mujer pelirroja y de piel rosada cubierta de pecas me observa estupefacta. Su mirada de sorpresa me arranca una sonrisa.

—“No deberías comprar estas bananas, no están en buenas condiciones” —aconseja con un marcado acento norteamericano.

Mis niveles de azúcar andan muy bajos y no me queda energía para lanzarme en busca de los plátanos perdidos. Pero hay algo en esa mujer que me inspira confianza y le hago caso. Cuando me dispongo a proseguir mi camino a toda prisa, se aproxima risueña

—¿Qué diablos haces pedaleando en este país sola? ¡Eres increíble!

Me encojo de hombros:

—Estoy dando la vuelta al mundo y tenía que pasar por aquí.

Me invita a cenar a su casa esa noche con su familia, pero declino la oferta agradeciendo su amabilidad. Intercambiamos teléfonos y me despido cordialmente a toda prisa.

Debo llegar cuanto antes a mi destino porque es muy tarde y he de prepararme primero. Me detengo en otro puesto de bananas, sugerido antes por Carrie, y compro tres para engullirlas antes de agotar mis reservas de glucógeno del hígado y los músculos, pues ya siento los primeros síntomas.

Con renovadas energías inicio la fatigosa tarea de dar con una dirección en la India, país de calles sin nombre unas veces, sin número postal otras, sin presencia en Google Maps casi siempre… los taxistas no tienen ni idea… búscate la vida ahora sí y ahora también… qué bien me viene el potasio en este momento…

Por fin llego a Navrachana International School. Intento penetrar en las modernas instalaciones a lomos de Roberta, hasta que el sonido de un pertinaz silbato paraliza mis intenciones. El guarda de seguridad se planta a medio metro y… ¡Me sigue tocando el silbato!

No sé qué les pasa a los guardas de seguridad de todo el planeta pero están cortados por el mismo patrón. Estoy tan abatida que solo puedo pensar en que ojalá se comiera el silbato en ese momento.

—Sin mi bicicleta no voy a ningún lado —declaro—, y me han llamado para dar una conferencia, así que usted verá.

Pero el sujeto, armado con una porra y un silbato, se planta delante para impedirme el paso. Entonces se me hinchan las venas del cuello y estoy a punto de perder los nervios hasta que un hombre se acerca veloz por detrás de él y le da la orden de retirarse. Se presenta como el profesor Egber y me acompaña hasta un bungaló para invitados que forma parte del gran complejo de educación secundaria y universitaria de iniciativa privada.

El abnegado profesor es gigantesco, muy cordial y caballeroso. Se mueve ansiosamente y parece estar siempre ausente pese a sus esfuerzos por concentrarse en lo que le dices. Su piel blanca y sus rasgos imprecisos me hacen difícil ubicarlo en una de las numerosas etnias que conviven en el subcontinente indio, pero se diría que es heredero del periodo mogol, imperio que dominó la India entre principios del siglo XVI y mediados del XIX.

Después, me escolta al edificio del profesorado donde saludamos al director, que me invita, además, a presenciar el solemne acto que se celebra mañana con motivo del Día de la Independencia de la India. No me puedo creer tanta hospitalidad.

En la cafetería apuro un chai masala caliente y dulce que despeja mi garganta de la porquería respirada horas antes en la autopista. Después, el profesor me despide dejándome un ordenador portátil para que prepare mi conferencia de media hora, en dos horas.

Madre mía… ¿Cómo demonios voy a seleccionar en dos horas unas fotos de los momentos más relevantes del periplo desde que comencé en Sudáfrica, tras hacer 80 kilómetros bajo un sol de justicia?

No obstante, no puedo desperdiciar una gigante tina en el cuarto de baño para acostarme en la bañera llena de agua caliente después de un día agotador. Un baño de placer que me levanta el ánimo y me elimina la fatiga… y también me resta aún más tiempo porque cuando miro el reloj, sólo queda una hora para mi conferencia y aún no he preparado nada.

A las 18.45 en punto, Egber golpea mi puerta con delicadeza para acompañarme al salón de actos donde, para mi sorpresa, una chiquillada me aplaude sonoramente cuando aparezco con Roberta entre bastidores. Pensé que mi intervención se limitaría a una escueta presentación de mi aventura en un aula con una veintena de adolescentes. Pero esto… es totalmente nuevo para mí. Me invade el terror ante un centenar de personas y trato de dominar mis nervios en medio del vasto salón de actos.

Sólo he tenido tiempo para escoger algunas fotos y no he podido preparar ningún texto. Además, no puedo pensar con claridad. La improvisación me pone nerviosa y encima la charla es en inglés. Por qué me meteré en estos líos…

Comienzo a contar mi viaje desde el principio ante el aburrimiento de los presentes, jóvenes adolescentes y algunos profesores y padres. Los de la fila de delante no dejan de hablar y enseguida me doy cuenta de que o cambio de táctica o estos hombres y mujeres de la futura India ni se habrán dado cuenta de que estoy en el escenario. Entonces, como por arte de magia, algo se enciende dentro de mí y comienzo a moverme por el escenario con aspavientos e interactuando con los estudiantes, que vuelven a la tierra en cuestión de segundos. Les hago partícipes del evento, los levanto para que contesten preguntas en público y saco a algunos al escenario para que me ayuden a describir las características físicas de Roberta. Este es el momento de más atención.

En quince minutos la conferencia se ha convertido en una charla entre amigos. Cuando se abre el turno de preguntas, numerosos bracitos se levantan impacientes para dirigirme trascendentales cuestiones sobre la igualdad de género:

—¿De donde saca el dinero para viajar, Madam?

—¿Lleva armas encima?

—¿Madam, es el cuadro de la bicicleta de aluminio o de hierro?

—¿Cuantas velocidades tiene su bici?

—¿Qué hace si se le pincha una rueda en mitad de la nada?

—¿Sabe reparar la bici usted misma?

Este alumno tiene unos 16 años y está sentado en la última fila, en la penumbra:

—Madam. Las mujeres quieren igualdad de género… ¿Y cuándo las chicas están en grupo y nos tratan mal a nosotros en clase?

—Oye campeón… —le grita Egber— a ver si atendemos… Una cosa no tiene nada que ver con la otra…

—Madam… ¿Los frenos son de disco?

Y entonces Egber hace todo por llevar a la audiencia a otro nivel:

—Explíquenos madam, qué nos recomendaría en la vida.

Y vuelve a ser mi alma la que habla:

—Simplemente, que cada uno siga a su corazón y no haga lo que los demás esperan de ustedes, porque uno no puede vivir intentando ser quien no es para que lo acepten ya que, al final de su vida, morirá siendo rechazado. Si siempre estamos pendientes de la aprobación de los demás acabaremos por olvidarnos de nosotros mismos, de nuestras necesidades y de lo que nos pide el cuerpo.

Se hace un silencio. Entonces todos se levantan y rompen en aplausos.

Para mi sorpresa, un nutrido grupo de profesores y alumnos se acerca para hacerme preguntas sobre otros pormenores de mi aventura y para disparar cuatro millones de selfies. Y entre el tumulto diviso a la risueña Carrie que me observa con complicidad.

25 de agosto Entrando en Rajastán

T.G. y su madre me pasean en rickshaw por la parte antigua de Ahmedabad. T.G. es estudiante de la Navrachana International School y ambos han asistido a mi conferencia y luego se han ofrecido para alojarme en la capital de Guyarat. Allí he tenido una experiencia orgánica hilando algodón con la rueca en la casa-museo de Gandhi, la Gandhi Ashram. Símbolo de la autosuficiencia y la independencia nacional en 1925, el hilado fue promocionado por Gandhi como modo de que los campesinos más pobres pudieran tener mejores ingresos.

Siento la fibra entre los dedos. Poco a poco se va convirtiendo en hilo. Parece una tontería pero es todo un arte, y la mente ha de concentrarse en sujetar el ovillo con la tensión adecuada para que la torsión de la lana sea la correcta. Ghandi creía que hilar era un ejercicio para focalizar el presente. Por eso se pasaba el día hilando, porque era una forma de entrenar la mente para centrarse en una sola cosa. Y cito sus palabras: “cualquier cosa que hagamos requiere nuestra atención total, y no pienses que porque la rueca sea una ocupación material puede hacerse mecánicamente sin fijarse en ella. Todo lo que hacemos hay que hacerlo bien, con todo el corazón y con toda el alma. Cada cosa a su tiempo, y cada cosa con perfección”.

Al día siguiente abandono Ahmedabad. Tengo por delante 256 kilómetros para llegar a otra de las ciudades más emblemáticas de la India, Udaipur. Por supuesto, debo procurarme un lugar intermedio donde pasar la noche. El goteo de acosadores en moto aumenta a medida que penetro en el estado de Rajastán. La persistencia de algunos es desquiciante y a ello hay que sumar la peligrosidad de la vía, donde camiones y vehículos circulan en free style a gran velocidad. Además, algunos vehículos, incluidos los de carga pesada, vienen en sentido contrario por el arcén que utilizo.

La tensión que acumulo cada día en estas carreteras me está afectando físicamente. Los dolores en la zona lumbar se van incrementando y mi resistencia psicológica se va mermando debido al calor y al miedo. A veces pierdo los nervios y le pego un buen grito a cualquiera que esté a punto de matarme, que es prácticamente cada minuto.

En ocasiones tengo que gritarles a mis hostigadores para que se pierdan, pero sin éxito. Continúan molestándome, ríen y me vacilan, hasta que deciden que ya es hora de volver a casa y se van. Si me detengo para comer debo hacerlo rápido sino quiero estar rodeada de hombres, algunos con muy mala pinta, en cuestión de segundos. No puedo tardar mucho en repostar agua o echármela por encima, porque vienen de inmediato a curiosear, algunos incluso me tocan.

Hago noche en Mission Compound, un humilde orfanato de iniciativa danesa en Kherwara, después de unos arduos 174 kilómetros con un aire tórrido y un sol agobiante que he soportado a duras penas con baños del agua hirviendo de mis bidones, a pie de carretera.

Por la mañana estoy extenuada y el dolor de espalda se me hace insoportable, así que me tomo dos ibuprofenos de golpe al tiempo que me despido de mis benefactores.

El viaje a Udaipur es una agonía debido al dolor de espalda y ahora también a la acidez, producto de los ibuprofenos que he ingerido sin protector de estómago. Además, algunos jóvenes me bloquean a propósito el paso para obligarme a detenerme y hablar con ellos, por lo que tengo que esquivarlos continuamente y no puedo relajarme. Por seguridad, tengo por regla no pararme nunca a requerimiento de alguien mientras estoy en ruta. Y por si fuera poco, unas virulentas moscas comienzan a hacer de las suyas en mis brazos y piernas y debo detenerme rápidamente para untarme repelente de insectos, vigilando por el rabillo del ojo si alguien se aproxima.

A pesar del sufrimiento, la idea de haber completado hasta el día de hoy la mitad del trayecto (727 kilómetros) a Agra desde Mumbai me mantiene en pie de guerra, hasta que veo las primeras casas de la ciudad más romántica de la India, Udaipur.

A las seis de la mañana Udaipur tiene una luz especial. Los primeros rayos solares se reflejan en los edificios color marfil y la luz juega con rebotes incansables en lagos y templos de ciencia ficción. Estoy extasiada contemplando a lo lejos el Taj Lake Palace que parece un trasatlántico fantasma flotando sobre las aguas del Lago Pichola. Se respira espiritualidad en un ambiente sembrado de palacios, templos, mansiones, murallas y callejones, en la capital del antiguo reino de Mewar. Me invade un delicioso sopor.

De vuelta a la realidad, me cuesta dos horas salir de Udaipur. El GPS aún está durmiendo y Google Maps es una broma de mal gusto. Vuelvo una y otra vez al mismo sitio. Cada individuo me recomienda un camino diferente para salir a la autopista y estoy a punto de volverme loca. Me desespero porque se me está haciendo tarde y los rayos solares comienzan a dejar de acariciar mi piel para golpearme como un martillo. En esta parte del planeta el sol es muy madrugador y a las ocho comienza a hacer estragos en el ánimo; a mediodía es mejor no tropezarse con él. Por delante me restan 172 kilómetros de sol hasta Bhilwara y arrastro un extremo cansancio de la jornada anterior.

28 de agosto Bhilwara, Rajastán

Alguien me telefonea varias veces mientras pedaleo a Bhilwara. Es una voz masculina que habla pausadamente para hacerse entender por encima del ruido ensordecedor en la autopista. Contesto en voz alta.

—Tan pronto como llegue a Chittorgah le devuelvo la llamada, señor Agrawal.

A la una de la tarde alcanzo Chittorgagh, que queda a unos 117 kilómetros de Udaipur. Según avanzo hacia el norte el país se empobrece y las carreteras son un espectáculo. No hay reglas y, a pesar de la señalización, los conductores se reafirman en su condición de kamikazes. Coloridos camiones pintados a brocha como carromatos de circo, vacas posando en la mediana de la vía, vehículos transitando por el arcén en sentido contrario, peregrinos caminando ataviados con túnicas bordadas, desquiciantes motocicletas, un burro reventado con las tripas esparcidas en estado de descomposición, perros fosilizados en el alquitrán, pastores atravesando al autopista con rebaños de cabras, ovejas, vacas, búfalos o camellos, a punto de provocar una catástrofe, carrozas que celebran alguna festividad con sonidos estridentes, etc.

Tal como acordé con mi nuevo contacto, le llamo para informarle de mi ubicación cada media hora. Parece ansioso por conocer mi hora de llegada y le intento explicar que no tengo la menor idea, porque aún me quedan 74 kilómetros para llegar a mi destino y los rayos de sol son como cuchillos en la piel.

Acelero el ritmo ya que no quiero hacer esperar a mis anfitriones demasiado tiempo, si bien es cierto que no puedo hacer milagros. El paisaje cambia de repente y se vuelve árido; lo adornan algunos pequeños oasis rodeados de arbustos espinosos y árboles de incienso y mirra. Comienzo a adentrarme en el Desierto Thar, el séptimo mayor del mundo.

Si el tráfico merma considerablemente en esta zona, la temperatura sube a 43 grados y siento que estoy a punto de desmayarme. El agua hierve en los bidones y mis snacks se han acabado. De repente, internet se desconecta del teléfono por falta de cobertura 3G, por lo que me quedo sin GPS, así que no puedo actualizar mis coordenadas para informar a mi benefactor en Bhilwara, que no hace sino llamar para saber dónde estoy.

Me demoro más de lo estimado en llegar al punto de encuentro por el calor y porque, desde Udaipur hasta el cruce que va a Bhilwara, hay 155 kilómetros, y mi dolor de cabeza va en aumento. Además, me quedo sin agua muy cerca de Mandpiya y en esta zona no hay vendedores ambulantes ni estaciones de servicio, muy numerosas, por otro lado, en las carreteras de este país. Entonces llego al cruce que desvía a los vehículos de la NH48 hacia Bhilwara y me encuentro de bruces con una gasolinera. Despierto del letargo en el que me encuentro debido al calor y al cansancio y pedaleo con furia hasta el baño, aparco a Roberta lo más próxima a la puerta de entrada posible y desengancho el bolso del manillar con la documentación y el dinero y me introduzco en el aseo, con el spray de pimienta en mano, asegurándome primero de que no hay nadie dentro. También llevo un cuchillo de buceo en una funda de plástico atado con correas de goma en la pierna izquierda, por seguridad.

Cierro la puerta detrás de mí a toda velocidad y echo el cerrojo dándome toda la prisa que puedo. Después salgo atropelladamente preparada para la guerra por si fuese necesario y de un salto monto a lomos de Roberta y desaparezco como un rayo. Esta misma operación la he repetido varias veces en lo que llevo de viaje en este país cada vez que intuyo que la estación de servicio es segura, algo que no siempre ocurre, sobre todo en Rajastán. De vez en cuando aguanto las ganas de ir al baño hasta diez horas, terrible circunstancia para alguien que perdió su útero hace unos meses. Pero prefiero resistir hasta que reviente mi vejiga que jugármela en las calles más peligrosas del mundo.

Después del desvío a Bhilwara la vía es más cómoda y menos transitada. Me alegro de perder de vista decenas de miles de camiones, algunos sobrecargados hasta los topes, sin cuestionarse su resistencia o estabilidad, tocando el claxon indiscriminadamente o parando a veces en el arcén donde su conductor, a veces ebrio, deja un rastro de orina pestilente por toda la vía.

A unos 20 kilómetros de la “meta” dos tipos en moto, parados en un estrechamiento de la vía sobre un puente, me hacen señales para que me detenga. Dudo al principio pero después caigo en la cuenta de que ambos tienen algo que ver con Manoj y el Rotary Club. Me detengo junto a ellos.

“Bienvenida a Bhilwara”, dice el copiloto brindándome una helada botella de zumo de mango que le arranco de las manos y me introduzco rápidamente en la boca para sentir el espeso frío jugo resbalar por mis entrañas.

Hay mucha gente esperando por usted, Madame, anuncia el conductor, que se hace llamar Deepak Saraf. Si está muy cansada, uno de nosotros puede llevar la bici mientras usted viaja en la motocicleta .

Es difícil resistirse a una proposición así pero no sucumbo a pesar de la deshidratación que arrastro. Llámenlo orgullo o estupidez, lo cierto es que para un deportista que ha sufrido tanto marcándose un objetivo, es trascendental llegar a la meta por sí mismo, sin trampas y sin enredos, por el placer de recoger los frutos del trabajo bien hecho y sentirse un ser especial.

—Si he logrado llegar hasta aquí, puedo lograr mi meta —afirmo con sutil arrogancia.

Los mozos me escoltan hasta el pueblo, donde algunos curiosos y un nutrido grupo de periodistas aguardan con cámaras de fotos y vídeo preparadas para el ataque. El incansable hombre del teléfono, Manoj Agrawal, me da la bienvenida en nombre del pueblo y del Rotary Club, abriéndose paso a empujones entre la gente.

La expectación atrae las miradas de otros curiosos viandantes que se unen al grupo. Vuelan las preguntas de toda índole y el sonido de los disparadores de máquinas de fotos me intimida. Busco en el cielo un hilo de aire que me alivie de aquella asfixia mientras algunos se acercan para tocar a Roberta.

Manoj intenta poner orden en el pequeño caos pero la organización no es una de las virtudes de este país y, en cuanto los periodistas terminan sus preguntas, nos apresuramos a abandonar el lugar lo más rápido posible. Manoj en su scooter 125cc y sus dos bellas hijas y yo a pedales, entre un grupo de niños que se une al pequeño desfile callejero.

Doblamos la avenida principal para introducirnos por un callejón que termina en una pequeña plaza. Una multitud de mujeres embutidas en coloridos saris aguarda mi llegada con impaciencia. Antes de dejarme engullir por aquel tumulto, clavo los frenos para observar de lejos la algarabía, sintiendo deseos de salir corriendo. Manoj se aproxima y me invita amablemente a proseguir la marcha. Perpleja, dudo de que todo aquello haya sido organizado por mi causa. Pero cuando estoy a pocos metros de la muchedumbre, ya no tengo escapatoria. Las mujeres me rodean a gritos, algunas plañideras me besan sosteniéndome en el rostro con ambas manos, otras me colman de guirnaldas y me dan la bienvenida marcándome con el bindi en la frente, que buena falta me hace (según la creencia, el bindi retiene la energía y fortalece la concentración). También me ofrecen dulces y té masala que ingiero con desesperación.

Entre todos me guían hacia un colegio público de la ciudad. Allí me vuelven a rendir honores con más bindi, guirnaldas, té y dulces, y me ponen una corona en forma de kulli, ante un público principalmente de niños.

Me sientan en una larga mesa junto a otros profesores y al director de la escuela, presidiendo el acto. Todo el mundo grita y se respira un gran nerviosismo en el aire. Comienzo a sentir ansiedad pese a mi agotamiento. Entonces el director se levanta y se acerca a un micrófono que descansa sobre un pie en un lateral del escenario y manda a todos callar. Tras un corto discurso en rayastani, me señala mientras otro profesor me hace señas para que me levante y vaya a dar un discurso. Turbada por el agotador y caluroso día, no sé qué decir e improviso. Sin energía, cuento mi experiencia haciendo un gran esfuerzo por concentrarme y ser coherente.

Cuando termino, se hace un silencio y de repente comienzan los aplausos, los silbidos y los gritos y todos se levantan al grito de “Thank You Madam! Thank You”. Y entonces el público pierde la compostura y se abalanza literalmente sobre mí, tirándome del brazo unos, empujándome otros, con tal de colocarse a mi lado y hacerse un selfie con el móvil. Y yo me levanto de la mesa como puedo, perpleja ante el espectáculo que estoy viviendo e intento quitarme a los niños de encima simulando entusiasmo pero con ganas de salir de allí cuanto antes.

La angustiosa situación dura media hora y entonces vienen los profesores del colegio y se comportan igual que los niños, y yo ya no puedo más, y busco a Manoj con la mirada entre el tumulto que me rodea y me toca, me empuja y no deja de hacerme fotos, y no lo encuentro. Estoy a punto de huir escaleras abajo cuando oigo entre el griterío la voz de mi benefactor y me giro y allí está, camuflado entre la enloquecida audiencia, de brazos cruzados, dibujando una sonrisa y esperando a que todo termine. Le hago un gesto de súplica y entonces viene a mi rescate.

Salimos apresuradamente del colegio y busco en el cielo algo de aire que me alivie. Entonces Manoj me toma del brazo y me guía por las calles mientras sostengo a Roberta, dejando atrás la demencial algarabía que ha salido también del edificio para despedirme.

El hogar de Manoj es un típico edificio de viviendas de tres plantas, ubicado en un barrio humilde de la ciudad. En la puerta me espera la esposa y sus hijas, sus hermanos y sus mujeres, sus sobrinos, los primos, los amigos de éstos, los vecinos,… Más bindi de bienvenida, más té y dulces, y algunos pétalos de rosa flotando a mi alrededor. Estoy en un sueño y me duele la boca de tanto sonreír. Las mujeres me conducen al salón y me ayudan a despojarme de mi ropa en ausencia de los hombres, que aguardan afuera.

Me limpian con toallitas las ampollas a punto de reventar en mis muslos, provocadas por las quemaduras del sol y las llagas del roce de los maillots en contacto con la piel debido al calor extenuante. Como gatas lamiendo a su cría, retiran con mimo la mugre de mi piel con paños calientes e introducen mis doloridos pies en una palangana de agua hirviendo que me arranca un quejido de dolor y placer.

Cuando estoy a punto de quedarme inconsciente debido al sopor, me secan los pies y me visten con ropa limpia. Una de ellas me coloca un sombrero amarillo chillón a modo de pagri. Después, empieza a circular ante mis ojos una deliciosa colección de platos indios vegetarianos (en Rajastán son mayoritariamente vegetarianos estrictos). Dal Bati churma, Bessan Ki Chakki y deliciosos dulces Sohan Halwa y Kalakand. Siempre en compañía de Chapatti o arroz. Mientras, comienzan a surgir de la nada desconocidos a mi alrededor, sentándose a pocos metros para verme comer en silencio. Tengo tanta hambre que hago caso omiso de la coyuntura que me rodea. Me concentro en engullir la mejor comida de mi vida ante decenas de ojos que disfrutan con el espectáculo, probablemente porque nunca han visto a alguien comer así, o puede que porque es la primera vez que un europeo visita el barrio. El caso es que para los hindúes es un honor que un huésped disfrute así de la comida, porque según la tradición, la comida es tan importante como la familia y un huésped debe ser tratado como una deidad.

Cuando entra la matriarca, la abuela viuda, todos se levantan para recibirla con sumo respeto y ella se sienta a mi lado para observarme. De vez en cuando da alguna orden y alguien me trae otro sabroso plato diferente, mientras algunas me acarician el pelo mascullando cosas en rayastani.

Sigue llegando gente aunque no cabe un alfiler en el amplio salón. Ahora es el turno de los vecinos, que también son considerados familia indirecta en cuarta o quinta categoría. En la India la familia es lo primero y no existe el individualismo, fenómeno que atribuyen a las sociedades occidentales a las que, además, consideran egoístas. Para ellos solo un Sadhu carece de familia. Un sadhu es un monje que sigue el camino de la austeridad para obtener la iluminación. A lo mejor creen que soy una especie de Sadhu en mujer y por eso me tratan así… no estoy segura.

30 de agosto Jaipur

El trayecto a Jaipur es demasiado largo para hacerlo en un día y mis anfitriones me recomiendan hacer noche en Kishangarh, una pequeña localidad a 160 kilómetros de Bhilwara. Me despido de los Agrawal con la triste sensación de abandonar el amparo protector de una familia. Han sido dos días de convivencia en una cultura donde se considera una gran falta de respeto dejar a solas a su huésped, así que siento una extraña mezcla de tristeza y alivio cuando me despido en plena calle y me alejo de la familia entera que me observa con desconsuelo.

Atrás dejo uno de los mayores centros textiles de la India, con más de 400 fábricas de tejidos, en su mayoría sintéticos. Por supuesto no he perdido la ocasión de visitar una de las más grandes, en el corazón de la zona industrial de Bhilwara. Manoj me presenta a su propietario antes de mostrarme la fábrica.

Le saludo con el correspondiente namasté y nos estrechamos la mano. Aprecio cierta frialdad en su mirada y su actitud es bastante arrogante. Sentado detrás de un enorme escritorio en un lujoso despacho, ni siquiera se levanta para recibirnos. Manoj le habla de mi proyecto mientras el individuo ordena autoritariamente a una secretaria que nos sirva chai masala en vasos de cristal.

El empresario es bajito, grueso, de labios carnosos y de nariz prominente. Escucha a Manoj unos minutos con un halo de desprecio en la mirada para después interrumpirlo.

—La Igualdad de Género es una utopía y un insulto para el hinduismo —dice.

Lo miro con sorpresa.

—En la mitología hinduista, la mujer y el hombre han de ser un complemento —añade.

—Complemento no es sinónimo de esclava, señor —declaro.

—¿Cómo que esclava?

—En la India, el 80% de los matrimonios son concertados, la mujer es percibida como un bien económico y queda sometida a las decisiones de sus padres. Además, una mujer es valorada y respetada mientras esté al lado de su marido, lo cual no ocurre con ustedes los hombres. Excluyen socialmente a las viudas e incluso llegan a quemarlas en actos públicos hasta hace algunos años.

El sujeto hace ademán de interrumpirme pero lo evito levantando aún más la voz.

—Si eso es lo que estipula el hinduismo, siento decirle que su religión infringe los derechos humanos .

Se hace un silencio. Y entonces el energúmeno entra en cólera y comienza a lanzar improperios sobre los blancos y Occidente y que vamos a la India a decirles lo que tienen que hacer, y yo me quedo sentada observándole, desdoblándome en la experiencia vivida ayer, sintiendo aún aquellas manos femeninas acariciando mi cuerpo llagado, perfumando mi piel con agua de rosas, alimentándome como a una hija, y escucho sus palabras de dictador a lo lejos, como un leve susurro, hasta que el hombre ve que no le rebato y se calma, y entonces la conversación se modera de nuevo y nos despedimos cordialmente, como si no hubiese pasado nada, sintiendo la rabia que me oprime el pecho y no puede salir, pensando en las decenas de martirizadas mujeres que he visto desde Mumbai con la cara quemada con ácido, algunas ciegas, agresión común hacia aquellas que rechazan propuestas de matrimonio, insinuaciones sexuales o que se ven atrapadas en el fuego cruzado de las disputas domésticas. En esta sociedad patriarcal, es muy común que los hombres que se sienten despreciados recurran al ácido como represalia.

Manoj me busca un lugar intermedio entre Bhilwara y Kishangargh para que descanse a mediodía y me proteja de la intensa radiación solar del desierto. Por una vez acepto su amable oferta envuelta en cariño y admiración, pese a que no me gusta descansar a mitad de camino, por mucho que el calor levante el alquitrán a tiras.

Esperaba que Bijainagar fuera sólo un lugar de descanso, pero para mi sorpresa un motorista me escolta hacia un centro educativo donde cientos de adolescentes con uniformes de tonos pastel me reciben cantando un extraño himno. El director del Instituto de Educación Secundaria Ghandi sale a recibirme y me invita a dar una charla a las chicas del colegio en el patio de recreo. Después, este hombre que ha hecho de intérprete durante mi exposición en inglés, aprovecha la ocasión para darme la placa conmemorativa del centro educativo.

—El Instituto Gandhi tiene el honor de honrarla con esta placa por sus esfuerzos en pro de la libertad de las mujeres —anuncia.

Como era de esperar, cuando me dispongo a acompañarlo a su despacho, las chicas vienen a hacerse selfies a empujones. En pocos segundos, otros estudiantes se acercan corriendo y se forma tal follón que tienen que venir los bedeles a poner orden.

En el despacho me espera la prensa y los profesores del colegio con chai masala y bananas, porque me estoy desmayando. Cuando he terminado de responder a sus preguntas acompaño al motorista a una pequeña y humilde vivienda cercana donde me deja sola para que eche un sueñecito.

A las dos de la tarde me pongo de nuevo en marcha. El sol parece un soplete sobre mi espalda. Por delante me quedan 90 kilómetros hasta Kishangargh y no me quedan fuerzas.

3 de septiembre El amor y el Taj Mahal

En el extrarradio de Agra, el acoso de hombres en moto se hace insoportable. Pedaleo rápido e intento ignorar a los que se aproximan para circular en paralelo, preguntando insistentemente a dónde voy, de dónde vengo: “¡Hey you, where do you come from?!” Algunos se enojan porque no quiero entablar conversación y ni siquiera los miro, hago que no están allí, prefiero contemplar el paisaje o concentrarme en la carretera, ignorar lo que me molesta y seguir. Pero no puedo evitar fijarme en un niño que conduce una motocicleta de 250 cc. Apenas llega a los estribos debido a su corta estatura y no lleva casco. Charlamos durante un rato.

—¿De quién es esa moto? —pregunto.

—De mi padre .

—¿Se la has cogido sin permiso?

—No. Me la deja todos los días para ir al colegio.

A medida que me acerco al casco urbano, el hostigamiento de motoristas y viandantes empeora, llegando a ser muy violento en ocasiones. Empiezo a temer por mi seguridad cuando suena el teléfono. Es Nandini Sanan, la periodista que me ha hecho recientemente una entrevista para el Khaleejtimes, un periódico de Dubai. Con esta publicación he entrado, aunque sea digitalmente, en Oriente Medio promulgando la igualdad entre hombres y mujeres.

—¿Dónde estás?

—Llegando al centro de Agra, Nandini.

—El señor Mehta te está esperando en el hall de su hotel.

Como buena periodista, Nandini tiene muchos contactos en la India. Uno de ellos es el señor Mehta, quien posee una cadena de hoteles en el país. Le ha hablado de mi proyecto y se ha mostrado tan interesado que me ha invitado a pasar dos noches en una de las mejores suites del hotel, para que descanse. Después de un mes y pico sobrellevando como he podido el estrés en estas carreteras, el calor, algún que otro inmundo motel, el excesivo kilometraje y las conferencias al final de la jornada, este es el mejor regalo del mundo. Además, el empresario pone a mi entera disposición un chófer durante dos días para visitar el Taj Mahal y los alrededores de la ciudad.

Devina Agarwal es sobrina del esposo de Carrie y se ha ofrecido para enseñarme el Taj Mahal. Quedamos en una céntrica calle y paso a recogerla con mi nuevo servicio de chófer. Me siento como Ángela Chaning, en el asiento de atrás de un Mercedes Benz 600, con un conductor indio y no chino. Devina viene con su sobrina que no debe tener más de doce años. Ha comprado los tickets de entrada al mausoleo. Ya cuando llegamos a las puertas del monumento, el acoso de mendigos, rickshaws y profesionales de hacerte perder la paciencia, muy numerosos en la India, es notorio. El acceso al recinto se hace a través de un portón cerrado a cal y canto para que el visitante lo empuje y se sumerja repentinamente en la icónica estampa que reflejan todas las fotografías, como el preludio de una película de época.

Me quedo plantada delante del mausoleo de mármol blanco, boquiabierta ante tanta belleza, perfección y simetría. Respiro hondo. Siento una paz sublime a pesar de la afluencia de visitantes. Ahora entiendo todo, ahora comprendo tanta popularidad en el mundo, ahora sé por qué estoy aquí, ahora siento como si ya lo hubiese visto todo en el mundo.

Estoy ante una de las mayores manifestaciones de amor del planeta. Sólo alguien capaz de amar a otra persona por encima de todas las cosas puede crear algo tan único que combine ingenio, delicadeza, naturaleza, color, dedicación, excelencia y convivencia entre diferentes culturas. El Taj Mahal es único, como el amor, y debería ser nuestro referente en la vida. Así deberíamos vivir, así deberíamos hacer las cosas, con pasión, sublimidad, fineza, precisión, orden y tolerancia (confluyen diferentes estilos: islámico, persa, indio y turco).

Me siento junto a mis amigas en uno de los bancos del jardín. Contemplamos sin prisa el extenso espectáculo, extasiadas, disfrutando del momento. Es la primera vez que visito un sitio turístico y no me arrepiento de ello. Me da igual el gentío, paso del calor, lo que estoy presenciando hace que me olvide del exterior. Me concentro en el monumento al amor del emperador Shah por su esposa Mumtaz, que constituye el edificio principal. El inmueble es de mármol blanco y está flanqueado por cuatro minaretes. El mármol es cautivador y me atrapa por encima de los demás elementos. Además, es mediodía y el reflejo del sol crea una aureola de misterio a su alrededor. El jardín donde se ubica el mausoleo es amplio y me transmite serenidad. Tampoco puedo quitarle ojo al estanque central, a medio camino entre la entrada y el monumento, que para mi desgracia hoy está vacío, pero que en condiciones normales devuelve la imagen reflejada del edificio. Un inmueble que no parece una tumba, porque no llora la muerte, celebra la vida.

Hoy he aprendido que la vida es amor o no es nada, y que no existe sin belleza, apertura y entrega. Además, el amor es eterno: si hemos amado de verdad, el sentimiento nunca desaparece , aunque cambie de forma.

10 de septiembre Kathmandu

Durante un mes vivo con los Pathak en Kathmandu. Bharat, Meena y su retoño Pranesh me acogen como a una hija después de que los médicos me detectaran mediante resonancia magnética un quiste Tarlov en la región sacra de la columna vertebral.

Conozco a los Pathak a través del Rotary Club de la India. Mayur no ha dudado en ponerse en contacto con Bharat, presidente del Rotary Club de Nepal, cuando ha sabido que mis dolores eran insufribles en la frontera con el país de la felicidad. Bharat se ha ofrecido a ayudarme en todo lo que esté en su mano. El ingeniero nepalí es, además, un asesor destacado del equipo de Gobierno.

Desde Gorakhpur los dolores de espalda casi no me dejan pedalear y la pierna izquierda se me duerme cuando estoy más de tres horas sobre la bicicleta.

Bharat ha utilizado su influencia política para darme acceso directo a los médicos del equipo olímpico de Nepal, que me han diagnosticado el quiste en el hueso sacro. Cuando éstos me han recomendado reposo, medicación y rehabilitación durante un mes y, por supuesto, abandonar el proyecto, los Bharat no han dudado ni un instante en abrirme las puertas de su casa.

Durante cuatro semanas he vivido acostada en el suelo bajo los cuidados de Meena, quien me ha tratado como la hija que nunca tuvo. Sólo me levanto para ir a rehabilitación, apretada como una sardina en lata en el transporte colectivo, al otro lado de la anárquica y miserable Kathmandú. La rehabilitación incluye natación a diario en la piscina del polideportivo nacional para fortalecer los músculos de la espalda.

Pese a los esfuerzos de los Pathak por hacerme sentir bien, este es uno de los peores momentos vividos en el viaje; de una frenética actividad física y social diaria me veo postrada de repente, en el suelo del hogar de unos desconocidos, sin poder aportar nada o ayudar en la casa para agradecerles tanta hospitalidad. Nunca me había sentido tan inútil y el suceso me pasa factura psicológica, de tal manera que llego al Sudeste Asiático con un cuadro depresivo bastante considerable y muchas ganas de tirar la toalla.

Lo mejor de este inconveniente es que me brinda la oportunidad de conocer a fondo la cultura y la gastronomía nepalí, además de estrechar lazos profundos y duraderos con la población local. A sabiendas de mi gran predilección por la comida de la India y Nepal, Meena me intenta sorprender a diario con un nuevo y delicioso plato vegetariano. Verduras condimentadas con currys, sopa de lentejas amarillas o dahl, los populares momos, mis preferidos, verduras al requesón o saag con paneer, lady finger… desfilaban a diario por la mesa. Los Pathak son muy divertidos y las comidas son muy amenas. Me enseñan a comer con la mano, como una más, y a rebañar el plato con el arroz entre los dedos, tarea que parece más fácil de lo que es.

12 de octubre De Nepal a Myanmar

Por segunda vez utilizo la red WarmShowers para encontrar un lugar de acogida en Yangon, la ciudad más poblada de Myanmar y he ido a parar a casa de Ina, alemana afincada en la metrópoli desde hace más de una década. Pero para llegar allí, después de una vigilia de trece horas en los cielos asiáticos, he tenido que soportar la burocracia de un país que solo lleva tres años practicando la democracia tras décadas de dictaduras y guerras civiles.

Según inmigración, mi visa online está incompleta y, pese a haber sido aprobada mi entrada en el país, debo facilitarles la e-carta que no me han mandado a Nepal dentro de los cinco días que anuncian en internet cuando te hacen pagar 50 dólares por el visado online. Con esa amabilidad que caracteriza a los orientales, los oficiales me invitan a marcharme señalándome el mostrador de Asian Aiways para que compre un billete a Bangkok por 460 dólares, mi presupuesto para dos meses en cualquier parte del mundo.

No pienso resignarme y tragar. Tengo signos visibles de agotamiento, pero me estrujo el cerebro por idear un plan para defender mis derechos como pasajera y como turista. Será mejor que utilice la ES (Empatía y Simpatía), pienso.

Varios meses viajando sola en bicicleta me han dado las suficientes tablas como para manejar cualquier tipo de situación, además de otorgarme prácticamente un doctorado en sicología. Esta situación requiere de gran paciencia porque la gente que trabaja para el gobierno en estos países, que han estado cerrados históricamente al exterior debido a su situación política, es más terca que una mula. Lo ideal no es enfrentarme a ellos ni enfadarme, táctica que funciona por ejemplo en el Este de África (excepto Etiopía), en India o en Nepal. Aquí las cosas son diferentes y estos funcionarios no se andan con chiquitas, están acostumbrados a llevar la razón y sobre todo, el fusil colgando del hombro.

Sé que tengo la razón y que es un fallo de su sistema de visas online que, evidentemente, no funciona a la perfección. Entre sollozos y lamentos le explico al personal lo decepcionada que me encuentro por haber confiado en su país y haber abonado un visado online (US 50,00$) y un billete de avión (US430 $) para visitar una nación de la que “todo el mundo habla maravillas en Europa en este momento”.

Es una auténtica desgracia económica para mí esta situación que me llevará con toda probabilidad a la banca rota , explico secándome las lágrimas.

Desolada, aclaro al oficial que me dedico a viajar en bici y a escribir sobre mis experiencias allá a donde voy y que, desde luego, no recomendaría Myanmar a nadie, puesto que no encuentro que sea un destino fiable y un lugar seguro para el viajero.

Si me hacen volar a Bankog no podré regresar a Europa, pues perderé todo mi dinero y no sé qué voy a hacer tan sola, gimo.

Después de este lamentable espectáculo que protagonizo en medio del aeropuerto, acentuado por la lágrima fácil que me otorga la falta de sueño, el personal, conmovido, se moviliza para conseguirme el visado, que obtengo tras otras dos horas de espera.

Cuando llego al lujoso apartamento de Lake Residence, en Yangon, me encuentro un papel firmado por Ina: “¡Bienvenida! Siéntete como en tu casa. Seguramente tendrás hambre y querrás hacerte un café; sírvete tú misma. Tu habitación es la primera a la izquierda. En breve llegará el ama de casa para hacer su trabajo y también pasará a lo largo de la mañana el servicio de limpieza. Yo regresaré de la oficina sobre las 5.30pm. Saludos”

Dejo el folio de color verde sobre la mesa de madera barnizada que corona el amplio salón con una vista impresionante al lago Inya Lake. Dentro de los muros de la propiedad una cancha de tenis y una solemne piscina complementan el panorama.

Arrastro la pesada caja de un frigorífico hacia la habitación del fondo del pasillo. En ella ha viajado Roberta desde Nepal ya que en Kathmandú no pude conseguir algo mejor.

Me siento en la terraza y saboreo un delicioso café instantáneo buscando un hilo de paz en el increíble paraíso que tengo delante. Me quedo dormida sin quererlo. Me despierto con el estruendo del timbre de la vivienda. Abro la puerta. Sobresaltada, retrocedo un paso. Una señora con la cara pintada de blanco y amplia sonrisa me saluda plantada en el rellano de la escalera. Se presenta como Chow-Chow, el ama de llaves. Me pregunta si quiero otro café señalándome las botas.

—¡Es verdad! Había olvidado quitarme las botas en la entrada. Lo siento mucho Chow-Chow!

Quitarse los zapatos a la entrada es una costumbre que llevo muy mal desde la India, porque siempre me olvido, y hoy me he vuelto a despistar debido al cansancio. Llaman por teléfono y atiende Chow-Chow. Cuelga.

—En recepción quieren una copia de su pasaporte —dice en un inglés básico.

Observo el parqué de madera limpio y brillante y reparo en la decoración minimalista de tonos blancos y el mobiliario de teca. Todo está sumamente ordenado y limpio. Hace mucho tiempo que no encuentro un hogar así. Las viviendas dicen mucho de las personas. Después de pasar por tantos hogares he aprendido a conocer a sus propietarios atendiendo al orden en casa. No suelo fallar.

Hay pocas cosas a la vista y lo poco que forma parte de la decoración casi siempre tiene una función. Los objetos ornamentales son escasos pero están bien situados y son grandes. A veces, se repiten en series, como cinco cuadros con el mismo diseño Art-Nouveau. En el cuarto de baño también hay un póster art déco. No hay fotos de Ina ni de sus amistades, solamente de sus padres. Tampoco tiene facebook ni ha incluido su imagen en WarmShowers. La he buscado en Google pero no registra información sobre ella. No sé cómo es, ni la edad que tiene pero puedo deducir, por su apartamento, que es una persona extremadamente calculadora y metódica, muy exigente, obsesionada ligeramente con la limpieza y solitaria.

El gusto por el art déco arroja cierta inclinación por la estética clásica, tanto personal como exterior y por vestir bien y estar sexy, y el frigorífico repleto de cosméticos faciales se traduce en tres cosas: Ina es definitivamente guapa, le gusta estarlo y debe rozar los cuarenta. En el mismo frigorífico unas simbólicas verduras, huevos y legumbres indican que a mi benefactora no le gustan mucho las artes culinarias y que también se cuida por dentro. El escaso afecto por la cocina lo adivino en la escasez de materias primas. Tampoco hay mascotas ni peluches o muñecos que pudieran mostrar algo de ternura en el trato.

Mi cabeza hierve de tanto pensar y me voy a dormir unas horas. Sueño que me voy de copas con los oficiales de inmigración del Aeropuerto de Yangon.

Me despierta el sonido de la puerta de entrada. Me levanto de la cama de un salto. Siento pinchazos de dolor en la espalda a la altura de las lumbares. En el salón hay una mujer rubia tremendamente atractiva, de unos cuarenta años, vestida con ropa deportiva, jadeando y sudando a chorros. Me aproximo en silencio.

—Hello, nice to meet you.

Se gira sobresaltada.

—Pensaba que seguías durmiendo —exclama.

Nos reímos. Sus maneras frías y tímidas me son familiares y pienso que puede ser alemana. Es muy cortés y se esfuerza en hacerme sentir bien. Charlamos media hora y me vuelvo a la habitación para dejar que se prepare para la cena. Me intimida un poco y no sé por qué. Cuando regreso al salón está en la terraza fumando a solas, perdida en sus laberintos. Me tumbo en el banco de madera que forma parte de la mesa del comedor, para descansar mi dolorida espalda. Me siento agotada y no tengo ganas de hablar con nadie, pero hago un esfuerzo por entablar conversación. A medida que avanza la charla, me doy cuenta de que no conectamos en absoluto. Es la primera vez en siete meses que no me siento cómoda con alguien, y no sé por qué. Al mismo tiempo, siento que me atrae. Estoy desconcertada porque no entiendo lo que me ocurre. Me pierdo en mis pensamientos sentada junto a aquella inquietante mujer con una copa de vino en la mano. Agotamos en silencio el vino tinto que ha servido en copa de balón y nos damos las buenas noches con indiferencia. Es la única persona con la que no he conectado en este viaje.

16 de octubre Conflicto entre monjes y gobierno militar

Birmania sería el país perfecto para pedalear si no fuera por sus conductores esquizofrénicos. Por sus angostas carreteras asfaltadas a trozos, sin arcenes y llenas de baches, circulan a gran velocidad camiones y autobuses. Muchos invaden el carril contrario para adelantar sin tener en cuenta a los vehículos que circulan en sentido opuesto.

El tráfico en dirección a Mae Sot (Tailandia, a 4 kilómetros de la frontera con Myanmar) es incesante. Veo a un autobús que invade mi carril y viene en mi dirección a toda velocidad. Salgo de la vía apresuradamente para caer en el desaguadero, mientras el monstruo sobre ruedas pasa de largo sin apartarse ni un ápice. No me explico cómo unos habitantes tan cordiales y amables pueden cambiar tanto al volante. Después de todo, la mayoría es budista, religión que promulga la no violencia. Aunque esto es un decir, a juzgar por las revueltas budistas que ha vivido el país contra los musulmanes, que representan el cinco por ciento de los 53 millones de personas que conviven en él.

Aparte de la situación del tráfico en las carreteras, esta parte del país y su gente me atrapa cada día más. Caras pintadas con thanaka de color amarillo, sonrisas perennes, miradas furtivas de amorosos niños, la educación y el respeto de la gente, la limpieza en las calles, las pintorescas aldeas de palafitos que asoman en la selva, la gente en los campos entregada al trabajo a la sombra de un sombrero en cono…

A veces se me hace un nudo en la garganta al contemplar a los bondadosos habitantes sobrevivir a duras penas. El país aún protagoniza la guerra civil más larga de la historia, ya que desde 1948 Myanmar no ha tenido una paz total. En consecuencia, es uno de los más atrasados que he visto y uno de los más pobres en el Sudeste Asiático. Por si fuera poco, el ciclón Nargis en 2008 arrasó la costa sur y causó cerca de 100.000 víctimas y dos millones de desplazados. Todavía hoy se recuperan de las pérdidas materiales, por eso en el ámbito rural no veo viviendas sino de cañizo, porque los campesinos no pueden permitirse ni un techo de zinc. Esto también ha mantenido muchos hábitats intactos, ayudado por el aislamiento político y económico de décadas.

Por primera vez desde África la mujer denota cierta independencia del hombre. Algunas trabajan el campo solas o en un grupo, y no llevan niños colgando a todas partes. Los hombres también se hacen cargo de sus hijos. Lo más común es que ambos se repartan las tareas dentro y fuera de casa, eso sí, siempre están trabajando y produciendo, por lo que se me hace cada día más extraña la delicada situación económica que enfrenta el país, que precisamente este año se abre al turismo y al resto del mundo merced a un giro democrático.

Uno de los signos evidentes de apertura es el reciente proceso de obtención de “visas on arrival online”, con sus más y sus menos. Pero la nación aún se enfrenta a grandes desafíos, como abrir sus fronteras terrestres a los países colindantes, razón por la cual he tenido que resignarme a volar desde Nepal para entrar en él. Sólo la frontera con Tailandia, en algunos puntos, está abierta a los turistas y casi la mitad del país está vetada a los visitantes.

Por la tarde comienza mi hormigueo persistente en la pierna izquierda, debido al quiste Tarlov que me detectaron en Nepal, y tengo que dar el día por finalizado. Se acabaron las eternas jornadas de 120 a 160 kilómetros que acometía en la India semanas atrás. A partir de ahora tengo que tomármelo con filosofía si quiero concluir con éxito este proyecto.

Por otro lado, mis fuerzas fallan porque vengo del Monte Kyaiktiyo, a donde he ido para ascender a pedales al Golden Rock, el símbolo religioso más importante de este país y lugar de peregrinación para los birmanos.

Busco un hotel pero no hay sino viviendas de cañizo a mi alrededor. Podría pedirle a algún local que me dejara acampar en su jardín, pero Myanmar es el país de las prohibiciones y alojarte en casa de un local es una de ellas. Además, las penas incluyen importantes sanciones para el turista y para el anfitrión. También está prohibido acampar libremente, regla que me salto cada vez que veo la oportunidad, exponiéndome a que mi equipamiento quede confiscado. Sé que a otros ciclistas los han pillado y la policía les ha requisado tienda de campaña, saco de dormir, etc., algunos han tenido que pagar multas para salir del país; supongo que depende del policía que te descubra.

Las márgenes de la vía entre Bilin y Thaton están muy habitados, así que intentar acampar libremente en esta zona sin ser vista es más una utopía que un buen plan. Y no hay hoteles, ni hospedajes, ni pensiones, ni campings, ni nada parecido a un establecimiento turístico en la zona. El sol comienza a ponerse y sigo pedaleando a pesar del dolor de espalda. Creo que la solución a los problemas llega antes en movimiento. Poco a poco me voy resignando a la única alternativa: pedalear por la noche hasta Thaton.

Pero circular de noche por una de las carreteras más peligrosas del mundo puede que no sea la mejor de las soluciones a mis problemas. El ocaso es inminente y tengo que detenerme a un lado de la pista. No me queda más remedio que pedirle ayuda a alguien, no tengo otra alternativa. Miro a mi alrededor y contemplo algunas viviendas junto a la vía; cerca de ellas hay un gran monasterio budista.

En Myanmar el turista también tiene prohibido alojarse en monasterios budistas, norma impuesta por el gobierno militar, como tantas otras, para forzar al visitante a pagar hoteles, muy caros, por otro lado, y de dudosa calidad. Sin embargo, los monjes budistas no acatan esta regla, como tantas otras, y dan cobijo completamente gratis. Además, el budismo que practican incita a la hospitalidad hacia el forastero. Un precepto que utilizan para neutralizar a las autoridades cada vez que se da algún conflicto similar.

Me introduzco dentro en el recinto de arquitectura budista con Roberta entre las piernas. Avanzo por un vasto y solitario jardín adoquinado sembrado de papayos, columnas y estatuas de escasa elevación. Varios edificios de madera y ladrillo con techumbres de alero grande componen el complejo religioso. La oscuridad va ganando terreno al día y me impaciento porque no hay nadie.

Bueno, en última instancia saco la tienda de campaña y acampo aquí mismo, pienso.

A unos cien metros, una puerta se abre y un monje con la cabeza rapada y una túnica roja asoma y enciende un pitillo para comenzar a barrer el suelo. Lo llamo a gritos y desaparece de mi vista. De otro edificio emerge un nuevo monje que se me aproxima. Lo saludo y le pido cortésmente alojamiento mientras me mira perplejo. Adivino que no ha entendido ni una palabra.

Entonces le digo con gestos que me gustaría pasar la noche en el monasterio. Parece comprender y me dice que sí sin rodeos. El complaciente monje de cabeza rapada, descalzo y con una túnica burdeos enrollada en la cintura, me pide que aguarde un instante y se va con aire reposado. Regresa con otro monje anciano que dice algunas palabras en inglés y no para de reírse. Me toma de la mano gentilmente y me arrastra a uno de los edificios.

—Swimming, swimming —dice.

—¿Nadar? —pregunto—. ¿A estas horas?

Mientras tanto, se unen más monjes a la fiesta. Murmuran entre ellos y alguno suelta de vez en cuando una carcajada. Dentro del inmueble hay un amplio patio con una gran piscina en el centro de poca profundidad. Me pide que me meta dentro y me da un balde para que me eche agua por encima.

—¿Esta es la ducha?

—Si, si, si… ducha, ducha —dice asintiendo repetidas veces con la cabeza.

—O sea, que me tengo que asear echándome por encima el agua de la piscina

—Si, si, si, ducha, agua, ducha, agua…

Me dejan sola para que me bañe en la intimidad del patio descubierto rodeado por pórticos de columnas. Me aseo con el mallot puesto, recogiendo el agua de la piscina y echándomela por encima, frotándome con una pastilla de jabón por debajo de las licras. Después me seco con una toalla limpia que otro monje me entrega cuando ve que abandono el santo spa. Me guía hacia un cuarto y allí me deshago de la ropa mojada y me visto.

Regreso al encuentro del joven que me da la bienvenida, del anciano risitas que parece el prior, y del grupo de monjes curiosos. Me llevan a la capilla y el viejo saca una esterilla y la coloca en un lateral.

—Dormir, dormir, aquí dice señalando la improvisada cama.

—¿Delante de Buda? ¿En serio, no hay problema? —contesto observando la imagen de Buda Gautama que corona el templo envuelto en luces de colores parpadeantes.

En pocos segundos otro monje se presenta con una mosquitera, una almohada rosa fucsia, un ventilador y entre otros dos religiosos instalan una máquina expendedora de agua fría, completamente nueva, que parece sacada de una oficina, y la enchufan a la corriente eléctrica junto al improvisado campamento.

Entre todos intentan colgar la mosquitera atándola a cuatro columnas que rodean el jergón aislante. Como no lo logran, comienzan a discutir hasta que un monje surge con una caja de herramientas y zanja el problema. No abandonan el lugar hasta que se aseguran que todo está en óptimas condiciones. Entonces me dan las buenas noches con reverencias y me dejan sola.

Aliviada, me introduzco bajo la mosquitera de dosel y me tumbo sobre el saco de dormir que extiendo sobre la esterilla. Cierro los ojos para escuchar el sonido del silencio, interrumpido sólo por mi respiración y las aspas del ventilador. Mi cuerpo aún hierve del calor infernal durante el día y mi piel está quemada por el sol. Me gusta el silencio porque limpia el alma. Me quedo dormida en pocos minutos, hasta que un sonido estridente procedente de la calle me despierta. ¡Por el amor de Dios! Mejor dicho… de Budha. ¿Qué diablos…?

Me asomo a una ventana y atisbo una multitud de hombres, mujeres, niños y monjes que baila en el jardín al compás de la música alta. Un monje cambia la música en una improvisada cabina de dj, mientras bailotea y grita al micrófono. De vez en cuando los fuegos artificiales dibujan lágrimas de colores en el cielo, ocupado en un sector por globos de cantoya, unas lámparas de papel de arroz que flotan en la oscuridad con misteriosos deseos.

Vuelvo a mi puesto turbada ante los inesperados acontecimientos. No puedo dormir y saco mi tablet para leer. La huida de Papilllon (Henri Charriere) de la Isla del Diablo, consigue abstraerme un poco. Cuando comienzo a cerrar de nuevo los ojos, oigo voces que musitan desde la calle. Abro los ojos y reparo en que un grupo de gente me observa a través de una de las ventanas abiertas de par en par. Hago que no les he visto y me doy la vuelta dándoles la espalda. De nuevo, caigo en un profundo sueño.

—Hello, hello Madame, please, please —Alguien agita mi brazo por debajo de la mosquitera.

Abro los ojos y me los froto aturdida. Cuatro oficiales de policía, de pie, junto a la mosquitera, me examinan. Uno de ellos habla algunas palabras en inglés. Me dice que son de Inmigración. Uno de ellos va armado con un fusil chino del tipo 56. El individuo que me agita el brazo se sienta junto a mí, con la mosquitera en medio, y me pide el pasaporte.

—No poder estar aquí —dice. No ser seguro para usted.

—¿Que no es seguro dormir en un templo? —pregunto. Disculpe pero no me lo creo.

—Tener que marcharse —insiste.

—No me da la gana.

—Si no se marchar, tener que ir a comisaria —persevera.

Estoy cansada, de mal humor y pierdo fácilmente la paciencia.

—Mire señor; si hay algo que tengo claro hoy, es que este es el lugar más seguro del mundo para una mujer que viaja sola. Y yo no tengo la culpa de que en su país no haya suficientes hoteles porque han estado demasiado ocupados durante años dándose piñas unos a otros por cuestiones étnicas y religiosas.

Se hace un silencio. Pienso que puede que no hayan entendido nada. Mejor así. Ahora discuten entre ellos. Se marchan llevándose mi pasaporte. Bah, me da igual. Que se lo lleven estos hijos de su madre. Saco mi tablet otra vez y leo para conciliar el sueño.

Papillon y yo intentamos sobrevivir a las arenas movedizas que anteceden a la isla que acabamos de tocar con nuestro bote de goma, cuando alguien entra de nuevo en el templo. Otra vez la pandilla de inmigración. Ahora vienen con una mujer que habla mejor inglés. Me invita a recoger mis cosas y a acompañarlos a comisaría. Pierdo los nervios.

—¡Putos militares de mierda! No me voy a mover de aquí ¿Entendéis?

Pero el del rifle me encañona y no me queda más remedio que obedecer sus estúpidas órdenes, ante la perpleja mirada del anciano prior que ha perdido la sonrisa.

Después de perder el tiempo en comisaría me llevan en una furgoneta a un hotel de Thaton donde paso el resto de la noche en vela, viajando con Papillon a bordo de su bote de goma, en su última y exitosa fuga de prisión.

Quiero conocer a esas mujeres que trabajan en el arrozal. Agachadas sobre el lodo, cultivan el arroz al compás del sonido de las chicharras. Bajo el sol o la lluvia, siembran a mano la base alimentaria del pueblo birmano. En silencio dibujan geometrías sobre el agua bajo sus sombreros cónicos como las pagodas. Mujeres de oro, por su fuerza, sobresalen del agua, las pagodas doradas lo hacen, casi siempre, de la selva. Ellas continúan trabajando en casa cuando el sol se esconde, para que nada les falte a los suyos.

Escondo la bicicleta en el arrozal y me dirijo hacia ellas. Debo descalzarme cuando mis pies comienzan a hundirse en el lodo. Llego junto al grupo y me reciben con un cariño especial. Sus miradas rebosan felicidad. No lo entiendo. Aquellas mujeres de hierro llevan todo el día encorvadas con el peso del sol en el lomo y están contentas. Una de ellas me viene a saludar y se lía dos “paan”, un preparado psicoactivo que hacen con hojas de betel, nuez de areca y tabaco curado, al que agregan una pasta de base de cal para pegar las hojas. La mayoría de los birmanos se pasa el día mascando paan y tiene los dientes rojos o negruzcos. Si a esta adicción le añadimos la tradición de pintarse los mofletes de tanaka, una arcilla amarillenta, la sensación de estar hablando con un personaje de cine de terror aumenta.

Pero cuando miro a los ojos a estas mujeres, mis prejuicios desaparecen. Una ternura sin igual envuelve a aquella fémina con aura de santa, que dice llamarse Suu Kyi, su nombre de soltera, porque en Birmania no existen los apellidos, y las mujeres conservan su nombre original después de casadas. Quiero preguntarte tantas cosas, Suu Kyi… Pero, como en toda Birmania, prácticamente nadie habla NI UNA PALABRA de inglés, producto del aislacionismo al que ha tenido sometido el régimen militar a este noble pueblo. Por lo que tengo que resignarme al silencio y a observarla a ella y a sus compañeras colocando los tallos en completa armonía.

25 de octubre La Frontera con Tailandia

A 80 kilómetros de Tailandia me siento cansada pero feliz de haber casi completado con éxito otro país más en este viaje. Por delante tengo la etapa más dura de Myanmar, los montes de Karen, con cimas de 2500 metros, ocupados por los Karen, una etnia al sur de Birmania y frontera con Tailandia que ha estado siempre en guerra con el gobierno en el poder desde 1949. No sé lo que me voy a encontrar allí, pero soy una guerrera y ya nadie me detiene. Y como guerrera, me adornaré con pintura de guerra.

A un lado de la carretera, dos niñas preparan magistralmente el “paal”. Les pregunto dónde puedo pintarme la cara. Se ofrecen voluntarias para dejarme guapa. Mientras una se queda vigilando el puesto, la otra me introduce en su casa y prepara la mezcla de arcilla para después untarme con los colores “bélicos” con los que atravesaré la jungla a lomos de mi Roberta. Les ofrezco dinero y lo rechazan. He aquí la diferencia entre un país que mantiene su virginidad cultural gracias al aislamiento y otro viciado por el desarrollo turístico. El ser humano es noble por naturaleza hasta que conoce el dinero.

Me despido de mis amigas y continúo la marcha. Pero cuando llego a Kawkareik y me dispongo a entrar en los montes, la policía me bloquea el paso. Un oficial más alto y fornido de lo normal (la gente es bajita y excesivamente delgada en Myanmar), con los dientes negros de mascar “paal”, me hace una señal con la mano para que me detenga.

—“Pasaporte” —dice.

A punto de sucumbir ante mi mal genio, me contengo y respiro hondo. Es la décima vez que me piden el pasaporte en una semana y pico. Fuerzo una sonrisa.

—¿Hay algún problema señor?

Dirige una mirada de complicidad hacia sus compañeros, que se apoyan con desidia en la barrera de seguridad.

—¿Hacia dónde va?

Me impaciento. Es muy difícil no perder la paciencia con las autoridades en Myanmar. Hasta ahora no me habían tocado nunca tanto los ovarios como en este país.

—¿Es que se puede llegar a algún otro sitio por esta carretera? Usted sabe que me dirijo a Tailandia!

Dice algo en birmano a sus compañeros y todos estallan a carcajadas. Discuten por unos minutos. Más que una discusión de trabajo parece que han quedado para tomarse unas copas. Tengo la sensación de que están aburridos y necesitan divertirse con la blanquita, que soy yo. El oficial alto y fuerte desaparece quince minutos con mi pasaporte. Aquello no me gusta nada. Regresa y me dice con aire autoritario.

—No puede pasar hoy.

—¿Disculpe?

—La carretera es demasiado estrecha y por seguridad la abrimos en un sólo sentido cada día. Mañana toca sentido de ida hacia Tailandia, pero no hoy.

Permanezco de pie, junto a Roberta, perpleja con mi pasaporte en mano.

—Pero yo voy en bici, oficial, esto no es un vehículo a motor, es como si fuese caminando.

—No importa, es demasiado peligroso para usted.

—¿Peligroso? Peligrosas son todas las carreteras en Myanmar y ya estoy habituada a ello. No puedo perder un día entero aquí. Además, no hay donde hospedarse y tampoco está permitido acampar.

—En Kawkareik hay buenos alojamientos.

No estoy dispuesta a retroceder varios kilómetros para perder un día entero por la majadería de este grupo de incompetentes. Así que voy a luchar hasta el final por llegar a Tailandia hoy adentrándome en las montañas como sea.

—Oficial, debe comprender que al no figurar este control fronterizo espontáneo en las guías turísticas ni en los mapas, ni información alguna sobre los cortes de tráfico en la zona, esperaba cruzar a Tailandia hoy y ya no me quedan kyats para pagar el hotel y tampoco aceptan tarjetas de crédito en otro lado que no sea Rangún en este país.

Se queda pensativo.

—Espere. Ahora vuelvo.

Se marcha para hablar con otros oficiales a la sombra de un porche de cañizo y regresa a los diez minutos.

—Tiene usted que hacer noche obligatoriamente en Kawkareik.

—¡Pero ya le he dicho que no tengo dinero! —miento.

—Un momento.

Vuelve a marcharse, y yo vuelvo a impacientarme. Se me ocurre que a lo mejor puedo esperar a que se haga de noche y cruzar por algún otro lado sin ser vista.

—Mis compañeros y yo hemos hecho una colecta para pagarle el hotel —declara. Tiene que venir conmigo, la registraré en algún hotel y me aseguraré de que pasa usted la noche allí.

El oficial de policía fronteriza Haang Sha me acompaña en su Honda 125cc a un destartalado motel del centro de Kawkareik. Después de registrarme y pagar la noche, se despide. Frustrada, subo a mi habitación, la más cutre de todo el viaje, separada de las contiguas por un tabique de madera tan fino como un papel de fumar. Un ventanuco permite el paso de un pobre haz de luz que ilumina a duras penas un espacio de dos metros cuadrados. Extiendo mi saco en el colchón sucio y sin ropa de cama de un cuerpo. No pego ojo debido al ajetreo en la habitación de al lado, donde esa noche se fabricaron como mínimo otros dos birmanos.