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El día de la Independencia, II
Brest
Ver a Jenny lidiar con todo estaba alterando considerablemente su propia presencia de ánimo. Se dio cuenta de lo aprensiva que se sentía la primera vez que habló en francés con un francés de verdad. Su pulso se agitaba en el hoyo de su cuello como un colibrí atrapado. Aun así el panadero la entendió, pues Brest estaba lleno de extranjeros, por lo que su peculiar acento no suscitaba ningún interés en especial, y la expresión de absoluto deleite que se reflejó en su rostro cuando el hombre tomó el penique que ella le daba y le entregó una baguette rellena de queso y aceitunas hizo que a Jamie le entraran ganas de reír y de llorar al mismo tiempo.
—¡Me ha entendido! —exclamó ella agarrándolo con fuerza del brazo al salir del establecimiento—. ¡Jamie, me ha entendido! Le he hablado en francés y ha comprendido lo que le decía, ¡claro como el agua!
—Mucho más claro que si le hubieras hablado en gàidhlig —le aseguró. Al verla tan emocionada, le sonrió y le dio unas palmaditas en la mano—. Bien hecho, a nighean.
Ella no lo escuchaba. Su cabeza giraba de un lado a otro, asumiendo la enorme variedad de tiendas y vendedores que llenaban la sinuosa calle, considerando las posibilidades que se le abrían. Mantequilla, queso, alubias, salchichas, telas, zapatos, botones... Sus dedos se le clavaron en el brazo.
—¡Jamie! ¡Puedo comprar cualquier cosa! ¡Yo sola!
Él no pudo evitar compartir su alegría al redescubrir de ese modo su independencia, a pesar de que ello le produjo una ligera tristeza. Había estado disfrutando de la sensación nueva de que ella se apoyara en él.
—Bueno, así es —concedió, cogiendo la baguette de sus manos—. Pero será mejor que no compres una ardilla amaestrada ni un reloj de pie. Serían difíciles de llevar en el barco.
—El barco —repitió ella, y tragó saliva. El pulso de su garganta, que se había calmado por el momento, volvió a latir con fuerza—. ¿Cuándo subiremos... al barco?
—Todavía no, a nighean —le respondió él con cariño—. Primero iremos a tomar un bocado, ¿qué te parece?
El Euterpe tenía previsto zarpar con la marea nocturna, por lo que bajaron a los muelles a media tarde con el fin de embarcar y colocar sus cosas. Pero el lugar del muelle donde flotaba la embarcación el día anterior estaba vacío.
—¿Dónde demonios está el barco que estaba ayer aquí? —preguntó agarrando del brazo a un muchacho que pasaba.
—¿Cuál?, ¿el Euterpe? —El chico miró como de pasada el lugar que él señalaba y se encogió de hombros—. Ha zarpado, supongo.
—¿Supones?
El tono de su voz alarmó al muchacho, que liberó el brazo de un tirón y retrocedió, poniéndose a la defensiva.
—¿Cómo quiere que lo sepa, monsieur? —Al ver la expresión de Jamie, se apresuró a añadir—: Su patrón se ha marchado al barrio chino hace unas horas. Probablemente siga allí.
Jamie vio que la barbilla de su hermana temblaba ligeramente, y se dio cuenta de que estaba a punto de sufrir un ataque de pánico. Tampoco él andaba muy lejos, pensó.
—¿Ah, sí? —replicó, tranquilo—. Sí, bueno, en tal caso iremos a buscarlo. ¿A qué casa suele ir?
El muchacho se encogió de hombros sin saber qué contestar.
—A todas, monsieur.
Dejó a Jenny en el muelle vigilando su equipaje y regresó a las calles próximas al muelle. Una ancha moneda de cobre de medio penique le procuró los servicios de uno de los pilluelos que merodeaban alrededor de los tenderetes con la esperanza de hacerse con una manzana medio podrida o una bolsa desprotegida, y Jamie siguió a cara de perro a su guía por los sucios callejones, con una mano en la bolsa y la otra en la empuñadura de su cuchillo.
Brest era una ciudad portuaria y, dicho sea de paso, se trataba de un puerto con una actividad febril, lo que suponía, calculó, que aproximadamente uno de cada tres de sus ciudadanos de sexo femenino era una prostituta. Varias de ellas, de las que trabajaban por su cuenta, lo saludaron al pasar.
Le llevó tres horas y varios chelines, pero por fin encontró al patrón del Euterpe, borracho como una cuba. Empujó a un lado sin ceremonias a la puta que dormía con él y lo despertó sin contemplaciones, haciéndole recobrar parcialmente el sentido a bofetadas.
—¿El barco? —El hombre lo miró con ojos cansinos, restregándose con una mano la cara sin afeitar—. Joder. ¿Y a quién le importa?
—A mí —contestó Jamie entre dientes—. Y a usted también, pequeño mamón. ¿Dónde está y por qué no está usted en él?
—El capitán me echó —respondió el hombre, hosco—. Tuvimos una discusión. ¿Dónde está? De camino a Boston, supongo. —Sonrió de modo desagradable—. Si nada lo bastante deprisa, tal vez pueda alcanzarlo.
Le costó todo el oro que le quedaba y una mezcla bien calculada de amenazas y persuasión, pero encontró otro barco. Éste se dirigía hacia el sur, a Charleston, aunque, por el momento, se contentaría con estar en el continente adecuado. Una vez en América, ya pensaría qué hacer.
Su sentimiento de malhumorada furia comenzó a aplacarse por fin cuando el Philomene alcanzó mar abierto. Jenny estaba de pie junto a él, menuda y silenciosa, con las manos agarradas a la barandilla.
—¿Qué pasa, a pìuthar? —Le puso la mano en la parte inferior de la espalda, y se la frotó suavemente con los nudillos—. ¿Estás triste por Ian?
Ella cerró los ojos unos instantes respondiendo a su contacto, luego los abrió y volvió la cara hacia él, con el ceño frun cido.
—No, estoy preocupada pensando en tu mujer. Estará resentida conmigo... por Laoghaire.
Jamie no pudo evitar una sonrisa de incomodidad al pensar en Laoghaire.
—¿Laoghaire? ¿Por qué?
—Por lo que hice... cuando volviste a traer a Claire a Lallybroch desde Edimburgo. Nunca le he pedido perdón por eso —añadió mirándolo a la cara con gran sentimiento.
Él se echó a reír.
—Yo nunca te he pedido perdón a ti, ¿verdad? Por llevar a Claire a casa y ser lo bastante cobarde como para no hablarle de Laoghaire antes de llegar.
Las arrugas de la frente de Jenny desaparecieron y un destello de luz volvió a sus ojos.
—Bueno, no —repuso—. No me has pedido perdón. Entonces, estamos empatados, ¿no?
No la había oído decirle eso desde que él se había marchado de casa a los catorce años para irse a vivir a Leoch.
—Estamos empatados —replicó.
Le rodeó los hombros con el brazo y ella deslizó el suyo en torno a su cintura, y permanecieron así muy juntos, contemplando cómo los últimos vestigios de Francia se hundían en el mar.