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Armados de diamantes y acero
Brianna partió el broche con mano firme y un par de tijeras de cocina. Era antiguo, pero no valioso, un feo objeto victoriano con la forma de una desgarbada flor rodeada de retorcidas hojas de vid. Su único valor residía en los pequeños diamantes desparramados que adornaban las hojas como si fueran gotas de rocío.
—Espero que sean lo bastante grandes —dijo, y se sorprendió de lo tranquila que sonaba su propia voz. Había estado gritando dentro de su mente durante las últimas treinta y seis horas, que era lo que habían tardado en hacer planes y preparativos.
—Creo que irán bien —repuso Roger, y Bree percibió la tensión bajo la aparente serenidad de sus palabras. Estaba de pie detrás de ella, con la mano en su hombro, y su calor era a la vez un alivio y un tormento. Una hora más y se habría ido. Quizá para siempre.
Pero no había elección, así que procedió a hacer lo necesario, con los ojos secos y con calma.
Amanda, curiosamente, se había quedado dormida bastante rápido después de que Roger y William Buccleigh se marcharan en persecución de Rob Cameron. Brianna la había acostado en su cama y se había quedado allí sentada, viéndola dormir y preocupándose hasta que los hombres habían regresado cerca del amanecer con sus horripilantes noticias. Pero Amanda se había despertado, como de costumbre, alegre como el día, y sin ningún recuerdo aparente del sueño de las piedras que gritaban. Tampoco estaba inquieta por la ausencia de Jem. Había preguntado una vez, en tono despreocupado, cuándo volvería a casa, y tras recibir un esquivo «pronto» como respuesta, había reanudado sus juegos, satisfecha, al parecer.
Ahora estaba con Annie. Se habían ido a Inverness a hacer la compra con la promesa de un juguete. No volverían hasta media tarde y, entonces, los hombres ya se habrían marchado.
—¿Por qué? —había preguntado William Buccleigh—. ¿Por qué habría de llevarse a vuestro hijo?
Era la misma pregunta que Roger y ella habían estado formulándose desde el momento en que descubrieron la desaparición de Jem, pero la respuesta probablemente no sería de ninguna ayuda.
—Sólo puede ser por dos cosas —había contestado Roger con la voz ronca, llena de tristeza—. Para viajar en el tiempo... o por oro.
—¿Oro? —Los ojos verde oscuro de Buccleigh se habían vuelto hacia Brianna, asombrados—. ¿Qué oro?
—La carta que faltaba —explicó ella, demasiado cansada para preocuparse de si contárselo suponía algún peligro. Nada era ya seguro, nada importaba—. La posdata que mi padre escribió. Roger dijo que usted había leído las cartas. «Los bienes propiedad de un caballero italiano...», ¿lo recuerda?
—No le di mucha importancia —admitió Buccleigh—. Se trata de oro, ¿verdad? ¿Y quién es el caballero italiano?
—Carlos Estuardo.
Entonces, de manera inconexa, le hablaron del oro desembarcado durante los últimos días del Alzamiento jacobita —el propio Buccleigh tendría por aquel entonces la edad de Mandy, pensó Brianna, sorprendida— para que fuera dividido, por motivos de seguridad, entre tres caballeros escoceses, arrendatarios de sus clanes: Dougal MacKenzie, Hector Cameron y Arch Bug, de los Grant de Leoch. Bree observó cuidadosamente a Buccleigh, pero éste no dio muestras de reconocer el nombre de Dougal MacKenzie. «No —pensó—, no lo sabe.» Pero eso, ahora, tampoco era importante.
Nadie sabía qué había sido de los dos tercios del oro francés que guardaban los MacKenzie o los Grant, pero Hector Cameron había huido de Escocia en los últimos días del Alzamiento con el cofre de oro bajo el asiento de su carruaje y se lo había llevado consigo al Nuevo Mundo, donde parte de él había comprado su plantación, River Run. El resto...
—¿Lo guarda el español? —inquirió Buccleigh con las gruesas cejas claras muy juntas—. ¿Y qué demonios significa eso?
—No lo sabemos —contestó Roger. Estaba sentado a la mesa, con la cabeza hundida entre las manos, mirando la madera—. Sólo Jem lo sabe.
Entonces, levantó de golpe la cabeza, mirando a Brianna.
—Las Órcadas —dijo—. Callahan.
—¿Qué?
—Rob Cameron —intervino en tono apremiante—. ¿Cuántos años crees que tendrá?
—No lo sé —respondió ella, confusa—. Treinta y pico, casi cuarenta, tal vez. ¿Por qué?
—Callahan dijo que Cameron había estado con él en unos yacimientos arqueológicos a los veintipocos. Si hace mucho de eso... quiero decir, se me acaba de ocurrir... —Roger tuvo que detenerse para aclararse la garganta, y lo hizo con aire enojado antes de continuar—. Si se interesaba por la historia antigua hace quince, dieciocho años, ¿no sería posible que hubiera conocido a Geilie Duncan? ¿O a Gillian Edgars? Supongo que entonces aún vivía.
—Oh, no —dijo Brianna, y no por incredulidad sino a modo de rechazo—. Oh, no. ¡Otro chalado jacobita no!
Roger sonrió casi al instante.
—Lo dudo —repuso con sequedad—. No creo que esté loco, y menos aún que sea un idealista político. Pero pertenece al SNP. Tampoco ellos están locos. Aunque ¿cuáles son las probabilidades de que Gillian Edgars estuviera relacionada con ellos?
No había forma de saberlo, no sin hurgar en las relaciones y la historia de Cameron, y no había tiempo para eso. Pero era posible. Gillian —que más adelante había adoptado el nombre de una famosa bruja escocesa— había estado, de seguro, profundamente interesada tanto en la historia antigua de Escocia como en la política escocesa. Su camino podría haberse cruzado fácilmente con el de Rob Cameron. Y, de ser así...
—De ser así —dijo Roger en tono lúgubre—, sólo Dios sabe qué podría haberle dicho, qué podría haberle dejado. —En su estudio había unos cuantos de los cuadernos de Geillis. Si Rob la hubiera tratado, los habría reconocido—. Y tenemos la maldita seguridad de que leyó la posdata de tu padre —añadió. Se restregó la frente, tenía un cardenal oscuro a lo largo del nacimiento del cabello, y suspiró—. Pero eso no importa, ¿verdad? Lo único que importa ahora es Jem.
Entonces, Brianna les dio a cada uno de ellos un trozo de plata con pequeños diamantes incrustados y dos bocadillos de mantequilla de cacahuete.
—Para el viaje —dijo en una débil tentativa de ser graciosa.
Ropa de abrigo y calzado resistente. Le tendió a Roger su propio cuchillo del ejército suizo. Buccleigh cogió uno de carne de acero inoxidable de la cocina y admiró la sierra de su filo. No hubo tiempo para mucho más.
El sol seguía alto cuando el Mustang azul avanzó dando saltos por el camino sin asfaltar que conducía cerca de la base de Craigh na Dun. Brianna tenía que estar en casa antes de que volviera Mandy. La furgoneta azul de Rob Cameron seguía allí. Se estremeció al verla.
—Ve delante —le dijo Roger a Buccleigh con voz áspera cuando se detuvieron—. Me reuniré contigo enseguida.
William Buccleigh le dirigió a Brianna una rápida mirada, directa y desconcertante, con aquellos ojos tan parecidos a los de Roger, le tocó la mano un segundo y salió. Roger no vaciló. Había tenido tiempo de decidir lo que quería decirle por el camino y, en cualquier caso, había una única cosa que decir.
—Te quiero —dijo en voz baja, la tomó por los hombros y la estrechó contra su cuerpo el tiempo suficiente para decir el resto—. Lo traeré de vuelta. Créeme, Bree... Volveré a verte. En este mundo.
—Te quiero —repuso ella, o lo intentó.
Las palabras brotaron como un susurro silencioso contra la boca de él, pero él lo recogió, junto con su aliento, sonrió, le apretó los hombros con tanta fuerza que después le saldrían morados y abrió la puerta.
Brianna se quedó mirándolos —no podía evitar mirarlos— mientras subían hacia la cima de la colina, hacia las piedras invisibles, hasta que desaparecieron de su vista. Tal vez fueran imaginaciones suyas. Tal vez realmente oyera las piedras allá arriba: el zumbido de una extraña canción que vivía en sus huesos, un recuerdo que viviría en ellos para siempre. Temblando y ciega por las lágrimas, condujo de vuelta a casa. Con cuidado, con mucho cuidado. Porque, ahora, ella era todo lo que Mandy tenía.