El ejército británico abandonaba Filadelfia. El Delaware estaba atestado de barcos, y los transbordadores recorrían sin cesar el trayecto entre el final de la calle State y Cooper’s Point. Tres mil tories iban a marcharse también de la ciudad, temerosos de quedarse sin la protección del ejército. El general Clinton les había prometido pasaje, aunque su equipaje —amontonado en los muelles, embutido en los transbordadores— había creado un tremendo desorden y ocupaba buena parte del espacio a bordo de los barcos. Ian y Rachel estaban sentados en la orilla del río, más abajo de Filadelfia, a la sombra de un sicomoro torcido, y observaban desmontar un emplazamiento de la artillería, unos cien metros más allá.
Los artilleros trabajaban en mangas de camisa, tras haber dejado sus chaquetas azules dobladas sobre la hierba en las proximidades, y estaban desarmando los cañones que habían defendido la ciudad, preparándolos para embarcar. No tenían prisa y no prestaron especial atención a los espectadores. Ahora ya no importaba.
—¿Sabes adónde van? —preguntó Rachel.
—Sí. Fergus dice que se van al norte, a reforzar Nueva York.
—¿Lo has visto? —volvió la cabeza, interesada, y las sombras de las hojas parpadearon sobre su rostro.
—Sí, vino a casa anoche. Ahora que los tories y el ejército se han ido, está a salvo.
—A salvo —replicó ella en tono escéptico—. Tan a salvo como pueda estarlo cualquiera en tiempos como éstos, querrás decir. —Se había quitado la cofia, por el calor, y se apartó el húmedo cabello oscuro de las mejillas.
Ian sonrió, pero no dijo nada. Ella sabía tan bien como él qué eran las ilusiones de seguridad.
—Fergus dice que los británicos quieren cortar las colonias por la mitad —observó—. Separar el norte del sur y gobernarlos de manera independiente.
—¿Eso dice? ¿Y cómo lo sabe? —preguntó Rachel, sorprendida.
—Por un oficial llamado Randall-Isaacs; habla con Fergus.
—¿Quieres decir que es un espía? ¿Para qué lado trabaja? —Sus labios se apretaron levemente.
Ian no estaba seguro de cómo encajaba espiar en términos de filosofía cuáquera, pero no se molestó en preguntarlo entonces. La filosofía cuáquera era un tema delicado.
—No me gustaría tener que adivinarlo —contestó—. Se hace pasar por agente americano, pero podría ser todo mentira. Uno no puede fiarse de nadie en tiempos de guerra, ¿verdad?
Ella se volvió para mirarlo al oír eso, llevándose las manos a la espalda mientras se apoyaba contra el sicomoro.
—¿No?
—Yo confío en ti —dijo Ian—. Y en tu hermano.
—Y en tu perro —añadió ella mirando a Rollo, que se retorcía en el suelo para rascarse la espalda—. Y también en tu tía y en tu tío, y en Fergus y su mujer. Parece un número considerable de amigos. —Se inclinó hacia él entornando los ojos con preocupación—. ¿Te duele el brazo?
—Bueeeno, no me duele mucho. —Encogió el hombro sano, sonriendo.
El brazo le dolía, pero el cabestrillo lo aliviaba. El hachazo casi le había seccionado el brazo izquierdo, penetrando en la carne y rompiendo el hueso. Su tía había dicho que había tenido suerte porque no había dañado los tendones. «El cuerpo es plástico», le había dicho. El músculo se curaría, y el hueso también.
El de Rollo había sanado. No le había quedado ni el más mínimo problema de movilidad como consecuencia de la herida de bala y, aunque el hocico se le estaba poniendo blanco, se escurría entre los arbustos como una anguila, olfateando con afán.
Rachel suspiró y le miró de hito en hito desde debajo de sus cejas oscuras, sin arquearlas.
—Ian, estás pensando algo doloroso, y preferiría que me dijeras qué es. ¿Ha sucedido algo?
Muchísimas cosas habían pasado, estaban pasando en todas partes a su alrededor, seguirían pasando. ¿Cómo podía decirle...? Y, sin embargo, no podía dejar de decírselo.
—El mundo se está volviendo del revés —espetó—. Y tú eres lo único constante. Lo único que yo... que me une a la tierra.
Los ojos de Rachel se enternecieron.
—¿De verdad?
—Sabes perfectamente que sí —repuso él con brusquedad.
Miró hacia otro lado con el corazón latiendo con fuerza. «Demasiado tarde», pensó con una mezcla de consternación y euforia. Había empezado a hablar, ahora no podía detenerse, fueran cuales fuesen las posibles consecuencias.
—Sé lo que soy —dijo, incómodo pero resuelto—. Me haría cuáquero por ti, Rachel, pero sé que no soy cuáquero de corazón. Creo que no podría serlo nunca. Y creo que tú no querrías que dijera palabras que no siento ni que fingiera que soy algo que no puedo ser.
—No —replicó ella en voz baja—. No querría.
Ian abrió la boca, pero no encontró nada más que decir. Tragó saliva, con la boca seca, esperando. Ella también tragó saliva. Él vio el ligero movimiento de su garganta, suave y morena. El sol había comenzado a broncearla de nuevo, y la muchacha color avellana maduraba de la pálida floración invernal.
Los artilleros cargaron el último cañón en una carreta, uncieron sus armones a varios grupos de bueyes y, riendo y hablando con gran alboroto, tomaron el camino que conducía al embarcadero del transbordador. Cuando por fin se hubieron marchado, se hizo el silencio. Seguían oyéndose ruidos, el sonido del río, el susurro del sicomoro y, más lejos, los gritos y los golpes de un ejército en movimiento, el sonido de la violencia inminente. Pero, entre ellos, había silencio.
«He perdido —pensó, pero ella seguía teniendo la cabeza baja, con gesto pensativo—. ¿Estará quizá rezando? ¿O sólo intentando pensar cómo rechazarme?»
Fuera lo que fuese, Rachel levantó la cabeza y se puso en pie para alejarse del árbol. Señaló a Rollo, que ahora estaba tumbado, inmóvil pero alerta, siguiendo con sus ojos amarillos cada movimiento de un petirrojo gordezuelo que buscaba alimento entre la hierba.
—Ese perro es un lobo, ¿no?
—Sí, bueno, más o menos.
Un pequeño destello avellana le dijo que era mejor no discutir.
—Y, sin embargo, es para ti un gran compañero, una criatura de raro valor con una capacidad de profesar afecto fuera de lo común, y un ser absolutamente respetable, ¿verdad?
—Oh, sí —repuso él con mayor confianza—. Lo es.
Ella lo miró con serenidad.
—Tú también eres un lobo, y yo lo sé. Pero eres mi lobo, y será mejor que tú lo sepas.
Ian había comenzado a arder ante las palabras de ella, encendiéndose con tanta rapidez e intensidad como una de las cerillas de su prima. Le tendió la mano con la palma hacia arriba, aún cauteloso por si también ella estallaba en llamas.
—Lo que te dije hace algún tiempo... que sabía que me querías...
Rachel se acercó a Ian y apretó la palma de su mano contra la de él, aferrándola con sus dedos pequeños y fríos.
—Lo que te estoy diciendo ahora es que te amo de verdad. Y que, si sales a cazar por la noche, volverás a casa.
Bajo el sicomoro, el perro bostezó y apoyó la cabeza sobre las patas delanteras.
—Y dormiré a tus pies —murmuró Ian, y la atrajo contra su cuerpo con su brazo sano, mientras ambos resplandecían como el sol.