USA: California y Arizona

9 de Marzo Hacia el Gran Cañón, Arizona, USA

El lunes le digo adiós a James sintiendo una vez más el sabor amargo de las despedidas. Me hubiera gustado pasar más tiempo en Los Ángeles, pero esta ruta hacia el Gran Cañón no puede esperar más.

James me invita a un desayuno típico norteamericano en un restaurante que evoca, en decoración y espíritu, al clásico local americano que ves en las series y películas. Los clientes tampoco se alejan mucho del cliché: individuos con el pelo grasiento bajo una gran gorra de béisbol, barba de una semana y obesidad considerable devoran populares platos en solitario. Como si la vida me fuera en ello, apuro con ansiedad los pancakes de mantequilla y sirope con huevos. “Puede que no vuelva a comer algo tan asquerosamente rico en días”, pienso.

Mi amigo James, a quien conozco a través de Carrie, a quien he dejado atrás en la India, disimula su preocupación cuando le explico que acamparé en pleno desierto en mi viaje a Arizona.

—¿No te da miedo acampar sola?

—Sí, James, pero tengo que acostumbrarme. Apenas hay alojamiento de Los Ángeles al Gran Cañón, y si lo hubiera, tampoco podría pagármelo.

—¿Y si alguien te ataca por la noche?

—Siempre procuro esconderme. Además, duermo con un puñal bajo el brazo y un spray de pimienta en la mano.

Sonríe taciturno atusándose la barba gris.

—Agradezco tu preocupación, James, pero te aseguro que estaré bien. Además, voy a acampar en un desierto prácticamente deshabitado. Me inquieta más hacerlo junto a una ciudad.

Pedaleo hacia Barstow unos 80 kilómetros. Después de varios días de descanso la jornada se me antoja muy fatigosa. Además, en esta nueva etapa de mi viaje, estreno alforjas delanteras y bicicleta. El cambio es notable y dificulta de manera considerable mi arranque en este continente. El peso se reparte ahora casi por igual y no estoy acostumbrada a esta bicicleta. Llevar alforjas delanteras es como cargar un plomo en el manillar, por mucho que la máquina esté más equilibrada. Controlar el manillar se convierte así en el reto del día, máxime durante las subidas.

Transito por la histórica y destartalada Ruta 66 que atraviesa el país de costa a costa uniendo ambos océanos. Un sueño para muchos moteros que yo recorro sofocada a golpe de pedal y sorteando hoyos y baches.

¡Madre mía, que calor! Y eso que estamos en primavera —pienso.

El paisaje es alucinante. Al caer la tarde los colores son increíbles, algunas veces, desconcertantes, en lugares que parecen de otro mundo. Al estar cerca de Los Ángeles, el goteo de vehículos es interminable y extremo la precaución. A lo lejos, el tren se pierde en el horizonte siguiendo la ruta Atlantic and Pacific Railroad, construida en 1880, la madre de la legendaria Ruta 66.

Se me hace tarde y no llego a Newberry, localidad que alberga el último camping hasta el Rio Colorado. A partir de allí, mi única compañía será mi sombra en el desierto durante tres días.

Decido esconderme al otro lado de la vía del tren. Busco un pequeño puente que me sirva de paso, por donde no puedan atravesar la vía los vehículos, y camino con Susan Sarandon por el desierto lleno de contrastes.

Encuentro un arbusto lo suficientemente grande y me oculto rápidamente detrás, antes de que pase el tren errante cuyo silbido flota en el aire. En esta época del año se hace de noche en un santiamén. A las seis de la tarde el sol se esconde sembrando de colores valles de arena y dunas.

Metida en mi saco, doy bocados a una hamburguesa que he comprado antes en McDonalds mientras le mando a James mis coordenadas GPS y un mensaje jurando que estoy mejor que nunca. Por la noche siento a los coyotes desfilar en los alrededores y oigo pitar el tren a lo lejos, deseando que alguien apague la luna y encienda el sol para que las aspas de mi corazón dejen de girar como las paletas del ventilador.

Cuando amanece cuento hasta tres y salgo espantada de la tienda, empuñando el cuchillo de supervivencia en una mano y sujetando el spray de pimienta con la otra. Me he imaginado un exterior plagado de amenazas aguardando mi salida y me encuentro con un impactante amanecer. Sin duda estoy en un país de colores y sensaciones intensas. Hasta ahora, pocas veces me he encontrado con paisajes y rincones que me hagan sentir lejos de cualquier civilización. Los colores cambian según avanza el día , en un espectáculo cuya belleza me deja sin palabras. Los tonos naranjas y rojizos acarician ahora la arena que hasta hace pocas horas estaba helada y aún lleva impresa la huella del mamífero carnívoro siempre al acecho.

De Newberry Springs a Needles, el único camping que detecto en la APP Good Sam Camping es, además de una decepción, un ejemplo de la cantidad de negocios cutres y mal administrados que siembran la popularmente conocida como U.S.A. Route 66. Me refiero a la ausencia de profesionalidad, servicios, facilidades y atención al público. Un hecho que ha ido con los años mermando la reputación de la “Main Street of América” como destino turístico. A esto hay que unir el abandono de esta carretera en muchas zonas, sobre todo de California.

Después de un día agotador, me recibe en este camping una señora de aspecto malhumorado. Estoy tan cansada que bajo la guardia y no me aseguro de que todos los servicios del camping funcionan correctamente.

—Son 15 dólares.

Me sorprende el elevado precio pero no tengo fuerzas para ir a otro lugar y necesito una buena ducha. Le pago con reserva, confiando en que la cantidad se traduzca en buena calidad.

Por cierto, no puede acampar cerca de las auto caravanas, no funciona el wifi, la piscina está cerrada, no hay suministro eléctrico para cargar el teléfono y no funciona el agua caliente.

Demasiado tarde para negarme, sigo a la huraña individua hasta un descampado aislado del resto del complejo.

—Esta es la zona de camping —indica, mientras me guía hacia un yermo terreno cercano.

Permanezco ahí de pie, observando aquella zona donde crece la hierba y los perros de los ricos veraneantes cagan. En un lateral del reducido espacio hay unos escombros amontonados. La miro enojada.

—Es una broma. ¿No es así?

Me dice con acritud que no, que todo es como lo estoy viendo y oyendo, y que eso es lo que hay.

Más tarde le pido cordialmente que me cargue el teléfono en su autocaravana. Le explico que viajo sola en bicicleta y que hace más de veinticuatro horas que no tengo batería.

—Necesito el teléfono para comunicar que estoy bien.

—No tengo cargador de teléfono —contesta con brusquedad.

Me contengo e insisto amablemente.

—Verá, si mañana mis amigos no saben nada de mí, llamarán a la policía —miento.

Durante unos segundos permanece en silencio, mirándome, con el cabello alborotado cayéndole sobre la frente, ardiendo toda ella en una especie de sofocación interior.

—Bueno, pues déjelo aquí y venga esta noche a buscarlo —responde irritada antes de cerrarme la puerta en las narices.

Paso toda la tarde atareada con el montaje del campamento, la redacción del blog y los preparativos para el día siguiente y se me pasa el día volando. Alguien enciende la luna y le toco a la norteamericana en la puerta. Sin terminar de abrirla completamente, asoma la cabeza y me da el móvil bruscamente haciendo ademán de volver a cerrar.

—Un momento, un momento —le pido sosteniendo el puño de la puerta e impidiendo que la cierre—. ¿Podría dejar cargando mi tablet esta noche en su caravana? Pasaré unos días acampando sola en el Desierto de Mojave y quiero tener al menos dos dispositivos de telefonía operativos por si acaso.

Su mirada de odio me fulmina.

—No, lo siento, tengo que cargar el mío —contesta cerrando de un portazo. Me vuelvo a quedar ahí, alelada, mirando la puerta en silencio sin saber qué hacer. Que yo recuerde, jamás me habían tratado así en ninguna parte.

Al día siguiente, cuando estoy a punto de abandonar el camping, la gruesa individua sale a mi encuentro para desearme “una feliz jornada”.

Pongo rumbo a Needles. La Ruta 66 va empeorando y los hoyos en el alquitrán se hacen cada vez más frecuentes. No me extraña que no haya prácticamente tráfico en esta vía. Cualquiera se arriesga a perder la amortiguación aquí.

El paisaje se torna negro y blanco merced a la lava del Cráter de Amboy y a la arena blanca que la acaricia. El atardecer tiñe de cobre el espectacular Desierto de Mojave y tengo que comenzar a buscar un sitio donde pueda ocultarme de la carretera hasta el día siguiente. En esta época del año aquí anochece a las seis.

Me gusta acampar en el desierto porque su condición de terreno baldío es una garantía de soledad total y de ausencia de peligro, especialmente al anochecer. Aparte del agua y del calor del mediodía, la única dificultad que entraña sobrevivir en este hábitat es la localización, a diario, de un buen lugar de acampada. Un desierto es por lo general un área muy llana y desolada, con escasas y lejanas colinas. Cuando la fatiga te domina al final del día, lo último que quieres es empujar la bicicleta por la arena durante kilómetros para llegar a una loma en el horizonte y ocultarte detrás. Esta desde luego no es la opción que seguiré hoy. Así, me arriesgo a que la noche se cierna sobre mi cabeza y continúo dándole a los pedales por otros diez kilómetros. Con suerte, encontraré aunque sea un montículo cerca de la vía detrás del cual pueda desaparecer en la oscuridad.

Antes de lo esperado, un cerro de lava negra asoma a lo lejos. Por muy próximo que pareciera, me lleva una hora llegar a él y monto el campamento cuando el horizonte está a punto de tragarse al sol. Subida en una roca contemplo uno de los ocasos más espectaculares de mi vida, mientras un tren kilométrico serpentea entre colinas pitando y bufando.

Duermo mejor que las últimas noches, quizá por la tranquilidad que me brinda el aislamiento de cualquier civilización. He visto numerosas huellas de coyote en la zona pero estos mamíferos ya no me quitan el sueño.

14 - 15 Marzo. Oatman y el Lejano Oeste. USA

Entro en el estado de Arizona a través del Old Trails Bridge que cruza el Río Colorado desde Needles. La vía aquí carece de arcenes y los conductores van como locos al volante. En dos ocasiones estoy a punto de salirme de la carretera empujada por un camión que casi me roza las alforjas. Mi desasosiego me impide disfrutar una vez más del viaje. Lucho también contra el fuerte viento en esta zona del desierto de Mojave, confiando en que se detenga donde la pampa tropieza con las colinas. Dejo algunos arrozales a mi derecha que siembran de verde, por primera vez, el paisaje desértico.

Antes de lo esperado, la vetusta Ruta 66 se desvía de la vía general para serpentear solitaria entre prominentes cerros. De súbito, el arriesgado tráfico desaparece y con él mi congoja. Comienzo por fin a disfrutar del viaje otra vez, pese a lo abrupto del terreno.

Al final de las tarde llego a una antigua localidad minera conocida como Oatman, un pueblo de cine del Lejano Oeste que se conserva intacto. Se hace tarde y no puedo detenerme mucho tiempo, pero me parece un atentado no tomarme un tiempo para hacer unas fotos de las polvorientas calles sembradas de burros salvajes, descendientes directos de los borricos que abandonaron en su día a su suerte los mineros.

Oatman, en el Condado de Mohave, a 43 kilómetros al Oeste de Kingman, tuvo su esplendor hace 100 años como campamento minero. Su actividad cesó por completo tras la Segunda Guerra Mundial, convirtiéndose en un pueblo fantasma, para despertar otra vez en los años 50 con el resurgir de la Ruta 66 como destino turístico.

El pueblo recibe este nombre en memoria de Olive Oatman. Olive fue secuestrada en 1851 con 14 años, al tiempo que su familia era asesinada. Los indios Yavapai la convirtieron en esclava junto a su hermana. Ambas fueron vendidas a la tribu Mohave años después y, tras ser testigo de la muerte por hambre de su hermana, fue puesta en libertad. Desde entonces, su historia cobra trascendencia entre la prensa y se escriben novelas, obras de teatro e incluso se filman películas que destacan siempre el tatuaje que los indios Mohave le practicaron alrededor de la boca. Lo que le ocurrió a Oatman durante su cautividad aún es un misterio. Por lo visto nunca quiso dar muchos detalles de lo que le hicieron o de cómo la trataron.

Acampo entre las Black Mountains del condado de Mojave, muy cerca del viejo enclave minero, junto a una recua de burros que no deja de chillar. Antes del ocaso instalo el campamento cerca de la carretera porque es el único sitio aceptable en medio de un relieve demasiado escarpado. Cuando voy a echar la cremallera para despedirme del mundo oigo a los burros rebuznar como locos al otro lado del barranco, enzarzados en una trifulca familiar. Al parecer, un borrico se quiere montar a la fuerza a una pollina y el resto del grupo está indignado. El muy asno lo intenta varias veces y después de llevarse varias coces del resto de los jumentos desiste por fin de su empeño.

Contemplo la espectacular paleta de colores de las montañas Colorado con el resplandor del ocaso en el cielo y me encierro hasta el día siguiente. No duermo bien porque estoy muy pendiente de los vehículos que pasan muy cerca toda la noche y porque me despiertan unas pisadas alrededor de la tienda. No puedo identificar si son humanas o de algún animal y permanezco en guardia el resto de la noche, sujetando el puñal y el spray de pimienta en ambas manos. He acostado la bicicleta entre la tienda de campaña y un gran arbusto, de manera que yaciera oculta bajo unas ramas. Quien quiera que fuese ha descubierto la bici y levantado las ramas durante unos segundos, disolviendo mis dudas sobre la efectiva presencia de un ser humano.

Afortunadamente, se marcha al cabo de varios minutos y no regresa. Amanezco turbada y hago lo posible por abandonar aquel lugar cuanto antes e incorporarme a la carretera. Por muy aislado que se encuentre aquello, estar en la carretera, a la vista de otros, es siempre más seguro que adentrarse en solitario entre montañas.

Pedaleo por las Black Mountains cuesta arriba durante hora y media. Las pendientes son de aúpa y voy muy cargada; llevo cinco litros de agua en el depósito de nylon que descansa sobre las alforjas traseras. Dejo atrás la popular Mina de Oatman que aún opera en medio de la montaña. No me puedo creer que después de cien años todavía quede oro en estas cumbres. Me detengo para beber agua delante de una puerta cerrada con un candado. Un cartel con las letras “Keep Away” me da la bienvenida. Pienso en el aspecto que tendría la mina hace cien años, con todos aquellos buscadores de oro soñando con hacerse ricos de la noche a la mañana. “El ser humano no ha cambiado mucho desde entonces”, pienso.

Continúo ascendiendo por aquella empinada cuesta hasta que ya no hay más montañas que escalar y la carretera comienza un vertiginoso descenso ladera abajo. Durante una hora bajo a gran velocidad por un paisaje de acantilados de ensueño y colores espectaculares. Es mi primer descenso duradero desde hace días y lo disfruto como un niño con zapatos nuevos.

Dejo que el viento me acaricie la piel mientras veo la vida pasar. No puedo evitar sonreír y tampoco que las lágrimas fluyan de mis ojos y floten en el aire. Esta hora de delirio vale por todo el sufrimiento para llegar aquí. Entiendo que haya mucha gente que no comprenda esta manera de viajar, siempre ligada al sufrimiento. Pero los ciclo-viajeros somos personas poco comunes, necesitamos experimentar el sufrimiento intenso para sentir el placer infinito. Creo que por ese motivo nunca he encontrado otra forma de viajar que me haya llenado el alma más que conocer lugares a pedales.

Abandono la montana para adentrarme de nuevo en el dilatado y turbador desierto que me llevará a Kingman. El sol está en su cenit y la centelleante arena blanca me deslumbra. Algunas viviendas de madera y techos de zinc adornan el inhóspito paisaje. Parece que unas están habitadas pero no hay ni rastro de seres humanos. Los columpios se mecen solos en los patios traseros, chirriando al viento, las sillas de los porches se divisan vacías entre el polvo que levanta el aire.

Algunos perros ladran a lo lejos y de vez en cuando pasan camionetas que se caen a pedazos, con hombres barbudos de melena grasienta y gorra de béisbol. Filas de buzones de hojalata se erigen en algunos cruces, con nombres que evocan lejanas contiendas: “Sargent Miller”, Centenial,… Oteo el horizonte y no veo sino desierto. “¿Dónde vivirá esta gente, bajo tierra?”, me pregunto.

Oigo el rugido de una camioneta que se aproxima por detrás. La conductora es una viejecita que habla por el móvil. Hago un gesto con la mano para saludarla.

—¡Quítate de en medio, maldita sea! —me grita por la ventanilla.

Las pinceladas de verde en el paisaje se hacen cada vez más frecuentes a medida que me aproximo a Kingman, al tiempo que las viviendas van cobrando mejor forma y desaparece el aspecto de algunos lugareños de haber sobrevivido a un naufragio. Hasta tal punto que cerca de Kingman las casas son auténticos palacetes burgueses.

17 Marzo Cuesta arriba por Kaibab National Forest

De Seligman a Gran Canyon Junction hay 150 kilómetros y gran parte del trayecto es cuesta arriba. En Kaibab National Forest, casi a 2000 metros sobre el nivel del mar y después de subir setenta kilómetros de montaña, decido que ya no puedo más. Busco una salida de la N40 y me introduzco en el camino de acceso al bosque de pinos, vigilando que no pasen vehículos. La vía es de tierra y atraviesa el parque de este a oeste. Después de unos minutos dejo también esta carretera y penetro en la espesura a pie, abriéndome paso entre la maleza. De repente, descubro un cervatillo petrificado entre los pinos, mirándome espantado. Yo me quedo ahí, sin atreverme a dar un paso para que no huya, observando toda su belleza, su mirada candorosa, esquivo y elegante, pequeña bestia sagrada, encarnación de espíritus y leyendas. Entonces, el pequeño rey del bosque pone fin a nuestro furtivo encuentro desapareciendo de un salto en la floresta.

Monto la tienda entre unos pinos bajos, sobre la arena blanca similar a la del desierto que he atravesado y que ahora cubre el suelo de los bosques de Kaibab. Amarro a Susan a un árbol con el candado mientras el sol comienza su cromático ritual de despedida. Las copas de los árboles centellean bajo el halo dorado del atardecer.

Cocino algo con el hornillo multicombustible que adquirí en Bangkok. Lo he instalado en la puerta de la tienda, a una distancia prudencial para evitar un incendio, flanqueado por enormes piedras que protejan la llama del viento. Con medio cuerpo dentro de la tienda de campaña, abro un paquete de arroz al estilo mejicano y observo en silencio cómo el grano se mezcla con un polvo rosado para después entrar en ebullición. En cinco minutos la comida está servida y en diez, en mi estómago.

Agotada por el extenuante día, me introduzco en el saco de dormir y trato de leer algo, pero los ojos se me cierran inevitablemente y duermo toda la noche a pierna suelta. Quizá porque me encuentro muy segura aquí, en este inmenso entorno de pinos y venados a los pies del Gran Cañón del Colorado.

Por la mañana contemplo extasiada el amanecer mientras trato de calentar el agua para el café instantáneo metida aún dentro del saco debido al frío.

El combustible no es el adecuado para el hornillo y tardo en producir la llama porque me veo obligada a bombear más aire de lo normal para crear gas. Un suplicio a esas horas de la mañana, pero es que en este país no venden gasolina en la gasolinera fuera del tanque de un vehículo por razones de seguridad y he adquirido un combustible para encender barbacoas como remedio temporal.

Con lo cual, cada vez que quiero encender el hornillo la llama llega hasta las copas de los arboles, más o menos, y el riesgo de provocar un incendio en medio del bosque es el 99,9 %. No obstante, cuando acampo libremente tomo todas las precauciones necesarias, construyendo un muro de piedra alrededor de la cocina y limpiando de hojas secas toda la zona.

Entre sorbos de café dibujo trazos en mi libreta de notas de mi nuevo invento: una alarma para coyotes hecha con la bocina de baterías de la bicicleta, hilo de nylon y una pinza para la ropa.

18 Marzo El Gran Cañón del Colorado

Se hace tarde y ya no llego al Gran Cañón, por lo que me veo obligada a buscar un lugar para acampar en una localidad llamada El Valle, a cincuenta kilómetros del popular parque nacional.

Llego con el tiempo suficiente para montar la tienda aun de día. Me cobran doce dólares por ponerla en un parking sucio donde encima tengo que pagar un dólar por cinco minutos de ducha caliente en un baño asqueroso. Estoy empezando a cansarme de este país. El camping se llama Flinstones y se presenta al mundo con la familia Picapiedra garabateada en enormes carteles apostados en la carretera. La imagen le viene de perlas porque el sitio es propio de cavernícolas.

Me alegro de haber llegado hasta aquí y haber disfrutado plenamente de mi soledad durante estos diez días. No obstante, reconozco que se me agota la paciencia ante tanta falta de profesionalidad en un país que se supone puntero a nivel mundial en turismo. Tantos días sola afectan a mi ánimo y al día siguiente sólo pienso en llegar al parque para descansar. He pagado 65 dólares en el aeropuerto por una tarjeta SIM de teléfono de una compañía cualquiera y llevo días sin cobertura, así que no he podido hablar con James para que no se preocupe.

Pero los precios populares y la belleza del Grand Canyon National Park me suben el ánimo en cuestión de horas. Además, hay plazas libres en el Mather Campground, algo infrecuente sin reserva previa, y conozco a otros aventureros a pedales que llevan varios días a la sombra de los pinos. En la tienda de al lado hay una joven de letonia con la que mantengo largas conversaciones alrededor de un fuego durante un par de noches, hasta que decide irse. Se llama Marika Latsone.

Durante dos días apenas me muevo de los alrededores de mi tienda de campaña. Quiero descansar, hablar con la gente, reír, comer, dormir y tomar el sol. Hay que hacer un largo recorrido en bicicleta desde el camping para ver la escarpada garganta y necesito recuperar energías antes.

Después de despedirme de la letona, quien se dirige a México por Nogales, me dispongo a visitar al Gran Cañón del Colorado, patrimonio de la Humanidad. Allí soy testigo de la grandeza de este Planeta y de lo insignificantes que somos los seres humanos. Todos los tópicos que circulan sobre él son ciertos. Su inmensidad me intimida. Es como si la corteza terrestre hubiera sido separada hace milenios por un gran machete que la ha partido en dos dejando una limpia entrada al centro de la Tierra. Me asomo al borde del mirador Plateau Point y veo la sangre que fluye por el río Colorado a 1600 metros de profundidad. Siento ganas de saltar y volar por encima del abismo para sentir el infinito, donde sólo hay silencio. Sería maravilloso poder sentir la inmensidad antes de morir.