New Bern, colonia de Carolina del Norte
Abril de 1777
Odiaba sacar muelas. La figura retórica que puede compararse un poco a la extrema dificultad de esta actividad no es la hipérbole. Incluso en el mejor de los casos —una persona voluminosa con una boca grande y un carácter tranquilo, con la muela afectada situada hacia la parte frontal de la boca y en la mandíbula superior (con menos estorbo por parte de las raíces y de mucho más fácil acceso)—, se trataba de una tarea sucia, escurridiza y demoledora. Y la causa del puro carácter físicamente desagradable del trabajo era, por lo general, un inevitable sentimiento de depresión en lo tocante al probable resultado.
Era preciso hacerlo, ya que, además del dolor que causa un flemón, un mal absceso podía liberar bacterias al torrente sanguíneo y causar una septicemia e incluso la muerte, pero extraer una muela, sin forma de reemplazarla, suponía comprometer no sólo el aspecto del paciente, sino también el funcionamiento y la estructura de la boca. La falta de una muela permitía a los dientes vecinos cambiar de lugar, alterando la mordida y mermando la eficacia de la masticación, lo que afectaba, a su vez, a la nutrición del paciente, a su salud general y a sus perspectivas de una vida larga y feliz.
No, reflexioné con tristeza mientras volvía a cambiar de posición con la esperanza de ver mejor la muela que debía sacar. Incluso la extracción de varios dientes dañaría severamente la dentición de la pobre niñita en cuya boca estaba trabajando.
No tendría más de ocho o nueve años, con una mandíbula estrecha y una pronunciada sobremordida vertical. Los caninos de leche no se le habían caído a su debido tiempo, y los permanentes habían crecido detrás, dándole el siniestro aspecto de tener el doble de colmillos. Eso se veía agravado por la estrechez inhabitual de su mandíbula superior, que había forzado a los dos incisivos frontales emergentes a hundirse hacia dentro, volviéndose el uno hacia el otro de tal modo que las superficies de ambos dientes casi estaban en contacto.
Toqué el molar superior infectado, y la chiquilla se catapultó contra las correas que la sujetaban a la silla, lanzando un chillido que se introdujo bajo mis uñas como una astilla de bambú.
—Dale un poco más, por favor, Ian.
Me enderecé, con la sensación de que me habían aplastado la parte inferior de la espalda en un torno de banco. Llevaba varias horas trabajando en la habitación delantera de la imprenta de Fergus, sostenía con el codo un cuenco pequeño lleno de dientes manchados de sangre y tenía, al otro lado de la ventana, una multitud arrebatada a la que impresionar.
Ian emitió un gruñido que en Escocia expresaba duda, pero cogió la botella de whisky y le dirigió un chasquido alentador a la niña, que volvió a gritar al ver su cara tatuada y cerró la boca con todas sus fuerzas. La madre de la chiquilla, perdida la paciencia, le dio un enérgico bofetón, le arrancó a Ian la botella de la mano, la introdujo en la boca de su hija, la puso boca abajo y le tapó a la cría la nariz, pellizcándosela con los dedos de la otra mano.
La pequeña abrió unos ojos como platos y una explosión de gotitas de whisky salió atomizada de las comisuras de sus labios, pero su delgado cuello osciló de arriba abajo mientras tragaba, a pesar de todo.
—Creo que ya basta, de verdad —declaré, alarmada por la cantidad de whisky que la criatura estaba tragando.
Era un whisky muy malo, comprado allí mismo, y aunque tanto Jamie como Ian lo habían probado y, después de discutirlo un poco, habían llegado a la conclusión de que lo más probable es que no dejara ciego a nadie, yo tenía mis reservas en lo relativo a utilizarlo en grandes cantidades.
—Hum —dijo la madre examinando a su hija con aire crítico, pero sin sacarle la botella de la boca—. Imagino que será suficiente.
La niña tenía los ojos en blanco, y el tenso cuerpecito, de pronto relajado, flojo contra la silla. La madre retiró la botella, limpió la boca de ésta con su delantal y se la devolvió a Ian con un gesto de la cabeza.
Me apresuré a tomarle el pulso a la chiquilla y comprobé su respiración, pero parecía estar en condiciones razonablemente buenas... al menos, por el momento.
—Carpe diem —murmuré, agarrando mis alicates—. ¿O qui zá debería decir carpe vinorum? Controla que siga respirando, Ian.
Él se echó a reír y yo incliné la botella, humedeciendo un pedacito de tela limpia con whisky para enjugarla.
—Me parece que tendrás tiempo de sacarle alguna otra muela más si quieres, tía. Probablemente podrías arrancarle a la pobre chiquilla todos los dientes que tiene en la boca y no se movería ni un ápice.
—Es una idea —repuse volviendo la cabeza de la niña—. ¿Podrías acercarme el espejo, Ian?
Tenía un espejito cuadrado que, con un poco de suerte, podía utilizarse para dirigir la luz del sol a la boca del paciente. Y por la ventana entraba el sol a raudales, caliente y brillante. Por desgracia, había también un montón de cabezas curiosas pegadas al cristal que no hacían más que interponerse en el camino del sol, frustrando las tentativas de Ian de concentrar la luz allí donde yo la necesitaba.
—¡Marsali! —Llamé con el pulgar en el pulso de la niña, por si acaso.
—¿Sí? —Entró procedente de la trastienda, donde había estado limpiando o, mejor dicho, ensuciando, tipos de imprenta, y se limpió las manos llenas de tinta en un trapo—. ¿Necesitas otra vez a Henri-Christian?
—Si no te importa, o si no le importa a él...
—A él, no —me aseguró—. No hay nada que guste más a ese obseso de alabanzas. ¡Joanie! ¡Félicité! Id a buscar al niño, por favor. Lo necesitan delante.
Félicité y Joan —también conocidas como los gatitos infernales, como las llamaba Jamie— acudieron entusiasmadas. Disfrutaban de las actuaciones de Henri-Christian casi tanto como él mismo.
—¡Venga, Burbujas! —llamó Joanie, manteniendo abierta la puerta de la cocina.
Henri-Christian salió corriendo a toda prisa, balanceándose de un lado a otro sobre sus piernas cortas y arqueadas, con la rubicunda cara resplandeciente.
—¡Hoopla, hoopla, hoopla! —gritó camino de la puerta.
—¡Ponedle el gorro! —gritó Marsali—. Le entrará el aire en las orejas.
Hacía un día espléndido, pero soplaba viento, y Henri-Christian era propenso a las infecciones de oído. El chico llevaba un gorro de lana anudado bajo la barbilla, tejido en rayas azules y blancas y decorado con una hilera de pompones rojos. Brianna lo había hecho para él, por lo que verlo hacía que se me encogiera un poco el corazón, provocándome ternura y dolor al mismo tiempo.
Cada una de las niñas lo cogió por una mano —Félicité estiró un brazo en el último momento con el fin de coger un viejo sombrero flexible de su padre del perchero para recoger monedas—, y salieron a la calle, donde la multitud los recibió con vítores y silbidos. A través de la ventana pude ver a Joanie quitando los libros expuestos fuera sobre la mesa y a Félicité levantando a Henri-Christian y colocándolo en el lugar que previa mente ocupaban los libros. Él extendió sus brazos fuertes y regordetes, sonriendo, e hizo una reverencia, complaciente, a uno y otro lado. Luego se inclinó, puso las manos sobre el tablero de la mesa y, con un grado considerable de gracia controlada, se puso en equilibrio sobre la cabeza.
No esperé a ver el resto de su espectáculo, que consistía básicamente en bailes y patadas, alternados con volteretas y pinos, que su escasa estatura y su personalidad vivaracha dotaban de gran encanto. Por el momento había alejado al gentío de la ventana, que era lo que yo quería.
—Venga, Ian —dije, y me puse de nuevo manos a la obra.
Con la luz pulsante del espejo, me resultaba un poco más fácil ver lo que estaba haciendo, así que le hice frente a la muela casi de inmediato. Sin embargo, ésa era la parte complicada. La muela tenía fisuras importantes, por lo que la probabilidad de que se fracturara al retorcerla en lugar de salir limpiamente era muy alta. Y si eso sucedía...
Pero no sucedió. Cuando las raíces de la muela se separaron del maxilar, sonó un pequeño y apagado ¡crac! y ahí estaba aquella cosita blanca, intacta en mi mano.
La madre de la niña, que había estado observando con gran atención, suspiró y se relajó un poco. También la chiquilla suspiró y se reacomodó en la silla. Volví a examinarla: tenía buen pulso, aunque respiraba de manera superficial. Probablemente dormiría durante...
Se me ocurrió una idea.
—¿Sabe? —le dije a la madre, algo dubitativa—, podría quitarle una o dos piezas más sin hacerle daño. Mire... —Me desplacé a un lado, al tiempo que le hacía un gesto para que mirara—. Éstos de aquí —toqué los caninos de leche que aún no se le habían caído— habría que quitarlos ya para dejar que los dientes de atrás ocuparan su lugar. Y estos incisivos, ¿los ve usted?... Bueno, he extraído el molar bicúspide superior de la izquierda. Si le sacara la misma muela de la derecha, me parece que los demás dientes tal vez se moverían un poco y llenarían el espacio que ahora está vacío. Y si pudiera convencerla usted de que apretara la lengua contra esos dientes delanteros siempre que se acuerde...
No era para nada una ortodoncia, y suponía un riesgo de infección algo mayor, pero me sentía profundamente tentada. La pobre niña parecía un murciélago caníbal.
—Hummm —repuso la madre, frunciendo el ceño mientras miraba la boca de su hija—. ¿Cuánto me dará por ellos?
—¿Cuánto...? ¿Quiere que yo le pague a usted?
—Son dientes sanos y fuertes —respondió de inmediato la madre—. El sacamuelas del puerto me daría un chelín por pieza. Y sabe Dios que necesito el dinero para su ajuar.
—¿Su ajuar? —repetí, sorprendida.
La madre se encogió de hombros.
—Probablemente nadie querrá a esta pobre criatura por su aspecto, ¿no es así?
Me vi obligada a admitir que con toda probabilidad fuera cierto. Al margen de su espantosa dentición, decir que la criatura era fea era hacerle un cumplido.
—Marsali —grité—, ¿tienes cuatro chelines? —El oro que llevaba en el dobladillo de la falda se balanceaba pesadamente en torno a mis pies, pero no podía utilizarlo en esa situación.
Marsali regresó de la ventana, desde donde había estado observando a Henri-Christian y a las niñas, sobresaltada.
—No, dinero en metálico, no.
—Tranquila, tía. Yo tengo algo de dinero. —Ian dejó el espejo, buscó en su escarcela y sacó un puñado de monedas—. Tenga presente —dijo dirigiéndole una dura mirada a la mujer— que no obtendría más de tres peniques por cada diente sano, y probablemente no más de un penique por un diente de niño.
La mujer, sin acobardarse en absoluto, lo miró por encima del hombro.
—Mira quién fue a hablar, un escocés agarrado —replicó—. Además, vas tatuado como un salvaje. Que sean seis peniques por cada uno, entonces, ¡tacaño escatimapeniques!
Ian le sonrió, mostrándole sus propios y buenos dientes, que, aunque no estaban del todo derechos, sí se encontraban en excelentes condiciones.
—¿Va a llevar a su niña al muelle y a dejar que ese carnicero le haga la boca pedazos? —inquirió alegremente—. Cuando llegue allí, ya se habrá despertado, ¿sabe? Y estará gritando. Tres.
—¡Ian! —exclamé.
—Bueno, no voy a dejar que te tome el pelo, tía. Ya está bastante mal que quiera que le saques a la pequeña los dientes gratis, ¡no vas a pagar encima por tener el honor!
Envalentonada por mi intervención, la mujer sacó la barbilla y repitió:
—¡Seis peniques!
Marsali, atraída por el altercado, acudió a mirar en la boca de la niña.
—No le encontrará un marido a esta cría por menos de diez libras —informó a la mujer con brusquedad—. No me mire así. Cualquier hombre tendría miedo de que lo mordiera al besarla. Ian tiene razón. En realidad, debería pagar usted el doble por ello.
—Accedió a pagar cuando vino, ¿no? —la presionó Ian—. Dos peniques para que le sacaran los dientes... y mi tía se lo ha dejado a precio de ganga, porque la niña le ha dado lástima.
—¡Sanguijuelas! —exclamó la mujer—. Es verdad lo que dicen... ¡los escoceses robaríais los peniques de los ojos de un muerto!
Estaba claro que aquello no iba a solucionarse deprisa. Me daba cuenta de que tanto Ian como Marsali se estaban preparando para una divertida sesión de regateo en equipo. Suspiré y le quité a Ian el espejo de la mano. Lo iba a necesitar para los caninos, y tal vez cuando acometiera el otro bicúspide, él habría vuelto a prestarme atención.
De hecho, los caninos fueron fáciles de extraer. Eran dientes de leche, casi sin raíces y a punto de caer. Probablemente podría haberlos arrancado con los dedos. Una rápida torsión y ya estaban fuera, sin que las encías sangraran apenas. Complacida, les di unos toques a las heridas con un hisopo empapado en whisky y, a continuación, consideré el bicúspide.
Se encontraba en el otro lado de la boca, lo que significaba que, inclinando la cabeza de la niña hacia atrás, podría conseguir un poco de luz sin tener que utilizar el espejo. Tomé la mano de Ian —estaba tan absorto en la discusión que casi ni se dio cuenta— y la coloqué sobre la cabeza de la chiquilla para que se la mantuviera inmóvil y la sujetara hacia atrás y, acto seguido, introduje con cuidado los alicates.
Una sombra atravesó la luz, desapareció y luego regresó, bloqueándola por completo. Me volví, molesta, y descubrí a un caballero de aspecto elegante que miraba por la ventana con expresión de interés.
Lo reprendí y le hice señas para que se apartara. Él parpadeó, pero luego me dirigió un gesto de disculpa y se hizo a un lado. Sin esperar a que volvieran a interrumpirme, me agaché, agarré el diente y lo liberé con un giro afortunado.
Tarareando con satisfacción, eché whisky sobre el orificio sangrante y luego incliné la cabeza de la pequeña hacia el otro lado y presioné con suavidad un hisopo sobre la encía con el fin de ayudar a drenar el absceso. Sentí de repente más flojo el bamboleante cuellecito y me quedé helada.
Ian también lo notó. Se interrumpió en medio de una frase y me disparó una mirada de susto.
—Desátala —le ordené—. Deprisa.
La soltó en un instante y yo la agarré por debajo de los hombros y la tumbé en el suelo, con la cabeza colgando como la de una muñeca de trapo. Ignorando las asustadas exclamaciones de Marsali y de la madre de la niña, le eché la cabeza hacia atrás, le saqué el hisopo de la boca y, pellizcándole la nariz con los dedos, sellé su boca con la mía y comencé a reanimarla.
Era como hinchar un globo pequeño y duro: oposición, resistencia y, luego, por fin, el pecho se elevó. Pero un pecho no cede como si fuera de goma. Seguía costándome mucho soplar.
Tenía los dedos de la otra mano en su cuello, buscando de sesperadamente un latido en la carótida. Ahí... ¿Era el pulso?... Sí, ¡lo era! Su corazón latía aún, aunque muy débil.
Respiración. Pausa. Respiración. Pausa...
Sentí la levísima ráfaga de su aliento y, después, el estrecho pecho se movió por sí solo. Esperé, con la sangre palpitando en mis oídos, pero no volvió a moverse. Respiración. Pausa. Respiración...
El pecho se movió de nuevo, y esta vez continuó subiendo y bajando por sus propios medios. Me senté sobre los talones, jadeando a mi vez y con el rostro bañado de un sudor frío.
La madre de la niña me miraba con la boca abierta. Me fijé en que sus dientes no estaban mal. Sabía Dios qué aspecto tendría su marido.
—¿Está... está...? —inquirió la mujer, parpadeando y mirándonos alternativamente a su hija y a mí.
—Está bien —dije en tono categórico. Me puse en pie, mareada—. Pero no puede marcharse hasta que haya eliminado el whisky. Creo que todo irá bien, aunque podría volver a dejar de respirar. Alguien debe vigilarla hasta que se despierte. ¿Marsali...?
—Sí, la pondré en la cama —respondió ella acercándose a mirar—. Ah, pero si estás aquí, Joanie. ¿Podrías venir a echarle un vistazo a esta pobre niña un ratito? Necesita acostarse en tu cama.
Los niños habían entrado, colorados y entre risas, con el sombrero lleno de moneditas y botones, pero, al ver a la niña en el suelo, acudieron corriendo a mirar ellos también.
—Hoopla —observó Henri-Christian, impresionado.
—¿Está muedta? —preguntó Félicité, más práctica.
—Si lo estuviera, maman no me habría pedido que la vigilara —señaló Joanie—. No irá a vomitar en mi cama, ¿verdad?
—La cubriré con una toalla —prometió Marsali, al tiempo que se acuclillaba para coger a la pobre chiquilla en brazos.
Ian se le adelantó, y alzó a la pequeña con cuidado.
—Sólo le cobraremos dos peniques, entonces —le dijo a la madre—. Pero usted nos dará todos los dientes gratis, ¿de acuerdo?
Ella asintió con aire aturdido y luego siguió a la gente a la parte trasera de la casa. Oí el rumor de muchos pies subiendo la escalera, pero no fui tras ellos. Me flaqueaban las piernas, y me senté de golpe.
—¿Está usted bien, madame?
Levanté la vista y descubrí al caballero elegante dentro de la tienda, mirándome con curiosidad.
Cogí la botella de whisky medio vacía y tomé un buen trago. Quemaba como el azufre y sabía a huesos carbonizados. Emití unos resuellos roncos y se me humedecieron los ojos, pero no llegué a toser.
—Muy bien —respondí con aspereza—. Perfectamente. —Me aclaré la garganta y me sequé los ojos con la manga—. ¿En qué puedo ayudarlo?
Una ligera expresión de regocijo recorrió sus facciones.
—No necesito que me saque una muela, lo que quizá sea una suerte para ambos. Sin embargo... ¿puedo? —Se sacó una esbelta botellita de plata del bolsillo y me la ofreció, tras lo cual tomó asiento—. Creo que tal vez sea algo más vigorizante que... eso. —Señaló con un gesto la botella de whisky cerrada, al tiempo que arrugaba un poco la nariz.
Abrí la botellita y el fuerte aroma de un coñac excelente surgió de ella como un genio.
—Gracias —repuse con brevedad, y bebí con los ojos cerrados—. Muchísimas gracias —añadí un momento después, abriéndolos.
Realmente vigorizante. El calor se concentró en medio de mi cuerpo y, desde allí, se propagó a través de mis miembros.
—Es un placer, madame —repuso, y sonrió.
Era, sin lugar a dudas, un dandi, y un dandi rico, además, adornado con muchas puntillas, botones dorados en el chaleco, una peluca empolvada y dos parches de seda negra en la cara: una estrella junto a su ceja izquierda, y un caballo encabritado en la mejilla derecha. No era un atavío que se viera a menudo en Carolina del Norte, en especial en esos tiempos.
A pesar de los adornos, era un hombre guapo, pensé, de unos cuarenta años, quizá, con unos cálidos ojos oscuros que brillaban divertidos, y un rostro sensible y delicado. Hablaba muy bien inglés, aunque con un claro acento parisino.
—¿Tengo el honor de hablar con la señora Fraser? —inquirió.
Vi cómo sus ojos reparaban en mi cabeza escandalosamente desnuda, pero, dando muestras de gran cortesía, no hizo ningún comentario.
—Bueno, sí —respondí, dubitativa—. Pero tal vez no sea la señora Fraser que está usted buscando. Mi nuera también es «señora Fraser». Ella y su marido son los propietarios de esta tienda. Así que si quiere imprimir algo...
—¿La señora de James Fraser?
Hice instintivamente una pausa, pero no tenía mucha más opción que contestar.
—Sí, soy yo. ¿Es a mi marido a quien busca? —pregunté con cautela.
La gente buscaba a Jamie para muchas cosas, y no siempre era deseable que lo encontraran.
Él sonrió, frunciendo los ojos de manera agradable.
—Así es, señora Fraser. El capitán de mi barco dijo que el señor Fraser había ido a hablar con él esta mañana, en busca de pasaje.
Mi corazón dio un salto al escucharlo.
—Oh, ¿tiene usted un barco, señor...?
—Beauchamp —contestó y, tras tomar mi mano, la besó con gracia—. Percival Beauchamp, para servirla, madame. En efecto, tengo un barco; se llama Huntress.
De verdad pensé que se me había detenido por un instante el corazón, pero no era así, pues continuó golpeándome el pecho con fuerza.
—Beauchamp —dije—. ¿Bicham?
Él lo había pronunciado a la manera francesa, mas, al oírme, asintió con una sonrisa aún mayor.
—Sí, así lo pronuncian los ingleses. Mencionó usted a su nuera... ¿Así que el señor Fraser propietario de esta tienda es el hijo de su marido?
—Sí —contesté de nuevo, aunque de forma mecánica.
«No seas tonta —me reprendí a mí misma—. Es un nombre bastante corriente. ¡Lo más probable es que no tenga nada que ver en absoluto con tu familia!» Y, sin embargo, había una conexión francoinglesa. Sabía que la familia de mi padre se había trasladado de Francia a Inglaterra en algún momento del siglo XVIII, pero eso era cuanto sabía de ellos. Lo miré fascinada. ¿Había algo en su rostro que me resultaba familiar, algo que pudiera asociar tal vez a los débiles recuerdos que tenía de mis padres o quizá a los recuerdos, más vívidos, de mi tío?
Tenía la piel pálida, como la mía, pero la mayoría de la gente de clase alta la tenía, se esforzaba muchísimo en proteger su rostro del sol. Sus ojos eran mucho más oscuros que los míos, y más bonitos, aunque con una forma distinta, más redondos. Las cejas... ¿Tenían las cejas de mi tío Lamb esa forma, más espesas cerca de la nariz, alejándose de ella con un gracioso arco...?
Absorta en ese excitante rompecabezas, no escuché lo que me estaba diciendo.
—¿Perdón?
—El niño —repitió señalando con la cabeza en dirección a la puerta por la que los chiquillos habían desaparecido—. Gritaba «¡Hoopla!», como hacen los actores callejeros franceses. ¿Tiene la familia algún tipo de relación con Francia?
La alarma comenzó a sonar con retraso y la inquietud me puso de punta el vello de los brazos.
—No —contesté intentando congelar mi rostro en una expresión cortésmente interrogativa—. Es probable que se lo haya oído a alguien. El año pasado pasó por las Carolinas una pequeña compañía de acróbatas franceses.
—Ah, entonces es eso, sin duda. —Se inclinó un poco hacia delante, mirándome sin parpadear con sus ojos oscuros—. ¿Los vio usted también?
—No. Mi marido y yo... no vivimos aquí —concluí a toda prisa.
Había estado a punto de decirle dónde vivíamos, pero no tenía ni idea de cuánto sabía él de las circunstancias de Fergus, si es que sabía algo. Se recostó en la silla frunciendo un poco los labios, decepcionado.
—¡Ah, qué lástima! Creí que tal vez el caballero al que estoy buscando podría haber formado parte de esa compañía. Aunque supongo que usted no sabría sus nombres aun cuando los hubiera visto —añadió como si se tratara de una ocurrencia tardía.
—¿Está usted buscando a alguien? ¿A un francés? —Tomé el cuenco lleno de dientes manchados de sangre y empecé a seleccionarlos, fingiendo despreocupación.
—Busco a un hombre llamado Claudel. Nació en París, en un prostíbulo —añadió con un leve aire de disculpa por utilizar un término tan poco delicado en mi presencia—. Ahora debe de tener unos cuarenta años, tal vez cuarenta y uno o cuarenta y dos.
—París —repetí, escuchando por si oía los pasos de Marsali en la escalera—. ¿Qué le hace suponer que se encuentra en Carolina del Norte?
Alzó un hombro en un gracioso gesto de ignorancia.
—Podría muy bien ser que no se encontrara aquí. Pero sí sé que hace unos treinta años un escocés se lo llevó del burdel, y a ese hombre me lo describieron como alguien de aspecto muy impactante, muy alto, con un brillante cabello rojo. Aparte de eso, hallé un mar de posibilidades... —Sonrió con frialdad—. Me han descrito a Fraser de muchas maneras distintas: como un comerciante de vinos, un jacobita, un lealista, un traidor, un espía, un aristócrata, un granjero, un importador... o un contrabandista. Los términos son intercambiables, con conexiones que van desde un convento hasta la corte real.
Lo que, pensé, constituía un retrato extremadamente preciso de Jamie. Aunque entendí por qué no le había sido muy útil para dar con él. Sin embargo... allí estaba Beauchamp.
—Sí encontré a un comerciante de vinos llamado Michael Murray que, al oír esa descripción, me dijo que parecía su tío, un tal James Fraser, que había emigrado a América más de diez años antes. —Ahora, sus ojos oscuros no parecían tan alegres y me miraban fijamente—. Sin embargo, cuando pregunté por el niño Claudel, monsieur Murray manifestó no conocer a dicha persona. En términos bastante vehementes.
—¿De veras? —tercié, y saqué una muela grande con una caries importante y me puse a mirarla con los ojos entornados.
Por los clavos de Roosevelt. Conocía a Michael sólo de nombre. Era uno de los hermanos mayores del joven Ian. Había nacido después de que yo me marchara y, cuando regresé a Lal lybroch, se había ido ya a Francia para recibir una educación y entrar en el negocio de los vinos con Jared Fraser, un primo de Jamie, mayor y sin hijos. Michael se había criado en Lallybroch con Fergus, por supuesto, y sabía condenadamente bien cuál era su nombre original. Al parecer, había detectado o sospechado algo en el comportamiento de ese extraño que lo había preocupado.
—¿Me está diciendo que ha venido hasta América sin saber nada más que el nombre de ese caballero y que tiene el pelo rojo? —inquirí intentando parecer ligeramente incrédula—. ¡Válgame Dios! ¡Debe de tener usted un interés considerable en encontrar a ese tal Claudel!
—Desde luego, madame. —Me miró con una débil sonrisa y la cabeza ladeada—. Dígame, señora Fraser... ¿Su esposo tiene el pelo rojo?
—Sí —contesté. No había motivo para negarlo, pues en New Bern cualquiera se lo diría. Y quizá se lo habían dicho ya, reflexioné—. Como muchísimos de sus parientes... y más o menos la mitad de la población de las Highlands de Escocia. —Esto último era una exageración absurda, pero estaba razonablemente segura de que el señor Beauchamp tampoco había peinado las Highlands en persona.
Oí voces arriba. Marsali bajaría en cualquier momento y yo no deseaba que apareciera en medio de esa conversación en particular.
—Bueno —dije, y me puse en pie con decisión—. Estoy segura de que estará deseando hablar con mi marido, y él con usted. Pero se ha ido a hacer un recado y no volverá hasta mañana, aunque no puedo precisarle cuándo. ¿Se aloja usted en algún lugar de la ciudad?
—En la King’s Inn —respondió, levantándose a su vez—. ¿Podría decirle a su marido que me busque allí, madame? Se lo agradezco.
Con una profunda reverencia, me cogió la mano y me la volvió a besar. Luego me sonrió y salió de la tienda, dejando un aroma a bergamota y a hisopo mezclado con un débil olor a coñac del bueno.
Muchísimos comerciantes y hombres de negocios se habían marchado de New Bern a causa del estado caótico de la política. Sin autoridad civil, la vida pública se había paralizado, a excepción de las transacciones comerciales más sencillas, y mucha gente —tanto simpatizantes de los lealistas como de los rebeldes— había abandonado la colonia por miedo a la violencia. En esos tiempos, sólo había dos buenas posadas en New Bern. La King’s Inn era una de ellas, y la Wilsey Arms, la otra. Por suerte, Jamie y yo teníamos una habitación en esta última.
—¿Vas a ir a hablar con él? —Acababa de contarle a Jamie la visita de monsieur Beauchamp, relato que le había dejado una profunda arruga de preocupación entre las cejas.
—¡Jesús! ¿Cómo ha averiguado todo eso?
—Debía de saber, para empezar, que Fergus estuvo en aquel prostíbulo, y debió de iniciar allí sus pesquisas. Imagino que no le habrá resultado difícil encontrar a alguien que te hubiera visto allí o que hubiera oído hablar del incidente. Al fin y al cabo, llamas bastante la atención.
A pesar de lo agitada que estaba, sonreí al recordar que Jamie, a los veinticinco años, se había refugiado temporalmente en el burdel en cuestión armado —de manera bastante fortuita— con una gran longaniza, y había escapado después por una ventana acompañado de un niño de diez años, carterista y prostituto ocasional, llamado Claudel.
Jamie se encogió de hombros con un aire algo incómodo.
—Bueno, sí, tal vez. Pero para descubrir tantas cosas... —Se rascó la cabeza, pensativo—. En cuanto a hablar con él... no lo haré antes de hablar con Fergus. Creo que tal vez nos convenga saber algo más de ese monsieur Beauchamp antes de entregarnos a él en bandeja.
—También a mí me gustaría saber algo más acerca de él —declaré—. Me preguntaba si... Bueno, es una posibilidad remota, no es que tenga un apellido poco corriente... pero me preguntaba si podría estar relacionado de algún modo con alguna rama de mi familia. Estuvieron en Francia en el siglo XVIII, eso lo sé. Pero no sé mucho más.
Jamie me sonrió.
—¿Y qué harías, Sassenach, si descubro que es tu tataratatarabuelo?
—Yo... —Me detuve en seco porque, de hecho, no sabía qué haría en tal circunstancia—. Bueno... probablemente nada —admití—. Y probablemente no podamos averiguarlo con total seguridad, pues no recuerdo cómo se llamaba mi tataratatarabuelo, si es que lo he sabido alguna vez. Sólo es que... me interesaría saber más, eso es todo —terminé, un poco a la defensiva.
—Bueno, claro que sí —repuso Jamie, pragmático—. Pero no si el hecho de que yo hiciera averiguaciones pudiera poner a Fergus en peligro, ¿no?
—¡Oh, no! Por supuesto que no. Pero... —Me interrumpió una suave llamada a la puerta que me dejó muda de golpe.
Le dirigí un expresivo gesto con las cejas a Jamie, quien vaciló unos instantes, pero luego se encogió de hombros y fue a abrir.
La habitación era muy pequeña, así que podía ver la puerta desde donde me encontraba. Observé con gran sorpresa que estaba ocupada por lo que parecía ser una delegación de mujeres. El pasillo era un mar de cofias blancas que flotaban en la oscuridad como medusas.
—¿Señor Fraser? —Una de las cofias se inclinó por unos segundos—. Soy... Me llamo Abigail Bell. Mis hijas —se volvió y pude entrever un rostro blanco y tenso—, Lillian y Miriam. —Las otras dos cofias (sí, después de todo, no eran más que tres) se inclinaron a su vez—. ¿Podríamos hablar con usted?
Jamie saludó con una inclinación y las hizo pasar al cuarto, haciéndome un gesto con las cejas mientras las seguía al interior.
—Mi esposa —me presentó con un gesto de la mano cuando me puse en pie murmurando unas fórmulas de cortesía.
En la estancia no había más que la cama y un taburete, de modo que todos nos quedamos de pie, sonriéndonos incómodos y dirigiéndonos inclinaciones de cabeza unos a otros.
La señora Bell era baja y bastante robusta, y probablemente en el pasado había sido tan hermosa como sus hijas. Sus antaño redondas mejillas estaban ahora hundidas, como si hubiera perdido peso de repente, y tenía arrugas de preocupación en la piel. También sus hijas parecían preocupadas. Una de ellas se retorcía las manos en el delantal y la otra no hacía más que lanzarle miradas a Jamie con los ojos bajos, como si temiera que pudiera actuar con violencia si lo miraba de frente.
—Le ruego que me perdone, señor, por acudir a usted de manera tan atrevida. —A la señora Bell le temblaban los labios. Se vio obligada a detenerse y a apretarlos un instante antes de continuar—. He... he oído que están ustedes buscando un barco con destino a Escocia.
Jamie asintió con recelo: era obvio que se preguntaba dónde se habría enterado de eso aquella mujer. Había dicho que todo el mundo en la ciudad lo sabría al cabo de uno o dos días... y estaba claro que tenía razón.
—¿Conoce usted a alguien que tenga dicho viaje en perspectiva? —preguntó, cortés.
—No. No exactamente. Yo... es decir... quizá... Es mi marido —espetó, pero al pronunciar esa palabra se le quebró la voz y se cubrió la boca con un pedazo de delantal.
Una de las hijas, una muchacha de cabellos oscuros, cogió a su madre afectuosamente por el codo y se la llevó aparte, enfrentándose con valentía al temible señor Fraser ella misma.
—Mi padre está en Escocia, señor Fraser —explicó—. Mi madre tiene la esperanza de que usted pueda encontrarlo cuando vaya allí y ayudarlo a volver con nosotras.
—Ah —dijo Jamie—. ¿Y su padre es...?
—¡Oh! El señor Richard Bell, señor, de Wilmington. —Le hizo una reverencia a toda prisa, como si mostrar una mayor cortesía fuera a ayudarla a exponer su caso—. Es... era...
—¡Es! —bufó su hermana en voz baja, pero con énfasis, y la primera muchacha, la morena, le lanzó una mirada.
—Mi padre era comerciante en Wilmington, señor Fraser. Tenía bastantes intereses comerciales y, en el curso de sus negocios... tuvo motivos para entrar en contacto con varios oficiales británicos que habían acudido a él con el fin de aprovisionarse de diversos artículos. ¡Sólo por negocios! —le aseguró a Jamie.
—Pero los negocios, en estos terribles tiempos, nunca son sólo negocios. —La señora Bell había recuperado la compostura y se acercó para colocarse, hombro con hombro, al lado de su hija—. Dijeron, los enemigos de mi marido... hicieron correr el rumor de que era lealista.
—Sólo porque en efecto lo era —intervino la segunda hermana. Ésta, rubia y de ojos azules, no temblaba. Se enfrentó a Jamie con la barbilla alta y las pupilas llameantes—. ¡Mi padre era fiel a su rey! ¡Personalmente, no creo que sea algo por lo que uno tenga que excusarse y pedir perdón! Tampoco creo que sea correcto fingir lo contrario sólo para conseguir la ayuda de un hombre que ha roto todos los juramentos...
—¡Oh, Miriam! —exclamó su hermana, exasperada—. ¿No podrías haberte quedado calladita un segundo? ¡Ahora lo has estropeado todo!
—No lo he estropeado —espetó Miriam—. ¡Y, si lo he hecho, es que esto no habría funcionado para empezar! ¿Por qué alguien como él habría de ayu...?
—¡Sí habría funcionado! El señor Forbes dijo...
—¡Oh, qué lata con el señor Forbes! ¿Y él qué sabe?
La señora Bell gimió suavemente entre la tela de su delantal.
—¿Por qué se marchó su padre a Escocia? —inquirió Jamie, interviniendo en medio de la confusión.
—No se marchó a Escocia —respondió sorprendida Miriam Bell—. Lo secuestraron en la calle y lo arrojaron a un barco que se dirigía a Southampton.
—¿Quién lo secuestró? —pregunté, abriéndome camino entre la jungla de faldas que me impedía llegar a la puerta—. ¿Y por qué?
Asomé la cabeza al pasillo y le indiqué al chiquillo que limpiaba zapatos en el rellano que bajara al bodegón y subiera una jarra de vino. Dado el evidente estado de las Bell, creí que algo que restaurara las conveniencias sociales tal vez fuera una buena idea.
Volví a entrar justo a tiempo de oír a la señorita Lillian explicar que, en realidad, no sabían quién había secuestrado a su padre.
—O por lo menos no cómo se llama —señaló, y el rostro se le enrojeció de furia al decirlo—. Esos canallas iban encapuchados. Pero fueron los Hijos de la Libertad, ¡lo sé!
—Sí, es verdad —corroboró la señorita Miriam con firmeza—. Padre había recibido amenazas de ellos, notas clavadas en la puerta, un pescado envuelto en un pedazo de franela roja en el porche para que desprendiera mal olor. Cosas de ese tipo.
La cuestión había ido más allá de las amenazas el mes de agosto anterior. El señor Bell se dirigía a su almacén cuando unos encapuchados habían salido corriendo de un callejón, lo habían agarrado, se lo habían llevado al muelle y, acto seguido, lo habían lanzado a bordo de un barco que acababa de soltar amarras y cuyas velas se hinchaban mientras se alejaba despacio.
Había oído decir que a los lealistas problemáticos los «deportaban» de ese modo, pero nunca me había topado con un caso real.
—Si la nave iba rumbo a Inglaterra —inquirí—, ¿cómo acabó en Escocia?
Se produjo cierto alboroto cuando las tres Bell intentaron explicarlo a la vez, pero Miriam se impuso de nuevo.
—Llegó a Inglaterra sin un penique, por supuesto, sin más que la ropa que vestía, y debiendo el coste de la comida y del pasaje. Pero el capitán del barco se había hecho amigo suyo y lo llevó de Southampton a Londres, donde mi padre conocía a algunos hombres con los que había hecho negocios en el pasado. Uno de ellos le adelantó una suma para cubrir sus deudas con el capitán y le prometió un pasaje a Georgia si vigilaba la carga durante un viaje de Edimburgo a las Indias y de allí a América.
»Así que viajó hasta Edimburgo bajo los auspicios de su protector, pero descubrió que la carga que había que recoger en las Indias era un cargamento de negros.
—Mi marido es abolicionista, señor Fraser —intervino la señora Bell con tímido orgullo—. Decía que no podía apoyar la esclavitud ni contribuir a su práctica, fuera cual fuese el coste para sí mismo.
—Y el señor Forbes nos habló de lo que había hecho usted por aquella mujer, la esclava personal de la señora Cameron —intervino Lillian con la ansiedad pintada en su rostro—, de modo que pensamos que... aunque fuera usted... —Dejó la frase inconclusa, avergonzada.
—Un rebelde que rompe sus juramentos, sí —terció Jamie con frialdad—. Entiendo. ¿El señor Forbes... es... Neil Forbes, el abogado? —había un débil matiz de incredulidad en su voz, y por una buena razón.
Algunos años atrás, Forbes había pretendido la mano de Brianna, alentado por Yocasta Cameron, la tía de Jamie. Bree lo había rechazado sin miramientos, y él se había vengado haciendo que un conocido pirata la raptara. De ello resultó una situación muy turbulenta en la que Jamie secuestró a su vez a la anciana madre de Forbes —a la vieja señora le había encantado la aventura—, y el joven Ian le cortó a Forbes una oreja. El tiempo tal vez hubiera curado sus heridas externas, pero yo no podía imaginarme a alguien menos adecuado para cantar las glorias de Jamie.
—Sí —respondió Miriam, pero no se me pasó por alto la mirada indecisa que medió entre la señora Bell y Lillian.
—¿Qué dijo exactamente el señor Forbes de mí? —inquirió Jamie.
Las tres palidecieron, y él arqueó las cejas.
—¿Qué? —repitió con inequívoca crispación. Se lo preguntó directamente a la señora Bell, a quien había identificado al instante como el eslabón más débil de la cadena familiar.
—Dijo que era estupendo que estuviera usted muerto —contestó la mujer con voz muy débil, tras lo cual se le pusieron los ojos en blanco y se desplomó en el suelo como un saco de ce bada.
Por suerte, yo tenía una botella de carbonato de amonio del doctor Fentiman. Las sales hicieron volver rápidamente en sí a la señora Bell en medio de un ataque de estornudos, y sus hijas la ayudaron a llegar a la cama, jadeando y ahogándose. Gracias a Dios, en ese preciso momento llegó el vino, de modo que les serví generosas raciones a todos los presentes, reservándome una buena jarra para mí.
—Bueno —dijo Jamie, lanzándoles a las mujeres una mirada lenta y penetrante, de esas que tienen por objeto hacer que a los sinvergüenzas les flaqueen las rodillas y lo confiesen todo—, ahora díganme dónde le oyeron decir al señor Forbes que yo estaba muerto.
La señorita Lillian, instalada en la cama con una mano protectora sobre la de su madre, habló sin miedo.
—Yo lo oí. En la taberna de Symonds. Cuando estábamos todavía en Wilmington... antes de que nos viniéramos aquí a vivir con la tía Burton. Había ido a buscar una jarra de sidra caliente... Estábamos en febrero, aún hacía mucho frío. Bueno, la mujer (creo que se llama Faydra, trabaja allí) bajó para atenderme y calentarme la sidra. El señor Forbes entró mientras yo me encontraba en el lugar y me interpeló. Sabía lo de padre y se mostró comprensivo; me preguntó qué tal nos las arreglábamos... Entonces salió Faydra con la jarra, y el señor Forbes la vio.
Por supuesto, Forbes había reconocido a Fedra, a quien había visto en muchas ocasiones en River Run, la plantación de Yocasta. Tras manifestar gran sorpresa por su presencia, le pidió una explicación y recibió una versión convenientemente modificada de la verdad, en la que Fedra hizo gran hincapié en lo amable que había sido Jamie al obtener su libertad.
Borboteé brevemente en mi jarra al oír eso. Fedra sabía de sobra lo que le había sucedido a la oreja de Neil Forbes. Ella era una persona muy callada, de voz suave, pero no estaba ansiosa por clavar alfileres a la gente que no le gustaba, aunque yo sabía que Neil Forbes no le gustaba.
—El señor Forbes estaba bastante colorado, tal vez a causa del frío —dijo Lillian con tacto—, y dijo que sí, que tenía entendido que el señor Fraser siempre había tenido en gran consideración a los negros... Me temo que lo dijo con bastante rencor —añadió, dirigiéndole a Jamie una mirada de disculpa—. Y luego se echó a reír, aunque intentó fingir que estaba tosiendo. Dijo que era una lástima que usted y su familia hubieran sido reducidos a cenizas y que, sin duda, en el barrio de los esclavos lo sentirían mucho.
Jamie, que estaba tomando un trago de vino, se atragantó.
—¿Por qué creía que habíamos sido reducidos a cenizas? —inquirí—. ¿Lo mencionó?
Lillian asintió con gran seriedad.
—Sí, señora. Faydra también se lo preguntó, creo que ella pensaba que lo decía sólo para disgustarla, y él contestó que lo había leído en el periódico.
—En la Wilmington Gazette —apuntó Miriam, a quien a todas luces no le gustaba que su hermana estuviera acaparando la atención—. Nosotras no leemos los periódicos, por supuesto, y desde que papá... bueno, ya apenas tenemos visitas. —Miró involuntariamente hacia abajo, tirando de forma mecánica de su bonito delantal para ocultar un gran parche en la falda.
Las Bell eran pulcras e iban vestidas con esmero, y en origen su ropa había sido de buena calidad, pero empezaba a estar muy gastada en el bajo y en las mangas. Me imaginé que los negocios del señor Bell debían de haberse visto muy perjudicados tanto por su ausencia como por las interferencias de la guerra.
—Mi hija me habló de ese encuentro. —La señora Bell se había recuperado ya y estaba incorporada, sosteniendo con cuidado la copa de vino entre ambas manos—. Así que cuando mi vecino me dijo la otra noche que se había encontrado con usted en los muelles... bueno, no supe qué pensar, pero supuse que habría habido un estúpido error; la verdad es que, en estos tiempos, uno no puede creerse nada de lo que lee, pues los periódicos no dicen más que disparates. Y mi vecino mencionó que estaba usted buscando pasaje para Escocia. Así que nos pusimos a pensar... —Se le quebró la voz y bajó la cabeza hacia la copa de vino, avergonzada.
Jamie se frotó la nariz con un dedo, pensativo.
—Sí, bueno —dijo despacio—. Es cierto que quiero ir a Escocia. Y, por supuesto, no tengo el más mínimo inconveniente en preguntar por su marido y en ayudarlo, si está en mi mano. Pero no tengo ninguna perspectiva inmediata de encontrar pasaje. El bloqueo...
—Pero ¡es que podemos conseguirle un barco! —Lillian lo interrumpió con impaciencia—. ¡Ésa es la cuestión! ¡Nosotras podemos ayudarlo!
—Creemos que podemos conseguirle un barco —la corrigió Miriam.
Le lanzó a Jamie una mirada pensativa con los ojos entornados, juzgando su carácter. Él le dirigió una débil sonrisa, admitiendo el escrutinio y, al cabo de un momento, ella le correspondió a regañadientes.
—Me recuerda usted a alguien —señaló.
Evidentemente, quienquiera que fuera, era alguien que le gustaba, pues le hizo un gesto a su madre con la cabeza, autorizándola. La señora Bell suspiró y sus hombros se relajaron un poco, con alivio.
—Todavía tengo amigos —observó con un matiz de despecho en la voz—. A pesar de... todo.
Entre esos amigos había un hombre llamado DeLancey Hall, que poseía un queche de pesca, y que —probablemente como hacía media ciudad— aumentaba sus ingresos con el contrabando ocasional.
Hall le había dicho a la señora Bell que esperaba la llegada de un barco procedente de Inglaterra que arribaría a Wilmington en algún momento de la semana siguiente, siempre asumiendo que no hubiera sido apresado o hundido en route. Como tanto el barco como la carga eran propiedad de uno de los Hijos de la Libertad del lugar, no podía aventurarse a entrar en el puerto, donde había aún atracados dos barcos de guerra ingleses. Por consiguiente, aguardaría fuera del puerto, donde varios pequeños barcos locales irían a su encuentro y descargarían la mercancía con el fin de llevarla clandestinamente a la orilla. Después, la embarcación se dirigiría hacia el norte, rumbo a New Haven, para recoger un cargamento.
—¡Y a continuación pondrá rumbo a Edimburgo! —informó Lillian, radiante de esperanza.
—Allí hay un pariente de mi padre que se llama Andrew Bell —manifestó Miriam levantando levemente la barbilla—. Es muy conocido, es impresor y...
—¿El pequeño Andy Bell? —a Jamie se le había iluminado la cara—. ¿El que imprimió la Encyclopedia Britannica?
—El mismo —contestó la señora Bell, sorprendida—. ¿No me irá a decir que lo conoce, señor Fraser?
Jamie soltó una carcajada que asustó a las mujeres.
—No he pasado pocas veladas en una taberna con Andy Bell —les aseguró—. De hecho, es el hombre al que tengo intención de ver en Escocia, pues él tiene mi prensa a buen recaudo en su tienda. O al menos espero que la tenga —añadió, aunque sin que flaqueara su alegría.
Esa noticia, junto con una nueva ronda de vino, animó a las Bell de forma asombrosa, y cuando por fin se despidieron de nosotros estaban sonrojadas de animación y cotorreaban entre sí como una bandada de amistosas urracas. Miré por la ventana y las vi dirigirse calle abajo, apiñándose llenas de esperanzado entusiasmo, tambaleándose ocasionalmente por los efectos del vino y la emoción.
—«No sólo cantamos, sino que bailamos tan bien como caminamos» —murmuré mientras las observaba alejarse.
Jamie me lanzó una mirada de extrañeza.
—Archie Bell & the Drells —le expliqué—. No tiene importancia. ¿Crees que es seguro? Me refiero a ese barco.
—Dios mío, no. —Se estremeció y me besó en la coronilla—. Dejando de lado las tormentas, la carcoma, una mala impermeabilización, que la madera esté deformada y otras cosas por el estilo, los barcos de guerra están en el puerto, los corsarios fuera de él...
—No me refería a eso —lo interrumpí—. Para el caso, eso es más o menos igual, ¿no es así? Me refería al propietario... y a ese DeLancey Hall. La señora Bell cree saber cuál es su política, pero...
La idea de poner nuestras personas, y nuestro oro, de manera tan absoluta en manos de desconocidos me ponía nerviosa.
—Pero —admitió—. Sí, quiero ir a hablar con el señor Hall mañana a primera hora. Y a lo mejor también con monsieur Beauchamp. Por ahora, sin embargo... —Me recorrió suavemente la espalda con la mano y me acarició el trasero—. Ian y el perro no volverán hasta dentro de una hora por lo menos. ¿Te apetece otro vaso de vino?
Tenía aspecto de francés, pensó Jamie, lo que equivalía a decir que estaba absolutamente fuera de lugar en New Bern. Beauchamp acababa de salir del almacén de Thorogood Northrup y conversaba con actitud desenfadada con el propio Northrup mientras la brisa marina hacía ondear la cinta de seda que recogía su cabello oscuro. Claire lo había descrito como alguien elegante, y lo era: no resultaba afectado —no del todo—, pero vestía con gusto y llevaba ropa cara. Bastante cara, se dijo Jamie.
—Parece francés —observó Fergus, haciéndose eco de sus pensamientos.
Estaban sentados junto a la ventana del Whinbush, una taberna mediocre que satisfacía las necesidades de los pescadores y los trabajadores de los almacenes y cuya atmósfera se componía, a partes iguales, de cerveza, sudor, tabaco, brea y vísceras de pescado en descomposición.
—¿Es ése el barco? —inquirió Fergus, con una arruga formándosele en la frente al señalar con la cabeza en dirección al pimpante balandro blanco y amarillo que se balanceaba suavemente, anclado a cierta distancia del puerto.
—Es el barco en el que viaja. No sabría decirte si es suyo. Pero ¿te suena su cara?
Fergus se acercó a la ventana, casi aplastándose la nariz contra los oscilantes paneles de cristal al intentar ver mejor a monsieur Beauchamp.
Jamie, cerveza en mano, escrutaba a su vez el rostro de Fergus. Pese a haber vivido en Escocia desde los diez años y en América durante la última década o más, Fergus seguía pareciendo francés. No tenía que ver sólo con sus rasgos; tal vez fuera algo innato.
Los huesos de su rostro eran prominentes, con una mandíbula lo bastante afilada como para cortar el papel, una nariz imperiosamente aguileña, y unas profundas órbitas oculares bajo las arrugas de una frente ancha. El grueso cabello oscuro peinado hacia atrás desde la frente estaba mechado de gris, cosa que sorprendió a Jamie. Conservaba en el recuerdo la imagen permanente de Fergus como el huérfano carterista de diez años que había rescatado de un prostíbulo de París, y esa imagen se sobreponía de manera extraña al rostro delgado y atractivo que tenía delante.
—No —dijo Fergus por fin, al tiempo que volvía a acomodarse en el banco y negaba con la cabeza—. No lo había visto nunca. —Sus hundidos ojos oscuros rebosaban interés y especulación—. Nadie en la ciudad lo conoce tampoco. Aunque he oído que también ha estado haciendo preguntas sobre ese Claudel Fraser en Halifax y Edenton. —Las aletas de su nariz vibraban de regocijo.
Claudel era su nombre de pila, y el único que tenía, aunque Jamie consideraba muy probable que nadie lo hubiera utilizado nunca fuera de París, ni en ningún momento durante los últimos treinta años.
Jamie abrió la boca para señalar que esperaba que Fergus hubiera actuado con precaución mientras realizaba sus pesquisas, pero lo pensó mejor y, en su lugar, tomó un trago de cerveza. Si Fergus había sobrevivido como impresor en esos tiempos tan conflictivos, no era por falta de discreción.
—¿Te recuerda a alguien? —preguntó, en cambio.
Fergus le dirigió una breve mirada de sorpresa, pero volvió a estirar el cuello antes de apoyarse en el respaldo de la silla negando con la cabeza.
—No. ¿Debería?
—No lo creo.
No lo creía, aunque se alegró de que Fergus se lo confirmara. Claire le había dicho lo que pensaba, que tal vez ese hombre fuera un pariente suyo, quizá un antepasado directo. Había procurado comentárselo en tono informal, descartar la idea incluso mientras la exponía, pero había visto brillar la inquietud en los ojos de ella y se había quedado preocupado. El hecho de que Claire no tuviera familia ni ningún pariente próximo en su propio tiempo le había parecido siempre algo espantoso, aun a pesar de que se daba cuenta de que este hecho tenía mucho que ver con su entrega hacia él.
Teniendo esto bien presente, se había fijado en él tanto como había podido, pero no había visto nada en el rostro ni en el porte de Beauchamp que le recordara mucho a Claire, y menos aún a Fergus.
No creía que esa idea —que Beauchamp pudiera ser de verdad pariente suyo— se le hubiese pasado a Fergus por la cabeza. Jamie estaba razonablemente seguro de que Fergus consideraba a los Fraser de Lallybroch como su única familia, aparte de Marsali y los niños, a quienes amaba con todo el fervor de su temperamento apasionado.
Ahora Beauchamp se despedía de Northrup con una reverencia muy parisina, agitando al mismo tiempo con gracia su pañuelo de seda. Qué casualidad que el hombre hubiera salido del almacén justo delante de ellos, pensó Jamie. Habían pensado ir a echarle un ojo más tarde, pero esa oportuna aparición les ahorró tener que ir a buscarlo.
—Es un buen barco —observó Fergus con la atención concentrada en el balandro llamado Huntress. Volvió a mirar a Jamie, pensativo—. ¿Estás seguro de que no quieres investigar la posibilidad de viajar con monsieur Beauchamp?
—Sí, estoy seguro —respondió él con sequedad—. ¿Ponerme a mí mismo y a mi mujer en manos de un hombre al que no conozco y cuyos motivos son sospechosos, en un barquito en medio de la inmensidad del mar? Incluso alguien que no se mareara a bordo de un barco podría dudar ante semejante perspectiva, ¿no?
La cara de Fergus se dividió en una sonrisa.
—¿Milady propone volver a clavarte un montón de agujas?
—Así es —contestó Jamie, irritado.
Odiaba que lo pincharan una y otra vez, y le disgustaba que lo obligaran a mostrarse en público lleno de púas como si fuera un estrafalario puercoespín, incluso dentro de los limitados confines de un barco. Lo único que le hacía consentir en ello era el hecho de saber a ciencia cierta que, de no hacerlo, estaría echando las tripas un sinfín de días seguidos.
No obstante, Fergus no advirtió su descontento. Volvía a pegarse a la ventana.
—Nom d’nom... —dijo en voz baja con tal gesto de aprensión que Jamie se giró de inmediato a mirar.
Beauchamp había recorrido un trecho de la calle, pero seguía a la vista. Sin embargo, se había detenido y parecía estar ejecutando una especie de baile desgarbado. Esto por sí solo era ya bastante extraño, pero más insólito aún era que Germain, el hijo de Fergus, estaba agachado en la calle justo frente a él saltando, al parecer, adelante y atrás como un sapo inquieto.
Esos peculiares movimientos se prolongaron unos segundos más y concluyeron cuando Beauchamp se quedó inmóvil, aunque moviendo los brazos como en señal de protesta mientras Germain parecía postrarse ante él. Luego, el chiquillo se puso en pie, embutiéndose algo en la camisa y, tras una breve conversación, Beauchamp soltó una carcajada y le tendió la mano. Intercambiaron un breve saludo y un estrechón de manos, y Germain se marchó calle abajo en dirección al Whinbush mientras Beauchamp continuaba su camino.
Germain entró en la taberna y, al verlos, se deslizó en el banco junto a su padre con aire de estar satisfecho.
—He conocido a ese hombre —dijo sin preámbulos—. Al hombre que busca a papá.
—Sí, ya lo hemos visto —terció Jamie arqueando las cejas—. ¿Qué demonios estabas haciendo con él?
—Bueno, lo vi venir, pero pensé que no se pararía a hablar conmigo si simplemente le gritaba. Así que arrojé a Simon y a Peter a sus pies.
—¿Quiénes...? —comenzó Jamie, pero Germain estaba ya rebuscando en las profundidades de su camisa.
Antes de que Jamie pudiera terminar la frase, el chiquillo sacó dos ranas de tamaño considerable, una verde y otra de una especie de color amarillo bilis, que se colocaron muy juntas sobre las tablas desnudas de la mesa, mirando nerviosas con ojos desor bitados.
Fergus le dio a Germain un cachete en la cabeza.
—Quita esas abominables criaturas de la mesa antes de que nos echen de aquí. ¡No me extraña que estés lleno de verrugas si andas con les grenouilles!
—Grandmère me dijo que lo hiciera —protestó Germain mientras recogía a sus mascotas y las devolvía a la cautividad.
—¿Ah, sí? —A Jamie no le sorprendían ya las curas de su esposa, pero eso parecía extraño, incluso para lo que ella acostumbraba.
—Bueno, dijo que lo único que se podía hacer para quitarme la verruga del codo era frotármela con una rana muerta y enterrarla, a la rana, quiero decir, en un cruce de caminos a medianoche.
—Vaya. Creo que posiblemente te estuviera gastando una broma. ¿Y qué te dijo el francés?
Germain levantó la vista, con los ojos llenos de interés y abiertos de par en par.
—Oh, no es francés, grandpère.
Un breve latido de sorpresa recorrió su cuerpo.
—¿No? ¿Estás seguro?
—Claro que sí. Soltó una palabrota de lo más blasfema cuando Simon aterrizó en su zapato... pero no tanto como las de papá. —Germain le dirigió una mirada cariñosa a su padre, que parecía dispuesto a darle otro cachete, pero desistió ante un gesto de Jamie—. Es inglés, estoy seguro.
—¿Blasfemó en inglés? —inquirió Jamie.
Era cierto. Cuando los franceses decían palabrotas, solían aludir a las verduras, mezclándolas a menudo con referencias sagradas. Los tacos ingleses, por lo general, no tenían nada que ver ni con los santos, ni con los sacramentos, ni con los pepinos, sino con Dios, las prostitutas o los excrementos.
—Sí. Pero no puedo repetir lo que dijo o papá se ofenderá. Papá tiene unos oídos muy puros —añadió Germain dirigiéndole a su padre una sonrisa satisfecha.
—Deja de fastidiar a tu padre y dime qué más te dijo ese hombre.
—Vale —respondió Germain, obediente—. Cuando se dio cuenta de que no eran más que un par de ranitas, se echó a reír y me preguntó si me las llevaba a casa para cenar. Le dije que no, que eran mis mascotas, y le pregunté si ese barco de allí era el suyo, porque todo el mundo lo decía y era muy bonito, ¿no? Estaba fingiendo ser tonto, ¿vale? —explicó por si su abuelo no había entendido la estratagema.
Jamie reprimió una sonrisa.
—Muy listo —dijo con sequedad—. ¿Y qué más?
—Dijo que no, que el barco no era suyo, sino que pertenecía a un noble francés. Y yo, por supuesto, pregunté quién era. Y él contestó que era el barón Amandine.
Jamie intercambió una mirada con Fergus, que pareció sorprendido y alzó un hombro en señal de ignorancia.
—Entonces, le pregunté cuánto iban a quedarse, porque quería traer a mi hermano a ver el barco. Y él contestó que zarparían mañana con la marea del anochecer, y me preguntó (pero estaba bromeando, me di cuenta de ello) si quería ir a trabajar de grumete durante el viaje. Le respondí que no, que mis ranas se marean en el mar, como mi abuelo. —Le dirigió una sonrisa satisfecha a Jamie, quien lo miró con severidad.
—¿No te ha enseñado tu padre que «ne petez pas plus haut que votre cul»?
—Mamá te lavará la boca con jabón si dices cosas como ésa —le informó Germain, virtuoso—. ¿Quieres que le robe la cartera? Lo vi entrar en la posada de la calle Cherry. Podría...
—No, no podrías —se apresuró a replicar Fergus—. Además, no digas cosas de ese tipo donde la gente pueda oírte. Tu madre nos matará a los dos.
Jamie sintió un escalofrío en la nuca y miró a toda prisa a su alrededor para asegurarse de que nadie lo había oído.
—Le has estado enseñando a robar carteras...
Fergus adoptó una expresión ligeramente taimada.
—Pensé que era una pena que esas habilidades se perdieran. Es un legado familiar, por así decirlo. No dejo que robe cosas, por supuesto: las devolvemos.
—Creo que tendremos que hablar en privado más tarde —manifestó Jamie dirigiéndoles a ambos una mirada amenazadora.
Si pillaban a Germain robando carteras... Sería mejor que les metiera a ambos el temor de Dios en el cuerpo antes de que acabaran en la picota, si no directamente colgados de un árbol por robo.
—Y ¿qué me dices del hombre al que sí te mandamos buscar? —le preguntó Fergus a su hijo, aprovechando la oportunidad para desviar la ira de Jamie.
—Lo encontré —informó Germain, e hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta—. Ahí está.
DeLancey Hall era un hombre pequeño y pulcro con el aire silencioso y alerta de un ratón de iglesia. Era casi imposible imaginar nada menos parecido a un contrabandista, pensó Jamie, lo que tal vez constituía un valioso atributo en ese mundillo.
—Me dedico al transporte marítimo de tejidos —fue como Hall describió con toda discreción su actividad—. Ayudo a encontrar barcos para cargas específicas, lo que no es tarea fácil en estos tiempos, caballeros, como pueden imaginar.
—Tenga la seguridad de que me lo imagino. —Jaimie le sonrió—. No poseo ninguna carga que mandar, pero tengo la esperanza de que usted pueda saber de una situación que me convenga. Mi esposa, mi sobrino y yo buscamos pasaje para Edimburgo.
Tenía la mano bajo la mesa, dentro de su escarcela. Había cogido algunas de las esferas de oro y las había aplastado con un martillo, formando discos irregulares. Sacó tres de ellos y, moviéndose muy levemente, se los puso a Hall sobre las rodillas.
La expresión del hombre no cambió lo más mínimo, pero Jamie se dio cuenta de que su mano se lanzaba a coger los discos, los sopesaba por unos instantes y desaparecía en el interior de su bolsillo.
—Creo que podría hacerse —dijo, inexpresivo—. Conozco a un capitán que sale rumbo a Wilmington dentro de un par de semanas más o menos y al que se podría convencer para que aceptara pasajeros... a cambio de una compensación.
Algo más tarde, Jamie y Fergus salieron juntos hacia la imprenta, discutiendo las probabilidades de que Hall lograra proporcionarles un barco. Germain caminaba distraído frente a ellos, zigzagueando de un lado a otro en respuesta a lo que fuera que estuviera barajando en su fertilísimo cerebro.
El cerebro del propio Jamie estaba más que ocupado. El barón Amandine. Conocía el nombre, aunque no acertaba a identificar su rostro, ni tampoco recordaba en qué contexto lo había oído. Sólo que había oído hablar de él en París. Pero ¿cuándo? Cuando iba allí a la universidad... o más tarde, cuando Claire y él... Sí, eso era. Había oído ese nombre en el juzgado. Pero, por mucho que se exprimía el cerebro, éste no le proporcionaba más información.
—¿Quieres que vaya a hablar con ese Beauchamp? —preguntó de pronto Jamie—. Tal vez pueda averiguar cuáles son sus intenciones respecto a ti.
Fergus apretó un poco los labios, pero luego se relajó mientras meneaba la cabeza.
—No —contestó—. ¿Te he dicho ya que me han contado que estuvo haciendo preguntas sobre mí en Edenton?
—¿Estás seguro de que se trataba de ti?
No era que el territorio de Carolina del Norte estuviese plagado de Claudel, pero aun así...
—Creo que sí. —Fergus habló en voz muy baja sin perder de vista a Germain, que había empezado a croar con suavidad, evidentemente conversando con las ranas que llevaba bajo la camisa—. La persona que me lo dijo mencionó que aquel hombre no sólo tenía un nombre, sino también algo de información, incompleta. Que al tal Claudel Fraser que estaba buscando se lo había llevado de París un escocés alto y pelirrojo que se llamaba James Fraser. Así que creo que no puedes ir a hablar con él, no.
—No sin llamar su atención, es verdad —admitió Jamie—. Pero... no sabemos cuáles son sus intenciones, podría ser algo muy ventajoso para ti, ¿no crees? ¿Cuáles son las probabilidades de que en Francia alguien se tome la molestia y corra con los gastos de enviar a alguien como él para hacerte daño, cuando podrían contentarse con dejar que te quedes en América? —Vaciló—. A lo mejor... el barón Amandine es pariente tuyo.
La simple idea de que así fuera parecía una de esas cosas que suceden en las novelas, y probablemente se tratase de una absoluta tontería. Pero, al mismo tiempo, a Jamie no se le ocurría ninguna razón sensata por la que un aristócrata francés pudiera estar buscando por dos continentes a un bastardo nacido en un burdel.
Fergus asintió, aunque tardó en contestar. Ese día se había puesto el garfio en lugar del guante relleno de salvado que llevaba en las ocasiones formales, y se rascó delicadamente la nariz con la punta antes de responder.
—Durante mucho tiempo —dijo por fin—, cuando era pequeño, imaginé que era el hijo bastardo de un gran hombre. Creo que todos los huérfanos lo hacen —añadió sin emoción alguna—. Fingir que no será siempre igual, que alguien vendrá y volverá a colocarte en el lugar que te corresponde en el mundo te hace la vida más fácil de soportar.
Se encogió de hombros.
—Luego crecí y me di cuenta de que no era verdad. Nadie acudiría a rescatarme. Pero justo entonces... —Volvió la cabeza y le dirigió a Jamie una sonrisa que desbordaba afecto—. Entonces crecí aún más, y descubrí que, después de todo, era cierto. Soy el hijo de un gran hombre.
El garfio tocó la mano de Jamie, duro y hábil.
—No deseo más.