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Pasos

Esa misma noche, tarde, fue al estudio de Roger. Se sentía torpe y pesada, el horror del día mitigado por el cansancio. Se sentó a su escritorio intentando sentir su presencia, pero la habitación estaba vacía.

Mandy estaba dormida, sin preocuparse, sorprendentemente, del caos de los sentimientos de sus padres. Por supuesto, estaba acostumbrada a que Roger se ausentara de vez en cuando para ir a Londres o a Oxford, para sus noches de logia en Inverness. ¿Se acordaría de él si jamás regresaba?, se preguntó Brianna con una punzada de dolor.

Incapaz de soportar ese pensamiento, se levantó y deambuló inquieta por el despacho, buscando lo inencontrable. No había podido comer nada y se sentía mareada y frágil.

Cogió la pequeña serpiente, y halló un alivio mínimo en su suave sinuosidad, en su cara agradable. Miró la caja y se preguntó si debía buscar consuelo en la compañía de sus padres, pero la idea de leer unas cartas que Roger quizá nunca pudiera leer con ella... Dejó la serpiente en la estantería y miró sin ver los libros de los estantes inferiores.

Aparte de los volúmenes sobre la revolución americana que Roger había encargado, estaban los libros de su padre, los de su viejo despacho. «Franklin W. Randall», decían los pulcros lomos. Sacó uno de ellos y se sentó, apretándolo contra su pecho.

Le había pedido ayuda una vez en el pasado, para que cuidase a la hija perdida de Ian. Sin duda, cuidaría de Jem.

Hojeó las páginas, sintiéndose algo aliviada con la fricción del papel.

«Papá», pensó sin encontrar más palabras que ésa, y sin necesitar otras. La hoja de papel que cayó de entre las páginas no supuso ninguna sorpresa para ella. La carta era un borrador, lo supo enseguida por los tachones, los añadidos al margen, las palabras que había rodeado con un círculo y junto a las que había escrito un signo de interrogación. Como era un borrador, no llevaba ni fecha ni encabezamiento, pero estaba claro que la había escrito para ella.

Acabas de dejarme, queridísima Deadeye, después de la maravillosa tarde que hemos pasado en Sherman’s (el lugar de la paloma de arcilla, ¿se acordará del nombre?). Todavía me resuenan los oídos. Siempre que vamos a disparar, me siento dividido entre un inmenso orgullo por tu habilidad, envidia y miedo.

No estoy seguro de cuándo leerás esta carta, ni de si la leerás. Quizá tenga el valor de decírtelo antes de morir (o haré algo tan imperdonable que tu madre... no, no lo hará. No he conocido nunca a nadie tan honesto como Claire, a pesar de todo. Mantendrá su palabra).

Qué sensación tan extraña escribir esto. Sé que acabarás por enterarte de quién —y tal vez de qué— eres. Pero no tengo ni idea de cómo.

Estoy a punto de revelarte a ti misma, ¿o lo sabrás ya cuando encuentres la carta? Sólo puedo esperar haberte salvado la vida, de un modo u otro. Y que encuentres esta carta, tarde o temprano.

Lo siento, cariño, esto es terriblemente melodramático. Y lo último que quisiera es alarmarte. Tengo toda la confianza del mundo en ti. Pero soy tu padre y, por tanto, soy presa del temor que aflige a todo padre de que a su retoño le ocurra algo espantoso e imprevisible y que no esté en su mano protegerlo. Y lo cierto es que, aunque no es culpa tuya, eres...

Aquí había cambiado de opinión varias veces, y había escrito «una persona peligrosa», lo había corregido y escrito «estás siempre en peligro», lo había tachado después y había rodeado con un círculo «una persona peligrosa», aunque con un signo de interrogación.

—Entiendo lo que quieres decir, papá —musitó—. ¿De qué estás hablando? Yo...

Un sonido le heló las palabras en la garganta. Unos pasos se acercaban cruzando el vestíbulo. Unos pasos lentos y confiados. Los pasos de un hombre. Se le pusieron de punta todos los pelos del cuerpo. La luz del vestíbulo estaba encendida. Se oscureció brevemente cuando una forma cobró cuerpo en la puerta del estudio.

Se quedó mirándolo, muda.

—¿Qué haces tú aquí?

Mientras hablaba, se puso en pie, buscando algo que pudiera utilizar como arma, con la mente muy retrasada respecto de su cuerpo, incapaz aún de penetrar la niebla de horror que la atenazaba.

—He venido a por ti, gallinita —respondió, sonriendo—. Y a por el oro. —Dejó algo sobre el escritorio: la primera carta de sus padres—. «Decidle a Jem que el español los está guardando» —citó Rob Cameron, dándole unos golpecitos—. Pensé que sería mejor que tú se lo dijeras a Jem. Y que le dijeras que me muestre dónde está ese español. Si quieres que siga con vida, quiero decir. Pero tú decides. —La sonrisa se volvió más amplia—. Jefa.