Me estaba recogiendo el cabello con unas horquillas para bajar a tomar el té cuando oí rascar en la puerta del dormitorio.
—Entre —dijo John, que se estaba poniendo las botas.
La puerta se abrió con cuidado, mostrando al extraño muchachito de Cornualles que en ocasiones hacía las veces de asistente de William. Le dijo algo a John, en un idioma que supuse sería inglés, y le entregó una nota. Él asintió con amabilidad y lo despidió.
—¿Has entendido lo que ha dicho? —inquirí con curiosidad mientras él rompía el sello con el pulgar.
—¿Quién? Ah, ¿Colenso? No, ni una palabra —dijo distraídamente, y frunció los labios en un silbido insonoro por lo que estaba leyendo.
—¿Qué es? —pregunté.
—Una nota del coronel Graves —respondió volviendo a doblarla con cuidado—. Me pregunto si...
Volvieron a llamar a la puerta y John frunció el ceño.
—Ahora no —dijo—. Vuelva más tarde.
—Bueno, volvería más tarde —repuso una educada voz con acento escocés—. Pero es algo urgente, ¿sabe?
La puerta se abrió y entró Jamie, que cerró la puerta tras de sí. Me vio, se quedó paralizado por un segundo y me tomó al punto en sus brazos, al tiempo que su calor y su tamaño tremendos ocultaban en un instante cuanto me rodeaba.
No sabía adónde había ido a parar mi sangre. En la cabeza no me quedaba ni una gota, y unas luces titilantes bailoteaban delante de mis ojos, pero tampoco me llegaba nada de sangre a las piernas, que se habían disuelto de golpe debajo de mí.
Jamie me abrazaba y me besaba, con sabor a cerveza, y me raspaba la cara con la barba sin afeitar, enterrando sus dedos en mi cabello mientras mis senos se encendían y se hinchaban contra su pecho.
—Ah, ahí está —murmuré.
—¿El qué? —inquirió, deteniéndose por un momento.
—Mi sangre. —Me toqué los labios hormigueantes—. Vuelve a hacerlo.
—Oh, lo haré —me aseguró—. Pero hay muchos soldados ingleses en el vecindario, y creo...
Desde abajo llegó un ruido de pisadas, y la realidad volvió a encajar en su sitio como una goma elástica. Me lo quedé mirando y me senté de golpe, con el corazón redoblando como un tambor.
—¿Por qué demonios no estás muerto?
Jamie alzó un hombro en un breve gesto de ignorancia, al tiempo que la comisura de su boca se curvaba hacia arriba.
Estaba muy delgado, con la tez morena, y muy sucio. Olía su sudor y la mugre de la ropa que no se había cambiado en mucho tiempo, así como un débil tufo a vómito. No hacía mucho que había desembarcado.
—Quédese unos cuantos segundos más, señor Fraser, y tal vez vuelva a estar muerto.
John se había acercado a la ventana y miraba ahora a la calle. Se dio la vuelta y vi que su rostro estaba pálido, pero resplandecía como una vela.
—¿Sí? En tal caso, han sido un poco más rápidos de lo que yo creía —dijo Jamie con amargura, mientras iba a mirar. Se apartó de la ventana y sonrió—. Me alegro de verte, John, aunque sólo por el momento.
La sonrisa con la que John le respondió le iluminó los ojos. Extendió una mano y tocó a Jamie en el brazo, muy brevemente, como si quisiera asegurarse de que era de verdad sólido.
—Sí —repuso dirigiéndose hacia la puerta—. Pero ven. Por la escalera de detrás. También hay una trampilla en el desván, si puedes subirte al tejado.
Jamie me miró con el corazón en los ojos.
—Volveré —dijo—. Cuando pueda.
Levantó una mano hacia mí, pero se detuvo con una mueca, se volvió de repente para seguir a John y ambos se marcharon mientras los ruidos procedentes de abajo casi ahogaban el sonido de sus pasos. Oí abrirse la puerta en el piso inferior y una ronca voz masculina que pedía permiso para entrar. La señora Figg, Dios bendiga su intransigente corazoncito, no se lo consintió.
Había permanecido sentada como la mujer de Lot, reducida a la inmovilidad por la impresión, pero los expresivos improperios de la señora Figg me impulsaron a la acción.
Mi mente estaba tan asombrada por los acontecimientos de los últimos cinco minutos que, de manera paradójica, estaba bastante lúcida. En ella simplemente no había lugar para pensamientos, especulaciones, alivio, alegría, ni siquiera preocupación. Por lo visto, la única facultad mental que aún poseía era la capacidad de responder a una emergencia. Agarré mi cofia, me la encasqueté en la cabeza y eché a andar hacia la puerta, embutiéndome el cabello dentro mientras salía. Juntas, la señora Figg y yo seguramente podríamos retrasar lo bastante a los soldados...
Es probable que este esquema hubiera funcionado, salvo que, al salir corriendo al rellano, me topé con Willie, de forma literal, pues él llegaba saltando por la escalera y chocó con fuerza conmigo.
—¡Madre Claire! ¿Dónde está papá? Hay... —Me había cogido de los brazos, pues yo me tambaleé hacia atrás, pero su preocupación por mí se vio desbancada por un sonido procedente del vestíbulo al otro lado del rellano.
Miró en dirección al ruido y entonces me soltó, con los ojos saliéndosele de las órbitas.
Jamie estaba al final del vestíbulo, a unos tres metros de distancia. John se encontraba junto a él, blanco como una sábana, con los ojos tan afuera de las órbitas como los de Willie. Ese parecido con Willie, pese a ser tan sorprendente, era ampliamente superado por el parecido de Jamie con el noveno conde de Ellesmere. Las facciones de William se habían vuelto más duras y habían madurado, perdiendo todo rastro de suavidad infantil, por lo que, desde ambos lados del breve vestíbulo, unos profundos ojos azules de gato Fraser miraban desde los huesos mar cados y fuertes de los MacKenzie. Y Willie era lo bastante mayor como para afeitarse a diario. Conocía bien su aspecto.
Su boca se movió sin emitir sonido alguno por el asombro. Me dirigió a mí una mirada frenética, luego a Jamie, y de nuevo a mí, y vio la verdad en mi rostro.
—¿Quién es usted? —preguntó con voz ronca conforme se volvía hacia Jamie.
Vi a Jamie erguirse lentamente, ignorando el ruido que llegaba de abajo.
—James Fraser —contestó. Sus ojos estaban fijos en William con ardiente intensidad, como si quisiera absorber cada detalle de una imagen que no volvería a ver—. Me conoció hace años como Alex MacKenzie. En Helwater.
William parpadeó, volvió a parpadear, y su mirada se trasladó por un segundo a John.
—¿Y quién... quién demonios soy yo? —preguntó con un gallo.
John abrió la boca, pero fue Jamie quien contestó.
—Es usted un papista apestoso —respondió con gran precisión—, y su nombre de pila es James. —El fantasma del arrepentimiento surcó su cara por un instante y luego desapareció—. Era el único nombre que tenía derecho a darle —dijo con serenidad, con los ojos puestos en su hijo—. Lo siento.
La mano izquierda de Willie golpeó su cadera buscando en un gesto reflejo una espada. Al no encontrar nada, se dio una palmada en el pecho. Las manos le temblaban hasta tal punto que no podía desabrocharse los botones. Simplemente agarró la tela y se desgarró la camisa, metió la mano debajo y buscó algo a tientas. Se lo sacó por encima de la cabeza y, en el mismo movimiento, le arrojó el objeto a Jamie.
Los reflejos de Jamie le hicieron levantar automáticamente la mano y el rosario de madera se estampó en ella, con las cuentas oscilando enredadas en sus dedos.
—Que Dios lo maldiga, señor —dijo con voz temblorosa—. ¡Que Dios lo condene al infierno! —Medio se volvió a ciegas y se dio la vuelta de nuevo de inmediato para hacer frente a John—. ¡Y tú! Tú lo sabías, ¿verdad? ¡Que Dios te maldiga a ti también!
—William... —John alargó una mano hacia él, impotente, pero, antes de que pudiera seguir hablando, se oyó un sonido de voces en el vestíbulo de abajo y unos fuertes pasos en la escalera.
—Sassenach... ¡retenlo! —La voz de Jamie me llegó a través del alboroto, fuerte y clara.
Por puro reflejo, obedecí y agarré a William del brazo.
Él me miró, boquiabierto, absolutamente perplejo.
—¿Qué...?
Pero su voz quedó sofocada por el estruendo de pies en la escalera y un grito triunfante del casaca roja que los encabezaba.
—¡Ahí está!
De repente, el rellano se vio inundado de cuerpos que empujaban y daban empellones intentando cruzar hasta el pasillo por delante de Willie y de mí. Me aferré a él como si la vida me fuera en ello, a pesar del forcejeo y de los tardíos esfuerzos de William por liberarse.
De golpe, los gritos cesaron y la presión de los cuerpos se relajó un tanto. Durante la lucha habían hecho que la cofia me cayera sobre los ojos, de modo que solté el brazo de Willie con una mano con el fin de quitármela. La dejé caer al suelo. Tenía la sensación de que mi condición de mujer respetable carecería en breve de importancia.
Apartándome de los ojos los mechones de cabello caídos con el antebrazo, volví a agarrar a Willie, aunque eso casi había dejado de ser necesario, pues parecía haberse convertido en piedra. Los casacas rojas se agitaban, claramente dispuestos a cargar, pero inhibidos por algo. Me volví apenas y vi a Jamie, que rodeaba la garganta de John Grey con un brazo y le apuntaba a la sien con la pistola.
—Un paso más —dijo en voz tranquila, pero lo bastante alta como para que lo oyeran sin dificultad—, y le meto una bala en el cerebro. ¿Creen que tengo algo que perder?
De hecho, dado que Willie y yo nos encontrábamos justo delante de él, pensé más bien que sí lo tenía, pero los soldados no lo sabían y, a juzgar por la expresión de su cara, Willie se habría arrancado la lengua de cuajo antes que decir la verdad. También pensé que, en esos momentos, no le importaba en particular si Jamie mataba realmente a John y moría después en medio de una lluvia de balas. El brazo que yo tenía agarrado parecía de hierro. Si hubiera podido, los habría matado él mismo a los dos.
Brotó un murmullo de amenaza entre los hombres que me rodeaban y hubo un movimiento de cuerpos cuando los soldados se prepararon, pero nadie se movió.
Jamie me miró una vez con expresión impenetrable y, acto seguido, avanzó hacia la escalera de servicio, medio arrastrando consigo a John. Desaparecieron de nuestra vista, y el cabo que se encontraba junto a mí entró en acción, volviéndose y haciéndoles gestos a los hombres que se hallaban en la escalera.
—¡Por el otro lado! ¡Deprisa!
—¡Esperen! —Willie había cobrado vida de improviso. Liberando su brazo, ahora que yo lo sujetaba con menor firmeza, se volvió hacia el cabo—. ¿Tiene hombres apostados en la parte trasera de la casa?
El cabo, que observaba por primera vez el uniforme de Willie, se puso firme a su vez y saludó.
—No, señor. No creí...
—Idiota —dijo Willie, escueto.
—Sí, señor. Pero podemos atraparlos si nos damos prisa. —Se balanceaba sobre los dedos de los pies mientras hablaba, muriéndose de ganas de irse.
Willie tenía los puños apretados, así como los dientes. Me apercibí de los pensamientos que se reflejaban en su rostro, con tanta claridad como si los llevara impresos en la frente en tipos móviles.
William no creía que Jamie fuera a dispararle a lord John, pero no las tenía todas consigo. Si el cabo mandaba a unos hombres tras ellos, había una probabilidad razonable de que los soldados les dieran alcance, lo que suponía, a su vez, cierta probabilidad de que uno o ambos murieran. Y, si ninguno de los dos moría, pero capturaban a Jamie, no habría forma de saber qué diría ni a quién se lo diría. Demasiado riesgo.
Con una tenue sensación de déjà vu, lo vi hacer esos cálculos y volverse después hacia el cabo.
—Regrese con su comandante —le dijo con voz tranquila—. Hágale saber que el coronel Grey ha sido tomado como rehén por... por los rebeldes, y pídale que lo notifique a todos los puestos de guardia. Quiero que se me informe de inmediato de cualquier noticia.
Un murmullo contrariado surgió de entre los soldados del rellano, pero en realidad no fue nada que pudiera llamarse insubordinación, e incluso esa reacción se extinguió ante la mirada de William.
El cabo se mordió un instante el labio, pero saludó.
—Sí, señor.
Dio elegantemente media vuelta, con un gesto perentorio que mandó a los soldados escaleras abajo pisando fuerte.
Willie los observó marcharse. Luego, como si se hubiera fijado en ella de repente, recogió mi cofia del suelo. Arrugándola entre las manos, me dirigió una mirada larga y especulativa. Me di cuenta de que los próximos minutos iban a ser interesantes.
No me importaba. Aunque estaba completamente segura de que Jamie no iba a dispararle a John bajo ninguna circunstancia, no me engañaba respecto del peligro que ambos corrían. Podía olerlo. El olor a sudor y a pólvora flotaba denso en el aire del rellano, y las plantas de mis pies vibraban aún con el golpe con el que habían cerrado la puerta en el piso inferior. Nada de ello tenía importancia.
Estaba vivo.
Y yo también.
Grey seguía en mangas de camisa. La lluvia había atravesado la tela y la había empapado hasta llegar a la carne.
Jamie se acercó a la pared del cobertizo y aplicó un ojo a una grieta que había entre las tablas. Levantó una mano, rogando encarecidamente silencio, y John se quedó quieto, a la espera y temblando, mientras el sonido de cascos y voces pasaba de largo. ¿Quiénes podían ser? Soldados no eran. No se oía ruido de metal, ni espuelas ni armas que tintineasen. Los ruidos se alejaron y Jamie se volvió. Frunció el ceño y observó por vez primera que Grey estaba empapado, de modo que se quitó el manto de los hombros y lo envolvió en él.
También el manto estaba mojado, pero era de lana y conservaba el calor del cuerpo de Jamie. Grey cerró un instante los ojos, sintiéndose abrazado.
—¿Puedo saber qué has estado haciendo? —inquirió conforme los abría.
—¿Cuándo? —Jamie le dirigió una media sonrisa—. ¿Ahora mismo, o desde que te vi por última vez?
—Ahora mismo.
—Ah.
Jamie se sentó sobre un barril y se echó hacia atrás, con cuidado, apoyándose contra la pared.
Grey observó con interés que el sonido había sido casi un «ach», por lo que dedujo que Fraser había pasado la mayor parte de su tiempo con escoceses. También observó que tenía los labios fruncidos con gesto pensativo. Los rasgados ojos azules miraban en su dirección.
—¿Estás seguro de que quieres saberlo? Probablemente sea mejor que no lo sepas.
—Tengo una confianza considerable en tu juicio y en tu discreción, Jamie Fraser —repuso Grey con educación—, pero confío un poco más en los míos. Estoy seguro de que me perdonarás.
Jamie pareció encontrar el comentario gracioso. Torció su boca ancha, pero asintió, y se sacó del interior de la camisa un paquetito envuelto en hule.
—Me vieron mientras recibía esto de mi hijo adoptivo —explicó—. La persona que me vio me siguió hasta una taberna y luego fue a buscar a la compañía de soldados más próxima mientras yo tomaba un refrigerio. O eso supongo. Los vi venir calle abajo, imaginé que era a mí a quien buscaban y... me marché.
—Supongo que conocerás esa imagen acerca del culpable que huye cuando nadie lo persigue. ¿Cómo sabes que iban a por ti desde el principio y que no les llamó simplemente la atención que te marcharas tan de repente?
La media sonrisa volvió a aparecer, esta vez teñida de amargura.
—Llámalo instinto del perseguido.
—En efecto. Me sorprende que te dejaras acorralar de ese modo, teniendo en cuenta tus instintos.
—Sí, bueno, incluso los zorros envejecen, ¿no? —repuso Fraser con sequedad.
—¿Por qué demonios has venido a mi casa? —inquirió Grey, súbitamente irritable—. ¿Por qué no has corrido a las afueras de la ciudad?
Fraser parecía sorprendido.
—Mi esposa —dijo simplemente, y Grey se dio cuenta, con sobresalto, de que no había sido la falta de precaución o el descuido lo que había impulsado a Jamie Fraser a acudir a su casa, incluso con los soldados pisándole los talones. Había ido a buscarla a ella. A Claire.
«Dios santo —pensó, aterrado de repente—. ¡Claire!»
Pero, aunque se le hubiera ocurrido qué decir, no había tiempo para decir nada. Jamie se puso en pie y, sacándose la pistola del cinturón, le hizo señas de que lo acompañara.
Recorrieron un callejón y luego cruzaron el patio de una taberna, apretándose para pasar junto a las tinas de fermentación, cuya superficie salpicaba la lluvia al caer. Oliendo levemente a lúpulo, emergieron en una calle y aminoraron el paso. Jamie lo había llevado cogido de la muñeca todo el camino, por lo que lord John tenía la sensación de que comenzaba a dormírsele la mano, pero no dijo nada. Se cruzaron con dos o tres grupos de soldados, pero siguió caminando junto a Jamie, adaptando su paso al de él, sin dejar de mirar al frente. No había allí conflicto entre el deber y la obligación: gritar pidiendo ayuda tendría como consecuencia la muerte de Jamie. Casi con seguridad ocasionaría la muerte de, al menos, un soldado.
Jamie mantenía oculta su pistola, medio escondida en el interior de su abrigo, pero en la mano, y no volvió a metérsela en el cinturón hasta que llegaron al lugar donde había dejado el caballo. Era una casa particular. Dejó a Grey solo en el porche un momento y le susurró un «Quédate aquí» mientras él desaparecía en el interior.
Un fuerte sentido de autoconservación instó a lord John a escapar, pero no lo hizo, y se sintió recompensado cuando Jamie volvió a salir y le dirigió una leve sonrisa al verlo. «¿Así que no estabas seguro de que fuera a quedarme? Estupendo», pensó Grey. Tampoco él había estado seguro de que fuera a quedarse.
—Venga, entra —dijo Jamie, y le indicó a Grey con un gesto de la cabeza que lo siguiera hasta los establos, donde ensilló y embridó a toda velocidad a un segundo caballo.
Le tendió a Grey las riendas antes de montar el suyo.
—Es una mera formalidad —le dijo educadamente y, tras sacar la pistola, lo apuntó con ella—. Por si alguien te pregunta después, has venido conmigo, y yo te he amenazado con dispararte si hacías cualquier movimiento que pudiera traicionarme antes de salir de la ciudad. ¿Está claro?
—Lo está —contestó Grey con brevedad, y subió a la silla de un salto. Avanzó algo por delante de Jamie, consciente del pequeño espacio redondo entre sus omóplatos. Formalidad o no, iba en serio.
Se preguntó si Jamie le dispararía en el pecho o si simplemente le rompería el cuello cuando lo averiguara. Probablemente con sus propias manos, se dijo. El sexo era una cosa visceral.
No se había planteado en serio la idea de ocultar la verdad. No conocía a Claire Fraser ni mucho menos tan bien como Jamie, pero sabía más allá de toda duda que no podía tener secretos. Para nadie. Y ciertamente no para Jamie, que le había sido devuelto de entre los muertos.
Por supuesto, tal vez transcurriera algún tiempo antes de que Jamie pudiera volver a hablar con ella. Pero conocía a Jamie Fraser infinitamente mejor de lo que conocía a Claire, y si de una cosa estaba seguro era de que nada en absoluto podría interponerse por mucho tiempo entre él y su mujer.
Había cesado de llover y el sol brillaba sobre los adoquines mientras recorrían las calles levantando salpicaduras. Había una sensación de movimiento por todas partes, una agitación en el aire. El ejército estaba acuartelado en Germantown, pero en Filadelfia siempre había soldados, y el hecho de que supieran que su partida era inminente, la anticipación del regreso a las campañas militares infestaba la ciudad como la peste, una fiebre que pasaba sin ser vista de hombre a hombre.
Una patrulla apostada en la carretera que salía de la ciudad los detuvo, pero los dejó pasar cuando Grey les dio su nombre y su rango. Presentó a su compañero como el señor Alexander MacKenzie, y creyó sentir una vibración de risa por parte de dicho compañero. Alex MacKenzie era el nombre que Jamie utilizaba en Helwater, cuando era prisionero de Grey.
«Oh, Dios mío —pensó Grey de repente mientras abría camino fuera de la vista de la patrulla—. William.» En medio de la conmoción del enfrentamiento y su abrupta partida, no había tenido tiempo de pensar. Si él muriera, ¿qué haría William?
Sus pensamientos zumbaban como un enjambre de abejas, atropellándose unos a otros en una masa bullente. Imposible concentrarse en uno de ellos más de un instante antes de que se perdiera en el ensordecedor bordoneo. Denys Randall-Isaacs. Richardson. Una vez desaparecido Grey, Richardson tomaría medidas casi con seguridad para arrestar a Claire. William intentaría detenerlo si lo supiera. Pero William no sabía lo que Richardson... Grey tampoco lo sabía, no con seguridad. Henry y su amante negra —ahora Grey sabía que eran amantes, se lo había visto a ambos en la cara—, Dottie y su cuáquero: si esos sustos gemelos no mataban a Hal, éste se embarcaría en una nave con destino a América en menos que canta un gallo, y eso sí lo mataría. Percy. «Oh, Señor, Percy.»
Jamie iba ahora por delante de él, abriendo camino. Había pequeños grupos de gente en la carretera, la mayor parte granjeros que acudían a la ciudad con carretas cargadas de provisiones para el ejército. Miraron a Jamie con curiosidad, y más aún a Grey. Pero nadie se detuvo ni los cuestionó y, una hora después, Jamie lo condujo por un sendero que partía de la carretera principal y se internaba en una pequeña parcela de bosque que goteaba y humeaba tras la lluvia reciente. Había un arroyo. Jamie desmontó de un salto y le dio de beber a su caballo, y Grey hizo otro tanto con una curiosa sensación de irrealidad, como si el cuero de la silla y de las riendas fueran extraños a su piel, como si el aire frío por la lluvia lo atravesara, atravesara su cuerpo y sus huesos, en lugar de rodearlo.
Jamie se agachó junto al riachuelo y bebió, luego se echó agua sobre la cabeza y la cara y se puso en pie, mientras se sacudía como un perro.
—Gracias, John —dijo—. No he tenido tiempo de decírtelo antes. Te lo agradezco mucho.
—¿Me agradeces? No fue decisión mía. Me secuestraste a punta de pistola.
Jamie sonrió. La tensión de la última hora se había desvanecido y, con ella, las arrugas de su rostro.
—No me refiero a eso. Por hacerte cargo de Claire, quiero decir.
—Claire —repitió Grey—. Ah, sí. Eso.
—Sí, eso —repuso Jamie con paciencia, y se inclinó ligeramente para escudriñarlo con aire preocupado—. ¿Te encuentras bien, John? Estás algo pálido.
—Pálido —murmuró Grey.
El corazón le latía de manera muy errática. Tal vez fuera conveniente que se parara. Esperó unos instantes para permitirle hacerlo si quería, pero siguió aporreando alegremente. No había nada que hacer, entonces. Jamie seguía mirándolo con aire interrogativo. Sería mejor pasar el mal trago cuanto antes.
Respiró hondo, cerró los ojos y encomendó su alma a Dios.
—He tenido conocimiento carnal de su esposa —le soltó.
Esperaba morir más o menos al instante tras hacer esa declaración, pero todo continuó como siempre. Los pájaros siguieron gorjeando en los árboles y el ruido de los caballos que arrancaban la hierba y babeaban mientras pacían era el único sonido que se superponía al de la corriente de agua. Abrió un ojo y vio a Jamie Fraser de pie, mirándolo con la cabeza ladeada.
—¿Ah, sí? —dijo Jamie con curiosidad—. ¿Por qué?