Otra vez oigo el motor de una motocicleta irrumpir en medio de la noche. La tormenta que ha dejado el ciclón me ha dejado empapada y la jungla vuelve a ser negra porque los relámpagos también se han ido.
El potente haz de luz ilumina la espesura donde se comunican millones de luciérnagas. El calor es sofocante y el aire es estancado y húmedo. La máquina de cuatro cilindros desacelera su ritmo cuando alcanza mi posición.
“Mala señal”, pienso.
Me quedo más tranquila cuando el sonido del motor es progresivo, porque significa que el conductor se dispone a adelantar.
Continúo pedaleando como si nada ocurriera. Dos hombres en una potente moto se aproximan en mitad de la noche y circulan en paralelo.
—Hey you! Where are you going?
No puedo distinguir sus rostros en la oscuridad pero, a juzgar por el tono de voz del que habla, parecen jóvenes.
—“Voy hacia el sur, gracias y no se preocupen, todo bien”.
Contesto disimulando mi miedo. No se quedan satisfechos y prosiguen con el interrogatorio.
—“Yeah, yeah… But… Where are you going”?
—“Bien, pues no recuerdo el nombre del lugar al que voy; resulta que tengo poca memoria para nombres asiáticos”. Digo con actitud desatenta y los ojos puestos en la carretera.
—“Bueno, si no os importa, me gustaría seguir disfrutando de mi soledad”.
Hacen caso omiso a mis demandas y repiten hasta la saciedad la misma cantinela, que retumba en mis oídos como el zumbido de una mosca.
—“Where are you going?” reiteran ahora con desdén.
Mi jadeo constante y fluido se vuelve entrecortado y débil. Siento la boca seca, como si llevara un mendrugo de pan de ayer entre los dientes.
Intento no dar muestras de que estoy aterrorizada y acelero el ritmo. Ahora endurezco mi tono.
—“Bueno. Ya he tenido suficiente. Por favor, marchaos, ahora quiero pedalear sola así que, por favor, dejadme en paz o llamo a la policía”.
Parece que la estrategia surte efecto porque me adelantan y prosiguen su marcha. De nuevo, respiro profundamente y puedo saborear el aroma de la selva. Pero algo me dice que no baje la guardia. Los dos sujetos podrían detenerse más adelante o, en el peor de los casos, tenderme una emboscada. “Tengo la sensación de que estos quieren divertirse conmigo esta noche”, pienso.
Efectivamente. Minutos después, al salir de una curva, diviso la luz de una motocicleta. Algo me dice que son ellos. De nuevo presa del pánico, intento calmarme mi respiración. No puedo permitir que perciban mi miedo, que lo huelan, que lo saboreen en la boca, y lo muevan entre sus dientes de bestias hambrientas de sufrimiento ajeno. Estaría acabada. Soy una rata acorralada, está claro. No tengo escapatoria.
Miradme. Hoy he dejado de ser esa mujer que dio un portazo y decidió descubrir que el mundo también le pertenece, para darse cuenta de lo vulnerables que somos las féminas en este universo de hombres. Por mucho que ansiemos nuestra libertad, debemos trabajar aún a raudales para conseguirla. El riesgo de que nos violen y nos maten, la mayoría de las veces impunemente, es una lacra con la que tenemos que convivir a diario las mujeres, nos guste o no.
A pesar de todo, en este instante en que desconozco mi futuro más cercano, y si este implica salir con vida, me alegra haber dado ese portazo y haber desafiado las putas reglas establecidas.
No sé si detenerme metros antes, coger el machete que llevo adosado desde Mozambique al tubo inferior del bastidor, y seguir pedaleando con él en la mano a modo disuasorio. Pero la oscuridad es tal que los individuos no lo notarían y sería más un obstáculo en la conducción que una ayuda.
Está claro que el pedalear como Juana de Arco a lomos de su caballo y sosteniendo una espada no me sacaría del atolladero. Lo único que puedo hacer es ir lo más rápido posible y pretender que nada ocurre, que no tengo miedo, que no llevo el pánico impreso en la piel como un tatuaje.
Pero cuando me aproximo a ellos, arrancan la moto y vuelven a hostigarme en paralelo.
Ahora el discurso del copiloto se vuelve lascivo e irrespetuoso. Parece de mayor edad que el piloto, que controla la maquina bajo sus órdenes.
—“Where are you going, eh… fucking bitch? Eh? You don’t wanna tell us? You wanna be fucked, eh… We can fuck you both of us…”.
Sus sucias palabras retumban en mi cabeza como un lejano eco. Ahora mi situación no es comprometida, es peligrosa. Es como si hubiera visto claramente sus cartas y conociera sus próximos movimientos. Siento el ‘jaque’ en el alma.
Con las aspas de mi corazón girando como las paletas del ventilador, por momentos me desdoblo en el recuerdo de los mejores tiempos en Sudáfrica con los Tracy, en el Lago Malawi con Allan, en Tanzania con John, en Kenya, con los Galiana en Etiopía con Nadine en La India con sus místicos habitantes, en Nepal con los Bharat… mientras el ruido de fondo de una lejana voz masculina me insulta y me humilla sin que pueda hacer nada por impedirlo.
Y entonces una mano resbala por mi muslo y se incrusta en mi entrepierna. Vuelvo a la realidad para golpear violentamente la mano y patear la moto y perder el equilibrio y estar a punto de caerme.
Ahora los dos indeseables ríen con más ímpetu, como si el juego comenzara a ponerse interesante.
Pedaleo en zigzag invadiendo el sentido contrario, pero ni así logro quitármelos de encima, y menos ahora que, según parece, le han cogido el gustillo al pasatiempo.
Consiguen aproximarse lo suficiente para que el copiloto extienda sus sucias manos y me manosee el pecho. Lanzo un grito de rabia y doy otro manotazo a ese cerdo que logra hacer al piloto perder el control de la moto por un momento.
La ira me domina y tengo el instinto asesino por las nubes. Dios, ¿por qué no habré hecho caso a mis amigos de Sudáfrica y habré adquirido un revólver en alguna parte?
“Eso es. ¡Un revolver!”… les diré que llevo uno a ver qué pasa.
Hago como si extrajera algo bajo la camiseta, a la altura de la cintura, y lo sostuviera con mi mano izquierda, la más alejada, para que no descubrieran mi verdadera arma, el spray de pimienta.
Entonces endurezco más mi tono, dejo salir toda mi rabia y les grito
—You wanna die tonight, fucking people? I did not want to do this, but I have to… I have got a gun right here”.
Con un movimiento insinúo que porto un arma de fuego en la mano izquierda.
Se produce un silencio momentáneo.
El tono del acoso se enfría. Ahora no me insultan pero siguen circulando en paralelo; parecemos un maldito sidecar.
Pasamos bajo el haz de luz de una solitaria farola, a pie de carretera, la única que he visto desde Taiping. Por unos instantes, les pongo cara a mis hostigadores y distingo claramente la silueta y el color de la motocicleta amarilla de gran cilindrada que conducen. El piloto parece mucho más joven que el que va de paquete, de unos treinta y tantos.
De repente desaparecen otra vez con un: “Ok…, bye, byeeeeee, bitch”…
“Ojalá se estrellaran contra un árbol y quedaran fosilizados en su tronco para siempre”, pienso.
Respiro hondo, atormentada por la temperatura y el miedo. Intuyo que esto no ha terminado y que mis acosadores no se han ido. Están en alguna parte esperándome, pensando en alguna maniobra, discerniendo sobre la posibilidad de que no sea verdad que haya un arma, de que en realidad es un farol y que estoy en el menú de la noche, lista para ser devorada.
Decido no pedalear más. Detenerme y esperar a que pase otro vehículo. No puedo permitirme encontrarme a estos dos de nuevo, es demasiado arriesgado ahora que ya sé que sus intenciones no son solamente jugar conmigo.
No puedo esconderme en la selva porque el agua estancada, de medio metro de profundidad, acota la vía, separándola de ella. Además, no tengo una iluminación adecuada y no sé qué animales me puedo encontrar en el agua y fuera de esta. Ocultarme en la espesura es una terrible idea. Aunque, llegados a este punto, prefiero darme de bruces contra un animal que contra estos dos hijos de la gran puta. Por lo menos un animal ataca para comer, o para defender su territorio, pero el hombre es el único ser vivo que ataca por puro placer.
Pero pasan los minutos y no aparece ningún vehículo en esta noche calurosa y húmeda, olorosa a tierra mojada y plagada de mosquitos. Rezo en silencio mientras sudo a borbotones. Me doy cuenta de que no transpiro sólo por el calor sofocante, sino también por el miedo.
De nuevo, trato de controlar mi cuerpo con la mente. Intento pensar en los momentos más hermosos de este viaje. Si me ocurriera algo hoy, si dejara de existir, al menos me iría en paz habiendo desafiado los límites establecidos. Y, aunque he tenido que sufrir para estar aquí, he vivido muy gratos momentos y he conocido gente que jamás hubiera tenido la oportunidad de conocer habiéndome quedado en mi zona de confort.
Me siento profundamente en paz conmigo misma porque, aunque sea por unos meses, he tenido la suerte de experimentar lo esencial de la vida y he podido compartirla con los demás.
Oigo el rugido de una motocicleta que se aproxima a toda velocidad por detrás. Un haz de luz vuelve a incendiar la jungla. En pocos segundos diviso el faro de la motocicleta y advierto que son los mismos tipos.
No entiendo nada. Debían haber pasado en dirección contraria para llevarlos ahora en la espalda. Me doy cuenta de que probablemente han tomado un atajo, lo que implicaría que conocen la zona muy bien.
Rápidamente me subo a la bicicleta y comienzo a dar pedales como nunca lo he hecho. Ahora no logro controlar el pánico. Mi frecuencia cardíaca se dispara, al igual que la adrenalina en sangre. Cada vez se me acercan más y sólo quiero gritar y pedir socorro. En pocos segundos los tengo de nuevo en paralelo, ahora los insultos y las amenazas cobran fuerza y los tipos van realmente en serio.
Por primera vez, huelen mi miedo y parece que les gusta. No los miro, me concentro en la oscura carretera y en controlar al máximo el equilibrio.
Entonces noto que me agarran del brazo y me empujan hacia la cuneta. Pierdo el equilibrio y vuelo por los aires. Trato de frenar el impacto con las palmas de las manos, que resbalan en el alquitrán, al igual que mis rodillas. Estoy aturdida y no veo nada. Mis cosas están por el suelo, en alguna parte, y Roberta, desarmada a unos metros.
Se paran más adelante y se aproximan caminando, sin prisas, mientras se ríen y me insultan.
Noto un gran dolor en el estómago; me he clavado el manillar en la barriga, y me arden las palmas de las manos y las rodillas. A tientas, busco el cuchillo de buceo en la funda que tengo atada en la pantorrilla izquierda y lo sostengo en mi mano con terror, apuntando a los dos individuos, que se aproximan dando voces en tono jocoso.
Me pongo en pie como puedo y huyo en dirección opuesta por la carretera mientras la luz de un vehículo cobra fuerza en la otra dirección. Corro en medio de la vía agitando los brazos. El vehículo me esquiva y de un frenazo se detiene a pocos metros. Grito socorro y pido ayuda entre lágrimas, sin ver a los integrantes del Land Rover, cegada por la luz de los faros.
La puerta del conductor se abre y sale un hombre que intenta calmarme.
—“Ayúdeme por favor, se lo pido por favor, vámonos, vámonos”.
El hombre de rasgos asiáticos me ayuda a subir a la parte trasera de vehículo. Mientras, mis acosadores regresan sobre sus pasos para huir a toda prisa.
En el interior del Land Rover hay una mujer joven que me observa atónita. Les explico entre sollozos que mi bicicleta y mis cosas están a unos metros por delante en el suelo. El hombre localiza mis cosas y, tras introducirlas en la zona de carga trasera, me lleva a la policía. Allí, en medio del peor ataque de nervios de mi vida, los agentes me toman declaración. Dos horas después, un oficial me escolta a un hotel.