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Los caminos de la muerte

Por la noche, acostada en el enmarañado infierno de mi cama, busqué el camino que conducía a la muerte. Deseaba con todo mi ser abandonar este mundo. Al margen de que lo que había al otro lado de la vida fuera una gloria jamás soñada o tan sólo un olvido piadoso, el misterio era infinitamente preferible a mi actual estado de ineludible tristeza.

No sabría decir qué era lo que me impedía escapar de forma simple y violenta. Al fin y al cabo, los medios estaban siempre a mano. Podía elegir entre la pistola o el cuchillo, entre unos venenos que mataban rápidamente y otros que te sumían en un sueño del que nunca despertabas.

Rebusqué entre los frascos y las botellas del botiquín como una loca, dejando los cajoncitos sin cerrar, las puertas abiertas de par en par, buscando, revolviéndolo todo con mis prisas, saqueando conocimientos y recuerdos del mismo modo que saqueaba el botiquín, tirando al suelo frascos y botellas y pedazos del pasado en un revoltijo.

Al final, pensé que ya los tenía todos y, con mano temblorosa, los coloqué uno a uno sobre la mesa delante de mí.

Acónito. Arsénico...

Tantos tipos de muerte donde elegir. ¿Cómo, entonces?

El éter. Eso sería lo más fácil, aunque no lo más seguro. Tumbarme, empapar un trapo grueso con la sustancia, colocarme la mascarilla sobre la boca y la nariz y marcharme sin dolor. Pero siempre cabía la posibilidad de que alguien me encontrara. O de que, tras perder el conocimiento, la cabeza se me ladeara o sufriera convulsiones y el trapo se desplazara y volviera a despertarme sin más a esa dolorosa y vacía existencia.

Permanecí sentada, inmóvil, por unos instantes y, acto seguido, sintiéndome como en un sueño, alargué la mano para coger el cuchillo que había sobre la mesa, donde yo lo había dejado descuidadamente tras utilizarlo para cortar unos tallos de lino. El cuchillo que Jamie me había regalado. Estaba afilado. El filo brillaba, tosco y plateado.

Sería seguro, y sería rápido.

Jamie Fraser se encontraba de pie en la cubierta del Philomene, observando cómo el agua se alejaba deslizándose sin cesar, mientras pensaba en la muerte. Por lo menos había dejado de pensar en ella de modo personal, puesto que el mareo —después de mucho, mucho tiempo— había cesado. Sus pensamientos eran ahora más abstractos.

Para Claire, pensó, la muerte era siempre el enemigo. Algo contra lo que había que luchar, a lo que nunca había que ceder. Él estaba tan familiarizado con la muerte como su esposa, pero a la fuerza había hecho las paces con ella. O eso pensaba. Al igual que perdonar, no era algo que se aprendía y luego se dejaba de lado sin más problema, sino una cuestión de práctica constante; aceptar la idea de la propia mortalidad y, sin embargo, vivir intensamente era una paradoja digna de Sócrates. Y el respetable ateniense había abrazado justo esa paradoja, reflexionó con un amago de sonrisa.

Se había topado cara a cara con la muerte muy a menudo, y recordaba aquellos encuentros de modo lo bastante vívido como para darse cuenta de que, en efecto, había cosas peores. Era mucho mejor morir que tener que llorar a un ser querido.

Seguía teniendo la terrible sensación de algo peor que la pena cuando miraba a su hermana, pequeña y solitaria, y oía en su mente la palabra «viuda». Era un error. No podía ser viuda, no se la podía seccionar de esa forma brutal. Era como ver que la cortaban en pedazos y no poder hacer nada.

Abandonó esos pensamientos para volcarse en los recuerdos de Claire, en lo mucho que la echaba de menos, pues su llama era la luz que lo alumbraba en la oscuridad. Su contacto, un consuelo y un calor más allá del corporal. Recordaba la última noche antes de que ella se marchara, sentados en el banco que había junto a la torre, cogidos de la mano, sintiendo el pulso de ella en sus dedos mientras el suyo se tranquilizaba al notar aquel latido cálido y rápido.

Era extraño cómo la presencia de la muerte parecía traer consigo tantos acompañantes, sombras largo tiempo olvidadas, entrevistas brevemente en las tinieblas cada vez más profundas. Pensar en Claire y en cómo había jurado protegerla desde la primera vez que la tuvo en sus brazos le trajo el recuerdo de la niña sin nombre.

Había muerto en Francia, al otro lado del vacío que había provocado en su cabeza el golpe de un hacha. Llevaba años sin pensar en ella, pero ahí estaba de nuevo de pronto. La había tenido presente cuando había abrazado a Claire en Leoch, y había pensado que su matrimonio tal vez fuera una pequeña reparación. Había aprendido —poco a poco— a perdonarse por algo que no había sido culpa suya y esperaba que, amando a Claire, le habría dado un poco de paz a la sombra de la muchacha.

Había tenido la oscura sensación de que le debía a Dios una vida y que había pagado esa deuda al tomar a Claire por esposa, aunque Dios sabía que la habría desposado en cualquier caso, pensó, y sonrió irónicamente. Pero se había mantenido fiel a la promesa de protegerla. «La protección de mi nombre, de mi clan... y la protección de mi cuerpo», había dicho. «La protección de mi cuerpo.» Había en ello una ironía que hizo que se agitara incómodo mientras vislumbraba otra cara entre las sombras. Delgada, burlona, de grandes ojos... muy joven.

«Geneva.» Otra joven muerta a consecuencia de su lujuria. No había sido exactamente culpa suya —había combatido esa idea durante las largas noches transcurridas después de su muerte, solo, en su cama fría encima de los establos, obteniendo el consuelo que podía de la presencia sólida y silenciosa de los caballos que se agitaban y comían abajo, en sus pesebres—. Pero si no se hubiera acostado con ella, no habría muerto. Eso era innegable.

¿Le debía a Dios otra vida?, se preguntó. Había pensado que Willie era la vida que le había sido dada para proteger con la suya a cambio de la de Geneva. Pero había tenido que traspasar esa confianza a otra persona.

Bueno, ahora tenía a su hermana, y le aseguró a Ian en silencio que la mantendría a salvo. «Mientras viva», pensó. Y eso suponía bastante tiempo aún. Se dijo que sólo había utilizado cinco de las muertes que la adivina de París le había prometido.

«Morirás nueve veces antes de descansar en la tumba», le había dicho. ¿Tanto costaba acertar?, se preguntó.

Hice que mi mano cayera hacia atrás, dejando mi muñeca al descubierto, y coloqué la punta del cuchillo en medio de mi antebrazo. Había visto muchos suicidios fallidos, los de quienes se cortaban las muñecas de un lado a otro, causándose heridas que eran como bocas que gritaban pidiendo ayuda. Había visto los de aquellos que de verdad lo deseaban. El modo correcto de hacerlo era practicándome unos cortes longitudinales en las venas, unos cortes seguros que me dejarían sin sangre en cuestión de minutos, me garantizarían la inconsciencia en cuestión de segundos.

La señal seguía visible en el montículo de la base de mi pulgar. Una tenue «J», la marca que él me había dejado la víspera de Culloden, cuando nos enfrentamos por primera vez al lúgubre conocimiento de la muerte y la separación.

Reseguí la fina línea blanca con la punta del cuchillo y sentí el seductor susurro del metal sobre mi piel. Entonces había deseado morir con él, pero él me había hecho marchar con mano firme. Estaba encinta de su hija. No podía morir.

Ya no la llevaba en mi seno, pero seguía ahí. Tal vez accesible. Continué sentada inmóvil durante lo que me pareció mucho tiempo, luego suspiré y volví a dejar con cuidado el cuchillo sobre la mesa.

Tal vez fuera la costumbre de los años, una mentalidad que consideraba la vida sagrada por sí misma, o un temor supersticioso a apagar una chispa encendida por una mano que no era la mía. Tal vez fuera obligación. Había gente que me necesitaba... o, por lo menos, gente a la que podía ser útil. Tal vez fuera la tozudez del cuerpo, con su inexorable insistencia en un proceso interminable.

Podía hacer que mi corazón palpitara más despacio, lo bastante despacio como para contar los latidos... hacer que mi sangre fluyera con mayor lentitud hasta que mi corazón resonara en mis oídos con el funesto presagio de tambores lejanos.

Había caminos en la oscuridad. Lo sabía. Había visto morir a mucha gente. A pesar de la decadencia física, uno no moría hasta encontrar el camino. Yo no había encontrado el mío, aún.