Grey se preguntaba qué alma romántica habría acuñado el nombre de Cámara Negra, o si en verdad se trataba de una denominación romántica. Tal vez a los espías del pasado les hubieran asignado en Whitehall un agujero sin ventanas bajo las escaleras, y el nombre fuera puramente descriptivo. En aquellos tiempos, la Cámara Negra designaba un tipo de empleo, más que un lugar específico.
Todas las capitales europeas —y no pocas ciudades de menor importancia— tenían Cámaras Negras, que eran centros en los que el correo que los espías interceptaban en route o que simplemente sustraían de las valijas diplomáticas se inspeccionaba, se descodificaba con grados variables de éxito y se mandaba a la persona o a la agencia que necesitaba la información así obtenida. Cuando Grey trabajaba allí, la Cámara Negra de Inglaterra empleaba a cuatro caballeros, sin contar a los oficinistas y a los chicos de los recados. Ahora tenía más trabajadores, instalados sin orden ni concierto en agujeros y esquinas de varios edificios de Pall Mall, pero el núcleo central de tales operaciones continuaba ubicado en el palacio de Buckingham.
No en una de las áreas maravillosamente acondicionadas que utilizaban la familia real o sus secretarios, doncellas, amas de llaves, mayordomos y demás sirvientes de alta categoría, pero sí, al fin y al cabo, en el propio recinto del palacio.
Grey pasó junto al guarda de la puerta de atrás al tiempo que le hacía un gesto con la cabeza —se había puesto el uniforme con la insignia de teniente coronel con el fin de que le facilitase la entrada—, y recorrió un pasillo cochambroso y mal iluminado cuyo olor a cera vieja para suelos y a vestigios de col hervida y pastel para el té quemado le provocó un agradable escalofrío de nostalgia. La tercera puerta de la izquierda estaba abierta de par en par, de modo que Grey entró sin llamar.
Lo estaban esperando. Arthur Norrington lo saludó sin levantarse y le ofreció una silla con un gesto de la mano.
Conocía a Norrington desde hacía años, aunque no eran particularmente amigos, y encontraba reconfortante que, a primera vista, no hubiera cambiado lo más mínimo en los años transcurridos desde su último encuentro. Arthur era un hombre fornido y blando, cuyos grandes ojos un tanto saltones y sus gruesos labios le conferían el aspecto de un rodaballo sobre hielo: digno y algo ceñudo.
—Le agradezco su ayuda, Arthur —dijo Grey y, mientras tomaba asiento, depositó en la esquina del escritorio un paquetito envuelto—. Una pequeña muestra de mi gratitud —añadió, señalándolo con la mano.
Norrington arqueó una fina ceja y cogió el paquete, que desenvolvió con dedos ávidos.
—¡Oh! —exclamó con indisimulado deleite. Hizo girar con tiento en sus manos grandes y blandas la pequeña talla de marfil, aproximándosela extasiado a los ojos para ver los detalles—. ¿Tsuji?
Grey se encogió de hombros, complacido por el efecto que su regalo había causado. Personalmente, no entendía de netsuke, pero conocía a un hombre que comerciaba con miniaturas de marfil chinas y japonesas. La delicadeza y la calidad artística de aquel diminuto objeto, que representaba a una mujer medio en cueros practicando un estilo muy atlético de acto sexual con un caballero obeso desnudo que llevaba el cabello recogido en un moño, le había impactado.
—Me temo que no tiene certificado de origen —indicó en tono de disculpa, pero Norrington rechazó el comentario con un gesto, con los ojos fijos aún en ese nuevo tesoro.
Al cabo de unos instantes, suspiró satisfecho y se metió la pieza en el bolsillo interior del abrigo.
—Gracias, milord —dijo—. En cuanto al tema por el que usted se interesa, me temo que tenemos relativamente poco material disponible acerca de su señor Beauchamp.
Señaló con la cabeza en dirección al escritorio, sobre el que descansaba una gastada y anónima carpeta de cuero. Grey pudo ver que contenía algo voluminoso, algo que no era papel. La carpeta estaba perforada y un pedacito de bramante atravesaba los agujeros, manteniendo el objeto en una sola pieza.
—Me sorprende usted, señor Norrington —repuso cortésmente, y alargó la mano para coger la carpeta—. Pero deje que vea lo que tiene, y quizá...
Norrington plantó los dedos sobre el portafolios y frunció el ceño por un instante, intentando transmitir la impresión de que los secretos oficiales no podían darse a conocer a cualquiera. Grey le dirigió una sonrisa.
—Suéltela, Arthur —dijo—. Si quiere saber lo que yo sé acerca de nuestro misterioso señor Beauchamp, y le aseguro que quiere saberlo, me mostrará todo cuanto tengan sobre él.
Norrington se relajó un poco y dejó resbalar los dedos de encima de la carpeta, aunque dando todavía muestras de renuencia. Arqueando una ceja, Grey cogió la carpeta de cuero y la abrió. El objeto abultado resultó ser una bolsita de tela. Aparte de eso, no había más que unas cuantas hojas de papel. Grey suspiró.
—Qué protocolo tan pobre, Arthur —le dijo en tono reprobador—. Hay montones de papeles sobre Beauchamp, y también referencias cruzadas con ese nombre. Es cierto que lleva años inactivo, pero alguien debería haberlo comprobado.
—Lo hicimos —respondió Norrington con una nota extraña en la voz que hizo que Grey lo mirara con severidad—. El viejo Crabbot recordaba el nombre, de modo que lo comprobamos. El expediente había desaparecido.
A Grey se le tensó la piel de los hombros como si se los hubieran golpeado con un látigo.
—Qué raro —dijo con calma—. Bueno, en ese caso...
Inclinó la cabeza sobre la carpeta, aunque tardó unos instantes en dominar lo bastante la vorágine de sus pensamientos como para ver lo que estaba mirando. En cuanto sus ojos enfocaron la página, el nombre de «Fraser» saltó de ella, casi provocándole una parada cardíaca.
Sin embargo, no se trataba de Jamie Fraser. Respiró despacio, giró la hoja, leyó la siguiente, volvió atrás. En total había cuatro cartas, sólo una de las cuales estaba completamente descifrada, aunque habían empezado a descodificar otra. Alguien había escrito al margen unas notas provisionales. Apretó los labios. Antaño había sido un buen descodificador, pero llevaba demasiado tiempo fuera del campo de batalla para tener idea del idioma común que utilizaban ahora los franceses, y ni que decir tiene de los términos idiosincrásicos que un espía concreto podía emplear, y esas cartas eran obra de, al menos, dos manos distintas. Eso estaba claro.
—Las he estado examinando —informó Norrington, y Grey levantó la vista, para descubrir los saltones ojos color avellana fijos en él, como los de un sapo que observa una jugosa mosca—. Todavía no los he descodificado oficialmente, pero tengo una idea general de lo que dicen.
Bueno, había decidido ya que había que hacerlo, y había ido hasta allí dispuesto a contárselo a Arthur, que era el más discreto de sus viejos contactos de la Cámara Negra.
—Beauchamp es un tal Percival Wainwright —señaló sin rodeos, preguntándose, en el mismo momento en que lo decía, por qué guardaba el secreto del verdadero nombre de Percival—. Es súbdito británico y antiguo oficial del ejército, arrestado por un delito de sodomía por el que nunca se lo juzgó. Se creía que había muerto en Newgate en espera de juicio, pero... —alisó las cartas y cerró la carpeta sobre ellas— evidentemente no fue así.
Los labios gordezuelos de Arthur formaron una «O» muda.
Grey se preguntó por unos instantes si podría dejar ahí el tema, pero no. Arthur era tenaz como un perro tejonero que hurga en la madriguera de un tejón y, si descubría el resto por sí solo, sospecharía enseguida que Grey ocultaba mucho más.
—También es mi hermanastro —le informó Grey en un tono lo más despreocupado posible, y dejó la carpeta sobre el escritorio de Arthur—. Lo vi en Carolina del Norte.
La boca de Arthur se combó por un instante. Se recompuso de inmediato, parpadeando.
—Entiendo —dijo—. Bueno, pues... Entiendo.
—Sí, entiende —repuso Grey con frialdad—. Entiende usted a la perfección por qué debo conocer el contenido de esas cartas —señaló el portafolios con la cabeza— cuanto antes.
Arthur asintió frunciendo los labios, se serenó y cogió las cartas. Una vez resuelto a ser serio, se dejó de tonterías.
—La mayor parte de lo que logré descifrar parece tener que ver con cuestiones de transporte marítimo. Contactos con las Indias Occidentales, cargamentos que entregar, simple contrabando, aunque a escala considerable. Hay una referencia a un banquero de Edimburgo. No pude averiguar qué relación tenían exactamente. Pero tres de las cartas mencionaban el mismo nombre en clair, sin duda lo habrá observado usted.
Grey no se molestó en negarlo.
—En Francia, alguien desea enormemente encontrar a un hombre llamado Claudel Fraser —señaló Arthur arqueando una ceja—. ¿Tiene usted idea de quién es?
—No —contestó Grey, aunque, claro está, sí tenía una ligera idea—. ¿Alguna pista de quién quiere encontrarlo... o por qué?
Norrington negó con la cabeza.
—Ni idea de por qué —repuso con franqueza—. Por lo que respecta a quién, sin embargo, creo que podría tratarse de un noble francés.
Volvió a abrir la carpeta y sacó cuidadosamente dos sellos de cera de la bolsita que contenía, uno de ellos casi roto en dos, el otro intacto. Ambos representaban un vencejo recortado contra un sol naciente.
—Todavía no he encontrado a nadie que lo reconozca —observó Norrington mientras tocaba con delicadeza uno de los sellos con un índice gordinflón—. ¿Lo conoce usted por casualidad?
—No —respondió Grey con la garganta repentinamente seca—. Pero podría usted investigar a un tal barón Amandine. Wainwright me mencionó el nombre como el de un conocido suyo personal.
—¿Amandine? —Norrington parecía sorprendido—. Nunca he oído hablar de él.
—Ni usted ni nadie. —Grey suspiró y se puso en pie—. Comienzo a preguntarme si existe realmente.
Seguía preguntándoselo mientras se dirigía a casa de Hal. El barón Amandine tal vez existiera o tal vez no. Si existía, quizá fuese tan sólo una tapadera que disimulara el interés de alguien mucho más destacado. Si no existía... las cosas se volvían a un tiempo más confusas y más sencillas de abordar. Sin manera de saber quién estaba detrás del asunto, Percy Wainwright era la única vía de abordaje.
Ninguna de las cartas de Norrington mencionaba el Territorio del Noroeste ni daba pista alguna en relación con la propuesta que Percy le había planteado. No era de extrañar, sin embargo. Habría sido extremadamente peligroso poner semejante información sobre el papel, aunque, sin duda, había conocido espías que habían hecho tales cosas. Si Amandine existía y estaba implicado de forma directa, era, al parecer, tanto prudente como sensato.
Bueno, habría que hablarle a Hal de Percy en cualquier caso. Tal vez él sabría algo en relación con Amandine, o podía hacer averiguaciones. Hal tenía bastantes amigos en Francia.
La idea de lo que tenía que decirle a Hal le recordó bruscamente la carta de William; casi la había olvidado, sumido en las intrigas de la mañana. Respiró hondo por la nariz al pensarlo. No. No le mencionaría eso a su hermano hasta que hubiera tenido ocasión de hablar con Dottie, a solas. Tal vez podría tener unas palabras en privado con ella, quedar para verse más tarde.
Pero cuando Grey llegó a Argus House, Dottie no se encontraba en casa.
—Ha ido a una de las tardes musicales de la señorita Brierley —le informó su cuñada Minnie cuando él preguntó cortésmente qué tal estaba su sobrina y ahijada—. Últimamente tiene una vida social muy intensa. Pero sentirá no haberte visto. —Se puso de puntillas y le dio un beso, sonriendo—. Es agradable volver a verte, John.
—Yo también me alegro de verte a ti, Minnie —repuso él, sincero—. ¿Está Hal en casa?
Ella hizo un expresivo gesto con los ojos señalando al techo.
—Lleva una semana en casa, con gota. Otra semana, y le echaré veneno en la sopa.
—Ah.
Eso reforzaba su decisión de no hablarle a Hal de la carta de William. De buen humor, Hal intimidaba a soldados curtidos y a políticos avezados. Enfermo... Presumiblemente ése era el motivo por el que Dottie había tenido el sentido común de ausentarse.
Bueno, no era que sus noticias fueran a mejorar el humor de Hal, en cualquier caso, pensó. No obstante, empujó la puerta del estudio de su hermano con la debida precaución. Hal tenía fama de arrojar cosas cuando estaba de mal humor, y nada lo ponía de peor humor que no encontrarse bien.
Fuera como fuere, Hal estaba dormido, hundido en la silla delante del fuego, con el pie vendado sobre un taburete. Un tufo a algún medicamento fuerte y acre flotaba en el aire, superponiéndose a los olores a madera quemada, sebo derretido y pan pasado. Junto a él había un plato de sopa cuajada en una bandeja, sin tocar. Quizá Minnie hubiera hecho explícita su amenaza, pensó Grey con una sonrisa. Aparte de él mismo y de su madre, Minnie era probablemente la única persona en el mundo que no temía a Hal.
Se sentó sin hacer ruido, preguntándose si debía despertar a su hermano. Parecía enfermo y cansado, mucho más delgado de lo habitual, y Hal solía estar muy delgado para empezar. No podía estar menos que elegante, incluso ataviado sólo con unos pantalones y una gastada camisa de lino y con un chal viejo alrededor de los hombros, pero las arrugas de toda una vida de lucha eran elocuentes en su rostro.
A Grey se le encogió el corazón al sentir una repentina e inesperada ternura y se preguntó si, después de todo, debía molestarlo con sus noticias. Pero no podía arriesgarse a que alguien le fuera de repente con las nuevas de aquella inoportuna resurrección. Tenía que estar sobre aviso.
Sin embargo, antes de que pudiera decidir si marcharse y regresar más tarde, Hal abrió los ojos de improviso. Eran claros y despiertos, del mismo azul pálido que los de Grey, y no mostraban señal alguna de somnolencia o distracción.
—Has vuelto —observó Hal, y sonrió con gran afecto—. Sírveme una copa de coñac.
—Minnie dice que tienes gota —repuso Grey lanzando una mirada a su pie—. ¿No dicen los matasanos que uno no debe tomar bebidas fuertes cuando tiene gota? —Pero se levantó, en cualquier caso.
—Así es —contestó Hal, incorporándose en la silla y haciendo una mueca cuando el movimiento le sacudió el pie—. Aunque deduzco por tu expresión que estás a punto de decirme algo que hará que lo necesite. Será mejor que traigas la licorera.
Cuando varias horas después se marchó de Argus House declinando la invitación de Minnie para quedarse a cenar, el tiempo había empeorado bastante. Había en el aire un frío otoñal. Se estaba levantando un viento racheado y notaba el sabor de la sal en el aire, vestigio de la niebla marina que se deslizaba hacia la costa. Iba a ser una buena noche para quedarse en casa.
Minnie se había disculpado por no poder ofrecerle su coche, pues Dottie había acudido a su «salón» de la tarde en él. Grey le había asegurado que le venía bien caminar, lo ayudaba a pensar. Solía ser así, pero el ruido sibilante del viento que hacía ondear las faldas de su abrigo y amenazaba con arrancarle el sombrero lo distraía. Empezaba a lamentar no haber podido disponer del coche cuando, de repente, divisó el vehículo esperando a la entrada de una de las grandes casas próximas a Alexandra Gate, con los caballos cubiertos con mantas para protegerlos del viento.
Torció al llegar a la puerta y, cuando oyó gritar «¡Tío John!», miró en dirección a la casa justo a tiempo de ver que su sobrina Dottie avanzaba hacia él como un barco a toda vela, en sentido literal. Llevaba un manto de seda color cereza y una capa rosa pálido que, con el viento soplando a su espalda, se hinchaban de forma alarmante. De hecho, Dottie se dirigía hacia él viento en popa a tal velocidad que se vio obligado a tomarla en sus brazos con el fin de impedir que continuara precipitándose hacia delante.
—¿Eres virgen? —le preguntó sin preámbulos.
Ella abrió los ojos de par en par y, sin el menor titubeo, liberó una de sus manos y le dio un cachete en la mejilla.
—¿Qué? —inquirió.
—Discúlpame. He sido un poco brusco, ¿verdad? —Lanzó una ojeada al carro que la esperaba y al conductor, que miraba al frente muy tieso, y, tras pedirle a este último que aguardara, la cogió del brazo y la llevó hacia el parque.
—¿Adónde vamos?
—Sólo a dar un pequeño paseo. Tengo que hacerte unas cuantas preguntas y no son del tipo que deseo que los demás escuchen, ni tú tampoco, te lo aseguro.
Ella abrió aún más los ojos, pero no discutió. Simplemente le dio una palmada a su provocativo sombrerito y lo acompañó, con las faldas ondeando al viento.
El tiempo y los transeúntes le impidieron hacerle ninguna de las preguntas que tenía en mente hasta que hubieron entrado en el parque y se encontraron en un camino más o menos desierto que conducía a un jardincito ornamental, donde habían podado los arbustos y los árboles de hoja perenne en formas caprichosas.
El viento había amainado por ahora, aunque el cielo estaba cada vez más oscuro. Dottie se detuvo, buscando refugio en un arbusto con forma de león, y dijo:
—Tío John, ¿qué es todo este cuento?
Dottie tenía el color de las hojas de otoño de su madre, con el cabello como el trigo maduro y el perpetuo débil sonrojo del escaramujo en las mejillas. Pero mientras el rostro de Minnie era bonito y delicadamente atractivo, el de Dottie tenía la bella estructura de Hal y estaba adornado con sus oscuras pestañas. Su belleza tenía algo de peligroso.
Ese algo residía, sobre todo, en la mirada que dirigía ahora a su tío, el cual pensó, de hecho, que si Willie de veras estaba enamorado de ella, tal vez no fuera de extrañar. Si es que lo estaba.
—He recibido una carta de William en la que me insinuaba que, aunque en realidad no te había impuesto sus atenciones, se había comportado de manera indigna para un caballero. ¿Es eso cierto?
Ella abrió la boca con indisimulado horror.
—¿Que te dijo qué?
Bueno, eso le quitaba un peso de encima. Probablemente seguía siendo virgen y no iba a tener que facturar a William a China para evitar a sus hermanos.
—Como te digo, fue una insinuación. No me dio detalles. Ven, sigamos caminando antes de que nos quedemos congelados.
La cogió del brazo y la guio por uno de los caminos que llevaban a un pequeño oratorio. Una vez allí, se cobijaron en el vestíbulo, que dominaba tan sólo una vidriera de santa Bárbara con sus pechos seccionados en una bandeja. Grey fingió que estudiaba esa inspiradora imagen, concediéndole a Dottie unos instantes para arreglarse la ropa que el viento le había desordenado y decidir lo que le iba a decir.
—Bueno —comenzó volviéndose hacia él con la barbilla alta—, es verdad que nosotros... bueno, que dejé que me besara.
—¿Ah, sí? ¿Dónde? Quiero decir... —añadió a toda prisa, al observar una momentánea perplejidad en sus ojos, lo cual era interesante, pues ¿habría pensado una joven completamente inexperta que era posible recibir un beso en un lugar que no fuera la mano o los labios?—, ¿en qué lugar geográfico?
Las mejillas de Dottie se sonrojaron aún más, pues se había dado cuenta, al igual que él, de que acababa de traicionarse a sí misma, pero lo miró directamente a los ojos.
—En el jardín de lady Windermere. Ambos habíamos acudido a su velada musical, y la cena aún no estaba lista, así que William me invitó a pasear con él un rato, y... salí a pasear. Era una noche preciosa —añadió con ingenuidad.
—Sí, a él también se lo pareció. Nunca me había dado cuenta antes de las propiedades embriagadoras del buen tiempo.
Ella le dirigió una breve mirada.
—Bueno, en cualquier caso, ¡estamos enamorados! ¿Eso te lo dijo, por lo menos?
—Sí, me lo dijo —contestó Grey—. De hecho, comenzó haciendo una afirmación en ese sentido antes de pasar a unas escandalosas confesiones en relación con tu virtud.
Dottie abrió unos ojos como platos.
—Él... ¿Qué te dijo, exactamente? —inquirió.
—Lo bastante, o eso esperaba él, como para convencerme de que fuera al punto a ver a tu padre y le expusiera las ventajas de que William pidiera tu mano.
—Ah. —Inspiró hondo al escuchar eso último, como si se sintiera aliviada, y apartó la mirada por unos instantes—. Bueno. ¿Vas a decírselo, entonces? —inquirió, volviendo de nuevo hacia él sus grandes ojos azules—. ¿O lo has hecho ya? —añadió con expresión esperanzada.
—No, no le he dicho nada a tu padre en relación con la carta de William. Para empezar, pensé que sería mejor hablar primero contigo, y ver si estabas tan de acuerdo con los sentimientos de William como él parece creer.
Dottie parpadeó y, a continuación, lo obsequió con una de sus radiantes sonrisas.
—Es muy considerado por tu parte, tío John. A muchos hombres no les importaría lo que opina la mujer al respecto de algo, pero tú has sido siempre muy considerado. Mamá no cesa de elogiar tu amabilidad.
—No te pases, Dottie —dijo él, tolerante—. ¿Así que estás dispuesta a casarte con William?
—¿Dispuesta? —exclamó—. ¡Si lo deseo más que nada en el mundo!
Él le dirigió una mirada larga y serena y, aunque ella seguía mirándolo a los ojos, la sangre se le abocó rápidamente a la garganta y a las mejillas.
—¿Ah, sí? —inquirió Grey, permitiendo que todo el escepticismo que sentía se reflejara en su voz—. ¿Por qué?
Ella parpadeó un par de veces, muy deprisa.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —repitió él con paciencia—. ¿Qué tiene el carácter de William, o su aspecto, supongo —añadió con justicia, pues las jóvenes no tenían una gran reputación a la hora de juzgar temperamentos—, que te atrae tanto como para desear ca sarte con él? Y casarte a toda prisa, además.
Podía entender que uno de ellos o ambos se sintieran atraídos, pero ¿por qué tanta prisa? Aunque William temiera que Hal decidiese permitirle al vizconde Maxwell pedir la mano de su hija, era imposible que la propia Dottie se hallara bajo la ilusión de que su padre, que tanto la adoraba, fuera a obligarla a casarse con alguien con quien ella no quisiera contraer matrimonio.
—Bueno, estamos enamorados, ¡por supuesto! —contestó ella, aunque con una nota de inseguridad considerable en la voz para una declaración tan ferviente en teoría—. En cuanto a su... a su carácter... bueno, tío, tú eres su padre, está claro que no puedes ignorar su... su... ¡inteligencia! —esgrimió la palabra triunfante—. Su amabilidad, su buen humor... —Dottie iba cogiendo velocidad—, su ternura...
Ahora le tocó a lord John parpadear. William era, sin duda, inteligente, y razonablemente amable, pero tierno no era la primera palabra que se te pasaba por la cabeza al pensar en él. Por otra parte, aún no habían arreglado el agujero del revestimiento de madera del comedor de su madre por el que William había arrojado sin querer a un compañero durante una merienda, y esa imagen estaba fresca en la mente de Grey. Era probable que Willie se comportase de forma más circunspecta en compañía de Dottie, pero aun así...
—¡Es el modelo del caballero! —declamaba Dottie con entusiasmo, pues ahora tenía bien cogido el bocado entre los dientes—. Y su aspecto... bueno, ¡por supuesto todas las mujeres que conozco lo admiran! Es tan alto, su figura es tan imponente...
Grey observó, con aire de distanciamiento clínico, que, aunque ella había hecho alusión a muchas de las notables características de William, no había mencionado en ningún momento sus ojos. Aparte de su altura, que a duras penas podía pasar de-sapercibida, sus ojos constituían probablemente el rasgo que más impactaba en él, pues eran de un azul profundo y brillante, y tenían una forma inusual al ser rasgados como los de un gato. Eran, de hecho, los ojos de Jamie Fraser, y a Grey se le encogía un tanto el corazón cada vez que Willie lo miraba de cierta forma.
Willie conocía a la perfección el efecto que sus ojos causaban en las muchachas, y no dudaba en sacarles el mayor partido. Si hubiera estado mirando a Dottie largo tiempo a los ojos, ella se habría quedado pasmada, lo amara o no. Además, ese conmovedor relato de pasión en el jardín... después de una velada musical, o durante un baile, y en casa de lady Belvedere o de lady Windermere...
Había estado tan absorto en sus propios pensamientos que tardó unos instantes en apercibirse de que ella había dejado de hablar.
—Te ruego que me perdones —se disculpó, muy educado—. Y gracias por tus alabanzas del carácter de William, que no pueden dejar de reconfortar el corazón de un padre. Pero... ¿por qué tanta urgencia en casaros? A William lo mandarán, sin duda, a casa dentro un año o dos.
—¡Podrían matarlo! —exclamó ella, y en su voz traslució un repentino matiz de temor auténtico, tanto que Grey aguzó su atención.
Dottie tragó saliva de manera evidente y se llevó una mano a la garganta.
—No podría soportarlo —manifestó con voz súbitamente frágil—. Si lo mataran, y nunca... nunca tuviéramos oportunidad de... —Lo miró con los ojos brillantes de emoción, y le puso, suplicante, una mano en el brazo—. Tengo que hacerlo —declaró—. De verdad, tío John. Debo hacerlo, y no puedo esperar. Quiero ir a América y casarme.
Él se quedó boquiabierto. Querer casarse era una cosa, pero ¡eso...!
—No puedes estar hablando en serio —dijo—. No es posible que pienses que tus padres, tu padre en particular, aprobarán jamás algo semejante.
—Papá lo haría —replicó ella—. Si tú le presentaras las cosas como es debido. Aprecia más tu opinión que la de nadie —prosiguió persuasiva—. Y tú, más que nadie, debes comprender el horror que siento al pensar que algo pudiera... pasarle a William antes de que vuelva a verlo.
De hecho, pensó Grey, lo único que pesaba a su favor era la profunda tristeza que la mención de la posibilidad de que William muriera provocaba en su propio corazón. Sí, podían matarlo. Podía sucederle a cualquiera en tiempos de guerra y muy en particular a un soldado. Ése era uno de los riesgos que uno asumía y, en conciencia, no podría haber evitado que William lo hiciera, a pesar de que la simple idea de que una bala de cañón lo hiciera saltar en pedazos o que le dispararan en la cabeza o que muriera de diarrea, retorciéndose de dolor...
Tragó saliva, pues tenía la boca seca, y con cierto esfuerzo devolvió aquellas imágenes pusilánimes al armario mental en el que normalmente las tenía confinadas.
Inspiró hondo.
—Dorothea —dijo con firmeza—. Descubriré lo que os traéis entre manos.
Ella le dirigió una larga mirada pensativa, como si estuviera estimando las posibilidades. Una de las comisuras de su boca se levantó de manera imperceptible mientras entornaba los ojos, y Grey vio la respuesta en su rostro con tanta claridad como si la hubiera expresado en voz alta.
«No. No lo creo.»
Sin embargo, la expresión duró sólo lo que un parpadeo, y su rostro recobró su aire de indignación mezclada con súplica.
—¡Tío John! ¿Cómo te atreves a acusarnos a mí y a William, ¡a tu propio hijo!, de... ¿de qué nos estás acusando?
—No lo sé —admitió él.
—¡Muy bien, pues! ¿Le hablarás a papá por nosotros? ¿Por mí? ¿Por favor? ¿Hoy?
Dottie era una seductora nata. Mientras hablaba, se inclinó hacia él, de forma que pudiera oler el perfume a violetas que llevaba en el pelo, y enroscó de un modo encantador los dedos en las solapas de su abrigo.
—No puedo —contestó, luchando por liberarse—. Ahora no. Hoy ya le he dado una mala noticia. Otra podría acabar con él.
—Mañana, entonces —insistió ella.
—Dottie... —Tomó las manos de ella entre las suyas y se conmovió al descubrir que las tenía frías y temblorosas. Estaba realmente convencida de ello... o estaba convencida de algo, por lo menos—. Dottie —repitió en tono más afectuoso—. Incluso en el caso de que tu padre estuviera dispuesto a mandarte a América para que te casaras, y no creo que nada de gravedad inferior a un embarazo fuera motivo suficiente, no hay posibilidad alguna de hacerse a la mar antes de abril. Por consiguiente, no es necesario precipitar a Hal a una muerte prematura contándole nada de esto, por lo menos no hasta que se haya recuperado de su actual indisposición.
Eso no le gustó, pero se vio obligada a admitir que tenía razón.
—Además —añadió Grey soltando sus manos—, la campaña se interrumpe en invierno, como sabes. La lucha terminará pronto, y William estará relativamente a salvo. No tienes nada que temer.
«Aparte de un accidente, la diarrea, la malaria, una septicemia, un cólico, las peleas de taberna y otras diez o quince posibilidades mortales», añadió para sí.
—Pero... —comenzó ella, aunque se detuvo y suspiró—. Sí, supongo que tienes razón. Pero... hablarás pronto con papá, ¿verdad, tío John?
Grey suspiró a su vez, pero le sonrió a pesar de todo.
—Lo haré, si es eso lo que realmente deseas.
Una ráfaga de viento arremetió contra el oratorio y la vidriera de santa Bárbara tembló en su marco de plomo. Una repentina racha de agua golpeó la pizarra del tejado y lord John se envolvió mejor en su abrigo.
—Quédate aquí —le indicó a su sobrina—. Iré a buscar el coche a la carretera.
Mientras caminaba contra el viento, agarrándose el sombrero con la mano para evitar que se le volara, recordó con cierta inquietud las palabras que él mismo había dicho: «No creo que nada de gravedad inferior a un embarazo fuera motivo suficiente.»
No sería capaz, ¿verdad? No, se aseguró a sí mismo. No sería capaz de hacer que alguien la dejase embarazada con el fin de convencer a su padre de que le permitiera casarse con una tercera persona. Era muy improbable. Hal la haría casarse con la parte culpable en menos que canta un gallo. Salvo, por supuesto, que eligiera a alguien imposible para hacer el acto: un hombre casado, por ejemplo, o... Pero ¡eso era una estupidez! ¿Qué diría William si ella llegara a América embarazada de otro?
No. Ni siquiera Brianna Fraser MacKenzie, la mujer más espeluznantemente pragmática que había conocido en su vida, habría hecho nada semejante. Sonrió apenas para sus adentros al pensar en la formidable señora MacKenzie, recordando su tentativa de obligarlo a él a casarse con ella mediante chantaje cuando estaba embarazada de alguien que, con toda seguridad, no era él. Siempre se había preguntado si el niño sería en realidad de su marido. Quizá ella sí lo haría. Pero Dottie no.
Sin lugar a dudas.