SUDAMÉRICA: El viaje más duro

19 de diciembre. Colombia.

Atravesamos el resplandor de las salinas bañadas por las aguas turquesas caribeñas entre cerros rocosos y arenales que nos cortan el paso con frecuencia en un paisaje tan árido que ni los cactus habitan en él. A veces el desierto es tan yermo que la tierra se resquebraja bajo el aire de fuego que no deja de soplar. Una nube de polvo y arena flota en el aire cortándonos la respiración

De vez en cuando, un vehículo sale del turbio desierto a gran velocidad entre la polvareda y debemos apartarnos para que no nos arrolle a su paso. Cuesta adivinar el curso del camino porque la arena va borrando su huella, devolviendo al desierto lo que es suyo, por mucho que el hombre se empeñe en arrebatárselo.

También salen del abismo motoristas con una larga chalina enrollada en torno a la cabeza para soportar mejor las altas temperaturas y el palpitar del sol en el cogote. Las mujeres van siempre sentadas detrás, embutidas en una colorida manta tradicional para protegerse del sol y del viento, la Wayuushein. Por momentos me siento en tierra de Tuaregs que han cambiado caballos por el confort de una máquina. A veces van hasta cuatro apretados en la misma motocicleta.

Los lugareños nos saludan perplejos porque no han visto muchas mujeres pedalear solas el desierto de La Guajira. El sol comienza a dar en la espalda y nos deshidratamos en cuestión de minutos. Agotamos el agua de las botellas antes de tiempo y no queremos recurrir a las reservas que guardamos en bolsas de plástico en las alforjas. En total hemos cargado 20 litros de agua para sobrevivir durante 4 días. Comienzo a sentirme mareada. El viento del este arde sobre mi piel y me impulsa con ligereza hacia el suroeste mientras reseca mi cuerpo.

De repente, un camión sale de la tormenta de polvo entre bocinazos. Da un frenazo y el cristal polarizado del copiloto se abre lentamente. Un escalofrío me recorre el cuerpo; estamos demasiado aisladas y somos presa fácil para cualquier asaltante. Además, desde aquella vez que fui robada en Centroamérica me preocupa mucho pedalear en zonas remotas en solitario y cualquier cosa que ocurre levanta mis sospechas ante una posible agresión.

Un indio wayuu de unos cincuenta años asoma la cabeza sonriente y pregunta cómo estamos. Después se apea del vehículo, dirigiéndose a la zona de carga descubierta y abriendo una nevera llena de bolsitas de agua helada.

Charlamos unos minutos mientras vaciamos algunas bolsitas en los botes y apuramos sedientas otras. El amable individuo se despide animadamente y se aleja mientras varias manos se agitan por las ventanas del vehículo. De nuevo el silbido del viento y la soledad del desierto nos acompañan.

Se nos acaba el agua otra vez. Un motorista nos indica dónde podemos comprar agua.

—El poblado Gran Vía es el lugar más cercano, pero aún les queda para rato, gringas —se ríe.

Nos despedimos. Es el décimo motorista que pasa hoy. Desde hace relativamente poco tiempo la motocicleta ha sustituido al caballo y al burro en estas latitudes, hasta tal punto que observamos un nutrido grupo de borricos abandonados a su suerte en la zona.

En un poblado, unas mujeres corren a nuestro encuentro gritándonos “gaseosa, agua”. Entonces advertimos que hemos alcanzado el rancho indígena mencionado por el motorista. La gaseosa de fresa fría embotellada en vidrio me devuelve la sonrisa. Charlo un rato con las indígenas mientras nos abren la valla del rancho para hacernos pasar.

Al caer la tarde, buscamos donde acampar en un cerro bajo sembrado de trupillos y cactus de las sabanas guajiras que podrían servirnos de camuflaje. Nos aseguramos de que no se aproxime ningún vehículo y corremos a ocultarnos entre la escasa vegetación. Esperamos un tiempo prudencial, para cerciorarnos de que el lugar no entraña peligro y Marika inspecciona los alrededores para estar más tranquilas. Mientras, observo atónita el atardecer. El color de la arena del desierto es un conjunto de sombras huidizas: dorados y cobres se combinan con el verde de cardones y cactus bajo la paleta del sol.

La zona es segura y no hay casas en kilómetros a la redonda. La noche va apagando el día y nos apresuramos a montar la tienda de campaña envueltas en una capa de tierra considerable y a sabiendas de que aumentaría su espesor en los próximos días.

Cocinamos arroz con verduras y leche de coco picante y caemos redondas en nuestros sacos de dormir.

De vez en cuando me despierto, cuando los tenaces vientos divulgan el sonido de los vehículos cargados de bidones de gasolina de contrabando de Venezuela que se atreven a cruzar las tinieblas en la noche. No dejo que el miedo me domine y procuro dormir lo suficiente para rendir al día siguiente.

Por la mañana el sol baña de cobre la vegetación del nordeste de la península de La Guajira. Me levanto y hago café en la cafetera moka de Marika. Nada como un expresso al más puro estilo italiano para saludar el día. El olor a autentico café aviva nuestros sentidos y permanecemos largos minutos en silencio apreciando el paisaje lunar teñido de rosa y el sonido del viento que comienza a despertar.

Salimos a toda prisa del campamento improvisado en medio del bosque de cactus y trupillos para que nadie piense que hemos dormido solas sin el amparo de un rancho o un caserío. No queremos que se corra la voz de que dos gringas acampan solas durante estos días en uno de los lugares más remotos de Colombia. De nuevo seguimos a duras penas el camino que se borra y que intentamos adivinar ofuscadas por el sol. Al cabo de varias horas el desierto se transforma en un sendero estrecho en medio de un bosque semi desértico en la planicie árida.

De vez en cuando tropezamos con cordeles atravesados en el camino por niños indígenas que nos piden por señas —ya que casi nadie habla castellano en la zona—, un “aguinaldo”. Ahora los niños son los “guardianes de los caminos” en su tiempo libre. Los tiempos han cambiado y hoy, con el aumento del tráfico de vehículos que transportan turistas hasta Punta Gallinas para hacerse la foto en el norte más al norte del sur, les asignan nuevas tareas. Hasta ahora se limitaban a guardar el ganado, ya que el pastoreo y la pesca son los principales recursos económicos, junto al tráfico de gasolina por mar que compran a 200 pesos el litro —0,05 euros—, en la vecina Venezuela. A medida que nos acercamos a Uribia las paradas se hacen más frecuentes y las demandas más impertinentes. Nuestra paz se turba y debemos estar alerta para huir en caso necesario.

Otra vez sedientas, le preguntamos a un grupo de niños de muy corta edad donde podemos comprar agua. Nos señalan un cerro coronado por un pequeño asentamiento de casas de adobe y cuando menos nos lo esperamos la chiquillada empuja nuestras bicicletas cuesta arriba.

Nos hacemos fotos y despedimos a las pequeñas almas desarrapadas con corazón de oro. Mientras bebemos unas Pepsis embotelladas en vidrio unos indios wayuu se sientan junto nosotras bajo el porche del austero establecimiento comercial para conversar. Sólo dos hablan un poco de español, por lo que la conversación se hace difícil. Además, empiezo a sentir algunos efectos por insolación y me mareo con frecuencia.

—Ustedes son unas guerreras —comenta el líder del grupo de cuatro nativos con camisa del Barza y calzado tradicional wayuu.

Al atardecer, cuando pensamos que el bosque de cardones nos oculta de las clandestinas miradas, una vieja pastora de cabras wayuu descubre nuestro rastro. Nos sentamos a conversar con la mirada porque no hay diálogo más sincero. La india no habla ni una palabra de español pero ha entendido que no debe decirle a nadie que estamos aquí. Qué lástima no poder conversar en profundidad con la anciana que camina sola entre las sombras de los cactus.

Al día siguiente llegamos a la carretera general a Uribia, en muy mal estado y sin una sola sombra donde protegernos durante unos minutos de los mordiscos del sol. Aquí los cordeles atravesando la vía para frenar nuestro paso se hacen más frecuentes. Si fuéramos en un vehículo a motor no me importaría tanto parar, pero con este sol matador y el agua bajo mínimos lo único que deseo es llegar cuanto antes a Uribia sin tener que detenerme cada media hora para negociar nuestro paso sin pagar un impuesto revolucionario.

Diez días después comenzamos a escalar Los Andes en Bucaramanga, después de varias jornadas de incansable pedaleo desde Riohacha. Atrás dejamos el alquitrán hirviendo de las vías que atraviesan el desierto de La Guajira para iniciar el ascenso a la principal cadena montañosa de América del Sur. Cerca de donde estamos, entre Colombia y Venezuela, termina de arrugarse la tierra que da forma a la gran bestia de 7.240 kilómetros, La Cordillera de Los Andes, macizo montañoso que atraviesa siete países.

En San Gil, Santander, nos espera Germán, gran amigo de mi querido Luis Galiana, quien me acogió durante una semana en Nairobi, Kenya, hace ya más de un año. Germán nos convida a celebrar la Noche Vieja con su familia en casa. Desde Bucaramanga, la capital del departamento de Santander, la vía serpentea angosta y perenne entre montañas. A veces pasa por estrechos desfiladeros por donde no caben los vehículos en ambas direcciones y nuestra presencia ralentiza aún más la caravana de automóviles y camiones. Algunos se impacientan y nos adelantan demasiado cerca. Después de varias horas, el rodaje hacia el Parque Nacional de Chicamocha entre el trasiego de vehículos y el sol infernal se convierte en una pesadilla. A las dos de la tarde el tráfico es tan denso que comienzan a formarse los primeros atascos. Mientras circulamos entre la caravana algunos pasajeros nos gritan desde sus vehículos detenidos.

—¡Ánimo, hurra, ya lo tienen!

Intentamos sonreír pero entre el calor extenuante, la cuesta arriba y la altitud no podemos sino rezar para que esta tortura acabe pronto y podamos brindar por el Nuevo Año cuanto antes. Por la noche la situación en la carretera sigue igual con el agravante de que ahora la visibilidad es escasa. Además, no llevamos luces potentes. Y ni un metro cuadrado donde montar una tienda de campaña.

El último día del año, amanece en Los Andes entre nubes de algodón y reflejos de cobre sobre la piel arrugada de la cordillera. Contemplamos desde nuestra habitación el gran milagro del alba entre sorbos de café y a las nueve de la mañana pedaleamos hacia San Gil. Volvemos a escalar la gran bestia esperando llegar a San Gil a mediodía y celebrar que el año termina. Las cuestas, tan empinadas como paredes, se hacen eternas y sólo a quince kilómetros de San Gil es posible disfrutar del descenso y del placer del azote del viento en la cara.

En San Gil somos recibidas con honores por la familia Palomino que nos espera para celebrar Fin de Año a la manera tradicional colombiana. Cuando nos sentamos no puedo creer lo que estoy presenciando. Una gran variedad de platos tradicionales desfilan sobre la mesa decorada con gusto exquisito. Pernil de cerdo con salsa de ciruelas, ensalada de papas con verduras y arroz de coco, aguardiente antioqueño sin azúcar, un trago, dos, tres, hasta que la mente se me turba porque hoy no hemos comido demasiado.

Después, cada vecino de San Gil se encarga de iluminar la noche con sonoros fuegos artificiales que apagan el ballenato de Carlos Vives que suena en la casa y retumba en todo el valle. Mientras, todos bailamos, bebemos y reímos como locos y de repente me acuerdo del pasado fin de año en Nueva Zelanda con Jeananne y me doy cuenta de que se me ha pasado otro año volando sin regresar a casa y que ahora estoy aquí, entre las montañas colombianas, deseando entre sorbos de champán que el Nuevo Año traiga sólo cosas buenas, y quién sabe dónde estaré el próximo.

23 de Marzo. A punta de rifle.

Veo Barichara alejarse en el espejo retrovisor y me invade una mezcla de melancolía e incertidumbre. Hemos parado dos meses para trabajar en nuestros respectivas ocupaciones de manera online, tiempo que también hemos aprovechado para publicar un libro de desarrollo personal en Amazon con el fin de generar ingresos durante el viaje que nos permitan detenernos lo menos posible. La letona se ha encargado del diseño y maquetación y yo de la redacción y edición.

La familia de Germán nos ha alquilado una casa colonial de ensueño en lo alto de una colina, con una de las mejores vistas que he disfrutado en toda mi vida y allí he vuelto a experimentar la sensación de tener un hogar que tanto he echado de menos por el camino. Hacía dos años que no sentía la sensación de seguridad y tranquilidad que te da el tener la propia casa el dormir cada día en el mismo sitio y no preocuparte por nada. La casa regala vistas privilegiadas del Cañón de Chicamocha desde cualquier ángulo y su estilo rústico y abierto, integrado en el entorno desde dentro, me ha permitido sentirme en familia al tiempo que libre y conectada con la naturaleza, por lo que el cambio no ha sido drástico y nos hemos adaptado a la perfección.

Me duele dejar atrás el confort y la sensación de pertenecer a un sitio para regresar al estrés sicológico ordinario. Aunque soy adicta a la aventura, de vez en cuando el cerebro necesita un descanso, ya que no se puede vivir con el alma en vilo eternamente. Creo que es importante darse un tiempo para reflexionar y mejorar aquello que no nos satisface de nuestras vidas para posteriormente cambiarlo mediante la acción.

El calor es sofocante de camino a El Socorro desde Barichara, quizá agravado por nuestro bajo umbral de tolerancia después de tanto tiempo paradas. A lo lejos diviso las prominentes cúpulas renacentistas de la Catedral de Nuestra Señora del Socorro, entre tejados coloniales que se apretujan sin dejar espacio en las viejas calles sino para una extensa y rica historia. El Socorro tuvo una gran influencia en la Independencia de Colombia y es escenario de grandes acontecimientos que llevaron a los colombianos a eliminar el imperialismo español, como la Insurrección de los Comuneros.

Nos sentamos en una plaza, frente a la Iglesia Chiquinquirá, pese al calor aplastante, para hacernos fotos en medio de la exquisitez de su arquitectura. Aunque el pueblo no se ha conservado tan bien como Barichara, sigue mereciendo un puesto destacado en la lista de Red Turística de pueblos patrimonio al que pertenecen sólo 17 municipios en Colombia.

El 24 de marzo salimos de El Socorro cuando aún está oscuro. Ni siquiera hemos dejado atrás las últimas casas del pueblo cuando se me revienta el tensor en plena vía. Durante horas buscamos un mecánico de bicicletas que pueda ayudarnos un Jueves Santo y lo encontramos en una de las angostas calles del pueblo. Don César Cortes me cambia el tensor después de varias horas tostándonos al sol en la puerta de su negocio de la calle 11. Al no haber cerrado bien la cadena cuando la cambié por última vez, el tensor se atascó y se partió torciendo la pieza única que lo une al cuadro de la bicicleta y partiendo de paso la cadena. Un auténtico desastre que el mecánico soluciona después de una hora de martillazos y de vueltas de tuerca.

La rodada a Oiba es de tan sólo 30 kilómetros, pero como si fueran 100, porque 20 de ellos son cuesta arriba y se sienten en las piernas, en los lumbares y en el cerebro que no cesa de susurrarme “abandona… abandona…abandona… “.

Dos ciclistas de bici de carretera nos acompañan un rato mientras charlamos de lo de siempre por el mismo orden: De dónde venimos, de dónde somos, cuánto llevamos recorrido, hacia dónde vamos, qué haremos cuando lleguemos a Ushuaia… Después se marchan para seguir su ritmo y no los vemos durante horas. Pero para nuestra sorpresa, nos esperan a la entrada de Oiba para darnos unas pequeñas bolsas con vituallas y bebidas y después regresar a su frenético pedaleo. Gestos como éstos no se ven muy a menudo en las carreteras y son estos pequeños detalles, ya obsoletos en Europa, los que te devuelven la confianza en el ser humano.

Aún está oscuro y rodamos con escasa visibilidad en el tramo Zipaquirá - Bucaramanga sin arcenes y repleto de curvas cerradas. El trasiego de camiones pesados es continuo. Al amanecer, la presencia de estos monstruos de acero aumenta y de nuevo me invade el pánico. Cuando voy a dar una curva, un trailer enorme se me echa literalmente encima y casi me saca de la carretera. Dominada por el pánico, le dirijo en voz alta todos los improperios que conozco en castellano y aquellos que he aprendido en Colombia. El energúmeno detiene el camión un poco más adelante, en medio de la vía, y me espera desafiante. Cuando me aproximo al lado del copiloto, por el arcén, me saca el cañón de un rifle por la ventana y me apunta a la cabeza. Freno en seco y retrocedo ayudándome con las piernas. Marika viene detrás y casi me golpea.

—Para, para, para, no sigas… —le susurro.

—¡Qué ocurre?

—Nada, nada, no es nada —respondo.

—¿Cristina, qué está pasando?

—No es nada, pero aguarda un momento, ya te lo explicaré cuando lleguemos.

No quiero que mi amiga se asuste. Permanecemos detrás del camión, aguardando la llegada de más vehículos que se detienen detrás del gigante en medio de la vía. Varios minutos después reanuda la marcha y se va. Me detengo en el arcén y respiro hondo. Las piernas me tiemblan y tengo el corazón en la garganta.

—¿Estás bien?

—Sí, sí, no ha sido nada… es que me ha dado un mareo.

El resto del camino hasta Puente Nacional lo hago cargada de ira y en silencio. Siento una gran frustración e impotencia ante lo que acaba de ocurrir. Otra vez intimidada por un hombre armado en este maldito viaje.

Nuestra familia de acogida en Puente Nacional es lo mejor que nos ocurre ese día. La familia de Mario, miembro de warmshowers, nos recibe como sus hijas en ausencia del anfitrión, que se encuentra de viaje. Es fascinante el modo en que la suerte cambia tan radicalmente en sólo un día confirmándose mi teoría sobre lo imprevisible de la vida, que es como un barco de vela a merced de los caprichos de la naturaleza.

En Bogotá nos acoge Alejandro, el hermano de Germán, quien nos alquiló la casa en Barichara los últimos dos meses. La urbe me sorprende enormemente pues, aparte del hecho de la inseguridad que ronda en algunas áreas, dista bastante de los estereotipos occidentales que hay sobre ella. Me dejo seducir inmediatamente por su vital y alegre atmósfera, sus innumerables barrios coloniales que evocan a las principales ciudades españolas, su fantástica vida nocturna, millones de bares, restaurantes, locales de ocio, gente amable y entusiasta del ciclismo y su extensa red de carriles de bicicleta… se trata de la segunda ciudad con más ciclistas de América Latina después de Rosario, en Argentina.

Por recomendación de otros ciclistas escogemos la Ochenta para salir de Bogotá en lugar de la Autopista Sur porque nos han dicho que podemos ser asaltadas a la altura de Soacha, que allí hay gente armada que siente predilección por los turistas. El trasiego de camiones es insoportable, sobre todo en la subida a Mosquera. Estamos exhaustas, empapadas, heladas y muertas de miedo debido al infernal tráfico de trailers que hemos dejado atrás. Llaneamos durante un rato por bosques de encinas y después iniciamos un delicioso descenso con 13 grados y caladas hasta los huesos. Media hora después estoy tiritando tanto que apenas puedo mover las manos sobre el manillar. La niebla se hace tan espesa que tememos por nuestras vidas en medio de un ir y venir continuo de camiones a gran velocidad.

Paramos en la cima de la montaña, en Tena, en un restaurante con una chimenea de la que no nos separamos durante un par de horas tratando de reanimarnos. Nos cambiamos de ropa mientras la camarera nos sirve chocolate con leche con arepa de queso derretido que tardo en llevarme a la boca porque no se abre, está trancada del frío.

Cuando conseguimos mover manos y pies y decidimos reanudar la marcha, uno de los troncos pesados que forman la brasa se parte y cae sobre nosotras. Afortunadamente ambas contamos con buenos reflejos después de meses sobre la bicicleta sorteando camiones en la carretera y el tronco no consigue alcanzarnos. Pero no podemos esquivar el alboroto de brasas al rojo vivo que llueve sobre nosotras y nos chamusca los calcetines.

—Nos hemos librado por los pelos de quedar atrapadas bajo el tronco encendido de brasas —dice la letona con la mano en el pecho.

—Está claro que por mucho que tomemos precauciones o creamos que lo tenemos todo controlado, el mayor peligro es aquel que desconocemos —respondo afligida.

A las cinco y media de la mañana la capital de Tolima amanece entre nieblas y lluvias torrenciales. Las primeras luces del día se encienden tímidamente entre grandes nubarrones que silencian el fulgor del amanecer. Mario nos espera. Es como me había imaginado. Cálido, amable hasta decir basta, cariñoso, sensible y capaz de ver con los ojos de otros, escuchar con los oídos ajenos y sentir con el corazón de los demás.

Subimos juntos la Cordillera Central de Los Andes colombianos, entre los departamentos de Tolima y Quindio. Mario ha viajado durante toda la noche en bus desde Puente Nacional, Santander, hasta Ibagué, unos 376 kilómetros, para escalar con nosotras el mítico calvario. Semanas atrás, el miembro de Warmshowers, nos permitió alojarnos en su casa de Puente Nacional con su familia mientras él se encontraba de viaje, y ahora lo hemos invitado a pedalear este popular recorrido con nosotras porque por teléfono. nos ha parecido una persona ejemplar.

La Línea es emblema del ciclismo nacional. Un total de 57 kilómetros cuesta arriba y 3288 metros sobre el nivel del mar. El tramo más difícil de la Vuelta a Colombia. Un trayecto que nosotros coronamos en dos días con 25 kilogramos de peso en las alforjas y la paciencia de un monje budista. Por el camino paramos para degustar el café más rico del mundo en puestos a pie de carretera, contemplar las nieblas matinales, guarecernos de aguaceros y disfrutar de un paisaje tan exuberante y húmedo que corta la respiración.

Lo pasamos bien, reímos, tomamos agua de panela caliente con queso para reponernos y seguir escalando aquel calvario de cuestas y trasiego de trailers y camiones a gran velocidad obligados a transitar este tramo de la Ruta Nacional 40 que enlaza Bogotá con la Ciudad de Cali. Es fin de semana y a la fiesta de vehículos se unen turistas y domingueros.

El sábado a mediodía llegamos a Cajamarca, 1814 m. de altura, exhaustos después de 33 verticales kilómetros desde Ibagué. Estamos hambrientos y los tres optamos por hacer un alto en el pueblo para comer antes de buscar un lugar para acampar. Cajamarca es un pueblo agrícola amurallado en la alta orografía de la Cordillera Central. Buscamos un lugar para acampar a las afueras del pueblo, y optamos por uno situado no muy lejos de unas vacas. Marika cae redonda la primera. Le ha sentado mal el almuerzo. Cuando sus ronquidos son considerables Mario y yo decidimos seguir sus pasos y desaparecemos en nuestras respectivas tiendas durante dos horas de plácida y reponedora siesta que nos sienta de maravilla. Después abrimos un vino dulce que he comprado en Cajamarca y que sabe a jarabe para la tos y tomamos unos tragos mientras hablamos del sentido de la vida observando la luna nueva que despunta entre las nubes. Los mosquitos se unen a la fiesta.

Al día siguiente Marika no se siente nada bien. Pedalea entre náuseas y vómitos y se ha puesto muy amarilla. Paramos frecuentemente para que descanse y se reponga. Propongo abortar la misión y coger el bus, pero como siempre, la letona no quiere oír hablar de tirar la toalla, ni de lejos. No sé cómo, pero a las dos y media de la tarde Latsone consigue coronar el Alto de la Línea, uno de los puertos más duros del ciclismo mundial (3265 metros), enferma y a punto de desmayarse, con una sonrisa de oreja a oreja y temblando de frío.

Gritamos y celebramos nuestro éxito con aspavientos, abrazándonos y besándonos, llorando de alegría sintiendo que no hay mayor satisfacción en el mundo que llegar a la meta, pese a la distancia y a los obstáculos que encontremos en el camino. Por muy lentos que vayamos, lo importante es que no nos detengamos.

Iniciamos un trepidante descenso desde la cima conocida como el Alto de La Línea. Mientras, una fina lluvia dificulta nuestro rodaje entre kilométricas colas de vehículos, sobre todo pesados, y grandes desniveles. Antes nos abrigamos bien porque la temperatura ha descendido considerablemente y ajustamos los frenos para bajar 28 kilómetros por uno de los tramos más peligrosos de este viaje. Sorteamos cientos de trailers que circulan entre aromas a quemado.

Contemplo a otros ciclistas que suben en dirección contraria enganchados a la parte de atrás de los camiones con cuerdas de nylon. Los envidio a pesar del peligro que corren. Cuando menos lo esperamos llegamos a Armenia, capital del departamento de Quindio, uno de los núcleos del Eje Cafetero y de la economía nacional.

19 de abril. Ecuador.

El día 19 de abril a las 6 de la mañana rodamos por Armenia con la adrenalina por las nubes, tras una semana encerradas entre cuatro paredes debido a la Chikungunya de Marika, que asoma la patita de vez en cuando y la postra en una cama durante días. Mi corazón va a estallar de la emoción ante la proximidad de nuestro próximo y último gran objetivo en este gran país, Cali, la mítica ciudad más poblada del suroeste de Colombia. Y cuando estamos a punto de abandonar la urbe con destino a Sevilla, a Marika se le rompen los cambios de la bicicleta.

—Niña… ya te vale ¿no? —musito—. ¿Qué tienes tú con esta ciudad que no te quieres ir?

Marika sonríe con un halo de tristeza, pues pasar demasiado tiempo encerrada le provoca depresión.

Sin los cambios de su bicicleta ya no podemos subir a Sevilla, así que decidimos acortar el itinerario y esquivar la emblemática urbe del eje cafetero. Optamos por la vía fácil y seguimos hacia Tuluá. La autopista que une Armenia con Tuluá es prácticamente plana y dispone de amplios arcenes. En cuestión de 4 horas estamos en la ciudad ubicada en el centro del Valle del Cauca. Allí nos esperan nuestros próximos anfitriones, los Mena. Carlos, Graciela, Carol y Camilo entienden la hospitalidad como los mexicanos o los hindúes. Nos miman, nos quieren, nos hacen sentir bien, comparten su cultura, su gastronomía, su pasión por el ciclismo, reímos y lloramos… Justo lo que Marika necesita para salir de la tristeza que le provoca la enfermedad que arrastra desde Nicaragua.

En la mesa se “sienta” también un loro que se llama Margarita, que repite “Marika” cada 30 segundos y lo tratan como si fuera de la familia. Su preferida es Carol y picotea a cualquiera que se acerque demasiado a ella Con unos anfitriones así y un loro que parece una persona somos incapaces de quedarnos sólo una noche en Tuluá.

El sábado 15 de mayo llegamos a Ipiales, la ciudad más austral de Nariño antes de Ecuador. Cuando llegamos a Ipiales nos preparamos para cruzar la frontera disponiendo los pasaportes y contamos los últimos pesos colombianos para cambiarlos por dólares a la primera oportunidad. Nos arreglamos un poco para no parecer dos fugitivas que acaban de escapar de una prisión de alta seguridad y evitar problemas en la frontera. En algunos países te miran de arriba a abajo antes de dejarte entrar y según el aspecto que lleves te piden un billete de vuelta o un extracto bancario.

Justo antes de cruzar la frontera se nos unen Dave y James, dos jóvenes australianos que pedalean Latinoamérica por temporadas. En 3 semanas regresarán a Canadá para hacer dinero trabajando de monitores de rafting y volverán después del verano a hacer el tramo Bolivia - Patagonia.

Conseguimos sin dificultad el sello de entrada y en cuestión de una hora “volamos” hacia Quito. Acampamos a 15 kilómetros de Tulcán en el patio de una Iglesia cuando el sol hace ademán de despedirse, con una impresionante vista del Ecuador de Los Andes, en la mitad del mundo, entre de barrancos y montañas sembradas de verdes prados.

Al día siguiente Dave y James se marchan temprano para continuar su viaje y nosotras optamos por salir más tarde y disfrutar de una estupenda vista de la cordillera a pocos kilómetros de la frontera con Colombia mientras desayunamos aún exhaustas del día anterior.

Horas después, pedaleamos hacia Ambuquí (Imbabura), una población a orillas del río Chota. Pronunciadas cuestas protagonizan las primeras horas del día. Escalar montañas con el desayuno aún en la garganta nos es apto para todos los públicos. Las pulsaciones me suben más de lo normal porque mi corazón está ocupado con la digestión. Espectacular paisaje. Cadenas de verdes montañas se pierden en el horizonte y el cielo asoma de un azul intenso entre nubarrones negros que presagian lluvia. El clima es húmedo y frío y los seres humanos, escasos y amables, la mayoría indígenas descendientes indirectos de los incas que hablan en ocasiones su propia lengua.

Tardamos siglos en llegar a San Gabriel, municipio que inaugura los larguísimos descensos en dirección a Ibarra. Bajamos a gran velocidad unos 50 km, entre un tráfico abundante a pesar de ser domingo. El viento golpea mi cara y me sumo en un delicioso trance de placer y adrenalina cayendo al vacío de Los Andes. Perdemos altura y vemos desde la ladera de una montaña el fondo de la tierra donde serpentea el rio Chota.

Pasamos poblados paupérrimos habitados sólo por seres humanos de raza negra, descendientes de los esclavos africanos traídos durante la colonia, donde la temperatura ya no es fría y los mosquitos vuelven a hacer de las suyas en nuestras pantorrillas. En cuestión de cuatro horas hemos pasado de congelarnos a deshidratarnos bajo el sol.

El viaje a Cayambe es, para variar, cuesta arriba y otro infierno. Se nos hace de noche llegando a la cabecera del cantón Cayambé, que toma su nombre del volcán homónimo. Los bomberos de Cayambé son héroes en el país después de su gran actuación en el terremoto de abril que afectó sobre todo a las poblaciones de la costa, especialmente a Manabí.

Nos dan la bienvenida, nos instalan en el gimnasio y nos dejan a nuestro aire, cosa que nos encanta, sobre todo cuando estamos agotadas. Después de una ducha helada y una cena de arroz y pescado que habíamos comprado por el camino nos metemos en nuestros sacos de dormir para quedarnos profundamente dormidas.

Sueño que estoy en el agua, sobre mi tabla de surf, y una gran ola se acerca lentamente ganando fuerza y altura. Trago saliva y siento las aspas de mi corazón girar como las paletas de un ventilador. Nado hacia ella para que no me rompa encima y me parta por la mitad. Pero es más fuerte y rápida que yo y la cresta ya ha comenzado su raudo descenso en picado sobre mi cabeza. Entonces empiezo a temblar de pánico. Me doy cuenta de que estoy a punto de morir y tiemblo aún más, hasta que me despierto en la tienda de campaña y todo sigue temblando y advierto que no soy yo, que es el suelo el que vibra.

Entonces me incorporo inmediatamente.

—Marika un terremoto!

La letona sigue durmiendo, para variar. La zarandeo y entonces despierta confusa.

—¿Qué ocurre?

El suelo tiembla con más fuerza y no tengo que explicarle nada más porque de un salto salimos de la tienda de campaña al mismo tiempo y nos metemos debajo de una mesa de billar, mientras el edificio se sacude entre ladridos de perros que se han vuelto locos y sonidos de estructuras metálicas y planchas de aluminio moviéndose sobre nosotras. La oscuridad no nos deja ver más allá de nuestra improvisada guarida bajo la mesa de pool pero sentimos con ansiedad cómo el mundo se agita de rabia.

Cuando el gimnasio deja de temblar seguimos oyendo a todos los perros del planeta, madre mía, nunca he oído a tanto perro junto gritar de aquella manera. Y aparte de los perros no se oye ni un alma en la calle, porque nadie se atreve a dar paso o a decir ni mu hasta estar seguro de que el mundo ha dejado de gritar de rabia, probablemente para quejarse de cómo le trata el ser humano.

Aguardamos un tiempo prudencial y salimos de nuestro escondrijo como dos ratas. Media hora después volvemos a nuestros sacos de dormir con un pequeño arsenal de herramientas de supervivencia en caso de tener que salir huyendo otra vez (linterna, agua, cámara GoPro, papas fritas, teléfono móvil y casco de la bicicleta por si se me cae un bloque en la cabeza). Por lo menos nos vamos a dormir más tranquilas. Pero ni aún así conseguimos pegar ojo.

Al día siguiente los bomberos de Cayambe nos informan de que el terremoto registrado anoche es de 6,7 en la escala Richter y que se sintió más en la costa, como siempre. A las siete de la mañana pedaleamos con el corazón en un puño rumbo a Quito. No sabemos si la tierra se volverá a agitar bajo nosotras en las próximas horas.

Y resulta que sí. Que después de visitar la línea que separa el Norte del Sur, el Reloj Solar Quitsato, a 15 kilómetros de Cayambe, momento que celebramos a grito pelado y lágrima suelta a las 8:30 de la mañana del miércoles 18 de mayo, otro terremoto de la misma intensidad vuelve a sacudir Ecuador a las once de la mañana y nosotras ni nos enteramos porque sobre la bicicleta la Tierra ya puede bailar la Macarena que no te enteras a no ser que se resquebraje el suelo bajo las ruedas y te trague como un camaleón engulle una mosca.

Con las primeras auras del amanecer alguien pinta Quito con pinceladas de colores. Un gato desgarra la fina capa de nubes del cielo con un zarpazo para dejar pasar matices que tiñen de cobre las neo-góticas cúpulas de la Basílica del Voto Nacional.

Contemplo con aflicción, desde la ventana de la pensión, por última vez la imagen claroscura de la capital política de la República de Ecuador, la más antigua de Sudamérica. Me encanta esta ciudad y su gente. Me siento bien aquí colgada en Los Andes, sobre la hoya de Guayabamba, a 2700 metros de altura.

Escalamos las paredes suroccidentales de la hoya de Guayllabamba en dirección a Machachi, en la provincia de Pichincha. No son muy ascendentes pero sí prolongadas y sometidas al ruido de la marabunta de vehículos en su incansable trasiego por la Panamericana. Es difícil pedalear con tanto ruido, porque el ruido es desorden y caos y el jaleo dificulta la concentración.

Creo que es la primera vez en mi viaje que me encuentro una ciudad situada sobre un extenso valle, a casi 3000 metros de altitud sobre el nivel del mar (más alta que Quito) en medio de tres grandes volcanes (Pasochoa, Rumiñahui y Corazón) y cerca de otros dos casi siempre nevados, Cotopaxi e Iliniza. En total cinco volcanes abrazan a Machachi, ciudad de población mayoritariamente pobre e indígena.

Los bomberos de Machachi son los más hospitalarios hasta ahora. Nos reciben con humildad y una pasmosa generosidad. Para ellos recibir la visita de un ciclista es un regalo de Dios porque sienten la experiencia como una gran oportunidad de viajar sin moverse del sitio. Un cicloviajero viaja por todo el mundo con las alforjas repletas de experiencias, está tan actualizado como el Windows y es un valor, un activo para cualquier persona dispuesta a aprender. Ni la televisión, ni Youtube, ni Facebook se comparan con las enseñanzas de un maestro viajero que “ve lo que hay, no como el turista que viaja por pocos días, que ve lo que ha ido a ver,” como dice Gilbert K. Chesterton.

Varios días después tardamos en salir de Cuenca más de lo esperado. El excesivo tráfico es la tónica dominante durante casi todo el día. Queríamos partir ayer pero las lluvias torrenciales durante la mayor parte del día nos lo impiden. Hoy el sol cubre de color la ciudad y permite que la Naturaleza teja su tapiz particular sobre las montañas de la Sierra ecuatoriana.

Aún no hemos dejado el área metropolitana cuando nos alcanza un grupo de tres ciclo-viajeros colombianos. Dos chicos y una chica de no más de veinte años. Vienen de Bogotá y llevan viajando seis meses. Pienso en lo que he tardado yo en lanzarme a llevar a cabo esta aventura. Y todo por miedo. Y estos pollitos ya están rodando por el mundo. ¡Olé por ellos!

Mientras nos despedimos compruebo que cargan sobre las alforjas artículos para malabares. Durante mi periplo por Latinoamérica he visto mucha gente que viaja así, sobre todo ciclistas de Argentina. Son capaces de hacer cualquier cosa con tal de perseguir sus sueños. ¿Qué más da lo que hagas? Lo importante es que se te dé bien hacer algo y ofrezcas tus servicios durante un tiempo para luego marchar y seguir avanzando. Mecánicos, payasos o clowns, malabaristas, músicos, pintores, cantantes… se buscan la vida sobre la bicicleta con el mismo fin, llegar a su Fin del Mundo particular sin tirar la toalla. Una prueba de vida donde el ser humano mide su resistencia y capacidad de supervivencia frente a la adversidad, donde el verdadero viaje es interior, con uno mismo, porque no hay tarea más larga, complicada e importante en la vida que conocerse a uno mismo. Como decía Alejandro Magno, “están en juego no sólo nuestra racionalidad sino también nuestros miedos y pasiones”.

Dos semanas sin dar palo al agua en Cuenca se notan. Todo me cuesta horrores; también por la altitud. Durante todo el día no hacemos sino subir desde los 2.550 metros sobre el nivel del mar en que está situada Cuenca hasta los 3.500 metros de la Sierra de la provincia de Azuay. Me asfixio, sobre todo en una subida sin tregua, muy empinada, de 10 kilómetros. Menos mal que la climatología acompaña. El paisaje que regala el brillo del sol sobre Los Andes ecuatorianos cura el alma; tierras de eternos juegos de luces y sombras.

La Sierra es una de las regiones más importantes de Ecuador, debido a su diversidad natural y cultural. Páramos, bosques nublados, lagos, volcanes activos, termas, mercados indígenas, pueblos y haciendas coloniales.

Debido a nuestra pésima condición física, se nos hace tarde y no alcanzamos a llegar a Susudel, como habíamos planeado. Después de dos semanas sin hacer absolutamente ningún ejercicio físico (algo muy recomendable para descansar las articulaciones y la musculatura en este tipo de viaje) nuestra resistencia física se ha venido abajo. Sin quererlo, hemos empezado demasiado fuerte. La forma física es como encender una fogata en el húmedo bosque. Puedes tardar una hora en hacer un buen fuego pero no hace falta mucho para que se apague.

Después de 15 días conviene empezar con sesiones suaves de máximo dos horas para que el cuerpo se habitúe de nuevo. Lógicamente, si llevas ya dos años sobre la bici esto ocurre en pocos días. Nosotras hemos empezado hoy subiendo kilómetros y kilómetros de puertos en durísimas condiciones climatológicas. ¡Justo lo que no hay que hacer para no acabar tirando la toalla y mandándolo todo al carajo!.

Amanecemos como dos crisálidas de mariposa a punto de eclosionar dentro de nuestros sacos de dormir. Hace tanto frío fuera del saco que cualquier intento por abandonar la cápsula es utopía. Primero asomo la nariz y espero a que se aclimate a la diferencia de temperatura dentro-fuera del saco.

—Uffffff! —exclamo.

Después, saco los dedos de la mano derecha por el agujero de la parte superior y espero a que se me congelen. Y así hasta completar el resto del cuerpo. Total: dos horas para salir del saco de dormir. Afuera hay 5 grados centígrados.

A las diez de la mañana la niebla sigue siendo densa en La Jarata y una fina llovizna envuelve la aldea de pocas casas de barro y caña brava construidas a la orilla de la carretera, en cuyo centro hemos dormido.

Un ligero ascenso marca el inicio de la mañana. La temperatura ha subido sólo dos grados a las diez y media. No tengo cobertura móvil desde ayer y no he podido contactar con Ladyz, nuestra anfitriona en Cuenca, para comunicarle que estamos bien.

Pasamos por La Paz, donde dos mujeres asan cochinos a soplete en plena cuneta. Paramos para grabar la escena al tiempo que nos ofrecen a probar pequeños cortes de grasa de cerdo dorados en su punto y servidos con mote y plátano maduro (maíz pelado y cocinado con cebolla blanca, ajo, achiote, huevos, leche, cebolletas y cilantro o perejil). Observo lo que queda del cochino y su piel colorada y chamuscada a intervalos. Así tenemos las caras del gélido viento que nos azota la testa todo el camino. Parecemos esos dos cochinos asados soplete.

En Oña, iniciamos uno de los peores ascensos de mi vida. Treinta kilómetros de cuesta pronunciadísima, más fría que la infanta prestando declaración, empapada por una lluvia fina que no para en todo el día, azotada por el viento helado intermitente. Pese a los páramos prístinos de ensueño, bosques nublados, precipicios a nuestros pies teñidos de reflejos dorados, ámbar, lila y amatista por el sol, el dolor y el sufrimiento me pesan tanto que quiero gritar.

Y a veinte kilómetros de Oña, la temperatura baja drásticamente y me congelo de tal manera que empiezo a marearme, debido también a la altura, (a 3.000 metros sobre el nivel del mar) y me da una pájara. Me bajo de la bicicleta y busco un lugar para cobijarme mientras le hago señales a Marika que, como siempre, me lleva la delantera.

Nos refugiamos bajo la marquesina de una parada de bus solitaria, junto a un campo de avena azotado por un viento tan frío como agujas en la piel. Busco los pantalones impermeables que me hicieron en Cuenca y más ropa de abrigo. Me cubro hasta los dientes mientras la lluvia, a merced del viento, nos empapa la moral. Abrimos una ración de atún y la devoramos mientras me castañean los dientes tiritando de frío. Esperamos hasta entrar en calor. Apuramos también un saquito de electrolitos disueltos en agua. Media hora después seguimos pedaleando.

La agonía acaba horas después con un vertiginoso descenso de 15 kilómetros con viento helado y lluvia. Aguantamos como podemos el tirón hasta que llegamos a Urdaneta. Intentamos pedir cobijo en un monasterio sin éxito y seguimos hacia Saraguro, a sólo nueve kilómetros, la mayoría cuesta abajo excepto el tramo final. Cuando llegamos a la Tierra del Maíz (Saraguro) no me lo puedo creer. Estoy a punto de llorar. Helada y con la moral por los suelos. El sol ya ha comenzado su ritual de despedida y aún no tenemos un lugar donde dormir…

21 de junio. El Amazonas Ecuatoriano.

En Yangana, encontramos un tesoro: la amistad sincera y desinteresada de Dani y Bibiana, que conocemos en la puerta de la parroquia, fundada en 1749 por el misionero Fernando de La Vega. Insisten en acogernos en su humilde casa para que pasemos la noche. Dani aparece en el momento más apropiado, cuando estamos a punto de hablar con el párroco nigeriano para que nos deje acampar en el huerto del templo.

Viene con un niño en brazos, el pequeño Pablito. Pablito es muy pequeño para su edad y apenas puede moverse debido a una parálisis cerebral de nacimiento. La escena nos conmueve, por Pablito y por su padre, Dani, quien lo cuida con una ternura que no he visto en mucho tiempo en un hombre. Nos dice que aguardemos un rato a que venga su mujer, Bibiana. Ésta aparece después de media hora con sus dos otras pequeñas, Daniela y Nicole, dos criaturas de menos de nueve años. Juntos partimos hacia su hogar, a las afueras del pequeño y hermoso pueblo en el regazo de la Cordillera de Los Andes.

Viven en una casa muy humilde colgada en una montaña, rodeados de naranjos, duraznos, plataneras y exóticas variedades de plantas. Nos prestan una austera habitación y nos ceden el colchón donde duermen las niñas para ellos apelotonarse los cinco en la cama matrimonial.

Dani nos hace la comida mientras Bibiana cuida de los niños, algo inaudito en la cultura Latinoamericana, donde lo normal es que el hombre no de palo al agua en las labores del hogar ni en el cuidado de los niños. Dani también lava la ropa y cose, según su esposa, y eso ya nos deja fuera de juego, porque Dani tiene todos los puntos para ser el prototipo de macho latino, ya que ha sido militar toda su vida y se ha criado en un mundo de machos muy machos. Siento una envidia sana por aquella familia tan ideal, tan amorosa, tan enamorada entre sí.

Iniciamos la jornada tardísimo, a las 9:30 de la mañana. Siempre nos ocurre esto cuando damos con un buen sitio donde la gente es amorosa. Sin quererlo buscamos excusas para retrasar la marcha, aunque no nos conviene retrasarnos dado lo que nos espera: atravesar el Parque Nacional Podocarpus para acercarnos a la frontera con Perú. Una auténtica salvajada.

Ayer, mientras buscábamos un lugar para acampar en el pueblo, los lugareños nos han alertado sobre los grandes desniveles que nos aguardan más adelante. Comenzamos el día con 30 kilómetros de ascenso.

A veces las pendientes son tan pronunciadas que es imposible pedalear. Debemos hacer múltiples paradas para descansar y tomar alimentos porque la exigencia física es exagerada. Cuando alcanzamos los 3.000 metros de altura la buena climatología del inicio desaparece para dar paso a nieblas muy densas y vientos helados. No en vano, el paisaje es sobrecogedor. Uno de los más maravillosos que he visto en mi vida. Páramos de altura bañados por infinidad de cascadas, bosques nublados en vertical que acarician el cielo de nubarrones veloces empujados por fuertes vientos. Desde los doce kilómetros hasta los treinta hay mucho tiempo para pensar cuándo demonios terminan las aterradoras cuestas. Prácticamente en todas las esquinas soñamos con que termine la pesadilla. Pero no. Otra pared, y otra, y otra. Mientras tanto, nos entretenemos leyendo la señalética de vida salvaje en el área.

“Reduzca la velocidad por la posibilidad de que cruce la vía el Oso de Anteojos”. Y yo me pregunto si entre tanta niebla se me va a aparecer un oso con gafas y de un zarpazo me va a devolver a Yangana. Pero no vemos sino el agua que supuran las heridas de aquella maravillosa tierra, regada por cuatro ríos binacionales que abastecen de agua a casi dos millones de personas en Ecuador y en Perú, como si la montaña fuera un glaciar deshaciéndose con el cambio climático.

Casi al final del día, en el kilómetro 30 aproximadamente, cuando las durísimas rampas que nos hacen la vida imposible están a punto de terminar, nos encontramos un río que cruza la carretera. Tengo que descalzarme para introducirme en él con mi Susan Sarandon. El agua está tan helada que duele la piel. Camino con miedo por un lecho de piedras pulidas donde se precipitan las aguas diáfanas. Cuando llego a la otra orilla veo que Marika lo intenta cruzar sin descalzarse dando saltitos por unas escasas enormes piedras blancas y redondas como huevos prehistóricos. Estoy a punto de desternillarme de la risa. A la Letona se le acaban las piedras y se atasca en una crítica área de aguas bravas. Debo regresar a ayudarla porque está a punto de caerse al río con bicicleta y todo y empaparse por perezosa. Lo más fácil hubiera sido descalzarse y dejar que el agua helada le acuchille los pies, como yo hice. Pero Marika Latsone siempre tiene que morir con las botas puestas. Dicen que la gente de Letonia es muy tenaz y no se rinde fácilmente. Vamos, de los que la siguen hasta que la consiguen. Marika es un claro ejemplo de la idiosincrasia de esta parte de Europa del Este, recién adherida a la UE.

Después de unos 32 kilómetros comienza la auténtica cuesta abajo, aquella que habíamos escuchado hace horas a los del pueblo, aquella con la que habíamos soñado tanto tiempo. Pasamos por derrumbes en la vía causados por la lluvia persistente, carreteras de hormigón hechas un desastre, vías sin asfaltar cada vez más frecuentes, troncos atravesados, fango, pero con la felicidad de ir cuesta abajo y de divisar Valladolid en el regazo de la montaña, iluminada por el sol que tampoco hemos visto en horas.

No dormimos bien y arrastramos un cansancio supremo desde el épico día anterior. Hemos pernoctado en un hostal de mala muerte por cinco dólares cuya ventana da a un barracón de listones de madera que es la única discoteca del pueblo. Estoy de “Eso mira a mí me mortifica, el venao, el venao” y de “Mami que será lo que quiere el negro” hasta la coronilla. El sonido de los bafles era tan alto que juraría que lo oían los indios Yanomami de Brasil. Estamos en pleno Alto Amazonas, en la frontera de Ecuador con Perú y estoy a punto de matar a Juan Luis Guerra.

Un placentero descenso va dejando atrás el pueblo entre las nieblas de la Amazonía ecuatoriana, y ponemos rumbo al límite Ecuador - Perú. Partimos con la idea de que hoy el día será más suave y que lo peor ya ha pasado. Pero no es así. De nuevo pedaleamos por cuestas tan ascendentes que, en ocasiones, debemos bajarnos de las bicis para subir hasta la cima y después descender por profundos barrancos de misteriosas nieblas y exuberante vegetación. La llovizna es persistente y la temperatura es tan variable que nos vestimos y desvestimos con frecuencia.

Un tiovivo por montañas de tinieblas y selvas misteriosas, guardan secretos permanentes. Pasamos por algunas casuchas con paredes de tablones y techos de cinc, desde cuyo oscuro interior una voz nos saluda “Hello gringas”. Cuestas de 10 kilómetros, de dos, de cuatro, descensos interminables atravesando mares de nubes que cuelgan como estanterías de los escarpados montes de la Amazonía ecuatoriana. Creo que hasta ahora éste ha sido el ecosistema más fascinante que he visto en mi vida.

Al llegar a El Progreso, situado a unos kilómetros de Zumba, saludamos a sus escasos habitantes, consagrados con espíritu de sacrificio al cultivo del café orgánico, sembrado hasta el infinito por esos lares. Otros se dedican a buscar oro en el fondo del río y los que menos, a observar a los viandantes en la puerta de su humilde hogar, sentados en un banco de madera que se hace pedazos poco a poco debido a la humedad, mientras la neblina penetra en sus casas de pobre para salir por algún agujero perpetrado en la pared por el tiempo.

Unos niños juegan en el porche de la única tienda mientras los lugareños nos invitan a un plátano y charlamos sobre el oso de anteojos, el tapir de montaña, el venado, el armadillo, el ocelote, el tigre, el puma y los animales que habitan en esta parte del Amazonas.

—¿Y algún día se ha encontrado con un tigre? —el viejo asiente.

—No sólo lo conocí, sino que lo tuve que matar porque se comía mi ganado.

Y seguimos nuestro camino por un sendero de bosque húmedo en vivaz descenso hacia Zumba, el último pueblo ecuatoriano hasta la frontera con Perú, preocupadas porque en breve se hará de noche en aquel mundo desconocido y hosco para dos “gringas” de poca monta. Y cuando pensamos que nos queda poco para alcanzar nuestra meta, otra gran cuesta de tierra interminable de 7 kilómetros con diluvio incluido nos mina la moral y sólo después de otras 3 horas llegamos a Zumba casi de noche y sin fuerzas ni siquiera para llorar por la tortura de agua y fango y que acabamos de experimentar.

29 Junio. La Frontera con Perú.

Han dado las diez y media y aún seguimos dando vueltas en Zumba, evadiendo salir hacia el paso fronterizo de La Balza. Inconscientemente, nos resistimos al infierno físico que nos espera.

—¡Ay Marika, que tenemos que comprar pan para el camino…!

Paramos en la panadería para, muy meticulosamente, elegir seis panes por un dólar.

—¡Ay, espera que nos falta pegamento para parchear las cámaras!

Iniciamos con parsimonia la búsqueda de una ferretería que venda exactamente la misma marca de pegamento que llevamos en las alforjas y, tras dos fallidos intentos, la encontramos mientras dibujamos una melancólica sonrisa mezcla de triunfo y de pena porque se nos acaban las excusas y ambas celebramos como dos tontas nuestro éxito en plena calle y entonces yo le digo a Marika

—Basta ya de pretextos que se nos hace tarde y tenemos que cruzar la frontera con Perú.

Marika suelta una carcajada.

A las once de la mañana descendemos por rampas de vértigo siguiendo un sendero de selva tropical bajo un sol aplastante y un calor pegajoso. Parecemos el Coyote y el Correcaminos. Sube y baja sube y baja. La temperatura es radicalmente opuesta a lo que hemos vivido días atrás. El tráfico es tan escaso que no pasa sino un vehículo cada media hora. La tierra ya no suda tanta agua pero la seguimos viendo brotar de sus entrañas ocasionalmente. Los mosquitos y otros insectos molestos nos amargan el viaje, como en todos los lugares calurosos y húmedos del mundo.

Después de cinco kilómetros acaba el descenso y comienza el primero de los dos grandes ascensos que aguardan nuestra llegada. Debo apearme de mi Susan Sarandon para subir algunos tramos. Ya se nos había olvidado lo que es pedalear con calor extremo. Estamos prácticamente en pleno Ecuador peruano y sudamos a chorros. Debemos beber mucha agua para no deshidratarnos.

Después de cuatro kilómetros de lento ascenso por carretera de tierra abordamos otro vertiginoso descenso que culmina demasiado pronto, como todo lo bueno. La siguiente escalada es la más dura que hemos hecho hasta ahora. Cuatro kilómetros de pared off road tan vertical, que la hacemos prácticamente toda caminando. El sol llega a su cénit y el calor golpea nuestras cabezas. Empujamos las pesadas bicicletas con el cuerpo sobre el manillar y la cabeza gacha para traicionar mejor con las piernas por la vía de tierra y lodo. Parecemos dos esclavas egipcias cargando pesadas piedras de cantería para componer la Gran Pirámide de Guiza.

Pasamos solitarios puestos de control militares, camuflados entre la exuberante vegetación, desde donde sale música “para cortarse las venas” y no hay ni un alma. Por fin llegamos a lo que parece la cima de la montaña pero, como siempre, no lo es y, después de la primera curva, la rampa continúa hasta el cielo.

Cuando estamos ya muy cerca de La Balza, nos cierra el paso un control militar. Este ya es más serio: una valla custodiada por dos militares. Sonrientes y amables, nos abren la valla y nos indican el camino que debemos tomar. Nos dicen que ya nos falta poco para llegar, pero nosotras nos miramos y sonreímos escépticas porque normalmente sólo los que circulan a pedales tienen una idea realista de las distancias y de la verdadera dificultad de las vías.

Y, efectivamente, ni nos falta tan poco ni el camino es tan fácil. Pero a las 15:00 horas logramos alcanzar el paso fronterizo de La Balza, una aldea de cuatro casas de listones de madera y techos de cinc. Una de ellas, la de mejor aspecto, es la oficina de control migratorio ecuatoriana y esperamos media hora a que aparezca alguien que no aparece nunca. En realidad, no parece haber nadie en aquel pueblo fantasma.

Por fin sale de la nada un muchacho en shorts y chanclas limpiándose la boca con una servilleta que se disculpa tímidamente porque es la hora de su almuerzo. El oficial nos sella los pasaportes después de enredarse media hora en el computador.

Tras registrar legalmente nuestra salida de Ecuador, proceso que debe hacerse en todos los países del mundo cuando viajamos para evitar problemas de cara a volver a entrar en ellos, cruzamos triunfantes el puente binacional que separa el rio Canchis, también binacional, asegurándonos de tener el sello de salida del país estampado en el pasaporte.

El oficial que nos atiende en el lado peruano me invita a entrar y antes de sentarme me ordena que escriba en su computador mi nombre de usuario de Facebook, quiere saber si soy casada o soltera y me dirige, en tono autoritario, un “Es usted muy linda”.

Y sólo me quedan ganas de partirle la cara al que ya tiene mi Facebook por la cara y que abusa de su poder como si nada para intimidar a las mujeres que pasan por su puesto fronterizo. ¿Por qué será que los gobiernos latinoamericanos ponen a toda la chusma que tienen en los puestos fronterizos de sus países?

Y le doy mi jodido Facebook y todo lo que pide porque no tengo ganas de problemas y bien puede negarnos el paso con alguna excusa barata y allí nos quedaríamos tiradas en medio de la nada sin poder entrar ni salir.

Cuando por fin nos sella los pasaportes tras una hora inaudita de papeleo, preguntas banales y chat en el Facebook, probablemente con otras víctimas turistas, corremos hacia Namballa por una carretera asfaltada para que no se nos haga de noche y dormimos en una pensión.

El trayecto a Jaén sigue el cauce del río Canchis cuya cuenca es un espectáculo de campos de arroz, cultivos de maíz, café, caña de azúcar y papaya. Algunos agricultores transitan por la cuneta sonrientes, con sus azadas al hombro. Los más jóvenes nos dicen “adiós gringas” y los viejos nos dirigen un amable “buenos días, buen viaje”. La pobreza es patente durante todo el camino. Predominan las casas de adobe con techos de zinc donde los niños juegan en la calle y gritan emocionados a nuestro paso.

Nos han dicho que extrememos la precaución en Jaén, sobre todo en su extrarradio, por haber un alto índice de criminalidad. Llegamos tarde para nuestro gusto. A las cinco y media ya es demasiado tarde para entrar en una ciudad peligrosa. Corremos hacia el centro sin detenernos ni en los semáforos. Muchos jóvenes nos increpan a nuestro paso frases poco amables y aceleramos la marcha aún más. Cuando alcanzamos el centro nos sentimos más seguras pero seguimos teniendo la sensación de no estar a salvo.

Buscamos desesperadamente un lugar para dormir barato porque el día comienza a dar paso a la luna. Encontramos un hostal muy decente por 4 euros. Nos encerramos apresuradamente en él hasta el día siguiente.

Tal como entramos en Jaén, salimos, no sin antes amarrar las alforjas con cinta aislante en los racks para que nadie pueda arrancarlas de un tirón. Hoy la ciudad amanece más tranquila. De nuevo una gran cuesta para salir de la ciudad. En plena rampa nos encontramos con una ciclista chilena que se hace llamar Valentina. Debe tener unos treinta años. Lleva unas mallas ciclistas, una libreta en la mano y se ha detenido en la salida de Jaén para pintar la ciudad. Risueña y encantadora nos cuenta que lleva 3 años viajando por Sudamérica sola.

—¿Dibujo momentos en mi bloc de notas para regalárselos a los amigos que hago por el camino —dice.

—¿Vas hacia Cajamarca? —le pregunta Marika.

—No. Tomaré la desviación a Pedro Ruiz Gallo y Chachapoyas para llegar en unas semanas a Río de Janeiro.

—¡Qué pena! —digo yo—. Hubiéramos hecho un buen trío ciclista juntas —la miro sonriente preparándome para proseguir la ruta.

Proseguimos nuestro camino dejando atrás a la primera mujer latina que me encuentro viajando sola en bicicleta. Advierto que acabo de darme de bruces, además, con un nuevo modelo de mujer independiente que ya impera en el primer mundo y que predominará dentro de unas décadas en los países latinos. He aquí una mujer alfa adelantada a su tiempo.

Continuamos por La Sierra de Perú para huir de la Panamericana y de la costa por varios motivos: el calor, las enfermedades transmitidas por los mosquitos, el incesante ruido del tráfico de trailers, los cada vez más numerosos asaltos con arma a ciclo-turistas en el norte y los precios más altos.

Aunque logramos escapar del calor del desierto, no pudimos eludir, hasta Chota, el terrible frío en la Longitudinal PE3N de la Sierra Norte, la lluvia, la niebla, vías de tierra que se desmoronan, obras en la carretera y una cantidad de barro y lodo como nunca había visto en mi vida. La húmeda experiencia me postra en una cama durante cinco días, cuando por fin llegamos a Cajamarca debido a una fuerte gripe, creo que la primera en todo el viaje.

Como no hay mal que por bien no venga, aprovechamos mi tiempo encamada para conseguir los neumáticos de Marika, una quimera desde que abandonamos Cali debido a sus particulares medidas. Bajo las mantas de la cama de un hostal hago varias llamadas y por fin doy con un tipo que ha removido cielo y tierra para conseguirlas, Antony Linares. He dado con él gracias a la colaboración de María Victoria Hermelinda Vilca Alfaro, una amable funcionaria de la Oficina Regional de Turismo, quien ha hecho lo imposible por ayudarnos en todo lo que necesitamos. Además, le he contado que estaba enferma y ha insistido en venir a visitarme al hostal para hacerme un té de hojas de coca, muy común en la tradición cultural indígena de Ecuador y Perú para remediar todo tipo de males. Vicky insiste en que vayamos a su casa pero declinamos su oferta porque me encuentro muy débil y no soportaría otro traslado de bicicletas y equipaje.

Aún no recuperada del todo salimos de Cajamarca el 15 de julio con la satisfacción de tener las dos bicicletas listas para llegar al polo sur a principios de 2017. Después de lo que hemos pasado, el trayecto Cajamarca - San Marcos, con una temperatura fresquita, un sol radiante y unas carreteras extraordinarias, es un paseo por Disneyland París en primavera.

Siempre me sentí avergonzada por ser diferente, pero nunca dejé de ser yo misma ni cedí a la presión de las monjas donde estudié ni de mi familia. Con vergüenza o sin ella, yo seguía jugando al fútbol, montando en bicicleta y vistiendo como me daba la gana pese a las presiones de mi madre, que ya no sabía qué hacer conmigo. No obstante, no podía evitar sentirme rechazada por la mayoría de la gente que me rodeaba por ser quién era y por venir de fábrica con las alas enormes para volar muy lejos.

Y como no podía ser de otra forma, Marika pincha su rueda delantera en pleno estreno de llantas nuevas, casi a mitad de la jornada, un suceso que nos obliga a detenernos en la cumbre de un cerro, en la 3N dirección a Matara, desde donde se aprecia un singular espectáculo de gamas naranjas y marrones a 3.000 metros de altura que se funden con el azul a lo lejos, como un cuadro de Cézanne. El paisaje más seco y el clima más templado dibujan con su pincel un nuevo planteamiento cromático sobre el lienzo de Los Andes.

Qué feliz era de niña haciendo lo que mi corazón me decía, pero qué desgraciada era al mismo tiempo por no sentirme apoyada nunca por nadie, a excepción de mis dos o tres amigas del alma. A pesar de todo, siempre le hice caso a la voz imaginaria que me susurraba al oído: “se siempre tú misma”. A veces me pregunto cómo hubiera sido mi vida si en lugar de rechazo hubiera encontrado aceptación y apoyo a lo largo del arduo camino, si me hubieran permitido ser yo misma y dar lo mejor de mí a una temprana edad. Sin frustraciones, sin obstáculos, sin vergüenza tóxica. Obviamente todo sería diferente…

San Marcos es un pueblo tan pintoresco que nos sorprende que no se le haga más publicidad. Es lo que tiene descubrir el mundo sobre una bicicleta. Transitar por lo desconocido con ánimo de exploradora. Cuando menos te lo esperas encuentras lugares, de los que nadie habla, que son una auténtica joya. Algunos ni siquiera figuran en el mapa.

La gente en San Marcos es otra sorpresa. Increíblemente hospitalaria y simpática, como en casi todos los pueblecitos por los que hemos pasado en el Perú de la Cordillera. Da gusto encontrarse con seres humanos así cuando una llega más cansada que el mecánico de Transformers. Casi en todas las esquinas de la alegre San Marcos suena la música andina peruana. En busca de un hostal donde pasar la noche, me detengo en un rincón donde un niño hace zumos de naranja en un carrito al son de la vivaracha voz de Araceli Díaz, la flor de Cajamarca, y descubro cómo me gusta esta música andina.

El camino de Cajabamba a Huamachuco resulta ser uno de los trayectos más duros que he hecho hasta ahora. De esos que no parecen muy difíciles al principio, pero que te cuestan la vida después. La mayor parte de la vía está pavimentada pero muy deteriorada, es estrechísima y varios puentes que se caen a trozos unen sucesivas y dispares vaguadas.

En Huamachuco nos esperan los dueños del Hotel Mama Wasi, que han querido colaborar con la causa invitándonos a pasar unos días. Llegamos de noche y extenuadas física y moralmente. El aspecto acogedor, familiar y rural del hotel nos devuelve la sonrisa, al igual que sus propietarios, Roberto y Loti, dos seres humanos increíbles. Nuestra habitación es un sueño.

—Dios mío, ¡cómo ha valido la pena esta tortura hasta Huamachuco sólo por estar aquí! —exclama Marika a la mañana siguiente.

Después de meses en la Cordillera de Los Andes decidimos cambiar el campo por la playa, el frío por el calor, los verdes páramos por las doradas dunas del desierto de la costa norte del Perú, las cuestas arriba por los llanos, la soledad de las montañas por el estrés del tráfico, la dificultad de las escaladas por la distensión de los terrenos llanos, la quietud por el ruido ensordecedor… la tradición cultural por la globalización. Y todo para reencontrarnos con el mar.

Como ha he dicho anteriormente, al ser isleña, si paso demasiado tiempo sin ver el mar, siento un extraño vacío en mi interior. Necesito fundirme con el gran azul, el sol, las olas, la brisa, al menos de vez en cuando, para que mi ser no se descomponga en pedacitos.

Nos despedimos de Beto y Loti que nos han alojado por un tiempo en Huamachuco, donde hemos formado prácticamente una familia, para abandonar por un tiempo el silencio de las montañas. Las hermanas de Beto viven en Trujillo e insisten en que pasemos unos días con ellas. Ceci y Mireya Vázquez son diseñadoras de moda y propietarias de María Fe Casa de Modas. Congeniamos mucho con ellas y, mientras Marika aprovecha para trabajar en sus proyectos, yo corro a lanzarme al agua con una tabla de surf en la Playa de Huanchaco.

Echaba de menos la piel cocinada a fuego lento por el salitre, el silencio sepulcral a cien metros de la costa, que me traguen las olas ahora sí y ahora también y quedarme sin respiración bajo el agua esperando el tránsito de la espuma rabiosa sobre mi cabeza, flotar paciente en el líquido elemento, observar la puesta de sol cabalgando sobre mi tabla, congelarme y arrugarme hasta que la piel se me cae a tiras.

Siempre necesité el confort de la seguridad y rodearme de lo conocido, hasta que he aprendido a vivir en la cuerda floja. Ha sido durante este viaje. Ahora nada es seguro, nada es permanente, nada es completamente confortable, nada es definitivo. Ahora la única certeza es el aire, el brillo del sol, el azul del mar, mi respiración, mi horas de sueño, mi sudor, mis ansias de aventura… Antes disfrutaba de la seguridad que te otorga el cariño incondicional de la familia y amigos. Ahora me esfuerzo cada día por conocer a extraños y lidiar con mi timidez.

Si permanezco cierto tiempo en los lugares, cultivo buenas amistades y me llevo lo mejor de un viaje como este en el bolsillo: la gente. Los viajes son la gente, los lugares son la gente, los países son la gente. Si la gente no me gusta, el lugar no me gusta. Si no me gusta la gente, no estoy viajando, porque no estoy conociendo y no estoy aprendiendo, ni de los demás ni de mí misma.

El viaje a Virú es pesado y poco interesante debido al tráfico incesante, a la ausencia de arcenes en gran parte de la vía y a lo desastrosas que son las ciudades peruanas en sus periferias. La basura y los escombros se acumulan en las cunetas y el horror visual se agrava por el polvo del desierto, los cables eléctricos colgando del cielo como un macramé deshecho, las casas de techos de zinc y plástico y muros de adobe pintadas al grito de Alan García, Keiko Fujimori o Pedro Pablo Kuczynski, los grandes rivales en las últimas elecciones, que siguen en la contienda en las paredes de los hogares peruanos. No hay una casa de pobre que no venga envuelta en celofán con uno de los adversarios políticos. En la Cordillera de Los Andes o en la Costa, la propaganda pintada a mano por el poder contamina los paisajes.

El jueves 18 de agosto, dejamos Virú a paso de tortuga entre el tráfico que no cesa, el ruido ensordecedor de los trailers y la nube de polvo que arrastra la brisa marina. Tardamos un par de horas en adentrarnos en el solitario desierto, en los confines del departamento de La Libertad. El viento en contra dificulta nuestra marcha. A pesar de todo, disfruto sobremanera del paisaje de dunas.

Me regocijo observando la arena dorada y sus capas suaves y uniformes en constante cambio por la acción del viento que no cesa. A las once de la mañana el viento arrecia y el pedaleo se nos hace imposible. La brisa del suroeste nos frena y desequilibra debido al peso que llevamos.

Debemos extremar la precaución porque en ocasiones nos empuja hacia la autopista. Camiones pesados nos succionan a su paso, por lo que estamos pendientes por el espejo retrovisor para que no nos alcancen desprevenidas. Cada vez que nos adelantan hay que agarrar con fuerza el manillar para mantener el equilibrio.

El sábado salimos de Santa a las seis y media de la mañana con la sonrisa de oreja a oreja porque hemos logradocumplir nuestro compromiso de madrugar para pedalear con menos viento. En el desierto, el viento de S - SW arrecia a las diez de la mañana llegando a fuerza 4 Beaufort a mediodía y hasta las tres de la tarde, hora a partir de la cual comienza soplar con menor intensidad. Así que hemos tenido en cuenta el horario de los vientos para establecer una férrea disciplina de pedaleo. O nos levantamos a las cuatro y media de la mañana, o no llegamos a Lima ni en 2017.

Pasamos Chimbote, en el extremo noroeste del Departamento de Áncash, a orillas del océano Pacífico, donde el olor a pescado salado nos acompaña hasta que la urbe desaparece en nuestros espejos retrovisores y, después de varias horas de pedaleo por el desierto costero peruano y 70 duros kilómetros con el viento en contra, vemos a lo lejos Casma, una ciudad del centro-noroeste de Perú, ubicada en la parte baja del valle que forma el río Casma.

Cuando sólo nos faltan dos kilómetros para adentrarnos en la urbe, un vehículo destartalado se aproxima por la autopista en dirección contraria, a paso de tortuga. Marika y yo nos miramos aterrorizadas e, inmediatamente después, otro coche que viene a toda velocidad en dirección correcta da un frenazo con bocinazo incluido a la altura del kamikaze, que además circula por el carril izquierdo de la doble vía. Si creía que lo había visto todo en La India, estaba equivocada. Las carreteras peruanas también se las traen.

—¡Gringaaaaaasssss guapaaaaaassss! —Nos gritan a través de las ventanillas como si no ocurriera nada y prosiguen su camino hacia la muerte en el fragor de la tarde y el tufo a pescado salado que desprende la ciudad.

El lunes amanecemos tan cansadas que nos es imposible cumplir nuestro compromiso disciplinario y empezamos el día tarde. En cuestión de dos horas el viento se hace insoportable y en el km 347 de la Panamericana, en un lugar llamado La Gramita, descubrimos un restaurante pegado a la carretera que no tiene mala pinta. Decidimos pararnos para comer algo y llenar nuestros botes de agua, pues el viento fuerte agrava la deshidratación del cuerpo, a la que hay que sumar la producida por el calor del desierto. Pedimos un plato de huevos con arroz para las dos. La dueña del establecimiento, una mujer atractiva de unos cuarenta y tantos y envuelta en una aureola de misterio, se aproxima.

—Hola —saluda—. ¿Habéis tenido buen viaje?

—Sí, ha sido un poco duro por el viento, pero gracias a Dios hemos encontrado su restaurante —suspiro.

—¿Queréis pasar adentro? Tengo algo que enseñaros…

Atónitas por la extraña proposición dejamos que nos conduzca hacia una estancia más familiar al fondo del establecimiento. Allí, sobre una gran mesa, nos muestra varios libros de visita amontonados, algunos envejecidos por el paso de los años, otros a punto de reventar con notas y fotografías de recuerdo.

—Son los libros de visita de miles de ciclistas que han pasado por aquí desde los años noventa —afirma entusiasmada—. Mi papá, que ahora se recupera en Lima de una larga enfermedad, lleva acogiendo ciclo-viajeros desde 1990, año en que llegó el primero, un japonés que viajaba desde Alaska hasta Ushuaia en su bicicleta.

La señora nos muestra el vetusto papel pegado en la primera hoja de unos de los libros, que recoge a bolígrafo el testimonio del pionero nipón, 26 años después. Abrimos los libros y leemos una y otra nota. Miles de memorias y vestigios de viajeros, de todas partes del mundo, que han pasado por Perú en casi tres décadas, con las alforjas llenas de experiencias. Se me llenan los ojos de lágrimas. Todos saludan a Clemente y algunos lo llaman el ”Ángel del Desierto”. “Clemente, nos has salvado la vida en medio de la peor tormenta de arena de nuestro viaje”, “Clemente, gracias por cuidar de mí cuando estaba enfermo”, “Clemente, nunca podré agradecerte lo que has hecho por mí y por mi familia”… Fotografías adosadas a los testimonios, postales con sellos estampados en infinidad de mágicos lugares, prendas personales, pins, imanes de nevera, tarjetas de visita, adhesivos con originales logotipos que rezan aventuras maravillosas por el mundo, textos en todos los idiomas: español, inglés, japonés, chino, coreano, hindi, alemán…

Isabel insiste en que comamos y bebamos gratis, y luego nos abre un cuarto, que parece la habitación de un buen hotel, e insiste en que pasemos ahí la noche. Aún no nos creemos que hayamos tenido tanta suerte. Por la noche cenamos juntas y hablamos de nuestras aventuras mientras Isabel nos cuenta las ajenas, que almacena en su baúl particular de los recuerdos. Memorias inéditas de viajeros fugaces que visitan su casa desde hace casi 30 años. Algunos, vienen incluso solamente para conocer a su padre, el gran Clemente, que ya es toda una institución en los anales de los viajeros del mundo.

—Para nosotros cada visita de ustedes es un regalo de Dios. No saben lo que nos están dando con sus vivencias. Los viajeros hacen mucho más interesantes nuestras vidas con sus relatos y experiencias —nos dice emocionada al calor de una copa de vino tinto.

27 de Agosto. Lima, Machu Picchu y el Titicaca.

Pedaleamos de Chancay a Ancoy, y la situación en la carretera, lejos de mejorar, empeora. Ahora ya no tenemos carriles cerrados al tráfico para liberar nuestro estrés. Ahora debemos pedalear en medio de la horripilante realidad que nos rodea durante toda la jornada. Cuando el tráfico pesado se desvía por el Serpentín durante un tramo, circulamos por la Panamericana más aliviadas.

Después comprendemos por qué las autoridades desvían el tráfico de camiones y buses por la costa. La Reserva nacional de Lachay es un espacio protegido del Perú que bordea toda esta zona. La Panamericana la cruza y su acceso es cuesta arriba y con nieblas procedentes del océano muy densas en la parte alta. Aunque la carretera cruza por la parte desértica de la Reserva, solo hay que dirigir la mirada hacia arriba para ver cómo el desierto se convierte, inesperadamente en verdes praderas con gran diversidad de flora y fauna. Las dunas se vuelven espectrales y son tragadas, literalmente, por la espesura de la niebla, como en una película de Peter Jackson.

Pero cerca de Lima siento el miedo apretado en mi pecho, el sudor frío, el pánico que provoca el ruido ensordecedor, la lluvia fina convirtiendo el pavimento en una pista resbaladiza, los edificios erigidos sin afán estético hasta el horizonte, ese terrible olor a pis que se te mete hasta el fondo en los pulmones, a veces humano, otras veces de chancho esperando su hora en granjas aledañas, las bolsas de basura acumuladas en la cuneta, algunas abiertas por perros desesperados, la basura sin bolsa sembrada en el polvo del desierto, los impertinentes mini buses empujándome fuera de la carretera, los agresivos taxistas, enfadados con el mundo rozando mis alforjas, los ojos de los inocentes cubiertos de ansiedad por llegar al trabajo en medio de un tropel de vehículos, un ruido ensordecedor de cláxones incontrolados y un pánico de camiones y buses en la Panamericana Norte desde Ancoy, bajo la intensa neblina y el frío de agosto.

La entrada a la ciudad de Lima ha sido una de las peores experiencias de mi vida. Vengo del sosiego del desierto donde oigo el aire que esculpe las montañas y ahora escucho el caos en la maraña de la gran urbe. Sudo hielo y suspiro sin querer. Si tengo que morir un día, hoy es el indicado. Si no muero hoy, ya nada me hace dudar de la existencia de algo más allá de la razón humana que rige el Universo y que he tardado en aceptar.

Varias semanas después, dejamos Machu Picchu felices por haber tenido la oportunidad de contemplar esta maravilla del mundo y presenciar el esplendor de la civilización inca. Hemos tenido la suerte de visitar uno de los destinos turísticos más populares en todo el mundo para sentir la fuerza, la energía y la magia del imponente lugar, rodeado de profundos acantilados.

Como miles de turistas, llegamos a Puno para conocer las populares Islas Flotantes de Uros en el Lago Titicaca, el más grande de Sudamérica y el más alto del mundo. Dejamos, una vez más, las bicicletas en el hostal para embarcarnos rumbo a las 42 islas artificiales habitables construidas con totora, una planta acuática que crece en la superficie del Lago Titicaca. Las islas se sobreponen a bloques de raíces de totora sobre las cuales se tienden capas sucesivas de totora tejida o entrelazada magistralmente en esteras.

Aunque sus habitantes fueron los uros hasta la década de los cincuenta, ahora la población se compone de aimaras, que conservan muchas de sus costumbres ancestrales. Caminar por una de estas islas es fascinante porque son esponjosas y mis pies se hunden bajo las capas sueltas de totora de la superficie. Durante mi torpe caminar en una de estas islas me da la sensación que de un momento a otro me voy a hundir en el lago.

Los aimara viven prácticamente del turismo, así que se preocupan en todo momento de tu bienestar y de que les compres artesanías, viajes en sus caballitos de totora y consumas sus productos. Por supuesto, esto no está incluido en el precio del viaje. Así que, junto a las tradiciones ancestrales, la puesta en escena es esencial para la buena marcha del negocio. Los habitantes de Uros cuidan mucho la vestimenta y procuran no introducir excesivas tecnologías en sus vidas, aunque la mayoría utilizan paneles solares y algunos incluso televisión.

Sin embargo, y pese a la patraña turística, el viaje vale mucho la pena ya que en cuestión de minutos te ves inserto en una civilización ancestral, con una rica cultura que se ha mantenido gracias a los esfuerzos de estas gentes. Después de 3 horas, estamos de vuelta en la Bahía de Puno, con el corazón en un puño pues he envidiado la forma de vida de vida tan relajada y exenta de estrés de los uros. Estos tienen la fortuna de vivir en un paraíso natural bajo las estrellas y rodeados de agua los 365 días.

22 de septiembre. Bolivia.

De camino a Yunguni comienzo a notar los efectos de las alturas. Pedaleamos casi a 4.000 metros sobre el nivel del mar y por ahora mi cuerpo ha resistido bien la falta de oxígeno. Pero después de 40 kilómetros desde Juli comienzo a fatigarme más de lo normal.

No es la primera vez que pedaleo a mucha altitud, ya que llevo meses pedaleando por Los Andes colombianos, ecuatorianos y peruanos, pero 4.000 metros es mi récord hasta ahora.

Aunque la sensación de que los pulmones me van a estallar me ha acompañado cada vez que subo una pendiente, junto a dolores de cabeza eventuales, es ahora cuando empiezo a notar el cansancio. En condiciones normales, no sufro por pedalear, a no ser que me haya pasado haciendo kilómetros o no me haya alimentado adecuadamente por la noche y por la mañana. Pero ahora sólo llevo 40 kilómetros y siento que he hecho 100.

El puesto de Yunguni es uno de los controles fronterizos más tranquilos que he visto hasta ahora y sus funcionarios, en ambos países, muy correctos y profesionales. Los últimos 10 km hasta Copacabana son sosegados y transcurren por un sendero duro y seco, ligeramente teñido de rosa, a lo largo del cual descubrimos hermosas panorámicas del lago azul de tranquilas aguas. El crepúsculo avanza rápidamente cuando avistamos la pintoresca localidad de Copacabana en Bolivia.

Al día siguiente tomamos el barco que nos lleva a la Isla del Sol, para atravesarla de norte a sur caminando por el Camino Inca. El barco sale a las 8:30 am, deja a los pasajeros en Challapampa (extremo norte de la isla) y regresa a las 16:00 pm desde Yumani (extremo sur de la isla). Desde el cerro Chaycorpata, en la Isla del Sol, a 4.006 metros de altitud, contemplo boquiabierta la vastedad del Lago Titicaca, que no se ve dónde termina y que lo envuelve todo. La Isla del Sol se levanta sobre sus azules aguas con elegancia, teñida de ocres y marrones debido al clima semi árido y frío del Altiplano y también a que aún estamos a las puertas de la época de lluvias.

Pequeños bosques de eucaliptos salpican la topografía montañosa de la misteriosa isla, donde dicen que nació el Dios Inti, el sol, y que éste creó allí a los primeros incas, Manco Capac y Mama Ocllo, los “Adán y Eva” de las creencias judía, cristiana y musulmana.

Desde arriba diviso un sinfín de playas lacustres de arenas blancas que se funden en el azul turquesa de las aguas mansas y transparentes del lago navegable más alto del mundo. El clima árido, las coquetas calas de aguas diáfanas, los colores avivados por un sol que irradia otra luz a la tierra, cuatro kilómetros más cerca del cielo, el intenso color turquesa del Titicaca, el cielo azul sin nubes, me transportan a cualquier enclave idílico del Mediterráneo. Hace mucho tiempo que no me siento tan pletórica, tan alegre, tan dinámica…

Diez kilómetros de caminata para atravesar la isla de norte a sur es una distancia ridícula para unas piernas acostumbradas a pedalear lo imposible. Pero a 4.000 metros de altura, el aire entra a cuentagotas en los pulmones y cada kilómetro se me hace una eternidad.

La energía del Lago Titicaca te envuelve ya en el barco que te transporta a la cuna de la civilización Inca. Marika y yo elegimos sentarnos arriba, en la cubierta levantada de proa, para no perder detalle del paisaje lacustre. Otros mochileros viajan con nosotras. Pronto todos nos “embarcamos” en una animada conversación, bajo el radiante sol vespertino y el balanceo del buque sobre las pequeñas ondas que atraviesan el casco por la amura de babor.

Dos argentinos-yanquis con residencia en Miami, una argentina surfera, una suiza encantadora llamada Stefi, otra suiza llamada Melani… Hablamos sin parar de nuestros viajes, de cuánto nos queda, de cuánto hace que no regresamos a nuestros países. Nuestras almas se abren al compás de runruneo del motor intraborda de la lancha. El agua, el sol, cuatro kilómetros más cerca del cielo… no sé… sentimos algo especial aquí… sentimos amor, locura, pasión, curiosidad, felicidad…

Atrás queda la ciudad lacustre que duerme en un valle de paz para escalar montañas, de nuevo con el corazón desbocado por la altura. Contemplamos a lo lejos Copacabana y recordamos con melancolía la Isla del Sol. Una vez más, le decimos adiós al paraíso y a la vida placentera para empeñarnos en el aguante diario y a la incertidumbre. Hace una mañana espléndida. El cielo está limpio, el sol sonríe.

El recorrido a Huarina bordeando el Lago Titicaca, se traduce en uno de los más placenteros y hermosos de todo el viaje. Las colinas que bordean el brazo de agua nos regalan grandiosas perspectivas del universo lacustre. A la derecha, montañas cobrizas cubiertas por un manto seco donde se ven esporádicamente pequeñas casas con techos de zinc y campesinos labrando la tierra o cuidando el ganado. A la izquierda, el agua murmura en las profundidades y se extiende hasta el infinito fundiéndose con el cielo azul. Pequeñas aldeas descienden a lo lejos por laderas para morir en el agua del lago.

Subimos durante dos horas con el corazón en puño, trabajando el doble, porque a veces superamos los 4.000 metros y parece que volamos sobre aquellas regiones que rezuman historia, donde nunca antes hemos respirado. Desde los 4.009 metros de altitud, nos paramos para contemplar el abismo bajo nosotras y llenar nuestros pulmones del mismo aire que tragaron los incas siglos atrás.

Comemos pan con chocolate bolivianos adquirido en Copacabana contemplando uno de los lagos más misteriosos del planeta. Después, seguimos la marcha con dirección al Estrecho de Tiquina. Las primeras casas comienzan a colgar de las montañas al otro lado del lago cuando pedaleamos cuesta abajo por las colinas que bordean esta parte, que une las dos grandes masas de agua que conforman el Lago Titicaca. Paramos en un mirador que descansa sobre la pintoresca localidad del estrecho para contemplar la belleza de la geografía del lugar y tomar unas fotos. Charlamos un rato con unos argentinos que viajan en cuatro por cuatro desde Misiones, Argentina, para conocer Machu Picchu.

Un padre y sus dos hijos de treinta y tantos. Les contamos que vamos dirección sur para entrar en Chile por el Desierto de Atacama.

—Pero: ¿no van a conocer Iguazú? —preguntan desconcertados.

—En el próximo viaje —contesto con una sonrisa de resignación—. No puedo verlo todo en un viaje de 3 años. Si no selecciono, el viaje duraría una década.

Cruzamos el Estrecho de Tiquina en balsa. No nos dejan subir a una embarcación turística y debemos hacerlo en una inestable estructura de madera, con un autobús que se balancea peligrosamente junto a nosotras sobre unos tablones sueltos que atraviesan los baos de las cuadernas.

Cuando alcanzamos el centro del lago, la balsa, impulsada por un fueraborda de baja cilindrada, comienza a balancearse a merced de las olas y el autobús se agita peligrosamente sobre nosotras. La tripulación de la balsa consta de tres niños, uno que no debe tener más de diez años y otros dos de unos catorce, uno de ellos es el capitán. Levanto la cabeza y miro al cielo, cierro los ojos y rezo.

Ya en tierra firme, comemos un sandwich de pollo con escabeche por 5 bolivianos y seguimos nuestro camino con dirección a Huarina. La carretera es cuesta arriba hasta el cruce a Huatajata y continúa teniendo poco tráfico. Pero, cuando llegamos al cruce, el tráfico se hace abundante y la carretera pierde su arcén así como las buenas condiciones de asfaltado. Aún así, seguimos disfrutando de las hermosas vistas que nos regala el Titicaca.

Al día siguiente salimos de madrugada y observamos algunos charcos de agua aún congelados, señal de que anoche la temperatura cayó bajo cero. Atrás hemos dejado los paisajes lacustres de ensueño y la tranquilidad de circular por una pista libre de tráfico, para toparnos ahora con un infierno de vehículos, cada vez más presentes, agujeros en la carretera y páramos secos a ambos lados de la vía, en el Altiplano. Lo mejor del viaje son las cumbres nevadas de la Cordillera Real en los Andes bolivianos, a lo lejos, que serpentean sinuosas presumiendo de blanco. La cordillera, al sur del Titicaca, mide unos 125 km de largo y su pico más alto es el Illimani a 6.438 metros sobre el nivel del mar.

A medida que nos acercamos a La Paz, las obras y desvíos en la calzada se hacen más presentes, lo cual frena nuestro buen ritmo en gradiente plana. Los tramos de tierra se van haciendo más frecuentes y más kilométricos y los baches se hacen constantes.

A pocos kilómetros de El Alto, nos detenemos detrás de una de cola vehículos. Avanzamos por el arcén y, cuando llegamos al principio, decenas de policías intentan reducir pacíficamente una manifestación que bloquea la vía e impide el paso del tráfico. Algunas banderas de Bolivia ondean sobre la muchedumbre, que se aparta resignada, y pronto reanudamos la marcha, eso sí, preocupadas porque nos sabemos qué demonios ocurre.

A medida que nos acercamos a la capital los vehículos policiales se hacen más frecuentes y pronto aquello parece un ejército entre camiones de policías, agentes motorizados, escuadrones vigilando las calles… y los parones se hacen más habituales, y ahora vemos también humo desde lejos y gente corriendo.

Y cuando llegamos al inicio del atasco los manifestantes, vecinos de El Alto, han colocado barricadas en medio de la vía para bloquearnos el paso y la policía les ordena despejar el camino y ellos obedecen, cabizbajos algunos y sonrientes otros. Y esto ocurre otras tres veces más hasta que conseguimos, por fin, llegar a las fauces de La Paz.

La carretera de entrada a la gran urbe también está en obras y el acceso es off road y cuesta arriba. Me duelen hasta las pestañas y la piel de la cara, brazos y rodillas se me cae a tiras porque en el Altiplano te cocinas a fuego lento. Los baches, el tráfico incesante, la protesta vecinal y el polvo en la garganta no cesan hasta que llegamos a las inmediaciones del Aeropuerto Internacional, en el Alto, cuando el sol hace ademán de despedirse. El Alto forma parte del área metropolitana de La Paz.

22 Octubre. El Salar de Uyuni

Dejamos Santiago de Huari emocionadas porque ya estamos cerca de uno de nuestros grandes sueños, cruzar el Salar de Uyuni. La carretera que une Huari con Salinas de Garci Mendoza parece recién asfaltada, el tráfico es muy escaso y el día soleado y sin viento, por ahora. De vez en cuando pasan camiones embalados pero nos da tiempo a reaccionar. El paisaje es cada vez más desértico y arenoso y la estampa llana y seca de ocres y marrones del Altiplano se va transformando en una vasta y plana región de arenas claras y esporádicas dunas.

No se ve absolutamente a nadie en ningún lado. De vez en cuando pasamos por aldeas abandonadas y nos detenemos a fotografiar sus casas de adobe y barro con techos de paja medio en ruinas. Me llama la atención la técnica de construcción antigua, y ya en desuso, de las techumbres de las viviendas, tan integradas con el medio ambiente y suplantadas ahora por los horribles pero prácticos techos de zinc en toda Latinoamérica.

Otros caseríos parecen semi habitados a juzgar por el aspecto de algunas casas, pero jamás vemos ni un alma. Siento que la pampa de arena limítrofe con el mayor desierto de sal continuo y alto del mundo es sólo para nosotras.

Desde Huari a Salinas Garci Mendoza hay 131 km completamente pavimentados. El último tramo se completó hace sólo cuatro meses. El viento rola de Noreste a Noroeste y se nos mete casi de frente. Debido al peso que llevamos y al efecto vela de las alforjas, la fuerza del viento nos frena la rodada por lo que, ante nuestra desesperación, debemos aumentar la potencia.

La arena se nos mete en los ojos y el sol aprieta. La radiación solar aquí es la más grande que he experimentado en mi vida. Debemos beber mucha agua porque la deshidratación es más rauda que nunca.

Inesperadamente, un camión sale de la nada a gran velocidad, esquivándonos a duras penas, pero no se detiene ante el paso de un rebaño de ovejas y atropella a una hembra, sin reducir ni un ápice la velocidad y desapareciendo en el horizonte, sin importarle la oveja que ha destrozado metros atrás y sus corderitos balando junto a ella. Me acerco al terrorífico escenario y no puedo evitar llorar de pena. El cuerpo del animal es un amasijo de piel y órganos separados del resto. Sangre por todas partes y los corderitos no paran de llorar a su mamá. De qué mundo tan diferente vengo, donde una vida, sea cual sea, vale mucho más que en estos países. No puedo evitar pensar en que la oveja podía haber sido alguna de nosotras.

Acampamos a 20 km de Quillacas, detrás de una duna, cuando el sol quiere irse para dejar que el Altiplano se vuelva a congelar. Esperamos a que no pase ningún vehículo y nos introducimos apresuradamente con las bicicletas en el desierto. Empujamos nuestras cargadas máquinas por arenales hasta ocultarnos tras una duna de blanca arena salpicada de aulagas verdes. El cielo se vuelve rosado y la arena del desierto se cubre de cobre. El espectáculo es maravilloso. Montamos las tiendas de campaña con cuidado de que no nos vean desde la carretera. Aún hay luz suficiente para no encender nuestras linternas y llamar la atención.

La temperatura baja drásticamente. En cuestión de media hora el sol desaparece y hace un frío que pela. Marika quiere montar sólo una tienda y dejar algunas cosas fuera pero yo le digo que no, que es mejor que montemos dos y metamos todo dentro. No me quiero llevar sorpresas esta noche. Aunque parece que no hay nadie alrededor, es mejor no arriesgarse. Además, duermo mejor sabiendo que no me tengo que preocupar por nada. Amarramos las dos bicicletas con el candado antirrobo de Marika y pronto estamos devorando la cena que hemos comprado en un puesto callejero en Huari, mientras las últimas luces del sol desaparecen hasta mañana para dar paso a un sinfín de estrellas. Estoy rendida y me envuelvo en mi saco pronto. Hace muchísimo frío y probablemente la temperatura descienda por debajo de cero esta noche.

Al día siguiente me levanto con dolor de estómago y mal cuerpo.

—No sé qué me pasa, Marika, algo me ha sentado mal —murmuro.

Intento recomponerme haciendo vida normal con dificultad. Desayuno fuerte como todos los días y tomo mi café como siempre… sin él no puedo vivir. Pero la sensación de malestar va en aumento. Siento ganas de vomitar durante todo el camino y no me apetece comer ni beber nada, idea nada buena para una ciclista.

Llega un momento en que ya no puedo más y tengo que tumbarme en el suelo. El sol comienza a ponerse y el frío azota ahora la piel que los rayos del sol han chamuscado durante todo el día. Siento mi cuerpo destemplado y me lamento porque estoy cerca de nuestro objetivo de hoy, pero no puedo seguir. Después de 40 km mi cuerpo ha dicho basta. Marika intenta detener algún que otro vehículo que pasa muy ocasionalmente pero nadie para. La letona está muy preocupada porque yo no hago sino temblar. Estoy muy débil y sólo tengo ganas de salir de ahí. Nos sentimos atrapadas porque no podemos avanzar y tampoco pedir ayuda.

Se me ocurre una idea. Como tengo internet en el móvil abro Google Maps y… bingo, doy con el único hotel en la localidad Garci Mendoza. Copio el teléfono y llamo. Entel es el único operador que funciona en el Salar de Uyuni aunque no siempre hay cobertura, pero hoy hemos tenido suerte. Me sale al aparato un tal Roger, propietario del establecimiento. Le explico la situación. Somos dos chicas europeas que pedaleamos el mundo y nos ha pasado esto…

—¿Dónde están? —pregunta interrumpiéndome.

—A 35 km de Salinas, en un cráter donde alguna vez impactó un meteorito.

—Tardo como mucho una hora en ir a buscarlas —contesta.

En Jayu Quta , junto al gran boquete perpetrado por una estrella hace millones de años, aguardamos hasta que el ocaso es inminente y el frío nos saluda bruscamente.

Tres días después compramos pan de quinoa en la panadería del pueblo y ponemos rumbo hacia el Salar de Uyuni con la satisfacción y la emoción de saber que mañana estaremos atrapadas por fin en la salmuera. Una carretera de tierra nos conduce al pueblo de Tahua, la población más septentrional del gran desierto de sal, coronada por un volcán enorme. La vía es off road pero comienza siendo relativamente cómoda durante unos veinte kilómetros. Después, la arena y las cuestas nos obligan a empujar nuestras bicis en tramos cada vez más frecuentes, lo cual no sería un problema si no estuviéramos a 3.730 metros sobre el nivel del mal.

Mi corazón se desboca con frecuencia y la única forma de controlarlo es descansando cada vez que ejecuto un gran esfuerzo. Nuestras bicicletas son muy pesadas y se entierran con facilidad en la arena que cubre gran parte de este segundo tramo debido a la gran afluencia de vientos fuertes en las últimas semanas en la zona. Pero no sólo me detengo con frecuencia para descansar, también para contemplar boquiabierta el espectacular ecosistema que rodea el Volcán Tunupa, que tiene una altura de 5.432 metros, rodeado de salar y de formaciones rocosas. El contraste cromático del lejano blanco del mar de sal y las cobrizas tonalidades de las formaciones rocosas del entorno del volcán me trasladan a otra dimensión. En ocasiones me pregunto si es que recorro otro planeta.

El tráfico es prácticamente nulo y en todo el día sólo vemos pasar un par de camionetas y algunas motos. Esta vez el desierto es auténticamente nuestro. Me siento libre y segura en aquel entorno desolado y misterioso. De vez en cuando pasamos por pequeñas aldeas pero no vemos a absolutamente nadie. Ni siquiera un perro nos sale a ladrar. Nos preguntamos dónde estará todo el mundo! Sólo encontramos a un señor de avanzada edad sentado con unos pequeños prismáticos en la puerta de su casa. Junto a la vivienda hay una furgoneta Volkswagen hippie antigua, desvencijada, de color verde claro, la furgo de mis sueños. Le pido a Marika que me haga una foto junto a aquella maravilla tan oxidada por el tiempo. Estamos a 22 km de Salinas y el señor nos señala dónde está Tahua.

—Detrás de aquel cerro. Todavía tienen unas tres horas de camino —indica.

—¿Tres horas de camino? ¡Pero si está ahí mismo! —protesto.

Tardamos justamente eso, tres horas en llegar a nuestro destino, debido a los arenales, las subidas y la altura. La vejez es sinónimo de sabiduría y experiencia.

Por el camino tropezamos con numerosas manadas de llamas que se cruzan en la carretera y se nos quedan mirando extrañadas en lugar de huir. A veces me detengo a hablar con ellas y yo diría que me entienden.

—Esta me acaba de decir que sí con la cabeza —comento.

Marika hace un mohín de resignación y sigue pedaleando mientras yo permanezco de cháchara con la llama, que acaba retirándose y bajando la testa ignorándome para continuar rumiando hierba.

A las tres de la tarde coronamos la montaña que rodea Tahua, localidad a orillas del mar de sal que pertenece al departamento de Potosí. Contemplamos maravilladas el pueblo que se funde con desierto de sal. Los ocres y los verdes del entorno irregular donde descasa la localidad se mezclan de súbito con el blanco azulado de la sal del desierto, plano como un mar de agua.

Por fin encontramos algunos habitantes en un pequeño pueblo, tarea nada fácil desde Santiago de Huari hasta aquí. Saludamos a los lugareños mientras pasamos por la plaza principal y buscamos algún hospedaje sin éxito. Bueno, Marika, nos va a tocar acampar en alguna parte del pueblo.

Pero tenemos un hambre voraz y se nos antoja cocinar en medio de la calle porque no podemos pensar con el estómago vacío. Nos sentamos en una acera y sacamos el pequeño menaje de camping y algunas vituallas y en quince minutos estamos devorando un arroz a los cuatro quesos instantáneo que nos sabe a gloria, ante el asombro de la población indígena que transita la vía.

Nos levantamos a las 7:00 am. debido al cansancio del día anterior y pedaleamos por la vía de tierra que se adentra en el Salar. Diciéndole adiós por unos días a la tierra firme. La carretera se adentra en el mar blanco y se funde en el espejo de sal. Me siento extraña en este hábitat tan extraterrestre. Parecemos dos terrícolas en nuestras naves espaciales invadiendo otro planeta. Todos nuestros sentidos captan sensaciones diferentes. El crujido de las ruedas aplastando la reseca sal marina, el destello cegador de los rayos solares sobre el blanco compuesto, el olor a salitre sin estar en el mar. El contraste con el cielo completamente azul potencia la saturación de colores y el espectáculo.

Pedaleamos alegres por la eternidad, parando, haciendo fotos cada cien metros, experimentando a tope cada sensación para no perder detalle de la experiencia. Otra vez vuelvo a sentir la inspiración literaria y la creatividad vuelve a fluir de mí como por arte de magia. Siento ganas de pararme y escribir, pintar, grabar y cantar la grandeza de lo que estoy viendo. Quiero gritarle al cielo “¡¡¡gracias por este regalo!!!”

Cuando salimos del abrigo de las montañas y quedamos al descubierto, mar de sal adentro, el viento comienza a soplar con fuerza y en cuestión de un par de horas el cielo se llena de nubarrones negros. Desde nuestra posición oímos el sonido de truenos lejanos y algunas formaciones nubosas sobre el volcán de Tunupa nos alertan de que ya llueve duro por esos lares.

Pedaleamos con fuerza hacia la Isla Incahuasi, a 40 km de Tahua en línea recta, para protegernos de la inminente tormenta al abrigo del refugio ubicado en el Centro Turístico. Cuando llegamos al aparcamiento de la isla, el viento sopla con tal fuerza que los turistas abandonan su puesto en las mesas y asientos de sal con rapidez y se suben en los vehículos cuatro por cuatro para volver al hotel. El personal de la isla nos aloja en el “refugio”, un pequeño salón de actos con algunas sillas amontonadas, colchones sucios en fila a los lados, piso de madera y una gran vista hacia el aparcamiento a través de un gran ventanal.

El sol se pone justo por este ala del edificio y contemplamos los momentos previos al ocaso montando la tienda de campaña para aislarnos de la porquería. Gracias al refugio, que nos cuesta cinco dólares por persona con derecho a visitar la isla y usar el baño, nos libramos del temporal y de pasar frío esta noche, ya que aquí las temperaturas descienden fácilmente bajo cero por la noche.

El sol se despide en medio de uno de los mayores espectáculos visuales que he contemplado en toda mi vida y alguien enciende la luna mientras caigo rendida en mi saco de dormir hasta el día siguiente. Amanecemos exhaustas pero felices de haber llegado hasta aquí. Cocinamos en la puerta del refugio un poco de pasta con carne de llama y le decimos adiós a la Isla Incahuasi, que en quechua significa “la casa del inca”, donde habitan gran cantidad de cactus gigantes que pueden llegar a medir más de 10 metros de altura. Desde su cima, la perspectiva del Salar de Uyuni es única y la curvatura del planeta más visible que nunca.

Aprovechamos la privilegiada climatología de hoy para hacer fotos con juegos de perspectiva. No tenemos prisa. Queremos sacarle al salar el máximo partido. Si estamos cansadas, descansamos tumbadas en el manto blanco leyendo en nuestros kindles u observando vehículos pasar a lo lejos muy ocasionalmente, flotando sobre el salar como naves extraterrestres merced al cegador espejo de sal. Acampamos en medio de aquel reino de otro mundo y contemplamos uno de los ocasos más espectaculares del viaje. Aprovechamos el buen clima para disfrutar de esta experiencia que no hemos querido perdernos porque no existe en esta Tierra otro paisaje que nos recuerde con tanta virulencia que una vez existió otra época anterior al ser humano.

Es la segunda altiplanicie más grande del mundo después del Tibet. Un paisaje de viento y sal, y de hielo y fuego ahora que el sol hace ademán de despedirse, rodeado de volcanes que en su día escupieron lava en el suelo helado. Cuando la luna se alza en el lado opuesto al del sol poniente, la muerte y la eternidad se dan la mano.

Hemos asegurado bien la tienda de campaña porque el viento ha empezado a soplar otra vez con fuerza. Para ello nos hemos traído una piedra porque, en este mundo de nadie, no sobreviven ni las rocas y la fauna que se atrevió a pisar este medio hostil alguna vez, acabó carcomida por la sal. Incluso con el guijarro nos cuesta trabajo clavar las clavijas y asegurar la tienda de campaña, que colocamos aproada al viento.

Cuando el manto blanco se tiñe de azul con la luna, la temperatura desciende repentinamente y nos metemos en nuestros sacos de dormir. Me quedo dormida con el susurro del viento acariciando el paisaje repleto de ecos.

Sábado 5 de noviembre. Chile.

Pedaleamos hacia la frontera con Chile con un nudo en la garganta. Hoy acamparemos por última vez juntas, cocinaremos por última vez juntas, tomaremos café por la mañana por última vez juntas… Nos separaremos en el puesto fronterizo de Ollagüe.

Dejamos atrás San Juan tras unos días reponiéndonos de la travesía por el Salar de Uyuni. La alta radiación solar y el viento seco y frío en esta zona del Altiplano nos dejan un saldo de deshidratación, debilidad física y quemaduras en la piel. También nos hemos puesto al día en nuestros trabajos, pese a la ausencia de wifi en todo el salar. Internet móvil con el operador Entel Bolivia ha funcionado bien, al menos en San Juan, y he podido utilizar mi teléfono Samsung Galaxy J5 como un modem usb y trabajar en mi computador con facilidad, al menos de madrugada. A partir de las 9 am la conexión ya es muy lenta y es imposible realizar cualquier operación.

Marika quiere continuar por tierras bolivianas en dirección sur hacia Las Lagunas y entrará en Chile por San Pedro de Atacama. Le llevará una semana completar el tramo San Juan - Lagunas, sin agua y sin comida, sin conexión telefónica y por unas carreteras remotas. No me imagino algo más intransitable que lo que ya hemos hecho, bajo un sol de justicia y la escasez de agua.

—Lo siento, Marika, pero hasta aquí llego —anuncio una mañana.

—Pero… la ruta de los lagos es muy popular entre los ciclistas…

Respiro hondo, intentando echar mano de la reserva de fuerzas que tengo en mi interior.

—Tienes que estar bromeando. ¿Acaso el viaje no es ya lo suficientemente duro como para complicarlo más?

—Oye, entiendo tu posición, pero yo quiero verlo todo. No me gustaría arrepentirme un día de no haber visto esto o aquello —explica.

—Yo también entiendo la tuya, Marika, pero comprende que físicamente soy más débil que tú, por dos motivos: llevo el doble de tiempo en la carretera y acuso un merecido descanso y nos llevamos diez años. Por eso necesito elegir las rutas más cortas y más fáciles hasta Ushuaia.

Con un mohín de desacuerdo desvía la mirada.

—¿No comprendes que no puedo más, que cada día esto se me hace más cuesta arriba, que físicamente he dado un bajón considerable desde el altiplano?

—Es evidente que queremos cosas diferentes en este viaje —contesta.

Me duele en el alma separarme de la letona, pero no me queda más remedio si quiero conseguir el objetivo que me marqué hace casi 3 años, llegar a Ushuaia, en la Patagonia argentina. A veces en la vida hay que tomar decisiones difíciles y eso es lo complicado de la vida. Necesito seguir adelante y no pararme en empresas que me mermen emocional y psicológicamente. Para mí, llegar al Salar, atravesarlo y salir de él con gastroenteritis es suficiente. Mi fuerza de voluntad después de esto está en juego, y no pienso meterme en camisas de once varas poniendo en riesgo mi débil iniciativa y tolerancia en estos momentos.

Decidimos separarnos para que cada una pueda seguir sus sueños. Sin apegos. En la vida hay que ser libre y también dejar ir. Puede que nos volvamos a encontrar en algún punto de camino a Tierra del Fuego. Empujamos nuestras bicis los primeros 5 km desde San Juan, vía Chiguana, a través de arenales. La carretera es un auténtico desastre otra vez. Tomamos como referencia el Volcán de Ollague para no perdernos. Tardamos más de una hora en salir de la arena. Llevamos mucha agua y nuestras bicis se entierran con facilidad.

Cuando llegamos al Salar de Chiguana el paisaje cambia repentinamente, al igual que el camino. Una brisa ligera nos empuja por la sal plana y maciza y en poco tiempo avanzamos varios kilómetros. A penas tenemos que pedalear. Es un auténtico regalo después de la pelea que hemos tenido con la arena momentos antes. La sal no es completamente blanca como en el Salar de Uyuni pero el contraste con las formaciones rocosas que la flanquean convierte la escena en idílica. Volvemos a sentir que estamos en otro universo, que hemos retrocedido en el tiempo a un lugar que existió antes del hombre, un lugar que un día fue el Océano Pacífico y que ahora, por arte de magia, casi roza el cielo. Me pregunto si aquí arriba alguna vez alguien se habrá encontrado un pez fósil entre tanta sal. ¿Qué secretos guardará este manto blanco sembrado de ecos?

Casi 40 kilómetros sin mover los pies, impulsadas por el viento como dos veleros navegando de empopada. La vía del tren atraviesa el salar como una espina dorsal y lo vemos a lo lejos traqueteando a paso de tortuga con su carga de plomo que transporta a Chile, convirtiendo el solitario desierto en una película de John Wayne.

A lo lejos dos ciclistas. Les hacemos señas. Encontrarse con otros dos locos como nosotras en medio de la nada no es algo que suceda todos los días. No podemos dejar escapar la oportunidad e insistimos pese a que los lejanos viajeros hacen ademán de continuar su camino hacia el sur.

—¡¡Eeeehhh… !! —grito—. ¡Paren cabrones!

Me bajo de la bici y cruzo la vía del tren corriendo en su dirección. Los misteriosos ciclo-viajeros se dan cuenta y se detienen. Uno de ellos sale a mi encuentro. Como en los salares las distancias parecen más cortas de lo que realmente son, tardamos en aproximarnos el uno al otro. El individuo es un hombre altísimo con una gorra para el desierto con tapeta. Nos saludamos en inglés. Me cuenta que viaja con una moza que se encontró por estos lares hace una semana. Parece tener prisa y la charla es breve. Saludo a la compañera a lo lejos con el brazo y me despido.

—Por cierto… ¿de dónde eres? —pregunto dando por hecho que el tipo es alemán, nacionalidad de la mayoría de los ciclo-turistas europeos que me encuentro.

—Soy portugués.

—¿Quéeeeeeee? —exclamo—. Minha mae e portuguesa meu querido.

Y entonces el cielo se abre y en pocos segundos estamos todos sentados junto a la vía del tren charlando animadamente sobre nuestras aventuras por el mundo, compartiendo uno de los momentos más bonitos del trayecto por Bolivia.

Dos horas después nos despedimos porque se hace tarde y cada cual debe retomar su camino. Les decimos adiós con pena en el alma al portugués y a la alemana y continuamos volando sobre la sal. No es fácil conectar tan rápido con la gente y nosotros cuatro lo hicimos de inmediato. ¡Cosas de ciclistas!

Ya fuera del salar buscamos una buena duna donde ocultarnos de la carretera y, cuando el desierto se cubre de oro señal de que el sol se despide, estamos cocinando la mejor pasta que hemos comido en meses. Nuestra última noche juntas por todo lo alto…

La de Marika ha sido una de las despedidas más traumáticas de mi vida. Creo que separarse de alguien a quien quieres es lo más parecido a experimentar la muerte de un familiar o de un amigo. Aunque sepas que un día ambos volveréis a cruzar caminos en algún lugar del planeta, el corazón se desliga del cerebro en este punto y no entiende del futuro.

El corazón vive el presente e interpreta el suceso como una pérdida, por mucho que el cerebro le reitere que puede que en un futuro cercano, o lejano ambos seres humanos se vean las caras otra vez. Pero la vida es así. Hay que dejar ir a las personas que amamos, porque si no, no las amamos, las queremos poseer y eso no es correcto.

Lo sano es dejar que cada uno persiga sus sueños. ¡Por supuesto que lo ideal es compartir el mismo sueño! Pero no siempre es así, o sucede sólo por un tiempo, pero luego cada uno evoluciona de diferente forma y cambia sus particulares aspiraciones por camino. Es el momento de decir adiós y hay que ser fuerte para seguir adelante sin tu mejor amiga, amigo, hermano, padre, madre, pareja… si tus aspiraciones son diferentes y tus sueños implican transitar por caminos dispares.

—Ten cuidado por favor —sollozo mientras la abrazo fuertemente—. Cuídate mucho.

—Tú también —me susurra con lágrimas en los ojos.

Permanecemos abrazadas varios minutos, sin poder separarnos, llorando de pena. Siento su calor y su pecho contra mi cuerpo. Oigo su respiración entrecortada y me cuesta horrores separarme de ella. Después se aleja entre lágrimas y me quedo contemplando su figura, hasta que sus contornos son borrosos y desaparece en el horizonte. Siento que algo dentro de mí acaba de morir. Camino hacia la bicicleta limpiándome las lágrimas de dolor y empiezo a pedalear sin ganas, con una pena en el alma que no recuerdo haber experimentado en años. Se ha ido una parte de mí y me siento más sola que nunca. Ahora mismo preferiría estar muerta.

Dejo atrás con éxito y sin problemas el proceso de sellado de salida de Bolivia en la Estación Avaroa y doy mis primeros pedales en solitario en el estrecho que separa ambos puestos fronterizos. Tres funcionarios chilenos con un perro examinan con detalle cada una de mis alforjas. Uno mete la mano cubierta con un guante de latex por todas partes, abriendo con mano de orfebre cada bolsita y paquetito que llevo, mientras otro me interroga sujetando un perro y un tercero observa la escena. Un cuarto oficial ha revisado mi pasaporte en el interior del edificio cinco minutos antes y ha redactado mi declaración formal de cosas declarables basada en el formulario de aduanas que he tenido que rellenar cuando media hora antes me han sellado el pasaporte en las oficinas de inmigración.

Cuando termina el protocolo, los tres funcionarios encargados de revisar mi equipaje cambian el tono, ahora más distendido, y dan rienda suelta a su curiosidad masculina.

—¿Cómo una mujer puede pedalear sola?, qué valiente, yo no haría ni 30 km por aquí, ni solo ni acompañado, es usted una heroína, y ¿dónde duerme?, y ¿qué come…?

Les pregunto si hay algún sitio para acampar en la zona. Me dicen que puedo acampar bajo una de las carpas aledañas a las oficinas de aduana, pero que tengo que esperar a última hora de la tarde.

Pasadas dos horas, llega la supervisora y me propone un trato mejor: dormir en el apartamento para huéspedes de la estación de tren Ollagüe, una de esas ofertas que jamás puedes rechazar.

La supervisora habla con el jefe de la estación, Ismael, un hombre de avanzada edad con semblante sereno y bondadoso, que me enseña mi habitación y me dice que puedo cocinar en la cocina del personal y darme una ducha de agua caliente como Dios manda después de varios días. Caminamos por aquel edificio del siglo XIX con tintes coloniales en muy buen estado y sigo sin creer la suerte que he tenido en una de las mejores entradas a un país que haya hecho en todo el viaje. Duermo largo y tendido en aquella casa del siglo XIX.

Desayuno tostadas con mantequilla y queso gouda que he conseguido en la única tienda del pueblo. ¡Hace tiempo que no veo queso Gouda! En Bolivia es imposible conseguirlo fuera de las grandes ciudades. Marika y yo hablábamos todas las mañanas de cómo nos gustarían unos sandwiches de queso fundido con jamón…

—Ooohhh… calentitos… con el queso derramándose por la comisura de nuestros labios… —decía ella…

Ahora en Chile podré comer de todo otra vez. No te das cuenta de lo importante que es disfrutar de la comida hasta que no puedes conseguir prácticamente nada, como en el Altiplano boliviano, especialmente en el Salar de Uyuni. Una dieta variada y rica es vital para soportar el sufrimiento físico de un reto deportivo de este calibre. La comida es, a veces, el único placer del día.

Saludo a Ismael desde el quicio de la puerta de su oficina. Es un hombre muy trabajador y desde primeras horas de la mañana ya lo siento en la habitación de al lado enredado en sus papeles. Me despido agradecida de todos y salgo de la estación caminando con mi Susan. Me detengo frente al pequeño y muy cuidado edificio del Gobierno Municipal, cuya estética contrasta seriamente con el aspecto desvencijado y polvoriento del pueblo. Me conecto a la red wifi libre del pueblo casi sin creerlo. Llevo semanas sin encontrar wifi en Bolivia, ni siquiera pagándolo, y cuando llego a Chile me lo regalan.

Una pickup Ford sale de la nada y aparca junto a mí. Como en una película de Miami Vice, del interior del vehículo sale el auténtico Sony Crockett, un agente de policía con impecable uniforme. Me saluda y me pregunta si voy sola. No se lo termina de creer.

—Tenga cuidado con las mulas —exclama.

—¿A qué se refiere?

—Las mulas son personas que trafican droga. Traspasan la frontera a pie desde Bolivia y caminan por el desierto —explica el agente Crockett.

Comienzo a pedalear tardísimo. Una auténtica irresponsabilidad por mi parte, porque en esta zona de Chile el calor es aplastante a partir de las once y media, aunque las temperaturas por la noche sean negativas. Además, el viento del Altiplano suele comenzar a soplar con fuerza a partir de las 12:00 pm.

A mediodía el viento es tan fuerte que apenas puedo avanzar cuesta arriba. Tengo que bajarme de la bicicleta varias veces para empujarla. Durante los primeros 20 kilómetros las subidas y descensos bajo el fuerte sol protagonizan la jornada. Después vienen 6 km de carretera de tierra en obras en algunos tramos y la última gran cuesta del día sobre el Salar Carcote. Me paro en lo alto del cerro para fotografiar las lagunas que descansan sobre el manto blanco del sobrecogedor paisaje de sal. Oigo el rugido del tren cuya vía atraviesa como un sable el desierto de sal.

Un vertiginoso descenso da inicio tras la cumbre de la montaña. Tengo que frenar porque el viento de frente me desestabiliza. Una auténtica pena no poder aprovechar el impulso del descenso para adelantar unos cuantos kilómetros hoy. Dejo atrás el Salar Carcote para contemplar ahora la belleza del de Ascotán, uno de los más grandes de la zona, compartido con Bolivia. Paso el resto del día intentando avanzar con el viento en contra por la carretera que lo bordea. El paisaje es hermoso, pero el viento es cada vez más fuerte y más frío. Como la radiación solar es altísima, no noto demasiado el azote helado y no me abrigo bien, lo cual me debilita más físicamente y me predispone para una ligera bronquitis los siguientes días.

Cerca del ocaso, quiero parar y acampar ya, pero no hay un maldito sitio donde guarecerse del viento. Cada vez más a menudo tengo que bajarme de la bici para empujarla porque el viento me impide pedalear. Estoy cansada, hambrienta y echo de menos a mi ex compañera de viajes, Marika Latsone. “Dios, tengo que encontrar un sitio ya porque no puedo más”.

Cuando el sol hace ademán de despedirse, veo un trozo de tierra que se adentra en el salar y termina en un pequeño cerro. Probablemente encuentre un buen sotavento en esa especie de isla sobre el agua y la sal. Salgo de la carretera a toda prisa con el viento huracanado y helado azotando mi espalda como cuchillas afiladas y no tardo ni tres segundos en llegar a mi destino empujada por el aire.

Efectivamente, encuentro el mejor enclave del mundo para acampar. Un pequeño cerro rodeado de enormes piedras, probablemente colocadas por el ser humano en alguna época pasada, y escondido de la carretera. ¡Perfecto para alguien como yo!

Por la noche me despierto asustada. Oigo el vendaval golpear el exterior de mi refugio natural. Hace muchísimo frío y las paredes de la tienda de campaña están congeladas. Gracias a Dios que tengo un buen saco de dormir. “Espero que nadie me haya visto desde la carretera porque, a buen seguro, aquí sería un blanco perfecto”, pienso. Estos son los típicos pensamientos paranoicos de la primera noche durmiendo sola. Después, desaparecen. La primera noche siempre es la peor; como en todo en esta vida, una vez que te acostumbras a acampar sola ya no te despiertan ni los cañonazos de la Batalla de Trafalgar.

Me despierto en mi saco de dormir tan calentita que no lo puedo entender. ¿Cómo es posible que la tienda de campaña sea una especie de iglú y yo esté aquí como si nada? Me pregunto cómo los confeccionarán para que no te enteres de que el Polo Norte existe fuera. Me alegro de haber invertido una fortuna en este saco de dormir para tres estaciones y temperaturas que oscilan en el rango de 20° - ‘7° centígrados cuando llegué a Los Ángeles, California, hace un año y medio.

Mientras amanece, dibujo figuras rascando las paredes heladas de la tienda de campaña. El sol me saluda por el este sobre una decena de volcanes que flanquean el salar. Las primeras vicuñas aparecen frente a mi “búnker”, rumiando con parsimonia la hierba helada que misteriosamente crece entre la sal, ajenas al frío vespertino. Los flamencos más madrugadores sobrevuelan la decena de lagunas que contiene aquel paisaje de agua y sal repleto de misteriosos ecos. Algunos beben de sus aguas…

—¿Beben agua? Que yo sepa las aves beben agua dulce… ¡Eso quiere decir que aquí hay agua potable! —exclamo en alta voz.

¿Y qué significa este reciente hallazgo que acabo de hacer? Significa que puedo permitirme pasar más tiempo aquí solita disfrutando de este pequeño paraíso salvaje y natural que el Universo me ha regalado para que me olvide de mis penas… Sólo tengo que hervir el agua que obtenga de las lagunas y… ¡tachán!

Abro la entrada a la tienda de campaña con dificultad, porque las cremalleras se traban con el frío, y porque mi tienda de campaña tampoco es para tirar cohetes, ya que es la más barata que encontré en un supermercado de Perú y una de las más económicas de Colleman´s. Yo la llamo la Toy Story, porque parece una tienda de campaña infantil para juegos.

Me inclino sobre la cocina que he construido el día anterior a pocos centímetros de la entrada de la tienda. He hecho un hoyo poco profundo de medio metro de diámetro y lo he rodeado de un pequeño muro piedras para proteger la llama de la cocina multicombustible del viento. Con las manos ya heladas, extraigo gasolina con la pequeña bomba enroscada en la botella de seguridad de un litro de combustible para crear el gas, conducido por un manguito trenzado de acero inoxidable.

La cocina pierde combustible donde el manguito se une a ella y, como consecuencia, la llama prende también en este lugar, pero no le doy importancia o estoy demasiado cansada para darme cuenta de la trascendencia del suceso. Consigo calentarme un café y vuelvo a encerrarme en mi tienda para protegerme del frío y seguir observando el amanecer a través de la mosquitera.

Espero a que el sol caliente el campamento petrificado en el “hielo antártico”. Contemplo el humeante Volcán de Ollagüe. Su pequeña columna de humo asciende adoptando caprichosas formas hasta que se difumina en el cielo. Ojalá estuviera aquí Marika para presenciar este imponente espectáculo. Qué duro es volver a caminar por la vida sola después de más de un año y, sobre todo, qué duro es no poder compartir el paraíso con nadie…

Me hubiera gustado tomarme este cafecito mañanero con mi compi de viajes, observar este bucólico lugar alrededor de un fuego, intentando hacer reír a Marika por la mañana, algo que se me antoja lo más gracioso del mundo porque Marika por la mañana es antisocial y habla muy poco hasta las 9:00 o las 10:00 , hora oficial de su despertar y socialización con el mundo exterior. Recuerdo con melancolía los silencios mañaneros de la letona contemplando alguno de los cientos de amaneceres que hemos visto juntas desde México. Un escalofrío de angustia me recorre el cuerpo mientras dibujo zentangles en una hoja de papel (trazo de patrones que fomentan la calma y meditación).

Camino hacia una de las lagunas más grandes. ¡La laguna parecía más cerca, demonios! Las ilusiones ópticas son una constante en los salares. Tomo una muestra de agua y hago algunas fotos a los flamencos. Con el amanecer, el aire se torna dorado y el sol tiñe de cobre las pupilas con la luz rebotada en la sal. Regreso a mi búnker y enciendo de nuevo la cocina. Oigo un “plof” y la cocina se incendia junto con el manguito flexible de acero inoxidable. Observo la escena con la boca abierta. Ahora el manguito comienza a perder gasolina por varios puntos y el incendio a las puertas de la tienda crece. Rápidamente destapo los botes de agua de la bicicleta e intento apagar el fuego sin éxito. Entonces arrastro la tierra que saqué del hoyo ayer y la echo por encima hasta que detengo el incendio. El manguito queda inservible. Se acabaron las vacaciones.

Pero no me doy por vencida, no pienso abandonar este paraíso por la puta cocina… Aunque cuando se trata de aguas estancadas el tratamiento con yodina no es cien por cien seguro, analizo la situación. El agua que he recogido hace un momento estaba deshelándose, es agua que durante la noche todos los días se congela. Aunque la temperatura de congelación no es suficiente para matar las bacterias, el agua, a pesar de ser dulce, contiene una alta salinidad y yodo al provenir del salar. El yodo es un eficaz bactericida. Aunque no es cien efectivo y conviene filtrar el agua antes, trataré de aumentar la dosis de manera manual para reducir el riesgo de contaminación, ya de por sí bajo, debido a la situación de aislamiento del enclave. Problema del agua solucionado. Ahora tengo que enfrentarme al problema de la comida. ¿Cómo voy a cocinar sin cocina?

A las 9:00 am el sol calienta tanto que tengo que improvisar una fresquera entre unas rocas haciendo un toldo con la toalla de gamuza que ato con hilo elástico a las piedras. Allí ubico la comida y los aparatos electrónicos y dejo un hueco para mi cuerpo. Desde la garita improvisada puedo vigilar el campamento y ver prácticamente todo lo que ocurre en el salar, como si fuera una estación de observación de aves silvestres. Paso la mañana intentando arreglar la cocina sin éxito.

Al mediodía el calor es asfixiante. Sólo me queda un puré de papas, chocolates y pasta. Si al menos pudiera calentar un poco de agua para hacerme un puré tendría una comida decente hoy. No pienso darme por vencida tampoco en este punto…

A las dos de la tarde, el viento ya es de nuevo insoportable. Aun así, el calor aprieta y decido ir a darme un baño a una de las lagunas de agua salada. El líquido está helado y el viento, de fuerza cinco o seis, me congela hasta las pestañas. No obstante, disfruto unos minutos del agua en mi cuerpo, por fin, después de dos días. Pero la broma me baja aún más las defensas y por la noche siento la garganta inflamada.

Dedico el resto del día a explorar el salar y sus lagunas, a llenar la bolsa para agua con correas de fijación Ortlieb, de tejido impermeable y resistente a la rotura, para tratarla posteriormente y a acumular unas cuantas estacas de madera que he descubierto semi hundidas en el agua, probablemente colocadas por los biólogos para los flamencos. “Lo siento flamencos, por motivos de supervivencia os dejaré sin logística”, pienso.

Pongo las pequeñas estacas al sol durante unas horas con la esperanza de que sequen y a última hora de la tarde intento hacer un fuego junto al campamento. Para ello, cavo un hoyo mayor y construyo un muro de piedras más alto que el de la cocina. Como aún tengo gasolina en la botella, derramo el combustible sobre la improvisada hoguera y enciendo con un papel el fuego. La llama se inicia grande y fuerte pero después desaparece como por arte de magia sin dar tiempo a que las estacas prendan. Qué desastre… lo intento varias veces sin éxito. La última vez la llama dura un poco más y aprovecho para calentar un poco el agua, sin llegar, por desgracia, a la temperatura de ebullición. Con este agua me hago un puré de papas que aliño con algunas salsas y especias que siempre llevo. Bueno, al menos puedo hacer hoy una comida decente, aunque casi haya agotado la gasolina que me quedaba…

Al día siguiente me demoro en abandonar mi paraíso particular. No puedo dejar atrás tan pronto esta poética región habitada por vicuñas, flamencos y otras aves que rompen ocasionalmente el sepulcral silencio matutino, quebrado por el azote del viento a mediodía. A las diez de la mañana me armo de valor y parto con el corazón en un puño por dejar atrás este remanso de paz. A pesar de sentir la soledad ayer como un martillo golpeándome el alma, me entristece despegarme de un valor natural de este calibre. A medida que subo por la cuesta de la Estación Ascotán, por la Ruta 21-CH, el viento en contra se hace más presente, hasta que llega un momento que me tira de la bicicleta y debo caminar arrastrando a mi Susan Sarandon por el desierto. La pendiente es extremadamente vertical y la subida es un martirio.

En unas horas subo desde los 3.700 metros a los casi 4.000 con mucha dificultad para respirar. Tengo que ponerme mi chaqueta Trimm Brendon Waterproof transpirable para soportar las rachas de viento helado contra mi afectada garganta. Me pongo la capucha para que me proteja las orejas del viento. Me cuesta horrores llegar arriba. Me noto más débil que de costumbre, quizá debido a una alimentación deficiente en los últimos días.

Paso el resto de la jornada intentando transitar por carreteras de tierra, otras en eternas obras, con un viento huracanado que quiere derrotarme pero que no puede. Algunos camiones pasan a mi lado dejando una horrible columna de polvo que se me mete en los pulmones y no me deja respirar. En todo el día sólo cubro 45 kilómetros. El sol comienza su ritual de despedida y no encuentro un sólo lugar para acampar. Sigo pedaleando como puedo a pesar del viento pero llega un momento que me doy por vencida.

O acampo ya en cualquier sitio o la oscuridad empeorará las cosas. Tengo que montar el campamento junto a la carretera y no me hace ninguna gracia. Estoy a la vista de todos los vehículos que pasan, incluidos los narcotraficantes que pasan cocaína desde Bolivia en camiones, con las luces apagadas, a gran velocidad por la noche. Aunque el tráfico disminuye drásticamente al anochecer, no duermo muy bien pensando en el riesgo que corro. A mano tengo el cuchillo de supervivencia y el spray de pimienta por si las moscas… Gracias a Dios, pocas veces me han hecho falta y cuando los he necesitado, no los he tenido a mano. Por delante me restan aún 93 km hasta Calama, la ciudad más fronteriza de esta región de Chile.

Caldera es la primera ciudad propiamente dicha que veo desde hace días, desde Antofagasta. Con su Iglesia de San Vicente de Paul de estilo gótico, una de las más bellas de la región de Atacama, diseñada por el mismo arquitecto de la Torre Eiffel, Gustave Eiffel, quien ha dejado un rastro de iglesias del mismo porte en toda Latinoamérica, diseñadas en París y transportadas a diferentes lugares del continente americano para ensamblarlas como un mueble de Ikea. La plaza, el mercado, las tienditas y el puerto hacen de Caldera una súper urbe ante mis ojos habituados al desierto.

Así que me tomo unos días en esta población costera ubicada en una de las zonas de más interés turístico de toda la región. Nos entretenemos caminando por sus calles, hablando con la gente y llegamos a un maravilloso acuerdo con las dueñas de un hostal donde nos alojamos cuatro días. Las hermanas Lazo regentan este establecimiento de ambiente cálido y familiar y nos hacen sentir de nuevo como en familia. Y digo de nuevo porque en Antofagasta tuve la suerte de alojarme con familiares de mi gran amigo Rodrigo Parra y recibir un de los mejores tratos de mi vida.

Otra vez vuelvo a compartir habitación con mi amiga del alma Marika Latsone, con quien desde Antofagasta viajo de nuevo. Desde el día que me llamó para decirme que había cambiado de opinión y que deseaba seguir viajando conmigo, no quepo en mí de gozo. Para mí no es un problema caminar sola por la vida, porque a todo te acostumbras más tarde o más temprano, pero bien es cierto que no hay nada como repartirse una experiencia como esta con alguien con quien te llevas de maravilla.

No pasa nada si tengo que pedalear sola, acampar sola, vivir sola… Además, me gusta, disfruto de la soledad y de sus beneficios en mi psique y en mi creatividad. Viajando sola he conocido a más gente y me he abierto más a los demás. Pero Marika es un ser especial, y es muy divertida, y lo pasamos de maravilla juntas. Por supuesto que tenemos nuestros desencuentros a veces, porque esto es muy duro y ponerse de acuerdo no es fácil. No obstante, siempre mitigamos nuestras diferencias conversando. Y si no llegamos a un acuerdo, nos separamos, como la última vez, pero continuamos siendo amigas, porque es muy doloroso enfadarse con alguien a quien quieres solo porque no estás de acuerdo en algo. La gente maravillosa no abunda en este planeta y más vale cuidar y conservar a la que hemos tenido la suerte de conocer.

En este viaje me he encontrado numerosas perlas por el camino, sobre todo en México, gentes cuya amistad no quiero perder jamás y por ello me propongo regar esas plantitas del amor de vez en cuando, para que no mueran.

El miércoles 30 de noviembre abandonamos con tristeza la grata compañía de las hermanas Lazo, quienes nos han cuidado como a sus hijas y con quien hemos mantenido muy gratos momentos y divertidas conversaciones cenando o desayunando juntas. Gracias a ellas hemos vuelto a sentir el calor de una familia, la seguridad de una mamá que nos cuida (en este caso cuatro), el bienestar de un hogar.

El día está ligeramente nublado a primera hora de la mañana y corre una pequeña brisa de SW mientras pedaleamos por la carretera de la Costa, la C-310. Las primeras escenas idílicas de esta aventura costera de una semana comienzan a sucederse ante nuestros ojos. Playas de arena blanca donde no habitan sino las gaviotas, los piqueros, los pelícanos, el zorro culpeo, el gato salvaje colocolo, la entrañable y adorable chinchilla, águilas esporádicas y lagartos. Ni rastro del ser humano en kilómetros y kilómetros de distancia para matar mis ansias solitarias y mi predilección por los lugares salvajes y vírgenes.

Pasamos por Bahía Inglesa, playa de aguas turquesas muy popular y turística, rápido y sin mucho interés, para buscar la belleza de los lugares más remotos de la Costa del Norte Grande de Chile. Paramos muchas veces para contemplar el mar desde una de las miles de playas, sentadas en la arena con la excusa de tomar café, rindiéndonos al azote del viento que va subiendo su intensidad con el ascenso del sol y del calor, hipnotizadas por el azul del mar y el gran temperamento de las olas del Pacífico… Cualquiera navega a vela en esta aguas… donde el viento rola inesperadamente y sopla a mediodía como un huracán… No me extraña que tanta gente naufrague por aquí.

No avanzamos mucho ese día, pues nos importan un carajo los kilómetros: ¡No todos los días una puede presumir de estar en el paraíso! ¿Quién quiere pedalear con estas playas? Yo lo que quiero es tumbarme al sol todo el día saboreando un fantástico vino chileno en tetra brik con aromas a arándano, grosella negra y regaliz y disfrutar de la lectura de la saga de aventura de Jason Lewis, el primer hombre en dar la vuelta al mundo completamente a pedales, incluso por mar.

Qué fantástico sentir las caricias de los rayos de sol en el vientre y el penetrante olor a marisco que desprende el litoral chileno, relajada sobre mi toalla, a escasos metros del bramido del océano Pacífico, rabioso por estos lares, fundiéndome con la arena blanca salpicada de lava negra…

El sol se pone y buscamos refugio entre unas rocas, a pocos kilómetros de Caldera, en un hermoso enclave, cerca de la carretera. No nos preocupa estar próximas a la vía principal porque apenas hay tráfico en este remoto enclave del norte de Chile. Calculamos hasta dónde llegaría la marea y acampamos cerca del agua. Demasiado cerca. Por la noche oímos el agua acercarse cada vez más a las tiendas de campaña y no pego ojo. Y el poco ojo que pego en toda la noche es para soñar que nos traga una ola en medio de la oscuridad.

El 9 de diciembre de 2016 dejamos atrás de nuevo el susurro del mar para introducirnos en las veleidades del desierto de Atacama con el viento del NW de cola. Recorremos el verde valle del Huasco sembrado de olivos y viñedos. Me lleno de la humedad de la frondosa vegetación y dejo que el color verde sature mis retinas, después de semanas respirando ocres y marrones en el altiplano boliviano, la puna y el Desierto de Atacama.

Pese al encantador entorno, el tráfico abundante y la estrechísima carretera me mantienen en vilo durante horas. Algunos camiones en sentido contrario se nos echan literalmente encima intentando adelantar a gran velocidad al vehículo que les precede, sin espacio suficiente, con la esperanza de completar la distancia que les lleva a Caldera en el mismo tiempo que gastarían si fueran por la Ruta 5 y ahorrando 30.000 pesos en peajes.

—Con ese dinero me compro un buen almuerzo—, comenta un día un joven camionero entre risas, al pie de la vía costera Caldera-Huasco, la C-324.

—Osea, vamos a ver si te entiendo, ¿un buen almuerzo tuyo vale las vidas de miles de personas cada año en las carreteras chilenas? —pregunto.

Llegamos prácticamente en estado de shock a Vallenar procedentes de Huasco, debido al horroroso tráfico. Hoy he vuelto a sentir la muerte cerca después de casi ser arrollada en este tramo de la vía por un camión. Chile, especialmente el norte, es carísimo y probamos suerte en los bomberos de Vallenar, que al principio se resisten un poco pero después nos abren las puertas y nos hacen sentir como en casa. Nos alojan en las estancias para las guardias femeninas que quedan enteramente a nuestra disposición por casualidad.

Ese día los bomberos celebran tres nuevas incorporaciones en el piso de arriba con la presencia de todas las autoridades por lo que, agotadas física y psicológicamente, tenemos que saludar a todo plantel de uniformados que conversan en el patio y responder a todas sus preguntas, oliendo a queso roquefort, con el pelo como un cactus, la piel marrón de la porquería que llevamos y un agujero en los pantalones, en mi caso.

El comandante me pide que, por favor, grabe el evento para mi próximo vídeo y, con más ganas de meterme en la ducha que otra cosa, preparo mi cámara y subo a cubrir el acto de investidura con el rabo entre las piernas. No puedo evitar que se me vayan los ojos a la mesa con platos de canapés variados, mini bocadillos y aperitivos de frutas que esperan a los comensales en la entrada del salón de actos. Cada vez que paso por ahí mi estómago ruge como un león hambriento que acaba de ver pasar a una gacela.

Por la noche no pegamos ojo porque el baile se celebra justo en el patio pegado a nuestra habitación y dura hasta las cuatro de la mañana, que es más o menos la hora a la que nos levantamos, a las 5:30 h, para cruzar el Desierto de Atacama sin el viento en contra.

Días después, amanecemos a las 4:00 de la mañana en pleno desierto de Atacama. Recogemos el campamento junto a un restaurante a pie de carretera oyendo los ronquidos de los camioneros pernoctando en sus camiones, a pocos centímetros de nuestras tiendas de campaña. Tienen todo el parking para ellos y casi aparcan sobre nosotras. Son gente muy especial que percibe la vida de otra manera. Simplemente, meando en todas las esquinas, botando la basura en la cuneta, acosando a las mujeres y adelantando a dos centímetros de nuestra estampa sin problema. Algunos no duermen lo necesario y se quedan dormidos al volante, por lo que rezamos cada día para que ninguno nos atropelle por el camino.

Menos mal que a partir de Vallenar gozamos de dos carriles por sentido con amplios arcenes. Ahora avanzamos menos angustiadas y podemos disfrutar más de la vía, que tampoco es para tirar cohetes, cuando se introduce en medio del desierto. Creo que estoy llegando al límite de mi desesperación.

Mientras empaquetamos las cosas, a la luz de la linterna, enciendo una velita con encaje de ganchillo que me ha regalado una bombera en Vallenar.

—Los hago yo en mis ratos libres —me decía ayer—. Así combato la depresión.

Pongo la velita en una galletita y le canto a los cuatro vientos cumpleaños feliz a Marika en medio de la noche. Los camioneros dejan de roncar y los perros empiezan a ladrar pero me da igual. Lo importante es que a ella se le saltan las lágrimas. La abrazo con ternura y la beso, sintiendo el calor de su recalentada piel por el sol del desierto.

—Te quiero… letona mía —le susurro al oído.

El resto del día Marika permanece en silencio la mayor parte del camino. Pese a sus esfuerzos por disimularlo, sus ojos revelan quebranto y melancolía. Me entristece no poder hacer nada por mejorar otro día de agonía y sufrimiento en el desierto, precisamente el día de su cumpleaños. Tengo ganas de comprarle una tarta y regalarle una cena, pero no hay sino sol y piedras en esta parte del mundo que un día fue agua llena de vida y hoy es el infierno con cuestas kilométricas y hermosos paisajes en el resplandor del alba.

Antes de coronar Pajonales se nos pinchan las ruedas casi simultáneamente. Cosas del destino. No corre el aire y nos asamos como dos pollos reparando los pinchazos. Cuando estamos a punto de conquistar la cima, oímos un enredo de loros tricahues alrededor del único árbol que preside una granja.

Chillan como vetustas ventanas abriéndose de par en par y vuelan en bandadas llamando la atención con su espectacular colorido. Este loro existe sólo entre las regiones de Atacama y Coquimbo y subsiste, no sé cómo, en pleno desierto. Es la primera vez que veo un loro en un territorio arenoso. El contraste es brutal. Del cotidiano marrón de Atacama pasamos a las tonalidades verde, amarillo, naranja y azul; el silencio sepulcral del erial se quiebra jocosamente con la gritería incansable de una bandada de locas. Desgraciadamente estas “locas del desierto” están hoy en peligro de extinción debido al mercado negro y a la pérdida de hábitat.

A media tarde llegamos a Incahuasi, zona donde estos loros mantienen una pequeña comunidad. Allí compramos una fantástica botella de vino chileno de uva merlot y bajo un árbol con más loros celebramos el cumpleaños de mi gran compañera de viaje. Brindamos a la salud de “las pájaras locas en peligro de extinción”… como nosotras…

Por la noche cocinamos cebolla frita con una pizca de azúcar con huevos revueltos y tortillas mexicanas. Y cuando casi hemos acabado de cenar noto la presencia de un insecto de dimensiones considerables bajo la cocina de petróleo de Marika. Dirijo el haz de mi linterna frontal hacia el visitante y advierto que es una… ¡Cucaracha! Aaaaaahhh!!!

—¡¡¡Ay, ay, ay qué asco por Dios…!!! —grito dando un salto, mientras comprobamos que estamos rodeadas de un regimiento de cucarachas que se dirigen sin tapujos hacia nuestra improvisada cocina y yo comienzo a tirarles piedras y ellas que no se van, y las que se van vuelven, y ya me empiezo a poner nerviosa, y cada vez hay más cucarachas por todos lados.

—¡Ay, mi madre! pero qué hago yo aquí si podía estar en Maspalomas, Gran Canaria, España, tomando el sol y bebiéndome una Tropical, ¡¡¡diablos!!! —grito mientras me encierro en la tienda de campaña.

—Marika, ¡no pienso salir hasta que salga el sol y estas hijas de puta se escondan de una vez!

Un par de días después, a las ocho de la mañana, bajamos la famosa Cuesta de Buenos Aires a toda velocidad para evitar los conocidos vientos cruzados que se dan en la zona, peligrosísimos para el ciclista a partir de las diez, hora en la que ya hemos cubierto más del 50% del trayecto hasta La Serena y la parte más complicada del mismo. El otro 50% del camino lo hacemos con viento casi de cola, por casualidad, y con la motivación de haber completado con éxito, por fin, otra dura fase de esta odisea por el desierto.

Antes de Navidad conocemos a Allison en la 60 dirección Valparaíso. La primera vez que la veo creo que es un hombre que circula en dirección opuesta por la autovía separada por una barrera de seguridad. Después, en una de esas pocas ocasiones en las que voy por delante de Marika, advierto por el espejo retrovisor que la letona habla con el mismo ciclista. Reduzco el ritmo para acercarme a mi compañera y a pocos metros descubro que el misterioso individuo es una mujer que pedalea sola una Specialized Myka, morena, pelo corto, maillot apretado y sonrisa permanente. Conectamos inmediatamente.

El calor es sofocante y Allison insiste en que tomemos algo en su casa de Villa Alemana, antes de llegar a Valparaíso. La chilena es una de esas personas a las que no te puedes resistir y accedemos inmediatamente. Tomamos el desvío a Peña Blanca y en pocos minutos estamos en las fauces de su flamante hogar. Abre la imponente puerta corredera de jardín y un quinteto canino sale a nuestro encuentro entre ladridos y lametazos, mientras arrastramos nuestras pesadas bicicletas hasta la caseta garaje. Un niño de unos diez años nos saluda tímidamente desde la puerta del hogar.

—Hola, me llamo Emilio —saluda.

La casa es fresca y huele a limpio, con paredes blancas y lujosos muebles minimalistas de formas sencillas. La cocina también tiene un aspecto impoluto. Nos sentamos en la mesa de la cocina a charlar sobre el viaje mientras la chilena nos prepara zumos de manzana. Nos sentimos muy bien con aquella nueva amiga de ojos azabache y buena forma física gracias a la bicicleta. Pasamos la pre-Navidad alojadas en un hostal barato de Valparaíso. Allison nos viene a buscar cada día para enseñarnos la bohemia ciudad. Con ese nombre nadie se puede resistir a conocer Valparaíso. La verdad es que antes de llegar aquí no tenía ni idea de lo que me iba a encontrar pero vine hechizada por ese atractivo nombre que formó parte de mi niñez desde que mi padre llamó así a la casa de campo que construyó en la localidad canaria de Teror (España).

Valparaíso está construida sobre abruptas colinas que desembocan en decenas de espolones, los cerros, que miran hacia la bahía. Abajo se encuentra el puerto, conocido en su momento como la perla del Pacífico, debido a que fue el más grande de América hasta que se abrió el Canal de Panamá, a mediados del siglo pasado. Es un puerto con un increíble pasado cosmopolita donde Rubén Darío trabajó como aduanero. En Valparaíso, el destacado padre del modernismo escribió la mayoría de Azul.

Subimos y bajamos los cerros en algunos de los numerosísimos ascensores-funiculares de la ciudad del viento, observando la bahía desde un anfiteatro de callejuelas enloquecidas que se envuelven sobre sí mismas. Caminamos riéndonos, hablando de todo y de nada, felices por las bellas calles de los cerros con nombres misteriosos como el cerro Alegre o Concepción. Admiramos las viejas casonas coloniales, algunas pintadas a gritos sobre el puerto y la bahía y pasamos unos inolvidables días en esta inquietante ciudad literaria de exquisito orden asimétrico repleta de historia, tabaco y alcohol.

El 30 de diciembre nos despedimos de Allison y de su familia, a la salida de Santiago de Chile. En plena Ruta 5 observo con pena a los Vargas-Riquelme agitar flemáticos sus brazos, con una melancolía propia de las despedidas portuarias de familiares de aventureros emigrantes decimonónicos en busca de un futuro próspero. Nos vamos hacia el sur con el corazón en un puño. Hace tiempo que no conecto tanto con la gente, que no me divierto y me río hasta la extenuación de simples banalidades. Estamos exhaustas pero nos vamos con el alma colmada del cariño de la gente de Chile.

Me hubiera gustado compartir el Año Nuevo con esta peculiar familia de Valparaíso, pero quedarnos hasta el 2 de enero hubiera significado prolongar demasiado nuestra estancia en esta zona del país. Y aún nos queda mucho camino para llegar en 3 meses a Ushuaia, en Tierra del Fuego, la ciudad más austral de Sudamérica que pondrá punto y final a esta vuelta al mundo en bicicleta que inicié hace casi 3 años en Durban, Sudáfrica.

En estos diez días de descaso hemos pasado la Navidad con mi amigo Rodrigo Parra, el capitán del velero con el que surqué el Mar de Cortez en México para cruzar desde Baja California Sur hasta México continental, con mi bicicleta.

Con ellos también hemos disfrutado del calor de una familia, de la buena comida, la ternura e inocencia de los niños, del placer de abandonarnos y dejarnos llevar, sin planes, sin ruido de camiones de fondo, sin metas diarias en kilómetros, sin deshidratación, sin la preocupación constante de dónde dormiremos, qué comeremos, aguantaremos el calor, o el frío, o el estrés… Atributos intrínsecos y extrínsecos al vivir cada día aventuras sobre una bicicleta. Con los Parra he saboreado de nuevo las mieles de lo que un día decidí erradicar de mi vida: mi zona de confort sin sentido del riesgo.

El 30 de enero, en plena operación salida de vacaciones chilena, transitamos por la Ruta 5 desde el extrarradio de Santiago de Chile. Camiones a gran velocidad haciendo eses con señales que rezan “Carga Peligrosa”, vehículos de toda índole cargados hasta los topes, maletas amontonadas en la baca, carritos de bebé atados al portabultos, remolques con embarcaciones de recreo, kayacs, bicicletas… Todos pisan el acelerador desesperados por llegar a algún intrigante destino para descansar durante las vacaciones estivales (aquí, en el Hemisferio Sur, el verano no ha hecho sino comenzar).

Atormentada por las altas temperaturas y el ruido ensordecedor en el asfalto, pedaleo angustiada intentando recordar los momentos de júbilo que acabo de vivir en casa de los Vargas y de los Parra. Quiero que mi mente emigre mientras mi cuerpo viaja, que me saque de esta sofocante mañana de finales de año y me transporte muy lejos de esta tortura de alquitrán y vehículos desesperados.

Después de semanas en el Altiplano boliviano y en el Desierto de Atacama, esto es lo más parecido a caerse desde un colchón de algodón sobre una zarzamora. La única opción que tengo para escapar de esta terrible situación es seguir pedaleando hacia el sur y llegar a regiones de Chile menos colapsadas por seres humanos al borde de un ataque de nervios. A veces hay que meterse en la mierda hasta arriba para lograr lo que una quiere y este es un maldito ejemplo.

Dormimos en la Estación del Cuerpo de Bomberos de El Olivar. Como siempre, los bomberos de Chile nos reciben con los brazos abiertos y nos alojan en sus mejores dependencias. Por mucho que les digamos que no queremos molestar y que estaríamos encantadas de acampar en su estacionamiento, insisten en que estemos cómodas.

—No, señoritas —informa el Comandante—, son nuestras huéspedes y dormirán como reinas.

Por la noche los voluntarios celebran una fiesta a la que, por supuesto, nos invitan, pero declinamos la oferta para madrugar al día siguiente. Así que nos vamos a la cama a las nueve, pero no pegamos ojo en toda la noche debido al ruido.

—El último día del año no lo podemos pasar acampadas en una gasolinera —le digo a Marika mientras pedaleamos en dirección a San Fernando—. Por favor, vamos a concedernos algo de glamour para inaugurar el nuevo año.

No tardamos mucho en encontrar un hostal barato en San Fernando. Quizá nos ayuda un poco el hecho de que queramos huir de las bulliciosas calles que hierven de gente y de tráfico en la antesala de la última gran fiesta del año. Los vendedores ambulantes, apostados en todas las esquinas, gritan desesperados por vender las últimas baratijas del año, los exasperados conductores tocan el claxon como locos, como si eso les fuese a ayudar, los transeúntes cruzan impacientes con el semáforo en rojo, los altavoces retumban estridentes sonidos en el frontis de algunos comercios, masas de gente pululando en las aceras con las últimas compras del año en las manos, improvisados puestos de frutas, empanadas, brochetas de carne… nos cierran el paso. Hoy vale la pena este esfuerzo económico con tal de huir del zumbido del consumismo por las calles.

La última noche del año 2016, Marika Latsone y yo comemos chino, brindamos con vino de cartón y nos vamos a la cama a las nueve. En toda mi vida no me había sentido más rara. Tengo la sensación de que me estoy despidiendo de este mundo, que cerraré los ojos y despertaré mañana en otro planeta, parte de una misión especial a miles de años luz de la Tierra, seré criogenizada en unos minutos y sometida a condiciones de frío intenso para ser reanimada en el futuro…

Pero el 1 de enero me despierto todavía en la Tierra y cuando miro por la ventana veo el mismo cielo azul de todos los días. De lo que no estoy tan segura es de que el Planeta siga habitado. Por las calles no hay ni un alma y un ventisquero arrastra los desperdicios del desmadre del día anterior.

Me siento motivada y recargada. Quizá sea el espíritu de los 16 supervivientes del avión estrellado en Chile que resistieron 72 días alimentándose de sus compañeros fallecidos. San Fernando fue la primera ciudad que vieron estos pobres seres humanos después de vivir esta traumática experiencia. Cuarenta años después, la Tragedia de Los Andes sigue aún muy presente en las vidas de los habitantes de esta comuna y ciudad de Chile, ubicada en la Región del Libertador General Bernardo O’Higgins, capital de la Provincia de Colchagua.

Días después seguimos pedaleando rumbo a Tierra del Fuego por la ruta 5. A 514 km al sur de Santiago apreciamos un descenso notable en el flujo del tráfico. El paisaje también cambia y la vegetación es cada vez más exuberante y copiosa, el cielo más azul y el sol más intenso, bajo cuyos rayos la tierra brilla y los colores se saturan. Bosques de pinos y álamos pasan a los lados como diapositivas y su presencia es cada vez mayor.

Atrás hemos dejado el paisaje mediterráneo para adentrarnos en un mundo de frondosa vegetación, ríos, lluvias repentinas, nieblas matinales, calor durante el día y un frío que pela durante la noche y la mañana. Aunque en la bicicleta el cambio ha sido gradual, no deja de ser inesperado, porque aquí el clima varía de una región a otra como si alguien apretara un botón cada vez que atravesamos la línea imaginaria que las separa.

Nos acomodamos en un camping a pie de carretera, a orillas del río Renaico. Montamos el campamento junto al puente sobre el río y por la noche no duermo bien debido al alboroto del tráfico. Me siento muy abatida y creo que es del bullicio constante que soportamos de día y de noche. Por la noche me despierto varias veces y me vuelvo a dormir soñando con aeroplanos despegando y aterrizando a mi lado. Por la mañana contemplo el brillo del sol en las cristalinas aguas del río en el resplandor del alba. El destello de los rayos solares baila al compás de las ondas hechizando mi mirada. El ruido del agua que corre cautiva mis sentidos.

Después de dar buena cuenta del desayuno, partimos con las primeras auras del amanecer. Pasamos a la IX Región de La Araucanía, una de las 15 regiones de Chile, cuya capital es Temuco. Se nos ha pasado la Región del Biobío demasiado rápido, casi no nos hemos enterado. Es increíble cómo pasa el tiempo, cómo pasan los kilómetros… Desde la III Región, Antofagasta, hasta la actual, la Novena, hemos recorrido 2.041kms, sin contar el paso desde Bolivia por Ollagüe hasta Antofagasta (413 km).

—En total ya son 2.454 km en Chile —le digo a Marika—. ¡Qué rápido se me pasa la vida sobre la bicicleta!

La Ruta 5 va haciendo mella en nuestro ánimo y Marika y yo discutimos cada vez con más frecuencia. Las dos odiamos esta carretera y deseamos estar cuando antes en Puerto Montt para comenzar la expedición por la Carretera Austral y llegar a la Patagonia. El peligro nos mantiene en vilo todos los días y el abatimiento y la congoja crecen en nuestros corazones.

Nos instalamos en otro camping por menos de cuatro dólares por persona, a orillas del río Quino. El lugar es una propiedad inmensa atravesada por las aguas cristalinas bajo una cúpula de frondosa vegetación. Montamos el campamento muy cerca del agua, debajo de un bosque tan tupido que para ver la luz del día debemos caminar varios metros. El sonido del agua corriendo es una inyección zen de tranquilidad. A lo lejos se oye la baraúnda de la Ch-5 como una lejana música de fondo. Afortunadamente estamos lo suficientemente lejos de la pista como para tranquilizar nuestro ánimo con el golpear del agua sobre el cauce del río. Terminamos el día cocinando paella y guardamos comida para el desayuno.

Por la mañana amanecemos muy temprano para aprovechar la ausencia de viento de cara hasta el mediodía. Es la única forma de avanzar algunos kilómetros en esta carretera. Marika no aguanta demasiado este ritmo madrugador y está, como siempre, de mal humor. Desde hace varios días tengo que hacer frente además de a esta maldita carretera, a un horario militar, a vivir con lo mínimo, al agotamiento físico y mental, a la cara de póker de Marika durante todo el día… La arteria principal de Chile está poniendo en juego nuestra amistad.

Desayunamos aún de noche, sacando las manitas de los bolsillos sólo para coger la cuchara y apurar el tibio arroz español. El frío me impide recoger el campamento con rapidez porque se me congelan los dedos. Tengo que conseguirme unos guantes impermeables o se me caerán como dátiles de una palmera en la Patagonia.

El día vuelve a destrozarnos emocionalmente y Marika y yo decidimos separarnos de nuevo. Ella no puede más con esta carretera y yo ya no puedo más con ella. Decidimos darnos un respiro y encontrarnos de nuevo en la antesala de la carretera Austral. La letona quiere llegar a Puerto Montt por Argentina y evitar el resto de la CH.5. Yo opto por seguir en este infierno y completar el resto de la vía en pocos día con tal de no subir más montañas (la Cordillera de Los Andes separa Chile de Argentina). Así que cada una traza el plan que más se ajusta a sus facultades mentales y físicas. Pero hasta el desvío a Argentina aún nos quedan varios días juntas…

El 11 de enero, pasamos la noche en casa de los Contreras, en Temuco. Hugo Contreras en un montañero amigo de Rodrigo Parra que nos abre las puertas de su casa para que acampemos en su jardín. Pasamos una divertidísima noche charlando de nuestras respectivas aventuras pues él, como escalador y experto en alta montaña, tampoco se queda corto. El ameno encuentro con él y su familia es un soplo de aire fresco para Marika y para mí.

Al día siguiente tardamos en abandonar la casa de los Contreras. Ahora que Marika se va para Argentina ya no tenemos tanta prisa por llegar a Puerto Montt y estamos más relajadas. Tanto que hacemos sólo veinte kilómetros y con la excusa de que llueve ligeramente decidimos acampar junto al Río Quepe. Hoy ambas hemos estado en silencio y apenas hemos hablado. Siento una amargura en mi pecho ante nuestra nueva e inminente despedida. Supongo que ella también. Pronto deberemos decirnos de nuevo adiós por el bien de nuestra amistad.

10 de febrero. Ruta 7: El Camino Más Espectacular de Sudamérica

Llegamos a Puerto Montt juntas, después de limar nuestras asperezas y decidir permanecer unidas hasta el final a pesar de nuestras diferencias. Esta pintoresca ciudad portuaria es antesala de la Carretera Austral. La Ruta 5 ha sido uno de los mayores calvarios de este viaje y la llegada de Allison a Puerto Montt para pedalear un tiempo con nosotras representa, más que una ráfaga de aire fresco, un huracán de energía positiva. La chilena es exactamente lo que necesitamos para no tirar la toalla en este crítico y crucial momento del viaje alrededor del mundo. Desde que la conocimos en Valparaíso, Ally no ha dejado de animarnos y motivarnos desde la distancia.

Después de intentar convencerla durante semanas, ahora la tengo delante, en un camping cualquiera de la capital de la región de Los Lagos. La abrazamos con la ternura de una hermana y la pasión de un amante.

—No imaginas cuanto me alegra que hayas venido —confieso, sin evitar pensar que, si Allison no hubiera venido, a esta hora ya estaría en el Aeropuerto Internacional Comodoro Arturo Merino Benítez montándome en un avión de regreso a Europa después de tirar la toalla en las fauces de la meta.

Al día siguiente comenzamos a pedalear pletóricas y muy motivadas por la presencia de nuestra amiga. Pese al cansancio físico y mental acumulado en la Ruta 5, la autopista donde los camiones ostentan un poder cabalístico, nos contagiamos enseguida del ánimo risueño y desenvuelto de nuestra invitada. Esta experiencia me lleva a reflexionar sobre la importancia de rodearse de gente positiva, alegre y constructiva, que valore lo que haces; no sólo en un periplo como este, sino en la vida en general.

Bordeamos la costa por la Ruta 7 en dirección a Caleta la Arena para cruzar el Estero de Reloncaví en ferry. El tráfico es muy abundante aún y los arcenes inexistentes. Sin embargo, el pavimento, uno de los pocos que veremos hasta Punta Arenas, facilita el tránsito del pelotón cicloviajero.

Desembarcamos en Caleta Puelche, un angosto y rudimentario puerto con un edificio y un faro sin espacio apenas para otra cosa que pasar por ahí con viento fresco y seguir buscando un lugar para acampar. Tarea que se complica a medida que nos adentramos en la espesa vegetación que desciende del Parque Nacional Hornopirén y va a morir al Pacífico Sur. Trepamos por el escarpado territorio de la península sembrada de alerces, siempreverdes, coigue de Magallanes y lengas. Gigantes helechos a la sombra de enormes alerces se aprietan contra las alambradas que acotan ambos lados de la carretera de tierra para proteger a la fauna.

Un polvo fino cubre la vegetación apostada en los márgenes imprimiendo en el ambiente un aspecto vetusto, como si el camino nos trasladara a otro tiempo tan lejos del sistema y del capitalismo. Las cuestas se hacen cada vez más pronunciadas y nuestras abundantes provisiones se nos hacen más pesadas a medida que avanzamos. Hemos leído que, en la Carretera Austral, conseguir alimentos es otra aventura y que su coste puede triplicarse a medida que nos desplacemos hacia el sur. Entre las tres nos hemos traído prácticamente todo el supermercado y ahora mismo pedaleamos atormentadas por nuestro exceso de previsión.

En el Puente del Río Punín, nuestra huésped, Allison Riquelme, desaparece cuesta arriba.

—Me pararé para esperarlas cuando encuentre casas —exclama alejándose.

Perplejas, nos miramos Marika y yo, intentando descifrar aquellas palabras que aún resuenan en el denso aire de concreto. Nos detenemos para llenar la bolsa de agua de 5 litros Ortlieb en el río y pensar un poco sobre lo sucedido.

Dejo la bicicleta contra un árbol en el margen de la angosta carretera, a la altura del puente, y desciendo bruscamente montaña abajo hasta llegar al río. Busco en los alrededores algún lugar para acampar sin éxito. Los escasos espacios por donde no corre el agua son pedregales impracticables.

Dos horas después encontramos un sendero que divide el bosque en dos, mientras oímos el zumbido del sol y el aire es pesado debido al fino polvo de la carretera. Allison no aparece y su teléfono está desconectado o no tiene cobertura. Nuestra preocupación aumenta con nuestro cansancio. No puedo dar un paso más. La letona decide salir en su búsqueda mientras localizo un buen llano para poner la tienda de campaña y cocinar. Marika continúa carretera arriba y me adentro por el camino alternativo hacia lo desconocido.

Ahora estoy aquí, junto a un idílico arroyo, en esta sofocante tarde de febrero, sintiendo que las cosas que me rodean provienen de otro planeta y que mi entrañable amiga podría estar muerta.

Nos tomamos un largo tiempo para abandonar aquel remanso de paz en los confines de la Patagonia norte de Chile, a orillas del Río Quidalco. Los buenos lugares son como el primer beso del buen amante: sacuden el alma. Allison ha dado señales de vida y sabemos que está bien desde las once media de la noche. Conocer su paradero nos ha permitido descansar toda la noche. Sin embargo, el estrés emocional sufrido en las últimas horas ha succionado nuestra energía y nos sentimos agotadas física y mentalmente.

A mediodía pedaleamos hacia Hornopirén. En esta época del año, el calor aprieta por estas latitudes. El vaho se levanta de mi cabeza, caliente y oloroso a tufo de establo, caldo de cultivo perfecto para los tábanos, que inician una insistente persecución propia de una manada de agentes del FBI volando en un Sikorsky en acoso y derribo de los mejores ladrones de bancos del país.

El asedio se torna insoportable incluso cubriendo mi piel con impermeable y guantes. Noto cómo se posan sobre mi chaqueta impermeable con la esperanza de clavarme el pico por algún lado. La boca de este insecto es capaz de traspasar una camisa de algodón y las licras son pan comido para esta lacra parecida a la mosca pero de mayor tamaño. La hembra posee una boca de piezas endurecidas y agudas, con la que pica a caballos, bueyes, mulas, cristinas y marikas para alimentarse de su sangre.

En esta parte de la Ruta 7 el tráfico es abundante y los vehículos pasan a gran velocidad, incluidos los camiones, por lo que debemos extremar la precaución y concentrarnos en la carretera, a pesar de la nube de moscas que casi nos levanta del suelo y nos hace volar con la luna de fondo, como los niños de E.T. La mayoría de los vehículos dejan un rastro de piedras que se proyectan en nuestra dirección y una estela de polvo que me hace respirar con dificultad. Algunas veces deseo salir de aquí, deseo respirar aire fresco. Tengo el vientre seco y duro. De pronto, todo se me vuelve agresivo y desafiante.

Después de varias horas comienza un tramo de asfalto que transformará el tedio en placer el resto del trayecto hasta Hornopirén. Allison sale a nuestro encuentro varios kilómetros de pavimento después, sin su eterna sonrisa. El vientre se me ablanda. Se me queda lleno y laxo. La situación es muy incómoda. Tengo ganas de gritarle y darle cachetes, pero mi cariño y admiración por ella me pueden y el instante tenso desemboca en un abrazo de las tres a la vez y una retahíla de disculpas por todas partes por lo acontecido. Ella se deshace en lamentos por no haber actuado con precaución pedaleando por primera vez en grupo, y yo por haber sido tan seca al teléfono. Una vez acercadas posturas, la letona y yo sentamos las reglas básicas de convivencia que teníamos que haber diseñado antes y no hicimos: no separarnos del grupo sin previo aviso, y en dicho caso, concretar un lugar de futuro encuentro y portar siempre agua y un teléfono operativo.

El lunes 13 de febrero, penetramos en el Parque Pumalín navegando desde Hornopirén. El viaje dura medio día y debemos tomar dos transbordadores para cruzar el Fiordo Largo y alcanzar Caleta Gonzalo. Este sería uno de los trayectos más cautivadores de toda la Carretera Austral. Un viaje ameno que combina un duro pedaleo en carretera de tierra en los márgenes del Parque Nacional Hornopirén y en el de Pumalín y dos viajes en transbordador por la puerta de entrada a los fiordos chilenos.

Leptepu es un brazo de tierra atrapado en un brazo de mar, como tantas otras minúsculas penínsulas en esta desmembrada e intransitable parte de Chile, donde alguna vez los dioses montaron en cólera y sesgaron la placa continental de un puñetazo. En esta parada de ensueño aguardamos el segundo transbordador durante horas.

Aprovecho para sacar la caña de pescar y lanzar la mosca, tarea complicada en aquella ventosa zona. Sin embargo, no cejo en mi empeño y persisto sin demasiado éxito, aunque siempre motivada por la esperanza, con esa actitud soberbia y desafiante que se me pone cuando no me salen las cosas como quiero pero no me doy por vencida.

Caleta Gonzalo es la única población que hemos visto desde Hornopirén. Un complejo de cabañas apostadas en la bahía nos da la bienvenida. Decidimos pasar la noche en el camping más próximo a la playa. El lugar es enorme y tiene baños y refugios techados para cocinar, varias cabañas, un café restaurante, un centro de información con tienda de artesanías y un kiosko con comida básica.

Elegimos un espacio ligeramente apartado de turistas y mochileros porque estamos acostumbradas a la soledad y necesitamos un periodo de adaptación para convivir con decenas de personas a la vez. Además, preferimos el sonido de los pájaros a los reproductores portátiles de música portátil, tan comunes en Chile, y el canto de los grillos en la noche. Ally y yo recolectamos arándanos para la cena mientras Marika cocina paella española- letona a la Marika. Tras elaborar una rica mermelada con los berries chilenos, devoramos la cena con insaciable apetito de fieras carniceras, vamos, como siempre.

Los arándanos son muy comunes en el Parque Pumalín y su gran producción en este país ha hecho de Chile el primer exportador mundial. Recolectamos esta baya cada vez que podemos, por sus grandes beneficios para la salud y excelentes propiedades antioxidantes y antisépticas. La crisis pasada en el seno del grupo ha mejorado nuestra comunicación y cooperación. Nos sentimos muy felices y se respira un buen ambiente. Lo pasamos bien juntas, tenemos un similar sentido del humor y apreciamos el incalculable valor ecológico del bosque templado nativo y virgen que nos rodea. Un entorno en peligro de extinción hace casi tres décadas y recuperado por el multimillonario norteamericano Douglas Tompkins.

Douglas visitó Chile por primera vez en 1961 y volvió varias veces para escalar, esquiar, navegar en kayak y hacer excursiones a lo largo del sur. Después de haber pasado años en el mundo de los negocios, como fundador de The North Face y co-fundador de Esprit, tomó la decisión de contribuir a la protección de las últimas áreas silvestres que quedaban en la Tierra y combatir la crisis de extinción global.

El 15 de febrero, ponemos rumbo a Chaitén, capital de la provincia de Palena, a 55 kilómetros de Caleta Gonzalo. La carretera es angosta y de tierra y atraviesa los bosques nativos del Parque Pumalín, hoy convertido en Santuario de la Naturaleza y donado al Estado chileno. Alerces, araucarias, lingues, robles, etc. se alternan a ambos lados como una sucesión de fotogramas, tapando el cielo con sus ramificaciones, formando un pasillo de cúpulas interminables. Pese a ser una capital de provincia, Chaitén es una ciudad muy pequeña reconstruida ladrillo a ladrillo merced a la tenacidad de sus habitantes. Hoy se me antoja muy cuidada y pintoresca. La urbe tiene la desgracia de estar asentada en la falda de un cráter en activo y hace una década quedó sepultada por las cenizas del Volcán Chaitén, coincidiendo con el desbordamiento del río Blanco.

Es verdad lo que se dice de las desgracias, todas vienen juntas o no llega ninguna. A Chaitén le tocó aquel 2 de mayo de 2008 todo a la vez: el volcán vomitó y el río se encargó de desparramar el vómito a donde jamás hubiera llegado por el único efecto de la erupción. Así, no hubo una casa que no quedara anegada debido a la combinación de cenizas y agua, una especie de cemento que la naturaleza creó al azar, de la peligrosa combinación del líquido y de las partículas finas de roca pulverizada, cuya composición corresponde a la del magma en el interior de los volcanes (sílice, óxido y aluminio, hierro, calcio y sodio).

Los habitantes de Chaitén fueron evacuados a tiempo y no hubo víctimas que lamentar. Sin embargo, según los propios vecinos, el pueblo tardó varios años en sacar, con maquinaria y equipos utilizados para obras en carreteras, la caprichosa arcada del volcán y, aún así, algunas casas quedaron enterradas para siempre.

Decenas de mochileros transitan por sus calles, recién llegados de Puerto Montt o de la isla de Chiloé. Chaitén es la puerta de entrada a la Patagonia chilena y muchos turistas comienzan aquí su aventura austral. A pesar de todo, su escasa oferta de alojamientos y establecimientos de restauración no satisface las necesidades del cada vez más numeroso turismo que llega, en bandadas, a puerto a diario en plena temporada alta. Buscamos desesperadamente un lugar para dormir sin éxito. Los hostales están completos y los campings, tan saturados en sus minúsculos espacios que parecen campos de refugiados. Estamos muy cansadas y no tenemos energía para vagar por sus calles. Menos mal que al menos hoy el tiempo nos acompaña y el sol luce en todo su esplendor.

Se nos acaban los alojamientos oficiales y ya, sin opciones para conseguir cama por la vía legal, decidimos pasar al plan B y tocar en la puerta de las viviendas particulares. Tenemos la suerte de que la primera puerta que golpeamos es la de Inés Muñoz. Inés es la mujer más amable del mundo y nos aloja en una habitación con dos camas y un colchón que coloca en el suelo, por un módico precio (que en Chile nunca llega a ser del todo “módico”). La casa es muy cálida, limpia y ordenada. La sonrisa de Inés es la más dulce del mundo y su instinto protector y hospitalario nos hace sentirnos en familia. Necesitábamos este recoveco tranquilo y caliente donde sentar nuestras posaderas después de los azares de “la guerra”.

Como siempre, Allison nos hace publicidad y le cuenta a todo el pueblo nuestras hazañas viajando en bicicleta por todo el mundo y, en cuestión de segundos, ya somos famosas en Chaitén. De súbito, mi canal de Youtube aumenta el número de suscriptores y comienzan a surgir, como por arte de magia, invitaciones como la de Inés para que almorzáramos marisco chileno con su marido, Mauricio. Por supuesto, no íbamos a decir que no a una bacanal de mejillones chilenos o choritos, almejas, carne de cerdo, longaniza y carne de vacuno… con el mejor vino blanco de la tierra y la lujosa compañía de dos chilenos sureños risueños, amables, cordiales, empáticos y generosos hasta la médula. Eso sí, la digestión me duró por lo menos una semana.

El sábado 25 de febrero le decimos adiós a una de las personas más importantes de toda esta singladura. Allison Riquelme. Con mucho dolor, la hemos acompañado al Aeropuerto de Balmaceda para verla esfumarse en la puerta de embarque. Permanezco en medio de la gente que se besa, se toca, se abraza, llora, se ama y se despide, anonadada, confundida, tratando de sonreír con una sonrisa de autosuficiencia emocional que me sale tan aparatosa y falsa como un billete de un euro.

Regresamos a la habitación del hospedaje donde hemos disfrutado de las últimas horas con Allison. El cuarto amplio y fresco, desbordado por la claridad que entra por los amplios ventanales, parece ahora oscuro, pequeño y vacío. Intentamos mantenernos ocupadas para no pensar y romper a llorar.

Al día siguiente, disfrutamos por última vez de la Plaza de Armas de Coyhaique, mientras contemplamos el eclipse solar anular que tenemos la suerte de presenciar con más claridad que nadie en esta zona del Planeta. Telefoneamos a Allison para oír su voz otra vez. Los ojos de Marika se turban, su sonrisa no corresponde a la expresión de su mirada. La voz de la chilena se quiebra deseándonos buena suerte al otro lado del celular. Mis ojos se llenan de lágrimas cuando el reloj da las doce.

Pedaleamos sin ganas para salir de Coyhaique. Sentimos el vacío que nuestra amiga ha dejado en nuestras vidas, como quien ha perdido recientemente a un familiar. La angustia nos devora por dentro hasta que Grimur nos devuelve a la vida real de inmediato. Conocemos al islandés en una gasolinera mientras paramos para beber algo.

Grimur lleva treinta años en Chile y es propietario de una flota de barcos de carga en la Patagonia. Debe pasarse mucho tiempo en el mar porque nos suelta una conferencia de una hora en la puerta de la COPEC sobre Chile y la importancia de que “vuelva otro Pinochet”. Logra que ambas olvidamos nuestros problemas inmediatamente. Dejamos que Grimur se pierda en sus laberintos, hundiéndose en el pasado con entusiasmo nostálgico y triste. Con su recia expresión vikinga, su cabello liso y blanco como el de un bichón maltés.

Desgraciadamente, este monólogo melancólico-entusiasta del régimen dictatorial lo hemos tenido que escuchar varias veces en Chile, de diferentes individuos de próspera economía quienes, muy probablemente, nunca perdieron un hijo por expresar su opinión. Qué rápido se olvida la gente de la crueldad y los crímenes de un régimen que se saldó con más de 3.200 víctimas y 38.000 torturados. El fin, en este caso la prosperidad económica de Chile, no justifica los medios. Omitir que el dictador llegó a desarrollar armas químicas para exterminar a los opositores, se alió con exnazis y asesinó masivamente, es olvidar el pasado y correr el riesgo de repetirlo.

El sol calienta hoy como nunca y nuestras cabezas están a punto de explotar. Mientras el nor-europeo expatriado nos habla de las diferencias culturales entre un chileno y un islandés (ya pueden imaginarse la larga lista), me abstraigo por momentos simulando mi interés, con esa simpatía falsa que se nos da tan bien a los latinos. Obviamente, se nos hace tarde y sólo pedaleamos 30 km hasta el Río Blanco. En su ribera pedregosa buscamos con dificultad un lugar apartado para acampar. Encontramos un buen claro junto a unos arbustos, muy cerca de la corriente. Una fuerte brisa obstaculiza nuestras labores de acampada, que culminan en una opípara cena compuesta de fideos tailandeses con salsa de cebolla, ajo, zanahorias, jengibre, y crema de champiñones.

27 de febrero. Nueva Crisis a la Vista.

Hoy 27 de febrero amanece nublado a orillas del Río Blanco. La mañana es fría y sosegada. El sonido de la corriente de agua tranquiliza hasta las mentes más desequilibradas. Dos hombres cruzan el río a caballo empuñando cañas de pescar.

Otro día sintiéndonos menos motivadas que Santa Claus en enero. Salimos tarde iniciamos un duro ascenso en dirección al Parque Nacional Cerro Castillo. La carretera está pavimentada pero las cuestas son muy empinadas y los fuertes vientos cruzados en la zona no nos dan tregua. El bosque autóctono se hace cada vez más habitual al igual que las señales que anuncian la presencia del huemule en la zona, el ciervo andino por excelencia, en peligro de extinción.

Llegamos a duras penas al camping oficial del Parque, a orillas de la Laguna de Chiguay, la joya natural de la reserva, junto al Cerro Castillo (2.675 metros de altura). Pagamos por una de las escasas parcelas techadas, y menos mal que alcanzamos a llegar temprano, antes que otros, porque si no hubiéramos tenido que acampar en pleno bosque sin un techo donde resguardarnos de la lluvia.

El clima de la reserva nacional Cerro Castillo es de estepa fría y continental andino y las temperaturas son muy húmedas y bajas incluso en verano. Mientras hago la cena en el pequeño refugio, que ya sentimos como nuestro hogar, Marika enciende el fuego de la caldera a leña que calienta la ducha. La leña es el principal recurso energético que veremos en toda la Carretera Austral hasta Puerto Natales, a partir de donde el gas constituye el suministro doméstico de energía. Debido al clima, la leña está húmeda y la letona se toma su tiempo para lograr una llama viva en la vetusta caldera.

Ocho europeos llegaron antes que nosotras (cuatro suizos que viajan en autocaravana, 2 mochileras francesas y otros dos ciclo-turistas polacos), y hasta ahora nadie se ha tomado la molestia de encender el fuego y mantenerlo.

—La ducha está lista —anuncia Marika asomando por un costado del refugio.

Mientras toma el relevo en la cocina me dirijo a la tienda de campaña para coger mis enseres de baño y observo cómo uno de los suizos sale de la autocaravana con una toalla en la mano y corre como una rata sigilosa a la ducha para ocuparla. La escena es más propia de la película El Último Golpe (2001), y dibujo en mi mente dos clases de turistas bien diferenciados. El ciclo-turista o mochilero, que se funde con la realidad de un país, conviviendo con las diferentes culturas, compartiendo, aprendiendo e incluso aportando a la comunidad, y el que viaja por pocos días y le da igual todo. Por supuesto, no todos, todos, todos los turistas que no van en bicicleta o con una mochila a cuestas son así, pero hay un amplio sector de visitantes que no tiene escrúpulos, que no respeta al prójimo, deja su basura y es, en definitiva, peor que Atila (“Yo soy el martillo del mundo. Donde mi caballo pisa no crece hierba). Es el turista que escapa por pocos días de su miserable realidad y viaja sin tiempo para sentir el lugar y conocer a los habitantes y aprender de ellos.

El guarda del parque nos anuncia que se espera un temporal para los próximos dos días. La letona y yo nos miramos decepcionadas, porque no tenemos ropa cien por cien impermeable como para pedalear bajo la lluvia a tan baja temperatura y lo vamos a pasar muy mal.

—Creo que debemos esperar a que el temporal amaine —sugiero.

Marika hace un mohín y se opone. Quiere pedalear bajo la lluvia y el gélido frío por tres motivos: se ha criado cerca del Polo Norte y está acostumbrada a helarse, lleva el sufrimiento impreso en sus genes y ayer se le rompió la cámara de fotos y quiere llegar al pueblo Cerro Castillo cuanto antes para mandarla a Santiago de Chile y repararla a la mayor brevedad posible.

Pero si hay algo que he aprendido en este periplo, es a actuar con precaución y a no apurarme. Vale más perder un par de días que perder la última dosis de motivación rozando la hipotermia.

—Lo siento Marika, pero últimamente estoy muy débil y no puedo poner mi cuerpo al límite otra vez. Si quieres vete tú y yo te alcanzo más adelante .

Mi debilidad ha aumentado en los últimos días. Subir una pendiente con la bicicleta cargada me cuesta horrores y mis dolores de espada son cada vez más frecuentes. Además, desde que Allison partió, mi relación con Marika ha vuelto a empeorar. De nuevo la letona se ha puesto muy triste y de mal humor. Intento animarla y motivarla sin éxito y ponernos de acuerdo se hace cada vez más difícil. A veces siento que tiro de un carro demasiado pesado para mí. Por la noche sueño que caigo al vacío, sin estamparme jamás contra el suelo.

El reloj da las nueve el jueves 2 de marzo cuando iniciamos un fatigoso ascenso de 20 kilómetros desde la Laguna Chiguay. La llovizna empapa la carretera asfaltada y las nubes resbalan por las faldas de las montañas. Los guantes de lana calan y, como no tengo otros, me pongo guantes de látex domésticos amarillo pollito.

Paramos junto a la carretera. El rio de aguas diáfanas serpentea a un costado de la vía abriéndose paso con vehemencia entre gargantas y desfiladeros. Marika observa la escena mientras pela un plátano, perdida en sus laberintos. La observo en secreto. Últimamente nos hemos llevado como el perro y el gato, pero me doy cuenta de que estoy atada a ella por vínculos más seguros que los de la sangre.

De pronto ya no hay más montañas que escalar y la carretera comienza un ligero descenso que se torna desenfrenado, mientras el paisaje se desgaja de sus bosques habitados supuestamente por huemules, que nunca alcanzamos a ver, y ya no queda sino pampa y vacío. Desde un mirador contemplamos el valle que anuncia el final de la Cordillera Castillo y la proximidad del Lago General Carrera. La tierra se hunde y la carretera muere en el río Ibáñez, atravesando discretamente Villa Cerro Castillo.

En el mirador conocemos a una risueña pareja de ciclo-turistas. Ambos vienen desde Canadá para disfrutar un par de semanas de estos confines de la Tierra. Él es chileno como el mote con huesillos y ella canadiense como el sirope de arce, y se han fundido como el queso mezcla semicurado para pedalear juntos y revueltos en una de las zonas más remotas, exuberantes, salvajes e indómitas del Planeta.

El descenso a Villa Cerro Castillo es interminable, algo que agradecemos después de tantas subidas. El sol brilla y el aire frío congela mi sonrisa y entumece mis dedos, dificultando mi control sobre los frenos V-Brake. El cuerpo se me vuelve duro y seco y aguardo inerme sobre el sillín, como un alambre, el aterrizaje en el fondo del valle. Ya en la Villa, entramos en una tienda con la excusa de comprar algo para cocinar pero con la oculta intención de abrigarnos del frío. Cuando hemos recuperado el movimiento y volvemos a sentir nuestras extremidades, buscamos un camping donde pasar la noche. La oferta de alojamiento, una vez más, es escasa, carísima y el aseo brilla por su ausencia, algo a lo que ya nos vamos acostumbrando.

Desde Villa Cerro Castillo hasta Puerto Río Tranquilo, la carretera serpentea paralela al Río Ibáñez. El primer tramo es marcadamente ascendente. El pavimento ha desaparecido y las rachas de viento en contra alcanzan los cien kilómetros por hora en algunos sectores. Debieron ensanchar la vía hace pocas semanas porque la tierra está suelta y las ruedas de mi bicicleta se entierran en la arena y resbalan en las piedras.

Pedalear esto resulta exasperante. Una hora después, apenas hemos dejado atrás el humilde caserío y seguimos en la Garganta del Río Ibáñez, moviéndonos a paso de tortuga sobre el caudal del río que desemboca en el extremo noreste del Lago General Carrera. Tengo ganas de gritar. Desmonto a Susan Sarandon varias veces para empujarla por las alforjas sobre la irritante vía. Pierdo los nervios y la dejo caer. Entre lágrimas grito de cansancio y angustia.

—Señor, ¡qué difícil es todo cuando queda poco para el final! —me lamento.

Marika se aproxima por detrás observándome con su rostro inexpresivo y frío. Adivino que también está muy enfadada con ella misma y con el mundo entero. Probablemente también está desconcertada conmigo porque he perdido la paciencia y el control de mis emociones.

Me acuclillo junto a Susan, en medio de la carretera que atraviesa la garganta labrada por los deshielos del cordón Hudson, y lloro.

—Dios, ¿por qué yo?, ¿por qué me haces esto? ¿Por qué ahora? Sólo quiero llegar a la meta cuanto antes para descansar —vocifero.

Mi cuerpo y mi mente ya no pueden más, precisan respirar en paz, dormir profundamente, comer adecuadamente, levantarme por la mañana y no tener que ir a ninguna parte, no tener que hacer nada, no pensar en nada, ver despuntar el día y mirar al cielo atisbando la aurora, mirar el sol brillar a mediodía, y contemplar el brillo de las estrellas en las aguas del lago al anochecer.

Sin embargo, abandonar ahora no es una opción. Después de todo lo que he pasado, dejar atrás mi sueño sin alcanzar mi meta de alcanzar Ushuaia significaría abandonar casi al final, perder la mayor conquista del ser humano, la de sí mismo. Superar nuestros límites y enfrentarnos a nuestros miedos es lo único que nos hace crecer en esta vida.

Marika me abraza con clemencia. Me repongo del revés emocional y continúo empujando a Susan cuesta arriba, atravesando el aire endurecido y agrio. El viento, a veces huracanado, sopla del oeste y pedaleamos en esa dirección durante 60 fatigosos kilómetros, a partir de los cuales la derrota de la vía varía hacia el sur. El viento es helado y algunas horas después trae gotitas de agua que me empapan el alma. Veo algunos ciclistas pasar en dirección opuesta y saludar con la inocencia del que asiste a su primera aventura y el júbilo del que consigue desertar ocasionalmente del sistema capitalista y de los condicionamientos sociales y culturales.

La carretera mejora y la grava se aprieta, señal de que a esta parte del camino no han llegado aún las obras de pavimentación de la Carretera Austral. Las obras han dejado el ripio suelto en los primeros tramos que serán asfaltados y pedalear por ellos, por mucho que hayan ensanchado la vía, es como rodar por una playa de callao.

Ahora el suelo se compacta para hacernos la vida más fácil y ya puedo dejar de mirar obsesivamente la superficie contigua a la rueda delantera para prevenir los resbalones. Ahora contemplo la grandeza del ecosistema sin miedo a tropezar y partirme la crisma de una vez.

Al día siguiente la Carretera Austral se desvía hacia el sur y bordea el Río Murta. Hemos dormido orillas del Río Ibáñez, después de presenciar uno de los ocasos más sobrecogedores de todo el viaje. El sol cubre de tonos rojizos el mundo para desaparecer lentamente en una larga ceremonia de despedida detrás de las cumbres nevadas, con aires de emperador Carlos V despidiéndose de sus súbditos para emprender un viaje hacia su retiro. Despedimos por todo lo alto a su majestad con un potaje de lentejas, queso y vino tinto de cartón.

Llegar al Lago General Carrera, de origen glaciar y rodeado de la Cordillera de Los Andes, es como dejar atrás la monotonía de los grises para ingresar en el edén. Gracias a su soleado microclima las nubes desaparecen como por arte de magia y el sol aplica su filtro de colores saturados en el paisaje lacustre. La carretera que bordea el lago más grande de Chile es angosta y las cuestas muy pronunciadas, pero la indiscutible belleza del lugar, ayudada por un clima favorable, convierten el resto de la jornada hasta Puerto Río Tranquilo en uno de los mejores tramos de la Carretera Austral.

Pasamos diez días en el Camping Bellavista que regenta Marcela mientras aguardamos la reparación de la cámara Sony Alfa 6.000 de Marika, que ha enviado a Santiago de Chile días atrás desde Coyhaique. No podemos movernos hasta tener una buena cámara porque sería desperdiciar el resto del viaje por la Patagonia y dejar de inmortalizar uno de los mejores destinos del mundo.

Nuestra presencia en esta pequeña localidad turística nos retrasa considerablemente y nos arriesgamos a llegar a la Patagonia Sur cuando haga demasiado frío para pedalear. Sin embargo, a parte de la bicicleta, la cámara de fotos o de vídeo es la herramienta más importante en un viaje de esta envergadura.

Viajar sin cámara es vivir la aventura sin poder compartirla con los demás, y hacer extensiva la experiencia es inspirar a otras personas. Esto duplica la felicidad.

Me encanta congelar cada instante, cada trocito de mundo fantástico que me encuentro por el camino que transito poco a poco, lentamente, merced a las bondades de la bicicleta, el mejor medio de transporte para conocer no sólo la Tierra, yo creo que también el Universo… Hasta los astronautas deberían explorar la Galaxia en bici-naves o nave-cletas para no perder detalle de lo que les espera allí fuera. Los pequeños detalles son los que marcan la diferencia, y en los pequeños detalles está el arte. Un ave que canta, una flor que se abre, el beso de un niño en nuestra mejilla, son sólo ejemplos de pequeños detalles que al sumarse hacen diferente nuestra existencia.

Aprovecho la espera para visitar la Catedral y la Capilla de Mármol, un conjunto de formaciones minerales de carbonato de calcio ubicadas en la ribera del lago General Carrera, nombradas en 1994 monumento nacional. El viaje dura una media de unos veinte minutos, dependiendo de la situación meteorológica, por lo general no muy buena en esta parte del lago. Y el lugar consiste en unos cuantos islotes ubicados a escasos metros de la orilla del lago

La cámara tarda más de lo esperado en llegar a la capital de Chile y el centro de reparación en Viña del Mar, Valparaíso, se toma nada más y nada menos que una semana para hacer sólo un diagnóstico de la situación y proporcionarnos un presupuesto. El arreglo nos costaría la mitad del precio del mismo modelo nuevo en el mercado, o sea, más o menos ¡el mismo valor actual de la cámara si fuéramos a venderla!

Finalmente, decidimos no reparar la cámara y seguir usándola en el estado previo al envío para su diagnosis, esto es, funcionando cuando le da la gana y a su manera, pero trabajando después de todo. Ahora toca resolver otro problema: Cómo sustituir la cámara mientras la semi-averiada regresa a nuestras manos (quién sabe cuándo). No podemos continuar el viaje sin una cámara con unos mínimos estándares de calidad.

Estamos muy desanimadas con la situación porque nos hemos gastado gran parte de nuestro presupuesto mensual en Puerto Río Tranquilo, aguardando la Sony Alfa 6.000 y no hemos resuelto nada. Marika está triste y yo no sé qué hacer.

Estamos a 217 kilómetros de la ciudad más cercana, por carreteras remotas y de difícil acceso. Nuestro presupuesto, a estas alturas del viaje, casi se ha agotado y una cámara de fotos en esta parte de Chile podría costarnos el doble de su precio en Europa. No tenemos más opciones. No podemos esperar a que nos envíen la Sony Alfa porque vamos muy retrasadas y porque el correo en esta parte del país es más lento que una patada de astronauta. Definitivamente, descartamos aguardar una o dos semanas más por la máquina de fotos. Tenemos que resolver esto ya.

A las ocho de la mañana tomo el autobús con dirección a Coyhaique. Contemplo la misma carretera que hace una semana hemos recorrido metro a metro con nuestras bicicletas. Todo es diferente desde un vehículo. Las cumbres nevadas, los bosques húmedos, los ríos, los lagos, etc. pasan demasiado rápido por las lunas laterales, consolidándose la escena en su extraña realidad. El vehículo es enorme y me da la sensación de que no cabe por aquel túnel entre el bosque templado húmedo y salvaje con el nombre de Carretera Austral. Tardamos siglos en llegar a la capital de la Región de Aysén.

Paso todo el día mirando diferentes marcas y modelos en apenas tres comercios. Todo es carísimo y la mayoría no se ajusta a nuestras necesidades, esto es, buena iluminación, nitidez, enfoque manual, profundidad de campo, amplio zoom, la mayor resolución posible, grabación de vídeo en HD 1080i y entrada de micro. Lo más barato que reúne todas estas características ronda los 900 euros. No sé si llorar o reír.

Finalmente encuentro una Canon compacta que no hace milagros en fotografía pero con muy buena calidad de vídeo y, por supuesto, sin entrada de micro, que es mucho pedir por estos lares. La PowerShot SX620 HS cuesta la friolera de 300 euros, 100 euros por encima de su precio en España. Sobra decir que no sería mi elección en otras circunstancias. Sin embargo, en pleno corazón de la Patagonia Norte chilena, menos da una piedra.

Pago la cámara con el dinero que tengo para comprar el billete de vuelta a Europa, pensando en recuperarlo en el futuro, y me dispongo a iniciar el viaje de regreso a Puerto Río Tranquilo haciendo dedo, ya que los autobuses en esa dirección sólo operan al día siguiente. Tarea sencilla al principio, pero cuesta arriba a partir de Villa Cerro Castillo, tramo por donde a partir de cierta hora ya no circulan vehículos. Así que, a las seis de la tarde el sol inicia su ceremonia de despedida mientras aguardo en la cuneta sola, con mi nueva cámara de fotos y una botella de agua, más hambre que el perro de un ciego y las manos heladas en los bolsillos. Como siempre, sucede lo inesperado: un camionero me salva la vida.

El lunes 13 de marzo abandonamos Puerto Río Tranquilo pedaleando por una pendiente muy pronunciada, sin pavimento. A partir de ahora ya no veremos más alquitrán hasta Puerto Natales. El cielo ha amanecido tan claro que el sol brilla como nunca hemos visto en esta parte del país. El Lago General Carrera luce tan turquesa que parece irreal. La vegetación desciende por los cerros y muere en el lago. La tierra de la vía está demasiado suelta y circular se me antoja difícil con una bicicleta híbrida tirando a urbana como la mía. Marika lo lleva mejor con su Quesito Crema. El calor aprieta a mediodía y nos sentamos en lo alto de una colina a contemplar el sobrecogedor paisaje lacustre mientras almorzamos.

A media tarde buscamos un lugar para acampar sin éxito. El recorrido es muy abrupto y la vegetación a ambos lados de la carretera demasiado densa. En estos casos recurrimos a la aplicación gratuita para móviles iOverlande, un software abierto donde los usuarios comparten sus localizaciones favoritas de acampada libre. Marcamos un par de puntos de referencia y seguimos pedaleando hacia Puerto Bertrand, una villa ubicada a 270 km al sur de Coyhaique, en la ribera oriental del Lago Bertrand. Dormimos junto a un árbol caído, a orillas del Río El León, después de contemplar el furioso atardecer, cuyo cielo arde de pasión.

Al día siguiente pedaleo sola, sofocada por la temperatura y el rencor. Marika y yo nos hemos peleado otra vez. Desde que se fuera Ally, la temperatura del equipo ha vuelto a subir. No puedo evitar sentirme irritada y decepcionada pese a la belleza que me rodea. Dejo atrás al gran General Carrera para saludar al Lago Bertrand de aguas turquesas y cristalinas. Contemplo el color del cielo que se funde con el azul verdoso del estero, perdida en mis pensamientos, hundida en el pasado.

Puerto Bertrand es un humilde caserío a orillas del lago rodeado de bosques de lengas. Tiene pocos habitantes y alberga algunos turistas que navegan sus espejos de agua a bordo de balsas de goma, para abandonarse a la corriente en los Rápidos del Río Baker, río que nace precisamente en este extremo meridional del Lago Bertrand, al suroeste del lago General Carrera.

Veo a Marika aguardando mi llegada en la entrada del pueblo. Me sonríe tímidamente. Yo le hago un mohín. Lloramos y nos abrazamos. Acampamos en un bosque junto a los rápidos, a pocos kilómetros del pueblo, donde la serenidad del lago se pierde en la furia del incipiente Río Baker.

Desayunamos junto a los rápidos, donde el Lago Bertrand se desangra como un cordero degollado para formar el Río Baker. La sangre es turquesa y fluye con tal fuerza que el sonido apaga el canto alegre de la vida que nos rodea. Bajo la cúpula que forman los árboles del bosque, contemplamos en silencio la escena verde azul que brota con rabia a través del único claro que se abre entre los pinos. Entre sorbos saboreo el café que Marika ha preparado antes. Cada vez que lo hace, el proceso se torna en ceremonia. Extrae con delicadeza de una de sus alforjas delanteras el paquetito de café molido chileno y lo deposita sobre una piedra para revolver de nuevo en el pannier y separar la cafetera italiana. Después de preparar la cocinilla de gas, se arrodilla y prepara la cafetera con paciencia de orfebre, y espera a que el oscuro líquido brote del pesado artefacto como el petróleo de su yacimiento. Hasta que esto ocurre, permanece arrodillada, a la espera, sin prisas, con el mismo halo de paz que observé hace dos años en las mujeres etíopes cada vez que se sumían en la misma operación. Por eso el café de Marika no es sólo café, es amor, es ternura y es pasión. Y cuando mi alma está a punto de explotar de éxtasis, un grupo de turistas chilenos de avanzada edad invade nuestro campamento y rompe, sin quererlo, la magia de saborear un café de Marika en la ribera de un río que nace con ganas de comerse el mundo.

No se dan cuenta ni de que estamos ahí. Pasan prácticamente por encima de nuestro campamento hablando de sus cosas, obnubilados y estresados debido al ritmo de la visita organizada. Creíamos que nadie podría encontrarnos en aquel rincón secreto y recóndito donde el tiempo se detiene. Creíamos que sólo los rayos del sol podrían abrirse paso entre los árboles y caer sobre nosotras aleteando como un pájaro medio muerto. Pero no es así. Ahora los turistas caen sobre nosotras repentinamente haciendo que el curso de la naturaleza se detenga y la creación se tambalee.

Comenzamos a pedalear tarde. Cuando esto ocurre suele ser porque nos hemos enamorado del último campamento y no hay dios que nos saque de ahí. Pedaleamos sin prisa, lentamente, procurando no perder detalle de la belleza de color turquesa que nos envuelve. Las cumbres nevadas brillan bajo el intenso azul del cielo más limpio de los últimos días.

Me detengo a un lado de la carretera de tierra, delante de una granja, respirando el polvo y admirando el cielo que atraviesa una enorme bandada de bandurrias que chillan enérgicas rompiendo el silencio sólo quebrado por el agua lejana del río y el enigmático mugir de las vacas en un valle donde también las ovejas pastan. Gracias a que corre una ligera brisa, el calor no rompe los diques de mi tolerancia.

El curso del río está cada vez más lejano a medida que ascendemos. El bosque también desaparece y la vegetación se torna tan seca de repente que cualquiera diría que nos ha tragado un agujero negro y hemos cambiado de época , y lugar. De enclave paradisíaco a pampa inhóspita y seca. El agua ya no brota de las heridas de la tierra y se nos agota. Con la última reserva en nuestros botes, nos procuramos un lugar para pasar la noche, porque el sol hace ademán de irse y no nos apetece seguir pedaleando cuesta arriba.

Acampamos en el desvío al Parque Patagonia, a la vista de todos, porque es la primera vez que vemos un llano entre tanto abismo y territorio escarpado.

Por la noche, mientras cenamos, uno de los tantos vehículos que pasan, se detiene cerca. Con el coche aún en marcha, alguien sale de la camioneta y dirige un foco hacia nosotras.

—¿Están haciendo fuego? —Cuestiona la sombra que se acerca tímidamente y se para a una distancia prudencial.

—No señor —respondo solícita.

—¿Por qué no se instalan en el camping del parque? —insiste la sombra con voz honda enfrente del resplandor del vehículo.

—¿Qué camping? —pregunto encandilada.

—El del Parque Patagonia.

—¿Dónde está señalizado?

—En ningún sitio —responde.

El viernes 17 de marzo abandonamos nuestro enclave a la vista de todos temprano y pedaleamos hacia Cochrane, una de las escasas poblaciones de la zona y lugar del que nos hemos creado grandes expectativas. Deseamos dormir, aunque sea una noche, bajo un techo, comer en abundancia y socializar con el fin de que mejore nuestra convivencia.

Por el camino encontramos un arroyo por fin y ya no tenemos que racionar el agua. Es un auténtico respiro saber que el agua, de nuevo, nos sobra. También encontramos cuestas muy pronunciadas, para variar, y nuestras ruedas siguen enterrándose en la tierra suelta de la carretera. Una realidad con la que mantengo una relación de amor odio desde hace semanas. Amo aquel tiovivo de carreteras que atraviesan bosques que sangran aguas turquesa, montañas nevadas y cielos azules, al mismo tiempo que lo odio con toda mi alma a ratos porque pone mi cuerpo al límite a diario y mi físico ha ido degradándose desde Atacama.

Cochrane es una decepción y su oferta de lugares para dormir, pobre y carísima. Había puesto muchas esperanzas en este olvidado rincón de la Patagonia norte chilena. Pero cuando atisbo las primeras casas, la intuición me da la señal que necesito para no hacerme muchas ilusiones. Esa intuición que tanto he desarrollado durante este viaje y que me ha servido para sobrevivir.

Visitamos los dos campings que operan en la zona. Ninguno nos convence como para invertir allí un par de días y desperdiciar la oportunidad de dormir bajo techo después de darnos una ducha caliente y arrancarnos los bigotes que ya se nos ven a la legua. Pequeños, sucios, hacinados y sin un wifi que nos permita cumplir con nuestros compromisos laborales online. Encima, hay aviso de tormenta para los próximos días y ninguno de los improvisados campings en patios de casas particulares incluye techumbres bajo las que asentar la tienda de campaña.

—Para esto prefiero acampar en el bosque gratis —comenta Marika.

Buscamos un café en los alrededores de la desolada plaza del pueblo. Encontramos uno con aires europeos precedido por un jardín vallado. Dejamos las sucias bicis cargadas hasta los topes apoyadas en la pared del patio. Entramos ansiosas por sentarnos cómodamente en una silla y tomarnos un café y un trozo de tarta. Comprobamos la carta y no podemos evitar rendirnos a su encanto. Pedimos cafés, tartas y una copa de helado. La broma nos sale un ojo de la cara, como todo en Chile, pero no nos importa ahora porque el hambre y las ganas de sentirnos personas nos pueden. Mientras aguardamos cierro los ojos para sentir que estoy a salvo en un lugar encantador y repleto de comida deliciosa, rodeada de gente amable que nos sonríe y se comunica. Necesito sentir que no estoy sola y que puedo comer todo aquello con lo que llevo soñando una semana mientras pedaleo por los aislados confines de la Patagonia.

Saboreo la tarta de arándanos despacito. Juego con los ácidos granos en mi lengua antes de tragarlos con indecente placer. Simultáneamente, me introduzco una cucharada de helado en la boca y presiono la cuchara contra el paladar lentamente, sin prisas, saboreando el chocolate que se derrite en mi lengua invadida aún con restos de arándanos. Nuestros rostros quemados por el sol y azotados por el viento ahora se deleitan con la comida, regalando a la clientela un singular espectáculo digno de dos refugiadas recién desembarcadas de un cayuco en la costa de algún país soñado.

Desde Cochrane a Puerto Yungay hay varios días de camino. El lunes 20 de marzo decidimos renunciar al plan original de llegar a Puerto Natales a través de Argentina, pasando por el Calafate. El retraso sufrido debido a la reparación de la cámara de Marika nos ha retrasado demasiado y tomar esta ruta implicaría demorarnos en exceso en alcanzar la Patagonia sur y llegar a principios de invierno soportando bajísimas temperaturas y nieve.

Además, últimamente arrastro un cansancio extraordinario debido al esfuerzo físico sobresaliente en los últimos meses, a la falta de una alimentación equilibrada y a la escasez de suplementos alimenticios que equilibren la balanza. El cansancio mental y la premura por llegar son mis peores enemigos, al igual que la necesidad de interactuar con otros seres humanos diferentes a mi compañera de viajes.

Nuestra relación ha empeorado en las últimas semanas por varios motivos, el principal, que estamos demasiado tiempo juntas sin otros actores en la escena y eso quema hasta las familias mejor allegadas. Otros de nuestros agravantes son la dificultad del camino, in crescendo a medida que nos acercamos a Ushuaia y la necesidad imperiosa de la letona de romper records dentro de sus propios records. Mrika es muy exigente consigo misma y necesita ponerse a prueba constantemente. Y como no podía ser de otra manera, de camino a Yungay, decide cambiar de nuevo el itinerario al plan original: ir a la Patagonia Sur a través de Argentina, vía el Calafate. Esto implicaría cruzar a Argentina vía O´Higgins. Pasando por el Chalten y el Calafate. La jugada no me importaría si no hubiese que atravesar un grandísimo y remoto lago, cuyo único transporte es una embarcación local que sólo opera de vez en cuando, y empujar la cargada bicicleta varios kilómetros por caminos intransitables de arena y piedras para llegar al Calafate. Una odisea que estaría bien si estuviésemos empezando este viaje pero nada aconsejable para mantener la motivación alta en las postrimerías del ya de por sí complicado periplo.

No quiero separarme de mi amiga por muy mal que nos llevemos en este momento. Si se va, las frías noches de la Patagonia en soledad se me harían insoportables después de tres años deambulando por el mundo sin arraigo ni el calor de la familia. Al final de todo, Marika es lo único que me queda después de mí misma. Me doy cuenta en la situación en la que estoy; físicamente no puedo irme con ella y mentalmente quiero estar con ella. Pero ahora es mi físico quien manda. El cansancio crónico es evidente, al igual que el dolor de espalda y rodillas que sufro a diario. A todo esto se suma el no dormir bien por la noche desde hace semanas y la dieta deficiente.

Tampoco llevo bien la rutina diaria desde hace un par de meses, algo que no sufría antes debido a que tenía más libertad para pararme y tomarme varios descansos ejerciendo otras actividades físicas o trabajando en algo diferente. Esto lo hice en Nepal, Bali, Nueva Zelanda, Baja California, El Salvador y Colombia. Pero desde Colombia el viaje ha sido un no parar para llegar cuanto antes a mi destino.

En la playa de Puerto Yungay, intento convencer a Marika de que no me abandone. Sé que la letona tiene todo el derecho a irse y a decidir libremente sobre su destino, pero en este momento no puedo soportar estar sola. Emocionalmente no me encuentro bien y necesito una amiga, una compañera con la que dar el último coletazo del viaje en tan duras condiciones. Le ruego que cojamos juntas el barco hasta Puerto Natales y continuemos desde ahí hacia Ushuaia. Lloro y grito de desesperación abriendo sin quererlo la puerta de los reproches. Nos abandonamos a una retahíla de reproches y descalificaciones que nunca antes habíamos protagonizado, en el ambiente más tenso que hubiéramos vivido juntas.

Me dice que se va, que yo no soy nadie para frenarla, que bastante ha hecho ya por mí, modificando su ruta a mi conveniencia (esto lo dice porque la convencí para que siguiéramos hasta Ushuaia siempre por la Ruta 5 Chilena para llegar antes a la Región Antártica Chilena, evitando los Andes argentinos). Le recuerdo cómo renuncié a bajar al Sur por la costa de Perú y Chile, evitando Bolivia y el altiplano, para hacer más fácil la última parte del periplo y a alternar la bicicleta con el surf haciendo paradas en las múltiples mecas del surf peruanas y chilenas que me perdí por seguir sus locos pasos, por no separarnos e ir juntas hasta el Fin del Mundo. Al igual que renuncié a seguir hacia el sur desde Medellín (ya hubiera llegado hace tiempo a mi destino) para acompañarla al Caribe colombiano para que pudiera reunirse con un amigo en Cartagena. Y después pedalear todo el Caribe hasta el punto más septentrional de Sudamérica, y bajar hasta Bogotá, y pararnos 3 meses en un pueblo colombiano para que pudiera trabajar, y tantas veces más que paramos varios días seguidos para que pudiera cumplir con sus compromisos profesionales, más de los que yo necesitaba para los míos.

—Si tú has renunciado, yo también. Porque… ¿sabes, Marika Latsone? La amistad y el amor son renuncia. Pero ahora no podemos echarnos a la cara lo que no hemos hecho por culpa de la otra, sino agradecer que aún estamos aquí gracias a la otra. Porque quién sabe, a lo mejor ni tú ni yo seguiríamos en esto si no hubiese sido por la mutua compañía, porque hemos sido el mejor equipo del mundo y nos hemos apoyado como dos auténticas hermanas en todo momento. Pero está bien, rusa de los cojones, vete a Argentina si te da la gana y no vuelvas a molestarme en tu puta vida ni a llamarme para decirme que me echas de menos y que te gustaría volver a pedalear conmigo. Vete si quieres, eres libre de hacerlo, ya estás tardando, y no vuelvas a molestarme en tu vida.

Paso la noche en mi tienda de campaña llorando. Al día siguiente asomo la cabeza por la puerta de la tienda de campaña y veo el pequeño trasbordador, que une Puerto Yungay con Río Bravo para ir a Villa O´Higgins, abandonar puerto y la tienda de Marika Latsone no está. Se ha ido. Algo se quiebra en mi interior y una pena ansiosa y desesperada me invade por dentro.

El resto del día lo dedico a descansar sentada en mi tienda, y a mirar a los transbordadores alejarse y aproximarse a la costa, la mayoría de las veces con escasos vehículos y pasajeros a bordo. Me siento tan triste que sólo saco fuerzas para hacerme cafés en el micro hornillo Doite que compré en el norte de Chile hace semanas, después de perder la cocina multicombustible para expediciones en el Salar de Ollagüe.

Enciendo la cocina con la mirada perdida, recordando aquel otro instante de soledad extrema. También hacía pocos días que Marika y yo nos habíamos separado. Ella había decidido hacer otra ruta mucho más extrema, San Pedro de Atacama vía Laguna Colorada y el Árbol de Piedra. Una opción extrema que implica arrastrar las pesadas bicicletas por la arena durante varios días bajo un sol demoledor y a 4.000 metros de altitud. En otras condiciones, en otro momento del viaje, sobre todo al principio, no me hubiera importado pero, a estas alturas de la película, lo único que me importa es llegar cuanto antes a Ushuaia por la vía más corta y más fácil.

Además, no soy amiga de las mecas turísticas tipo San Pedro de Atacama, un desvío que, en mi opinión, no vale la pena hacer cuando se viaja en bicicleta con un presupuesto muy ajustado. La popular comuna chilena, ubicada en la provincia de El Loa, ha pasado de ser un idílico y curioso rincón del Desierto de Atacama para convertirse en los últimos años en un carísimo enclave fabricado expresamente para los turistas. En mi opinión, y recogiendo las impresiones de otros viajeros, a excepción del Valle de La Luna, no hay nada allí que no vayas a ver atravesando el mítico Desierto de Atacama en bicicleta y encima no tienes que pagar por verlo.

Pero yo por ver el Valle de La Luna no voy a hacer un viaje de semanas por la arena, sin agua y sin comida y agotar mis recursos económicos en comer, dormir y visitar lugares. Hace tiempo que decidí no hacer esto más porque en un viaje así una tiene que priorizar para llegar a su destino o cabe la posibilidad de que te quedes a medio camino y no culmines nunca tu sueño. Enfocarse en los objetivos implica también saber administrar tus fuerzas físicas y psicológicas adecuadamente. No puedo meterme en camisas de once varas cuando estoy salvando el último tramo del periplo. En aquel momento decidí tomar las riendas de mi vida y elegí lo que era mejor para mí, aunque tuviese que continuar sola, al igual que ahora.

Dedico el día a lavar la ropa en un arroyo cercano y a leer la entretenida trilogía de Jason Lewis, “The Seed Buried Deep: True Story of the First Human-Powered Circumnavigation of the Earth”, intentando no perderme en mis laberintos demasiado, algo que no puedo evitar en ocasiones, cuando levanto la vista de mi libro electrónico para atisbar el horizonte. Y entonces vuelve el recuerdo y la pesada angustia, hasta que al final del día la angustia ya no me pesa tanto y el recuerdo se hace un poco más lejano. Poco a poco voy habituándome de nuevo a estar sola y a gusto conmigo misma. Por la noche duermo a ratos, pero no porque esté preocupada por mi seguridad. Hace tiempo que no me preocupa mi seguridad por dormir al aire libre.

Al día siguiente me levanto cansada debido a la mala noche pero mejor emocionalmente. Me doy cuenta de que el dolor es siempre algo transitorio, pero que hay que experimentarlo, no debemos huir de él. Tenemos que comerlo y masticarlo para superarlo. Si no, se queda en segundo plano, como aquellos programas de ordenador que cerramos pero que no se cierran del todo y permanecen en segundo plano abiertos. Y de repente se abren solos sin venir a cuento, o van consumiendo recursos sin que nos demos cuenta, haciéndonos perder energía, conectividad y memoria. Lo mejor es tragarse el dolor y darle la bienvenida para que se vaya por sí solo.

Ayer comí muy poco y hoy estoy ligeramente mareada. Porque no tenía apetito y porque ya no me quedan mucho alimentos. Además, en Yungay no hay tiendas ni nada de nada. Por no tener, tampoco tiene muchos habitantes. Abro mi último paquete de fideos chinos instantáneos y observo cómo se deshacen en el agua mientras revuelvo pensativa e introduzco la bolsita de sabor a ternera del “rey del fast food” que me salva el desayuno. Esas bolsitas que poco pesan y que tanto me han alimentado durante estos tres años. Bueno, “alimentar” es un decir, porque los noodles o ramen tienen escaso valor nutricional, prácticamente son hidratos de carbono y la proteína y fibra son casi inexistentes, además de su exceso en sal. Sin embargo, están ricos y llenan, que es lo que importa a veces. Pero a la larga su consumo excesivo me ha traído más problemas que ventajas ya que, sobre todo en la Carretera Austral, mi salud se ha ido degradando y mis fuerzas físicas y mentales se han visto mermadas. Con este hecho he constatado que con la alimentación no debemos jugar, sobre todo si queremos culminar con éxito un reto deportivo.

Cuando estoy a punto de llevarme a la boca un escurridizo fideo que he logrado atrapar con el tenedor de mi multi-herramienta juego de cubiertos para camping, veo por el rabillo del ojo que una figura solitaria se aproxima desde el otro extremo de la playa. Como no veo bien de lejos, y la verdad es que cada vez peor, tardo algunos segundos en adivinar que se trata de… ¿Marika Latsone?

Aparece con un halo de misterio quebrando mi soledad. Se aproxima a paso lento y misterioso flotando sobre el suelo, vestida de negro, como salida del “mundo del revés”, de otra dimensión, llegada al mundo paralelo. Por momentos dudo que sea real, puede que sea mi propia consciencia; puede que sea mi otro yo que intenta contactar con mi yo aquí y ahora. Pero un tímido y lejano “hello” rompe el silencio.

Me quedo mirándola de arriba abajo, sin decir nada, desconfiando de mi propia cordura. ¿Eres realmente tú?

—He vuelto porque creo que necesitas una verdadera amiga en este crucial momento de tu vida.

Se lo ha pensado mejor y ha llegado a la conclusión de que nuestra amistad es más valiosa que todo el ego del mundo. Al mismo tiempo, yo he tenido tiempo para recapacitar y llegar también a algunas conclusiones, como que me he apegado demasiado a mi amiga y que es precisamente este uno de los aspectos de mi vida más importantes que quiero cambiar. El no apegarme a nada ni a nadie, el dejar ir y el irme si es necesario, tomar decisiones desde la libertad y por la libertad personal y ajena. He tenido varias horas para reconciliarme con ella, para dejarla ir desde dentro y perdonarla. Mi trabajo interior ya estaba concluido cuando ha irrumpido de nuevo en mi vida.

—No pasa nada si te quieres ir, he decidido que puedo seguir sola. Vete, por favor, si quieres, no te preocupes por mí, sobreviviré como lo hice los dos primeros años en solitario. Si pude en aquel momento podré ahora. No te voy a guardar rencor, amiga.

Pero Marika decide quedarse y juntas tomamos el ferry de la compañía Austral Broom que aguarda impasible en la bahía. No puedo evitar sentirme aliviada y feliz por mucho que haya resuelto mi conflicto interior. Una amiga es una amiga y los vínculos que me unen a Marika van más allá que los de sangre. Son vínculos establecidos desde la compañía mutua, el apoyo diario, la cooperación, el humor, el entendimiento, los malísimos momentos experimentados en ocasiones… Marika ya no es una amiga cualquiera, es un complemento de mi vida necesario para seguir caminando. ¿Cómo deshabituarme de la noche a la mañana de esta compañera de viaje? Claro que podría hacerlo, ya lo había resuelto dentro de mí, pero caminar otra vez sola implicaría un trabajo interior diario de desvinculación emocional y logística de la letona que me absorbería mentalmente.

Nuestra relación mejora mucho después de esto, haciendo de nuestros tres días de viaje por los fiordos chilenos hasta Puerto Natales una auténtica luna de miel. La barcaza de doble proa surca suavemente las frías aguas de Aysén, sorteando bloques de hielo, dejando atrás majestuosos glaciares y montañas de nieves eternas. A pesar del frío, de vez en cuando salimos a cubierta para disfrutar del silencio y de la inmensidad de los canales o para observar a los delfines jugando en la ola que se forma en la proa o nadando en la estela del buque. O, simplemente, para cerrar los ojos y respirar profundamente el aire más puro que jamás hayamos inhalado, sintiendo cómo nuestros pulmones se congelan de frío y de placer. Contemplamos maravilladas el majestuoso Glaciar Amalia a lo lejos y algunos brazos de mar rodeados de selva virgen austral.

Miércoles 29 de marzo: La Recta Final.

Caminamos hacia el camping unos 500 metros. Tenemos la suerte de que hemos llegado temprano a las Torres del Paine y aún quedan buenos sitios libres. Encontramos un estratégico enclave junto a una mesa de madera rústica, separado de otros lugares por unos matorrales. El sitio es perfecto para las dos. Mientras Marika monta la tienda de campaña yo organizo la comida, juntándola toda en una bolsa de plástico y colgándola de una rama de un árbol cercano ya que nos han prevenido de la presencia de ratones.

Dedico el resto del día a construirme una hamaca con algunas ramas, artefacto que coloco estratégicamente para observar las nieves eternas de las montañas que me rodean y descansar de cara a lo que se avecina. Mientras, la letona se va de trekking, porque ella tiene diez años menos que yo y le importa un pepino economizar energías.

A las seis de la mañana preparo el desayuno como puedo porque apenas logro sacar las manos de los bolsillos debido a las bajas temperaturas. Despierto a Marika y nos preparamos para ocho largas horas de caminata al Mirador Base de Las Torres del Paine, el popular trekking que nos conduce a la Laguna Verde, el enclave más destacado del parque y único lugar que permite ver las tres torres.

Este trekking es cuesta arriba y, a diferencia de lo que muchos piensan, no es apto para todo el mundo. El ascenso regala vistas privilegiadas pero dura cuatro horas y es bastante duro si no estás acostumbrado a caminar. Además, algunas partes del camino son muy escarpadas y de cuestionable acceso. Después de tres horas y pico coronamos el Mirador Base y presencio una de las estampas más hermosas de mi vida. Las Tres Torres se erigen imponentes sobre la Laguna Verde de aguas cristalinas y rodeada de acantilados. Me quedo sin aliento ante tanta belleza y busco un recodo tranquilo donde sentar mis reales y asimilar lo que estoy viendo. Respiro hondo para llenarme del momento y sentir la energía de las rocas de granito que conforman el Macizo Paine, ubicado en los Andes Patagónicos.

Un escalofrío recorre mi cuerpo cuando un bloque de hielo se separa de la masa uniforme que trepa por el risco a los pies de las Tres Torres y cae a la Laguna en forma de alud. Oigo el hielo quebrarse y caer al fondo del cajón de granito con un estrépito similar al que practica una ballena cuando cae en bomba sobre el mar, zambulléndose y volviendo a salir reluciente, como un pez plateado y enorme.

Amanece en Puerto Natales con el cielo azul y la atmósfera limpia y clara, muy típico en esta época del año en la Patagonia. Las cumbres nevadas del Parque Nacional Torres del Paine, que hemos dejado atrás, brillan al otro lado del Canal Señoret, hacia el Seno Última Esperanza.

Me he enamorado de la capital de la provincia de Última Esperanza. Volvería a Puerto Natales para pasar una temporada entre sus pintorescas y cuidadas casas de corte colonial español, inglés y alemán y su ambiente aventurero, por ser puerta de entrada al parque natural de las Torres del Paine. Me recuerda mucho a algunas poblaciones costeras de Nueva Zelanda, esa tierra allende el Pacífico que tanto me cautivó hace dos años. ¿Será por el puerto o por la paz que se respira, además de ese penetrante olor a marisco y sal? Por alguna oculta razón este lugar, reconocido por el navegante Juan Ladrillero como la Última Esperanza en su búsqueda de una ruta al Estrecho de Magallanes, queda grabado en mi memoria.

He paseado sola por sus calles con aires latinos y europeos y he sentido que ya he estado aquí. Y en medio de un deja vu tras otro, una pareja de mochileros me asalta en una de las calles aledañas a la Parroquia María Auxiliadora.

—¿Sola en Bici? —pregunta el mozo de unos treinta y tantos.

Como si alguien me agarrara por el cuello de la camiseta y me sacara del enredo mental en el que estaba inserta suspendiéndome en el aire y me lanzara al otro lado, devolviéndome a la realidad de súbito, respondo:

—¡Sí!

Y entonces me doy cuenta de que hay gente que mira mis vídeos en Youtube y que son personas de carne y hueso que también viajan y que, encima, les inspiran mis viajes y mis videos, y que se lanzan a viajar inspirados en lo que hago, e incluso a cambiar sus aburridas vidas por una vida con un propósito real acorde con sus personalidades y deseos más profundos.

Y continúo caminando por esas calles atestadas de gente a veces, la mayoría viajeros que un día soñaron y que hoy están aquí porque decidieron dar el primer paso. Este no es un destino de masas, es un objetivo particular, minoritario, reservado para aventureros, soñadores, ecologistas, amantes de la naturaleza, buscadores de oro, exploradores del mundo y amantes de los rincones perdidos del Planeta.

La salida en dirección a Punta Arenas es cuesta arriba y el tráfico muy abundante, demasiado para haber perdido todo hábito de pedalear en la civilización. La carretera asfaltada es un respiro para nuestros cansados cuerpos. Por delante nos quedan más de 240 km hasta Punta Arenas, la ciudad más austral de Chile.

El jueves 6 de abril llegamos a Punta Arenas agotadas de tanto viento, frío y pampa. Pedaleamos rápido en dirección al centro con la esperanza de encontrar un refugio donde protegernos del clima extremo, una cama donde descansar en condiciones después de 3 días, una conversación agradable al calor de un hogar. Mis fuerzas mentales y físicas vuelven a estar al límite. En realidad, cada día que pasa mi debilidad aumenta y mi tolerancia se ve mermada. ¿Será que el final es inminente y mi yo más profundo se impacienta y mi cuerpo comienza a jugármela y relajarse antes de tiempo porque sabe que pronto acabarán las exigencias y la necesidad de dar siempre lo máximo a todas horas?

Tardamos en encontrar un lugar donde pasar algunas noches antes del gran final, el desenlace de toda esta aventura, pronto, en Ushuaia, la ciudad conocida como Fin del Mundo y que representará el final de este periplo para nosotras. Aunque la puerta de entrada al continente antártico es la ciudad más poblada y cosmopolita de la Patagonia chilena, hay pocos lugares donde dormir a un precio accesible.

Pero después de un par de horas de búsqueda incansable, sin perder la esperanza pese a nuestro estado de desesperación, damos con un hostal de reciente apertura, de gran calidad y al mejor precio. La propietaria nos recibe con una hospitalidad y amabilidad poco común en el área y nos aloja en una habitación enorme para cuatro personas con calefacción. Al buen gusto decorativo y la arquitectura colonial del inmueble de techos altos, se suma la cocina disponible todo el día para los huéspedes, un inmenso baño común, el haber pocas camas en total, amplios ventanales al exterior en la habitación y fuera de ella y una atmósfera hogareña en su conjunto, que hacía tiempo que no disfrutábamos.

Soltamos toda la parafernalia y corremos a la ducha caliente para abandonarnos al delirio del jabón resbalando por el cuerpo entre vapores y fragancias de flores. Después, me tumbo en mi cama y relajo todos los músculos de mi cuerpo fijando la mirada en el techo blanco hasta que mis ojos se cierran lentamente. Me siento como si muriera de vieja.

Al día siguiente me levanto tarde. Normalmente lo hago a las cuatro de la mañana para escribir pero hoy estoy muy cansada y alargo la estancia en la cama todo lo que puedo. Gabriela nos prepara el mejor y más completo desayuno que haya probado en meses y no podemos evitar entregarnos a una bacanal de croissants, bollería diversa, cereales con yogurt, zumo de naranja, delicioso y auténtico café chileno, queso fresco, pan tostado, mantequilla pura, mermelada y embutidos varios. No quiero que esto acabe nunca y no quiero perder de vista a Gabriela, quien nos hace sentir por unos días en familia y tan a gusto que cuando debemos abandonar el idílico lugar un par de días después se me vuelve a partir el corazón en pedacitos y hago el resto del viaje con lo que queda de él, después de tres años y casi un mes dejando atrás a la gente más bella que he conocido nunca.

—¡Vamos Marika que sólo nos quedan 629 km hasta Ushuaia!

Quién nos iba a decir que un año y medio después de encontrarnos en Puebla, México, fuéramos a seguir juntas y compartir uno de los momentos más esperados del viaje, el final en las fauces del continente antártico. Juntas hemos pasado de todo, soportado inclemencias meteorológicas y orográficas, el infernal tráfico, desavenencias humanas y hasta a nosotras mismas. Nuestra convivencia ha tenido altos y bajos, sobre todo en este último tramo del viaje, pero hemos superado las crisis como hemos podido con tal de seguir juntas. A pesar de que en más de una ocasión hemos querido tirar la toalla y mandar a la otra al diablo. No obstante, no puedo evitar que en ocasiones me invada la sensación de que este no sólo será el final de un viaje, también será el final de la intensidad de una relación que sobrevivirá pero que ya no será nunca más lo que fue.

Pedaleo con una motivación que hace mucho que no experimento. La fuerza de que el final se acerca y acaba el sufrimiento. Dejamos atrás una de las ciudades más ricas y prósperas del Chile para adentrarnos de nuevo en tierras salvajes azotadas por vientos helados.

Cogemos el ferry a Porvenir y cruzamos el Estrecho de Magallanes para desembarcar dos horas después en Isla Grande de Tierra del Fuego. Cruzamos mesetas y llanuras planas sin apenas habitantes donde las vicuñas campan a sus anchas. Luchamos contra el viento que nos azota de lado dificultando más la rodada por la tierra suelta. La travesía se me antoja igual que la Carretera Austral pero con mucho viento y sin los húmedos bosques patagónicos.

La alambrada que acota la carretera no es obstáculo para las manadas de vicuñas que abundan en la zona y que cruzan la pista con frecuencia saltando sobre ellas. Tampoco es óbice para que la letona y yo acampemos detrás de sus límites. Cada día sorteamos la valla y nos pasamos alforjas y bicicletas de un lado a otro para acampar en mejor sitio que en la cuneta. A veces, ni así es fácil encontrar un buen lugar donde asentar la tienda, porque las montañas escasean y los turbales son prácticamente la única vegetación en muchas zonas debido a las condiciones climáticas. De vez en cuando nos cruzamos con algún árbol magallánico, una especie de árbol que tolera temperaturas de más de veinte grados bajo cero y vientos huracanados que por aquí predominan y merced a los cuales sus copas adoptan la dirección del viento.

Después de varios días y cuando el sol se pone llegamos al Paso San Sebastián, un puesto fronterizo entre Argentina y Chile, al norte de Tierra del Fuego y a 12 km del límite internacional. Con las últimas luces del día la temperatura comienza a bajar drásticamente y debemos buscar un lugar para acampar cuanto antes si no queremos congelarnos. En San Sebastián no hay mucho donde escoger y a Marika se le ocurre la brillante idea de penetrar en unos terrenos privados y acotados por alambradas, junto a la estación de los Carabineros de Chile. Como siempre, saltamos la valla y nos pasamos las alforjas y las bicis. Pero no estoy tranquila irrumpiendo así en la propiedad policial y le sugiero a la letona que vayamos a pedir permiso a los agentes. Pero cuando la letona se ha ido y aguardo su vuelta en solitario un agente sale de la nada y me increpa: “está Ud. en territorio militar ilegalmente y le pueden disparar”.

Cuando Marika regresa, el agente nos conduce a una casa abandonada junto al cuartel de los carabineros que hemos pasado antes.

—Aquí pueden pasar la noche y protegerse del frío afirma el agente ahora más amable que antes.

Tras despedirse, observamos el interior del inmueble, de madera y algo destartalado pero un lujo después de todo para protegernos de las temperaturas bajo cero esta noche. En una de las paredes desconchabadas hay escritos de otros ciclistas y mochileros que han pasado la noche ahí, sobre todo argentinos y algunos españoles del País Vasco, que leo con melancolía. Ya estoy más cerca de mi tierra, en la otra punta de España, pienso con un nudo en la garganta.

A la mañana siguiente cruzamos la frontera temprano para aprovechar el día y por si la burocracia chilena nos hace perder el tiempo, suceso que en efecto ocurre. La burocracia es el deporte preferido de los chilenos. Por la bicicleta hay un ridículo papeleo en todos los pasos fronterizos que a mi entender es un paripé sin sentido para hacernos perder el tiempo a los ciclistas.

Tras estamparnos un sello en una especie de declaración con las características físicas de Susan y Quesito Crema, que incluyen la marca, medidas de las ruedas y número de velocidades, y por supuesto sellar nuestros pasaportes y otra declaración de sanidad, debemos pasar por la Gendarmería argentina para entregar el papel que nos acaban de sellar de la bicicleta y hacer colas y más colas. Todavía hoy no logro entender esta grotesca gestión que ralla la demencia.

Ya en tierras argentinas ponemos rumbo a Río Grande donde un seguidor de las redes sociales, Luis Alfredo, nos ha ofrecido su casa. Ahora pedaleamos por la Pampa argentina bajo un sol reluciente y sobre carreteras recién asfaltadas. El escaso tráfico se vuelve más agresivo y debemos extremar la precaución. El viento a favor nos hace avanzar bastante pero ni así llegaremos hoy a Río Grande, así que debemos buscar un lugar para acampar, tarea nada fácil en esta parte argentina de Tierra del Fuego, ligeramente poblada y muy llana, sin ningún lugar donde ocultarse de la carretera.

El sol hace ademán de despedirse y decidimos intentarlo entre un grupo de casas que vemos en el horizonte. Corremos hacia allí todo lo que podemos, con los últimos rayos solares, y llegamos a una finca con un cartel que reza: Estancia Las Violetas. Casualmente una joven acaba de llegar en un vehículo y cuando se dispone a entrar en la propiedad me apeo de la bicicleta y la asalto. Buenas tardes. Le importa que acampemos junto a su propiedad, en el parking. Observo que en el pequeño automóvil aguarda un hombre con un bebé. Ella sonríe y me contesta amablemente que sólo trabaja ahí pero que le va a pedir permiso al dueño para que nos deje pasar la noche dentro. Le quiero decir que no se moleste pero me deja con la palabra en la boca y cuando menos me lo espero regresa sonriente y nos invita a pasar al quincho de la casa. Entramos al lugar de la “joda” argentina con las bicicletas mientras la empleada nos explica cómo debemos usar el amplio salón con dos baños, cocina y calefacción permanente. La señora nos deja a solas y Marika y yo nos miramos estupefactas por la suerte que hemos tenido.

—¡Vaya entrada triunfal al último país de nuestra larga aventura! —exclamo.

El lunes 17 de abril nos despedimos de nuestros anfitriones en Río Grande para seguir camino hacia el Fin del Mundo. Ahora ya no llevamos el viento de cola sino de lado y el tráfico se va haciendo insoportable. El paisaje tampoco ayuda mucho, grandes llanuras, hierbas bajas y matorrales dificultan la búsqueda de un lugar para dormir al atardecer. Sin embargo, ya nada puede quebrar mi espíritu de ganadora a 200 km del final del viaje. No existen obstáculos que no sepamos superar y no hay elementos adversos que mermen nuestra iniciativa. Seguimos adelante a pesar de todo y nada nos parará.

Se hace tarde y aún estamos a medio camino de la localidad de Tolhuin, por lo que iniciamos la rutinaria búsqueda de un lugar para acampar, cada vez más difícil debido a las grandes mesetas y llanuras y a la ausencia de vegetación alta. Pasamos por uno de los numerosos gaseoductos que posee la isla, famosa por su altísima producción de hidrocarburos. Me detengo frente al edificio y le grito a Marika para que haga lo mismo.

—Podemos preguntarle al guarda si nos deja acampar en el parking.

Pero a la letona no le parece muy buena idea y seguimos de largo hasta que vemos una hacienda a lo lejos, a unos dos kilómetros de donde estamos. Lo bueno de pedalear una meseta es que no se te escapa nada. Decidimos arriesgarnos y hacer el par de kilómetros off road de ida para pedir permiso. Normalmente no arriesgamos tanto para sólo preguntar porque ante una negativa tenemos que hacer otros dos kilómetros de vuelta a la vía principal y la broma nos haría perder mucho tiempo y energías.

Llegamos a la hacienda en cuya fachada un cartel reza Hacienda La Catalana. Llamamos a viva voz a sus habitantes mientras un perro enorme y peludo nos da la bienvenida a ladridos. Después de bautizarlo “Niebla”, me apeo de Susan Sarandon y me apresuro hacia la puerta de entrada de uno de los dos edificios iluminados. Toco la puerta y vuelvo a llamar a voces, pero nadie me contesta. Me tomo la libertad de ir a la parte trasera del edificio hasta un patio con gallinas que se asustan cuando vuelvo a gritar: ¿Hola?

El perro no tiene nada de guardián porque se ha rendido a los encantos de Marika, a quien no le gustan mucho los animales pero que tampoco se le nota porque todos los perros se rinden a sus pies. Algo que a mí me viene bien en ese momento de allanamiento de morada por desesperación. Cuando estoy a punto de abandonar toda esperanza de encontrar vida diferente a la animal en esta estancia, una sombra se baja de un quad cerca de la casona principal y se aproxima a nosotras.

Se presenta como Trujillo, el capataz de la hacienda, y nos dice que podemos dormir en el edificio para invitados, que es el que tenemos más cerca. El hombre bajito, moreno, risueño y cincuentón nos cuenta que, a los dueños, que son británicos y viven en otra hacienda aledaña, les encanta el cicloturismo y han apoyado desde hace años a los viajeros que pasan en bicicleta. Afirma con orgullo ser chileno, nos hace pasar a la casita y ya en el quicio de la puerta el calor del hogar nos da la bienvenida agradablemente. Nos explica que la calefacción y la cocina están permanentemente encendidos porque el gas procede de un yacimiento de gas natural próximo. Esto lo veremos en otros ranchos argentinos de Tierra del Fuego ligados de alguna forma a la extracción de hidrocarburos. Nos despedimos del chileno en pleno ocaso prometiéndole abandonar la propiedad al amanecer.

Permanecemos un rato en silencio mirando a nuestro alrededor. La pequeña casa colonial ha sido recientemente rehabilitada y luce impecable. La reforma ha querido mantener la arquitectura y decoración tradicionales y aunque esté semivacía el lugar es uno de los más acogedores que hemos visto en meses. El edificio puede datar de finales del siglo XIX y la cocina permanece intacta a excepción del artefacto para cocinar, originalmente de leña y ahora adaptado para funcionar a gas. Estas cocinas de leña son muy frecuentes en la Patagonia norte chilena, pero no las habíamos visto más desde Puerto Natales porque desde allí el gas ha sustituido a la leña en los hogares como fuente de energía.

—Voy a darme una de las duchas calientes más épicas de mi viaje —dice Marika, rompiendo el silencio sepulcral que se hizo cuando el capataz abandonó el edificio. Y entonces las dos rompemos a reír y chocamos las palmas de las manos como siempre lo hacemos cuando algo nos sale bien después de un día duro. Dormimos como hace tiempo que no lo hacíamos.