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Una serie de breves y grandes sobresaltos

Me encontraba en la cocina de Marsali, trenzándole el cabello a Félicité sin perder de vista las gachas que estaban al fuego cuando sonó la campanilla de encima de la puerta de la imprenta. Até a toda prisa una cinta alrededor del extremo de la trenza y, con una rápida advertencia a las chicas para que vigilaran las gachas, me fui a atender al cliente.

Con gran sorpresa, vi que se trataba de lord John. Pero de un lord John que nunca había visto antes. No estaba tanto desaliñado como hecho pedazos, todo en orden salvo su cara.

—¿Qué sucede? —inquirí, muy alarmada—. ¿Qué ha pasado? ¿Está Henry...?

—No, no tiene que ver con Henry —contestó con voz ronca. Puso una mano plana sobre el mostrador, como si intentara serenarse—. Tengo... malas noticias.

—Ya lo veo —repliqué, un poco irritada—. Siéntate, por el amor de Dios, antes de que te caigas.

Sacudió la cabeza como un caballo que se espanta las moscas y me miró. Su rostro estaba cadavérico, consternado y pálido, y tenía el borde de los ojos enrojecido. Pero si no se trataba de Henry...

—Oh, Dios mío —dije mientras se me encogía el corazón—. Dottie. ¿Qué le ha pasado?

—El Euterpe —espetó, y yo me detuve en seco, helada hasta la médula.

—¿Qué? —susurré—. ¿Qué?

—Se ha hundido —contestó con una voz que no era la suya—. Se ha hundido. Con todos sus hombres.

—No —dije, intentando razonar—. No es verdad.

Entonces, me miró a los ojos por primera vez y me agarró del antebrazo.

—Escúchame —intervino, y la presión de sus dedos me aterrorizó. Intenté liberarme de un tirón, pero no pude—. Escúchame —repitió—. Me lo ha dicho esta mañana un capitán de la marina que conozco. Me lo he encontrado en un café, y estaba narrando la tragedia. Él lo vio. —Le temblaba la voz, de modo que calló un momento para afirmar la mandíbula—. Hubo una tormenta. Había estado persiguiendo al barco con la intención de detenerlo y abordarlo cuando la tormenta se desató sobre ambos. Su barco sobrevivió y consiguió llegar a tierra, severamente dañado, pero vio cómo una ola encapillaba al Euterpe, así lo expresó él (no tengo ni idea qué quiere decir eso), y lo engullía. Se hundió ante sus ojos. El Roberts, su barco, se quedó en la zona con la esperanza de rescatar a los supervivientes. —Tragó saliva—. No hubo ninguno.

—Ninguno —dije sin expresión. Oí lo que había dicho, pero no entendí las palabras.

—Ha muerto —dijo lord John con voz suave, y me soltó el brazo—. Se ha ido.

Desde la cocina, llegó el olor de las gachas quemadas.

John Grey se detuvo porque había llegado al final de la calle. Había estado caminando arriba y abajo a lo largo de la calle State desde algo antes del amanecer. Ahora el sol estaba alto y una arenilla empapada de sudor le irritaba la nuca, el barro y los excrementos le salpicaban las medias, y cada paso que daba parecía hincarle los clavos de los zapatos en la planta de los pies. No le importaba.

El río Delaware fluía ante sus ojos, fangoso y con olor a pescado, y la gente lo empujaba al pasar junto a él, apiñándose al final del muelle con la esperanza de subir al ferri que avanzaba lentamente hacia ellos desde el otro lado. Unas pequeñas olas se levantaron y fueron a morir contra el amarradero con un sonido agitado que pareció provocar a quienes esperaban, pues empezaron a empujar y a dar empellones, y uno de los soldados apostados en el muelle se bajó el mosquete del hombro y lo utilizó para hacer retroceder a una mujer.

Ella dio un traspié, entre gritos, y su esposo, un gallo de pelea de hombre, dio un salto hacia delante con los puños apretados. El soldado dijo algo, enseñó los dientes y realizó un gesto como si disparara con el arma. Su compañero, atraído por el alboroto, se volvió a mirar y, sin más incitación que ésa, al final del muelle estalló de repente una pelea y las voces y los chillidos se extendieron entre el resto de la multitud mientras la gente del extremo más lejano se esforzaba por escapar de la violencia, algunos hombres de entre el gentío intentaban empujar hacia ella, y alguien acababa en el agua.

Grey retrocedió tres pasos y observó mientras a dos chiquillos que se escabullían de entre la chusma con gesto asustado y salían corriendo calle arriba. De algún sitio entre la gente, brotó de pronto el grito fuerte y alterado de una mujer: «¡Ethan! ¡Johnny! ¡Joooooohnnny!»

Un leve instinto le dijo que debería adelantarse, alzar la voz, hacer valer su autoridad, poner orden. Dio media vuelta y se marchó.

No llevaba uniforme, se dijo. No lo escucharían, se quedarían desconcertados, tal vez hiciera más mal que bien. Pero no tenía costumbre de mentirse a sí mismo, de manera que abandonó de inmediato esa línea argumental.

Ya había sufrido antes la pérdida de otras personas. Algunas muy queridas, más que la vida misma. Pero, ahora, se había perdido a sí mismo.

Anduvo despacio de vuelta a su casa, aturdido. Llevaba sin dormir desde que recibió la noticia, salvo en los momentos en que había caído de total agotamiento físico, derrumbado en una silla en el porche de Mercy Woodcock, despertándose desorientado, pegajoso a causa de la savia de los sicomoros de su jardín y cubierto de pequeñas orugas verdes de las que se balanceaban colgadas de las hojas, pendientes de invisibles hebras de seda.

—Lord John.

Reparó en una voz insistente y, con ella, se dio cuenta de que quienquiera que le estuviera hablando lo había llamado ya varias veces. Se detuvo, se volvió y se encontró ante el capitán Richardson. Se le quedó la mente en blanco. Probablemente también tuviera la cara sin expresión, pues Richardson lo cogió del brazo con gesto de gran familiaridad y se lo llevó a una taberna.

—Venga conmigo —le dijo en voz baja, soltándole el brazo, y con un gesto de cabeza en dirección a la escalera.

Una débil sensación de curiosidad y prudencia se hizo sentir entre la neblina que lo envolvía, pero siguió el sonido de sus zapatos, que sonaba hueco en la escalera de madera.

Richardson cerró la puerta de la habitación tras de sí y empezó a hablar antes de que Grey pudiera concentrarse y comenzar a hacerle preguntas acerca de las peculiarísimas circunstancias que William le había relatado.

—La señora Fraser —dijo Richardson sin preámbulos—. ¿La conoce bien?

Grey se quedó tan desconcertado por su pregunta que contestó.

—Es la esposa... la viuda —se corrigió, mientras se sentía como si se hubiera clavado una aguja en una herida abierta— de un buen amigo.

—Un buen amigo —repitió Richardson sin particular énfasis.

Ese hombre apenas si podía ser más anodino, pensó Grey, y le asaltó una repentina y sigilosa visión de Hubert Bowles. Los espías más peligrosos eran hombres a los que uno no miraría dos veces.

—Un buen amigo —repitió con firmeza—. Sus lealtades políticas ya no son un problema, ¿verdad?

—No, no si de verdad está muerto —admitió Richardson—. ¿Cree que lo está?

—Estoy absolutamente seguro de ello. ¿Qué es lo que quiere saber, señor? Tengo cosas que hacer.

Richardson esbozó una leve sonrisa ante esa declaración a todas luces falsa.

—Me propongo arrestar a esa señora por espía, lord John, y quería estar seguro de que no había... ninguna relación personal por su parte antes de hacerlo.

Grey se sentó, bastante de golpe, y colocó sobre la mesa sus manos entrelazadas.

—Yo... ella... ¿por qué demonios? —inquirió.

Richardson se sentó educadamente frente a él.

—Ha estado pasando materiales sediciosos por toda Filadelfia durante los últimos tres meses, puede que más. Y, antes de que me lo pregunte, sí, estoy seguro. Uno de mis hombres interceptó parte del material. Échele un vistazo, si quiere. —Se metió una mano en el abrigo y sacó un montón arrugado de papeles que parecían haber pasado por varias manos.

Grey no creía que Richardson lo estuviera poniendo a prueba, pero se tomó su tiempo para examinarlos bien. Dejó los documentos sobre la mesa, anonadado.

—Me han dicho que había recibido usted a esa señora en su casa y que visita a menudo la casa donde vive su sobrino —dijo Richardson. Sus ojos miraron fijamente a Grey a la cara—. Pero ¿no es una... amiga?

—Es médico —explicó Grey, y experimentó la pequeña satisfacción de ver alzarse de golpe las cejas de Richardson—. Nos ha sido de... de enorme ayuda a mi sobrino y a mí. —Pensó que era probablemente mejor que Richardson no supiera cuánto estimaba a la señora Fraser, pues si Richardson creía que Grey tenía algún interés personal en ella, dejaría de darle información al instante—. Pero ya no necesitamos sus servicios —añadió, en un tono lo más despreocupado posible—. Siento gran respeto por esa señora, por supuesto, pero no, no tenemos ningún tipo de relación.

Acto seguido se puso en pie, de manera decidida, y se marchó, pues hacer más preguntas habría comprometido la impresión de indiferencia.

Echó a andar hacia la calle Walnut, ya despejado. Volvía a sentirse él mismo, fuerte y resuelto. Después de todo, aún podía hacerle otro favor a Jamie Fraser.

—Tienes que casarte conmigo —repitió.

Ya lo había oído la primera vez, pero no por el hecho de repetírmelo lo entendí mejor. Me metí un dejo en la oreja y lo agité, luego repetí el proceso con la otra.

—No es posible que hayas dicho lo que creo que has dicho.

—De hecho, sí —replicó Grey, y su habitual tono seco regresó a su voz.

La insensibilidad del trauma estaba empezando a desvanecerse, y algo terrible estaba comenzando a brotar de un pequeño orificio en mi corazón. No podía detenerme a pensar en ello, por lo que me refugié en mirar a lord John.

—Sé que he sufrido un shock —le dije—, pero estoy segura de que ni tengo alucinaciones ni oigo cosas raras. ¿Por qué demonios, maldita sea, me dices eso? ¡Por el amor de Dios!

Me levanté de repente con la intención de golpearlo. Él se apercibió de ello y dio un inteligente paso atrás.

—Vas a casarte conmigo —insistió con un deje de ferocidad—. ¿Eres consciente de que están a punto de arrestarte por espía?

—Yo... no. —Volví a sentarme, tan de golpe como me había puesto en pie—. ¿Qué...? ¿Por qué?

—Lo sabes mejor que yo —repuso con frialdad.

De hecho, así era. Reprimí la repentina sensación de pánico que amenazaba con rebasarme, mientras pensaba en los papeles que había pasado furtivamente de un par de manos a otras en la tapa de mi cesto, nutriendo la red secreta de los Hijos de la Libertad.

—Aun suponiendo que fuera verdad —manifesté luchando por no levantar la voz—, ¿por qué demonios tendría que casarme contigo? Es más, ¿por qué querrías casarte conmigo, cosa que no me creo ni por un instante?

—Créelo —me aconsejó en una palabra—. Lo haré porque es el último favor que puedo hacerle a Jamie Fraser. Puedo protegerte. Siendo mi esposa, nadie puede tocarte. Y tú te casarás conmigo porque...

Dirigió una mirada sombría detrás de mí, alzando la barbilla, y yo me volví y descubrí a los cuatro hijos de Fergus apiñados en el umbral de la puerta. Las niñas y Henri-Christian me observaban con unos ojos enormes y redondos, y Germain miraba directamente a lord John con el miedo y la desconfianza bien claros en su bello y largo rostro.

—¿A ellos también? —inquirí respirando hondo y volviéndome para mirarlo a los ojos—. ¿También puedes protegerlos a ellos?

—Sí.

—Yo... sí. Muy bien. —Planté las dos manos planas sobre el mostrador, como si con ello pudiera evitar de algún modo que despegara dando vueltas hacia el espacio—. ¿Cuándo?

—Ahora —dijo, y me cogió del codo—. No hay tiempo que perder.

No tenía recuerdo alguno de la breve ceremonia, que se celebró en el salón de la casa de lord John. El único recuerdo que conservaba de todo el día era la imagen de William, de pie con aire sobrio junto a su padre —su padrastro—, haciendo de padrino. Alto, derecho, narigudo, con sus rasgados ojos de gato posados en mí con indecisa compasión.

«No puede estar muerto —recordaba haber pensado con inusual lucidez—. Está ahí.»

Repetí lo que me dijeron que dijera y luego me acompañaron escaleras arriba para que me acostara. Me quedé dormida de inmediato y no me desperté hasta la tarde siguiente.

Por desgracia, cuando desperté, seguía siendo verdad.

Dorothea estaba allí, rondando cerca de mí con aire preocupado. Se quedó conmigo todo el día, intentando convencerme para que comiera algo, ofreciéndome sorbitos de whisky y de coñac. Su presencia no era lo que se dice un consuelo —nada podía serlo—, pero era, por lo menos, una distracción inocua, por lo que la dejé hablar mientras las palabras resbalaban sobre mí como el sonido del agua al correr con fuerza.

Hacia la noche, los hombres regresaron: lord John y Willie. Los oí abajo. Dottie bajó y la oí hablar con ellos, alzando ligeramente la voz con interés, y luego sus pasos sonaron en la escalera, rápidos y ligeros.

—Tía —dijo sin aliento—. ¿Cree que se siente lo bastante bien para bajar?

—Yo... sí, supongo que sí.

Algo sorprendida de que me llamara «tía», me levanté e intenté arreglarme con unos vagos movimientos. Dottie me cogió el cepillo de la mano, me recogió el cabello y, sacando una cofia con lazos, me la puso y me remetió el pelo debajo con ternura. La dejé hacer y permití que me llevara con gentileza al piso de abajo, donde encontré a lord John y a William en el salón, ambos algo sonrojados.

—Madre Claire. —Willie me cogió la mano y me la besó con delicadeza—. Venga a ver. Papá ha encontrado una cosa que cree que le gustará. Venga a verla —repitió atrayéndome con cuidado hacia la mesa.

La «cosa» era un gran cofre confeccionado con alguna madera cara, con remates de oro. Lo miré asombrada y extendí una mano para tocarlo. Parecía una caja para guardar cubiertos, pero mucho mayor.

—¿Qué...?

Levanté la vista y descubrí a lord John de pie a mi lado, con aspecto ligeramente avergonzado.

—Es un, eeeh, regalo —dijo, privado por una vez de sus elegantes modales—. He pensado... quiero decir, me he dado cuenta de que andabas un poco escasa de... equipo. No deseo que abandones tu profesión —añadió con amabilidad.

—Mi profesión.

Un escalofrío empezaba a extenderse por mi columna vertebral, por los bordes de mi mandíbula. Tanteando un poco, intenté levantar la tapa del cofre, pero tenía los dedos sudorosos; resbalaron, dejando una marca brillante de humedad sobre la madera.

—No, no, así.

Lord John se inclinó para mostrarme cómo se abría, volviendo el cofre hacia él. Corrió la manecilla oculta, levantó la tapa, abrió de par en par las puertas montadas en sendas bisagras y, acto seguido, se apartó con un aire como de mago.

El cuero cabelludo se me llenó de gotitas de sudor frío y comencé a ver puntos negros parpadeantes en las esquinas de los ojos.

Dos docenas de botellas vacías con tapón de oro. Debajo, dos cajones poco profundos. Y, encima, centelleando en su lecho de terciopelo, las piezas de un microscopio con bandas de cobre. Un cofre para el instrumental médico.

Mis piernas cedieron y me desmayé, agradeciendo el frescor de la madera del suelo contra la mejilla.