Long Island, colonia de Nueva York
Septiembre de 1776
William deseó poder hablar con su padre. No es que quisiera que lord John ejerciese ninguna influencia, se aseguraba a sí mismo. Claro que no. Sólo quería unos consejos prácticos. Pero lord John había regresado a Inglaterra, y William estaba solo.
Bueno, no estaba exactamente solo. En esos momentos estaba al frente de un destacamento de soldados que vigilaban un punto de control de aduanas en la frontera de Long Island. Le propinó un brutal manotazo a un mosquito que se le había posado en la muñeca y, por una vez, lo aplastó. Desearía poder hacer lo mismo con Clarewell. Con el teniente Edward Markham, marqués de Clare well, también conocido —por William y un par de sus amigos más íntimos— como Ned Sin Mentón, o el Maricón. William se dio otro manotazo en la prominente barbilla al notar una sensación de cosquilleo, se dio cuenta de que dos de sus hombres habían desaparecido momentáneamente y se dirigió hacia la carreta que habían estado inspeccionando, al tiempo que gritaba sus nombres.
El soldado Welch apareció desde detrás de la carreta como el muñeco de resorte de una caja de sorpresas, con expresión asustada y limpiándose la boca. William se inclinó hacia delante, le olisqueó el aliento y le dijo sin más:
—Cargos. ¿Dónde está Launfal?
En la carreta, concluyendo a toda velocidad un trato con su propietario por tres botellas de coñac de contrabando que el caballero estaba intentando importar de manera ilícita. Mientras ahuyentaba malhumorado las hordas de mosquitos devoradoras de hombres que acudían en enjambres desde los pantanos vecinos, William arrestó al propietario de la carreta, llamó a los otros tres hombres de su destacamento y les mandó escoltar al contrabandista, a Welch y a Launfal hasta donde se encontraba el sargento. Luego cogió un mosquete y se apostó en medio de la carretera, solo y feroz, con una actitud que desafiaba a cualquiera que intentara pasar.
Ironías de la vida, aunque la carretera había estado muy transitada toda la mañana, nadie intentó pasar durante algún tiempo, proporcionándole la ocasión de volver a centrar su mal humor en Clarewell.
Heredero de una familia muy influyente, íntimamente relacionada con lord North, Ned Sin Mentón había llegado a Nueva York una semana antes que William y había pasado, asimismo, a formar parte del Estado Mayor de Howe, donde había anidado con toda comodidad en los paneles de madera que rodeaban al general —quien, dicho sea en su honor, tendía a parpadear, perplejo, y a mirar con dureza al Maricón, como si se preguntara quién demonios era— y al capitán Pickering, el edecán del general, un hombre presumido y mucho más susceptible a la entusiasta actitud de lameculos de Ned.
Como consecuencia, Sin Mentón había estado embolsándose las misiones más apetecibles, acompañando a caballo al general en breves expediciones de exploración, asistiéndolo en reuniones con dignatarios indios y cosas por el estilo, mientras William y otros varios oficiales jóvenes se dedicaban a cambiar papeles de sitio y se morían de aburrimiento sin nada que hacer. Mala pata, después de la libertad y las emociones de las tareas de inteligencia.
Podría haber tolerado las restricciones que suponían el hecho de vivir en cuarteles y la burocracia del ejército. Su padre lo había educado cuidadosamente en la necesidad de actuar con templanza en circunstancias difíciles, soportar el aburrimiento, saber manejar a los imbéciles, y en el arte de la cortesía glacial como arma. No obstante, alguien que carecía de la fuerza de carácter de William había sufrido un día una crisis nerviosa e, incapaz de resistir las posibilidades de escarnio que sugería la contemplación del perfil de Ned, había dibujado una caricatura del capitán Pickering con los pantalones bajados hasta los tobillos, aleccionando a los oficiales más jóvenes, y en apariencia ignorando al Maricón, que surgía del culo de Pickering con la cabeza por delante y una sonrisa burlona.
El autor del divertido dibujo no había sido William —aunque deseaba haberlo hecho él—, pero el propio Ned lo había descubierto riéndose de él, tras lo cual —con una rara muestra de hombría— le había propinado un puñetazo en la nariz. Durante la pelea resultante, los oficiales jóvenes habían desalojado sus dependencias y habían roto unos cuantos muebles sin importancia, y, de resultas de ello, William había tenido que presentarse goteando sangre en la pechera de su camisa ante un capitán Pickering de fría mirada mientras la grosera caricatura se exhibía acusadora sobre el escritorio.
Por supuesto, William había rechazado la autoría del dibujo, pero se había negado a identificar al artista. Había utilizado la estrategia de la cortesía glacial, que había surtido el efecto de que Pickering no mandase a William a la prisión militar. Tan sólo a Long Island.
—Maldito lameculos —murmuró mirando con tal ferocidad a una lechera que se acercaba, que la mujer se detuvo en seco y pasó a continuación frente a él, observándolo con unos grandes ojos alarmados que sugerían su temor a que pudiera estallar en cualquier momento.
William le enseñó los dientes y ella lanzó un grito de espanto y salió corriendo tan deprisa que parte de la leche se derramó de los cubos que llevaba en un yugo sobre los hombros.
Al ver lo sucedido, William se arrepintió. Deseó poder ir tras ella y pedirle perdón, pero no podía. Un par de arrieros bajaban por la carretera en su dirección con una piara de cerdos. William dirigió un vistazo a la masa de carne de cerdo moteada que se aproximaba chillando y dando empujones, con las orejas rasgadas y manchadas de barro, y se subió ágilmente de un salto al cubo que le servía de puesto de mando. Los arrieros lo saludaron alegremente con la mano, gritándole lo que tanto podían ser saludos como insultos. No estaba seguro de que estuvieran hablándole en inglés, así que no se molestó en averiguarlo.
Los cerdos pasaron, dejándolo en medio de un mar de barro pisoteado y generosamente salpicado de excrementos frescos. Intentó alejar a manotazos la nube de mosquitos que había vuelto a congregarse de forma inquisitiva alrededor de su cabeza y pensó que ya tenía bastante. Llevaba dos semanas en Long Island, es decir, trece días y medio de más. No lo suficiente, sin embargo, para obligarlo a disculparse ni con Sin Mentón ni con el capitán.
—Pelotillero —murmuró.
Pero tenía una alternativa. Y cuanto más tiempo pasaba allí fuera con los mosquitos, más atractiva la encontraba.
La distancia entre su avanzada y el cuartel general era demasiado grande como para recorrerla dos veces al día. Por ese motivo, lo habían alojado temporalmente en casa de un hombre llamado Culper y de sus dos hermanas. Culper no estaba encantado, que se diga. Le latía el ojo izquierdo cada vez que veía a William, pero las dos señoras mayores le tenían gran aprecio y él les devolvía el favor siempre que podía llevándoles algún que otro jamón o unos metros de batista confiscados. La noche anterior se había presentado con un pedazo de panceta de la buena, y la señorita Abigail Culper le había informado de que tenía una visita.
—Está fumando fuera en el jardín —dijo señalando con la cabeza tocada con una cofia hacia un lado de la casa—. Me temo que mi hermana no le ha dejado fumar dentro.
Esperaba encontrarse a uno de sus amigos, que hubiera venido a hacerle compañía, o quizá con la noticia de un perdón oficial que lo llevaría de vuelta del exilio en Long Island. En cambio, halló al capitán Richardson, pipa en mano, observando pensativo cómo el gallo de los Culper montaba a una gallina.
—Los placeres de una vida bucólica —observó el capitán mientras el gallo se caía de espaldas. El animal se puso en pie tambaleándose y cacareó, desmelenado y triunfante, mientras la gallina se sacudía para arreglarse las plumas y volvía a picotear el suelo como si tal cosa—. Qué tranquilo es esto, ¿verdad?
—Oh, sí —respondió William—. Su seguro servidor, señor.
En realidad, no era nada tranquilo. La señorita Beulah Culper tenía media docena de cabras que balaban día y noche, aunque la mujer le aseguraba a William que servían para mantener a los ladrones alejados del granero del maíz. En ese preciso momento, una de dichas criaturas lanzó un salvaje balido desde su corral, que hizo que el capitán Richardson dejara caer la bolsa del tabaco. Unas cuantas cabras más empezaron a soltar fuertes beeees, como mofándose.
William se inclinó y recogió la bolsa, manteniendo el rostro diplomáticamente inexpresivo, aunque el corazón le latía con fuerza. Richardson no había ido hasta Long Island sólo para pasar el rato.
—Dios mío —murmuró Richardson lanzándoles una mirada a las cabras. Meneó la cabeza e hizo un gesto en dirección a la carretera—. ¿Quiere dar un pequeño paseo conmigo, teniente?
William asintió de buena gana.
—He oído algo acerca de su actual situación —sonrió Richardson—. Hablaré con el capitán Pickering, si quiere.
—Muy amable por su parte —repuso William—. Aunque me temo que no puedo pedir perdón por algo que no he hecho.
Richardson agitó la pipa haciendo caso omiso de sus palabras.
—Pickering tiene mal genio, pero no es rencoroso. Me ocuparé de ello.
—Gracias, señor.
«¿Y qué quiere usted a cambio?», se preguntó William.
—Hay un tal capitán Randall-Isaacs —dijo Richardson como de pasada—, que viajará este mes a Canadá, donde tiene ciertos asuntos militares de que ocuparse. Sin embargo, mientras esté allí, es posible que se reúna con... cierta persona que podría proporcionarle al ejército una información muy valiosa. No obstante, tengo razones para suponer que dicha persona habla poco inglés, y el capitán Randall-Isaacs, por desgracia, poco francés. Un compañero de viaje que hablase esa lengua con fluidez podría ser... útil.
William asintió, pero no hizo preguntas. Ya habría tiempo para ello, si decidía aceptar el encargo de Richardson.
Hablaron de banalidades durante el resto del camino de vuelta, tras lo cual el capitán rechazó cortésmente la invitación de la señorita Beulah a quedarse a cenar y se marchó reiterando su promesa de hablar con Pickering.
¿Debía hacerlo?, se preguntaba William más tarde mientras escuchaba los suaves ronquidos de Abel Culper en el piso de abajo. Había luna llena y, aunque el desván no tenía ventanas, sentía su atracción. Nunca podía dormir con luna llena.
¿Debía quedarse en Nueva York con la esperanza de mejorar su situación o, por lo menos, de ver por fin algo de acción? ¿O cortar por lo sano y aceptar el nuevo encargo de Richardson?
Sin duda alguna, su padre le habría aconsejado lo primero. Para un oficial, la mejor oportunidad de progresar y hacerse notar residía en distinguirse en combate, no en el reino sombrío, y de reputación vagamente dudosa, del espionaje. Sin embargo... la rutina y las restricciones del ejército le resultaban más bien molestas después de sus semanas de libertad. Y, además, sabía que había sido útil.
¿Qué podía aportar un teniente, sepultado bajo el peso aplastante de los rangos que tenía por encima, tal vez al mando de sus propias compañías, pero obligado, a pesar de todo, a obedecer órdenes sin poder actuar jamás según le dictara su propio criterio?... Les sonrió a las vigas del techo, apenas visibles un palmo por encima de su rostro, al pensar qué tendría que decir su tío Hal acerca del criterio de los oficiales de menor graduación.
Pero el tío Hal era mucho más que un simple militar de carrera. Se preocupaba apasionadamente por su regimiento: por su bienestar, por su honor, por los hombres que tenía a sus órdenes. En realidad, William no había pensado en su propia carrera en el ejército más allá del futuro inmediato. La campaña americana no duraría mucho. Y después, ¿qué?
Era rico, o lo sería cuando alcanzara la mayoría de edad, y no le faltaba mucho para ello, aunque esa circunstancia parecía uno de esos cuadros que tanto le gustaban a su padre, con una perspectiva que se iba desvaneciendo y concentraba la vista en un infinito imposible. Pero cuando tuviera su dinero, podría comprar un cargo mejor donde quisiera, tal vez una capitanía en los lanceros... Que se hubiera distinguido en Nueva York, o no, no tendría ninguna importancia.
Su padre —ahora William casi lo oía hablar, por lo que se cubrió la cara con la almohada con el fin de sofocar su voz— le diría que, a menudo, la reputación dependía de acciones sin importancia, de decisiones tomadas con honor y responsabilidad, no del enorme drama de las batallas heroicas. A William, la responsabilidad cotidiana no le interesaba, pero hacía demasiado calor para seguir bajo la almohada, así que la tiró al suelo con un gruñido de irritación.
—No —le dijo a lord John en voz alta—. Me voy a Canadá. —Y volvió a dejarse caer en su cama húmeda y llena de bultos mientras cerraba los ojos y los oídos a cualquier otro consejo sensato.
Una semana después, las noches se habían vuelto lo bastante frescas como para que William agradeciera la chimenea de la señorita Beulah y su estofado de ostras y, a Dios gracias, lo bastante frías como para ahuyentar a los condenados mosquitos. No obstante, los días eran aún considerablemente calurosos, y a Wil liam casi le parecía un placer que mandaran a su destacamento a peinar la costa en busca de un presunto alijo de contrabando que había llegado a oídos del capitán Hanks.
—¿Un alijo de qué? —inquirió Perkins con la boca colgando medio abierta, como de costumbre.
—De langostas —respondió William con impertinencia, pero se contuvo al ver la expresión confusa de Perkins—. No lo sé, aunque probablemente lo reconozca usted cuando lo vea. Aun así, no se lo beba, venga a buscarme.
Los barcos de los contrabandistas llevaban casi de todo a Long Island, pero no había muchas probabilidades de que el presente rumor guardase relación con un alijo de ropa de cama o cajas de vajilla holandesa. Tal vez se tratara de coñac, tal vez de cerveza, pero casi con toda seguridad de algo bebible. El contrabando de licor era, con mucho, el más rentable. William dividió a los hombres por parejas y los envió a registrar la playa, y luego permaneció observándolos hasta que se hallaron a una distancia prudencial antes de dejar escapar un profundo suspiro y apoyarse contra un árbol.
Los árboles que crecían cerca de la orilla eran pinos pequeños y retorcidos, pero la brisa del mar corría de manera muy agradable entre sus hojas, vertiendo en sus oídos reconfortantes susurros. Volvió a suspirar, esta vez de placer, al recordar cuánto le gustaba la soledad. No había estado solo en todo un mes. Sin embargo, si aceptaba la oferta de Richardson... Bueno, estaría Randall-Isaacs, por supuesto, pero aun así... semanas viajando, libre de las restricciones del deber y de la rutina del ejército. Silencio para pensar. ¡Lejos de Perkins!
Se preguntó por pasar el rato si podría colarse en las dependencias de los oficiales jóvenes y molerle los huesos a Sin Mentón antes de desaparecer, como un piel roja. ¿Debería disfrazarse? No si esperaba a que hubiera anochecido, decidió. Ned tal vez sospecharía, pero no podría probar nada si no le veía la cara a William. Aunque, ¿no sería una bajeza atacar a Ned mientras dormía? Bueno, de acuerdo. Remojaría a Ned con el contenido de su orinal para despertarlo antes de continuar.
Una golondrina pasó volando a escasos centímetros de su cabeza, arrancándole, sobresaltado, de esos agradables pensamientos. Su movimiento asustó a su vez al pájaro, que emitió un indignado chillido al descubrir que no era comestible a pesar de todo y se marchó planeando sobre el agua. William cogió una piña del suelo y se la arrojó al ave; erró escandalosamente el tiro, pero no le importó. Le mandaría una nota a Richardson esa misma noche diciéndole que sí. Esa idea le aceleró el corazón y una sensación de euforia tan ligera como el vuelo de la golondrina surcando el aire se apoderó de él.
Se limpió la arena de los dedos en los pantalones y se tensó al percibir un movimiento en el agua. Un balandro barloventeaba arriba y abajo cerca de la costa. Al reconocerlo, se relajó. Era ese maleante de Rogers.
—Me gustaría saber qué andas buscando tú —murmuró.
Salió a la orilla arenosa y se detuvo entre el barro, con los puños en las caderas, dejando ver su uniforme por si Rogers no había visto a sus hombres desperdigados playa abajo, unos puntos rojizos que gateaban por las dunas como chinches. Si Rogers también había oído hablar del alijo, William quería asegurarse de que sabía que sus soldados tenían derechos sobre él.
Robert Rogers era un oscuro personaje que había llegado a Nueva York con el rabo entre las piernas unos meses antes y se las había ingeniado, no se sabía cómo, para que el general Howe lo nombrara mayor y para que su hermano, el almirante, le diera un balandro. Decía ser un guerrero indio, y le gustaba vestirse como uno de ellos. Sin embargo, era muy eficiente. Había reclutado hombres suficientes para formar diez compañías de soldados peripuestamente uniformados, pero seguía rondando la costa con su balandro con una pequeña compañía de hombres con aspecto de ser tan poco de fiar como él, en busca de reclutas, espías, contrabandistas y —William estaba convencido de ello— cualquier cosa que no estuviera clavada en el suelo.
El balandro se acercó un poco más a la orilla, y William vio a Rogers en el puente: un hombre de cuarenta y muchos años, con la piel oscura, ajada y llena de costurones y un feo bulto en la frente. Pero éste divisó a William y lo saludó con un gesto afable. Él levantó cortésmente la mano a modo de respuesta. Si sus hombres encontraban algo, tal vez necesitaría que Rogers llevase el botín de vuelta a Nueva York, acompañado de un guardián para impedir que desapareciera en route.
Corrían muchas historias acerca de Rogers, algunas a todas luces difundidas por él mismo. Pero, hasta donde William sabía, su mérito fundamental era haber intentado presentarle sus respetos en algún momento al general Washington, quien no sólo declinó recibirlo, sino que, además, lo había echado sin ceremonias del campamento de los continentales y le había negado en lo sucesivo la entrada. William consideraba este hecho una prueba de buen juicio por parte de los virginianos.
¿Y ahora qué? El balandro había arriado velas, y se acercaba un pequeño bote. Era Rogers, que remaba solo. William desconfió de inmediato. No obstante, se metió en el agua y asió la borda del barco, y ayudó a Rogers a arrastrarlo hasta la arena.
—¡Bien hecho, teniente! —Rogers le sonrió, con la boca mellada, pero seguro de sí mismo.
William le dirigió un saludo escueto y formal.
—Mayor.
—¿No estarán sus muchachos buscando por casualidad un alijo de vino francés?
«¡Maldición, ya lo ha encontrado!»
—Oímos hablar de actividades de contrabando en los alrededores —repuso William con sequedad—. Estamos investigando.
—Claro, claro —aprobó Rogers amistosamente—. ¿Quiere ahorrarse un poco de tiempo? Pruebe en dirección contraria... —Se volvió, señalando con la barbilla hacia un grupo destartalado de chozas de pescadores a medio kilómetro de distancia—. Está...
—Ya lo hemos hecho —lo interrumpió William.
—Está enterrado en la arena detrás de las casuchas —concluyó Rogers ignorando la interrupción.
—Le estoy muy agradecido, mayor —dijo William con toda la cordialidad de que fue capaz.
—Vi a dos tipos enterrándolo la noche pasada —explicó Rogers—. Pero no creo que hayan venido a buscarlo aún.
—Veo que está usted vigilando esta franja de costa —observó William—. ¿Busca algo en particular, señor? —añadió.
Rogers sonrió.
—Ya que lo menciona, señor, así es. Hay un tipo merodeando por aquí y haciendo preguntas odiosamente indiscretas, y me gustaría muchísimo hablar con él. Si usted o uno de sus hombres lo localizaran...
—Descuide, señor. ¿Sabe su nombre o qué aspecto tiene?
—Ambas cosas, da la casualidad —contestó Rogers al punto—. Es un hombre alto, con cicatrices por toda la cara causadas por una explosión de pólvora. Si lo viera, lo reconocería. Es un rebelde, de una familia rebelde de Connecticut. Se llama Hale.
El estómago de William dio un vuelco.
—Ah, ¿lo ha visto? —Rogers hablaba con suavidad, pero la mirada de sus ojos oscuros se había aguzado.
William sintió una profunda preocupación al ver que su rostro traslucía tan claramente sus emociones, pero asintió con la cabeza.
—Pasó ayer por el puesto de aduanas. Un hombre muy locuaz —añadió intentando recordar sus rasgos. Se había fijado en las cicatrices: unos pálidos verdugones que moteaban su frente y sus mejillas—. Estaba nervioso, sudaba y le temblaba la voz. El soldado que le dio el alto creyó que llevaba tabaco o algo escondido, pero le hizo volver los bolsillos del revés y no llevaba nada de contrabando. —William cerró los ojos, frunciendo el ceño mientras se esforzaba por recordar—. Tenía documentos... yo los vi.
Los había visto, en efecto, pero no había tenido ocasión de examinarlos personalmente, ya que estaba ocupado con un comerciante que llevaba un carro cargado de quesos, destinados, según le había dicho, al comisario británico. Cuando hubo terminado con él, a aquel hombre ya lo habían autorizado a marchar.
—El hombre que habló con él... —Rogers miraba playa abajo con los ojos entornados en dirección a los desganados buscadores que se distinguían a lo lejos—, ¿quién es?
—Un soldado raso llamado Hudson. Lo haré venir, si quiere —se ofreció William—. Pero dudo que pueda decirle gran cosa acerca de los documentos: no sabe leer.
Rogers se mostró contrariado, pero quiso que William llamara a Hudson de todos modos. Una vez allí, el soldado corroboró el relato que William había hecho del episodio, aunque no pudo recordar nada acerca de los documentos, salvo que una de las hojas tenía unos números escritos.
—Y un dibujo, creo —añadió—. Me temo que no me fijé en qué representaba, señor.
—Números, ¿eh? Bueno, bueno. —Rogers se frotó las manos—. ¿Y dijo adónde se dirigía?
—A visitar a un amigo, señor, que vivía cerca de Flushing. —Hudson se mostraba respetuoso, pero miraba al militar con curiosidad. Rogers iba descalzo y llevaba un par de pantalones de lino muy andrajosos con un chaleco corto hecho de piel de rata almizclera—. No le pregunté cómo se llamaba el amigo, señor. No creí que pudiera ser importante.
—Oh, dudo que lo sea, soldado. Dudo que ese amigo exista en absoluto. —Rogers se rió, aparentemente encantado con las noticias. Miró a lo lejos, a un lugar impreciso entre la niebla, con los ojos entornados, como si pudiera distinguir al espía entre las dunas, y meneó la cabeza despacio lleno de satisfacción—. Estupendo —dijo en voz baja, como hablando para sí, y ya se volvía para marcharse cuando William lo detuvo con un comentario.
—Gracias por la información acerca del alijo de contrabando, señor.
Perkins había estado supervisando la excavación mientras William y Rogers entrevistaban a Hudson, y ahora conducía hacia allí a toda prisa a un grupito de soldados que transportaban varios toneles recubiertos de arena haciéndolos rodar frente a ellos. Uno de los barriles golpeó un objeto duro oculto entre la arena, dio un salto en el aire y aterrizó con un fuerte golpe, tras lo cual salió despedido rodando de modo peligroso acompañado de los gritos de alegría de los soldados.
Al verlo, William dio un ligero respingo. Si el vino sobrevivía a su rescate, no estaría en condiciones de beberse hasta al cabo de quince días. No obstante, eso no impediría que nadie lo intentara.
—Me gustaría pedirle autorización para subir el contrabando incautado a bordo de su barco para su transporte —informó formalmente a Rogers—. Lo custodiaré y lo entregaré yo mismo, por supuesto.
—Oh, por supuesto. —Rogers parecía divertido, pero dio su consentimiento asintiendo con la cabeza. Se rascó la nariz mientras pensaba en algo—. No emprenderemos el viaje de vuelta hasta mañana. ¿Quiere acompañarnos esta noche? Podría sernos de ayuda, ya que ha visto usted al hombre que buscamos.
El corazón de William saltó de la emoción. El estofado de la señorita Beulah perdió interés frente a la perspectiva de dar caza a un espía peligroso. Y participar en su captura no podía más que mejorar su reputación, aunque la mayor parte del crédito fuera para Rogers.
—¡Estaré más que encantado de ayudarlo en cualquier aspecto, señor!
Rogers sonrió y luego lo miró de arriba abajo.
—Estupendo. Pero no puede ir a detener espías vestido así, teniente. Suba a bordo y le daré algo más adecuado.
Resultó que William le sacaba quince centímetros al más alto de los miembros de la tripulación de Rogers, así que acabó incómodamente ataviado con una larga camisa de basto lino —dejó los faldones por fuera por necesidad, para que no se notara que llevaba los botones superiores de la bragueta desabrochados— y unos pantalones de lona que amenazaban con castrarlo si realizaba algún movimiento repentino. Por supuesto, no podía abrocharse las hebillas, así que decidió imitar a Rogers e ir descalzo en lugar de sufrir la humillación de llevar unas medias de rayas que le dejaban al aire las rodillas y diez cen tímetros de tibia peluda entre la parte superior de éstas y los pantalones.
El balandro navegó hasta Flushing, donde Rogers, William y otros cuatro hombres desembarcaron. Rogers tenía allí una oficina de reclutamiento informal, en la trastienda del establecimiento de un comerciante situado en la calle mayor del pueblo. Desapareció momentáneamente en el interior del local y regresó con la agradable noticia de que a Hale no lo habían visto en Flushing y que, por tanto, era probable que se detuviera en una de las dos tabernas que había en Elmsford, a tres o cuatro kilómetros del pueblo.
Por consiguiente, los hombres se pusieron en camino en esa dirección, dividiéndose por prudencia en grupos más pequeños, de modo que a William le tocó ir con Rogers, con los hombros envueltos en un chal raído para protegerse del frío nocturno. No se había afeitado, por supuesto, así que creía que tenía el aspecto de un compañero adecuado para el ranger, quien había añadido a su atuendo un sombrero flexible con un pez volador seco pegado sobre el ala.
—¿Pasamos por pescadores de ostras o carreteros, tal vez? —inquirió William.
Rogers gruñó en señal de escueto regocijo y negó con la cabeza.
—Usted no pasaría ni por una cosa ni por la otra, si alguien lo oyera hablar. No, muchacho, mantenga la boca cerrada, salvo para meter algo en ella. Los chicos y yo nos ocuparemos de todo. Cuanto debe hacer, si ve a Hale, es un gesto con la cabeza.
El viento soplaba desde el mar y llevó hasta ellos el olor de las frías marismas, sazonado con un leve matiz de humo de chimenea. No había aún ninguna casa a la vista, y el paisaje que había en torno a ellos, cada vez más confuso, era sombrío. Sin embargo, la tierra fría y arenosa del camino resultaba agradable a sus pies desnudos, por lo que la desolación que los rodeaba no le pareció deprimente lo más mínimo. Estaba demasiado impaciente pensando en lo que lo esperaba.
Rogers guardó silencio la mayor parte del camino, avanzando con la cabeza baja para hacer frente a la fría brisa. Aun así, al cabo de un rato dijo en tono desenfadado:
—Traje al capitán Richardson desde Nueva York. Y lo llevé de vuelta.
William pensó por unos instantes responder «¿Al capitán Richardson?» en tono de cortés ignorancia, pero se dio cuenta a tiempo de que no iba a engañarlo.
—¿Ah, sí? —dijo en cambio, y guardó silencio a su vez.
Rogers se echó a reír.
—Es usted un tipo listo, ¿eh? En ese caso, tal vez Richardson haga bien en elegirlo.
—¿Le dijo que me había elegido para... algo?
—Buen chico. Nunca hay que dar nada gratis, aunque, a veces, vale la pena engrasar un poco los engranajes. No, Richardson es un pájaro listo. No me dijo ni una palabra sobre usted. Pero yo sé quién es, y lo que hace. Y sé dónde lo dejé. No iba a visitar a los Culper, se lo garantizo.
William emitió un sonido gutural de interés. Estaba claro que Rogers quería decirle algo. Que lo dijera, pues.
—¿Cuántos años tiene, muchacho?
—Diecinueve —respondió William con aspereza—. ¿Por qué?
Rogers se encogió de hombros. Ahora su silueta no era más que una sombra entre las muchas que se perfilaban en la creciente oscuridad.
—Lo bastante mayor como para arriesgar el cuello a propósito. Pero tal vez quiera pensarlo mejor antes de aceptar lo que sea que Richardson le esté proponiendo.
—Suponiendo que realmente me haya sugerido algo, de nuevo, ¿por qué?
Rogers lo tocó en la espalda, apremiándolo para que siguiera andando.
—Está usted a punto de verlo por sí mismo, muchacho. Venga.
La luz cálida y cargada de humo de la taberna y el olor a comida abrazaron a William. La verdad es que no había sido consciente del frío, la oscuridad o el hambre, pues tenía la mente concentrada en la aventura que se le presentaba. Ahora, sin embargo, hizo una inspiración larga y profunda, absorbiendo el olor a pan recién hecho y a pollo asado, y se sintió como un cadáver insensible, recién salido de la tumba y devuelto a la vida en el día de la resurrección.
Aun así, la siguiente bocanada de aire se le heló en la garganta y el corazón le dio un vuelco tremendo que impulsó una oleada de sangre por todo su cuerpo. Rogers, a su lado, dejó escapar un ronco sonido gutural de advertencia y miró a su alrededor con actitud desenfadada mientras lo guiaba hacia una mesa.
El hombre, el espía, se hallaba sentado cerca del fuego, comiendo pollo y charlando con un par de granjeros. La mayoría de los clientes de la taberna habían vuelto los ojos hacia la puerta al aparecer los recién llegados —más de uno de ellos había mirado a William con sorpresa—, pero el espía estaba tan absorto en su comida y en la conversación que ni siquiera levantó la vista.
William no se había fijado mucho en él la primera vez, pero lo habría reconocido de inmediato. No era tan alto como él, aunque sí varios centímetros más alto que la media, y tenía un aspecto chocante, con un cabello rubio ceniza y una frente ancha que exhibía las brillantes cicatrices causadas por el accidente con la pólvora que Rogers le había mencionado. Llevaba un sombrero redondo de ala ancha, que había dejado sobre la mesa junto a su plato, y un traje marrón muy corriente.
No llevaba uniforme... William tragó abundante saliva, no sólo a causa del hambre que tenía y del olor a comida.
Rogers se sentó a la mesa de al lado, le indicó a William por señas que se sentara en un taburete frente a él, y arqueó las cejas inquisitivo. El joven asintió en silencio, pero no volvió a mirar a Hale.
El tabernero les llevó comida y cerveza, y William se consagró a comer, contento de no tener que hablar. Hale, por su parte, se mostraba relajado y hablador, y les estaba contando a sus compañeros que era maestro de holandés en Nueva York.
—Pero la situación es tan inestable —decía meneando la cabeza— que la mayoría de mis alumnos se han marchado, han huido con sus familias a refugiarse con parientes en Connecticut o Nueva Jersey. Me imagino que aquí la situación será parecida o quizá peor, ¿no?
Uno de los hombres de su mesa se limitó a gruñir, pero el otro dejó escapar un resoplido, con un sonido desdeñoso y burlón.
—Podría decirse así. Esos malditos casacas rojas se llevan todo lo que no haya sido enterrado. Que seas tory, whig o rebelde no supone ninguna diferencia para esos cabrones avariciosos. Dices una palabra de protesta y te dan un golpe en la cabeza o te arrastran hasta la estacada para tenerlo más fácil. Sin ir más lejos, un animal gigantesco me paró la semana pasada en el puesto de control de aduanas y me requisó todo el cargamento de sidra de manzana. ¡Y, para colmo, se quedó con la maldita carreta! Me...
William se atragantó con un pedazo de pan, pero no se atrevió a toser. Jesús, no había reconocido a aquel hombre —le estaba dando la espalda—, pero recordaba perfectamente la sidra de manzana. ¿Un animal gigantesco?
Alargó el brazo para coger su cerveza y tomó un trago, intentando desalojar el pedazo de pan. No sirvió de nada, por lo que se puso a toser sin hacer ruido mientras notaba que el rostro se le ponía morado y veía que Rogers lo miraba con el ceño fruncido, consternado. Le señaló con un leve gesto al granjero de la sidra, se golpeó a sí mismo en el pecho y, tras ponerse en pie, salió de la estancia con el mayor sigilo posible. Su disfraz, aunque era excelente, no podía ocultar en modo alguno su enorme tamaño y, si el hombre lo reconocía como soldado británico, todo el asunto se iría a pique.
Consiguió no respirar hasta llegar sano y salvo al exterior, donde tosió hasta casi echar el estómago por la boca. Sin embargo, al final logró dejar de toser y se apoyó contra el muro de la taberna, aspirando largas y jadeantes bocanadas de aire. Deseaba haber tenido la suficiente presencia de ánimo como para haberse llevado consigo un poco de cerveza, en lugar del muslo de pollo que tenía en la mano.
El último de los hombres de Rogers acababa de llegar por el camino y, tras dirigirle una mirada perpleja, entró en el local. William se limpió la boca con el dorso de la mano y, ya erguido, torció silenciosamente por la esquina del edificio hasta llegar a una ventana.
Los recién llegados estaban ocupando su sitio, cerca de la mesa de Hale. Procurando mantenerse a un lado para evitar que lo identificaran, William observó que ahora Rogers había entablado conversación con Hale y los dos granjeros y parecía estar contándoles un chiste. Cuando terminó, el tipo de la sidra de manzana prorrumpió en gritos y dio varios golpes en la mesa. Hale trató de sonreír, pero parecía francamente escandalizado. El chiste debía de haber sido muy grosero.
Rogers se echó hacia atrás mientras llamaba de manera informal la atención de toda la mesa con un movimiento de la mano y dijo algo, a lo que los demás asintieron y murmuraron su conformidad. A continuación se inclinó hacia delante con decisión para preguntarle algo a Hale.
William sólo podía oír fragmentos de la conversación por encima del ruido general de la taberna y el silbido del frío viento en sus oídos. Por cuanto alcanzaba a comprender, Rogers estaba declarando que era un rebelde, mientras sus propios hombres asentían, corroborándolo desde su mesa, y se acercaban más para formar un núcleo reservado de conversación alrededor de Hale. Éste parecía atento, excitado y muy impaciente. Muy bien podría haber sido un maestro de escuela, pensó William, aunque Rogers había mencionado que era capitán del ejército continental. William negó con la cabeza: Hale no parecía en absoluto un soldado.
Pero, al mismo tiempo, tampoco parecía un espía. Llamaba la atención por su aspecto bastante atractivo, su cara llena de cicatrices, su... altura.
Sintió un pequeño nudo frío en la boca del estómago. Santo Dios. ¿Era a eso a lo que Rogers se refería al decir que William iba a tener que andarse con cuidado con algo referente a las tareas que le encomendara el capitán Richardson, y que se daría cuenta de ello por sí mismo esa misma noche?
William estaba bastante acostumbrado tanto a su estatura como a las respuestas mecánicas de la gente al advertirla. Le gustaba mucho que lo admiraran por ello, pero, mientras realizaba su primera misión para el capitán Richardson, no se le había ocurrido nunca, ni por un instante, que la gente pudiera recordarlo o describirlo con gran facilidad a causa de ello. «Animal gigantesco» no era ningún cumplido, pero sí era inconfundible.
Con incredulidad, oyó a Hale no sólo revelar su propio nombre y el hecho de simpatizar con los rebeldes, sino también revelar que estaba haciendo pesquisas en relación con la fuerza de la presencia británica, tras lo que preguntó impetuosamente a los tipos con los que estaba hablando si habían visto casacas rojas en los alrededores.
William se quedó tan asombrado de su temeridad que pegó el ojo al borde del marco de la ventana justo a tiempo de ver cómo Rogers miraba a su alrededor con exagerada cautela antes de inclinarse hacia delante en actitud confidencial, darle a Hale una palmadita en el antebrazo y decir:
—Bueno, señor, sí que los he visto, pero debería tener más cuidado con lo que dice en un lugar público. ¡Podría oírlo cualquiera!
—¡Bah! —se rió Hale—. Aquí estoy entre amigos. ¿No acaba mos de brindar todos por el general Washington y la ruina del rey? —Más tranquilo, pero aún entusiasmado, empujó su sombrero a un lado y le hizo señas al tabernero para que les llevara más cerveza—. Venga, tome otra, señor, y cuénteme lo que ha visto.
A William lo asaltó de repente un impulso de gritar «¡Cierra el pico, imbécil!», o de arrojarle algo a Hale por la ventana. Pero, aunque hubiera podido hacerlo, ya era demasiado tarde. Aún tenía en la mano el muslo de pollo que se había estado comiendo. Al darse cuenta de ello, lo tiró. Tenía el estómago hecho un nudo y un sabor a vómito en la parte posterior de la garganta, a pesar de que la sangre seguía hirviéndole de excitación.
Hale estaba admitiendo cosas más graves todavía, animado por la admiración y los gritos patrióticos de los hombres de Rogers, quienes, tenía que admitirlo, estaban representando su papel a la perfección. ¿Durante cuánto tiempo dejaría Rogers que eso siguiera adelante? ¿Lo apresarían allí mismo, en la taberna? Probablemente no. A buen seguro, otros de los presentes eran también simpatizantes de los rebeldes, y podían sentirse impulsados a intervenir en defensa de Hale si Rogers lo arrestaba entre ellos.
Rogers no parecía tener ninguna prisa. Transcurrió casi media hora de tediosas chanzas mientras el ranger hacía lo que parecían ser pequeñas admisiones y Hale hacía otras mucho mayores a cambio, con sus mejillas larguiruchas brillantes de cerveza y de emoción por la información que estaba obteniendo. William tenía las piernas, los pies, las manos y la cara entumecidos, y le dolían los hombros por la tensión. Un crujido cercano lo distrajo de su atenta observación de la escena que se estaba desarrollando en el interior y miró hacia abajo, al tomar conciencia de pronto de un penetrante olor que se había ido insinuando sin que él fuera consciente.
—¡Dios mío!
Retrocedió de golpe, y casi metió el codo por la ventana antes de derrumbarse contra el muro de la taberna con un fuerte golpe. La mofeta, al ver interrumpido su disfrute del muslo de pollo desechado, levantó al instante la cola, al tiempo que la raya blanca hacía evidente el movimiento. William se quedó paralizado.
—¿Qué ha sido eso? —dijo una voz en el interior, y oyó a alguien correr un banco con un chirrido.
Conteniendo la respiración, movió un pie hacia un lado, pero volvió a detenerse al oír el débil sonido de unos golpecitos y ver temblar la raya blanca. Maldita sea, aquel bicho estaba golpeando el suelo con las patas. Se trataba de una indicación de ataque inminente, según le habían dicho, y se lo había dicho alguien cuya lamentable condición dejaba bien claro que hablaba por experiencia.
Unos pies se acercaban a la puerta, alguien acudía a investigar.
Dios santo, si lo encontraban fuera escuchando a escondidas... Apretó los dientes, templando los nervios para lo que debía ser por fuerza una abnegada acción encaminada a perderse de vista. Pero ¿qué pasaría si lo hacía? No podía volver a unirse a Rogers y a los demás apestando a mofeta. Aunque...
Al abrirse, la puerta puso fin a todas sus especulaciones. William saltó sin pensarlo hacia la esquina del edificio. La mofeta también actuó de manera mecánica, pero, asustada por la apertura de la puerta, al parecer reajustó su puntería en consecuencia. William tropezó con una rama y fue a caer despatarrado cuan largo era sobre un montón de basura, al tiempo que oía a alguien chillar a pleno pulmón detrás de él en el preciso momento en que la noche se volvía repugnante.
William tosió, se ahogó e intentó dejar de respirar durante el tiempo suficiente para escapar del alcance del animal. Sin embargo, la falta de aire lo hizo boquear, y los pulmones se le llenaron de una sustancia que iba tantísimo más allá del concepto de olor que requería una descripción sensorial completamente nueva. Entre arcadas y farfulleos, con los ojos ardiendo y llorando por el ataque, se tambaleó a oscuras al otro lado de la carretera, situación de ventaja desde la que pudo ver cómo la mofeta se alejaba resoplando de furia mientras su víctima, desplomada hecha un ovillo sobre los escalones de la entrada de la taberna, gemía de tal modo que denotaba un sufrimiento espantoso.
William esperaba que no se tratara de Hale. Aparte de las dificultades prácticas que suponía arrestar y transportar a un hombre que ha sufrido un ataque semejante, uno se veía impulsado a pensar, por una mera cuestión de humanidad, que colgar a la víctima sería como echar sal en la herida.
No era Hale. Vio brillar el cabello rubio ceniza bajo la luz de las antorchas entre las cabezas que se asomaban curiosas, pero volvían a retirarse apresuradamente al interior.
Desde donde se encontraba oyó que unas voces comentaban cómo era mejor proceder. Decidieron que necesitaban vinagre, y en grandes cantidades. Ahora la víctima estaba lo bastante recuperada como para reptar hasta los arbustos, desde donde prosiguieron los ruidos de violentas arcadas. Eso, añadido al ofensivo olor que aún impregnaba la atmósfera, hizo que muchos otros caballeros vomitaran también, y William sintió que su propia garganta hacía esfuerzos para hacer lo mismo, aunque logró contenerse apretándose con fuerza la nariz con los dedos.
Cuando los amigos de la víctima se lo hubieron llevado de allí —conduciéndolo por el camino como a una vaca, pues nadie quería tocarlo— y la taberna hubo quedado vacía, ya que a nadie le quedaban ganas de comer ni beber en semejante ambiente, William estaba casi congelado, aunque, gracias a Dios, bien ventilado. Oyó maldecir al tabernero en voz baja mientras se estiraba para bajar la antorcha que ardía junto al letrero colgante y la sumergía, chisporroteando, en el barril de agua de lluvia.
Hale dio las buenas noches a todos, con su educada e inconfundible voz en la oscuridad, y siguió camino en dirección a Flushing, donde, sin lugar a dudas, tenía intención de procurarse una cama. Rogers —William lo reconoció por el chaleco de pieles, identificable incluso a la luz de las estrellas— se demoró cerca de la carretera, y reunió en silencio a sus hombres en torno a él mientras la multitud se dispersaba. William no se aventuró a unirse a ellos hasta que todo el mundo se hubo perdido de vista.
—¿Sí? —dijo Rogers al verlo—. Todos presentes, pues. Vámonos.
Y se marcharon, avanzando juntos por la carretera en silencio, siguiendo resueltos los pasos de su inconsciente presa.
Vieron las llamas desde el agua. La ciudad se estaba quemando, sobre todo el distrito próximo al East River, pero soplaba viento y el fuego se estaba propagando. Los hombres de Rogers especulaban excitados. ¿Habrían incendiado la ciudad los simpatizantes de los rebeldes?
—Es igualmente probable que haya sido obra de unos soldados borrachos —repuso Rogers en tono serio y templado.
William se sintió inquieto al ver el resplandor rojo en el cielo. El prisionero guardaba silencio.
Encontraron al general Howe —por fin— en su cuartel general de Beekman House, fuera de la ciudad, con los ojos enrojecidos a causa del humo, la falta de sueño y una rabia enterrada en lo más hondo. Ahí la mantuvo, por el momento. Llamó a Rogers y al prisionero a la biblioteca, donde tenía su despacho, y, tras una breve y atónita mirada al atuendo de William, mandó a este último a la cama.
Fortnum se encontraba en el desván, observando desde la ventana cómo ardía la ciudad. No podía hacerse nada al respecto. William se apostó junto a él. Se sentía extrañamente vacío, como irreal; helado, aunque el suelo estaba caliente bajo sus pies descalzos.
De vez en cuando, cuando las llamas daban con algo particularmente inflamable, surgía un puntual surtidor de chispas, pero, desde tan lejos, en realidad no había mucho que ver aparte del reflejo color sangre en el cielo.
—Nos culparán a nosotros, ya lo sabes —dijo Fortnum al cabo de un rato.
Al día siguiente, al mediodía, el aire seguía lleno de humo.
William no podía apartar los ojos de las manos de Hale. Había apretado involuntariamente los puños cuando un soldado raso se las ató, aunque se las había llevado a la espalda sin protestar. Ahora, se agarraba los dedos con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos.
Sin duda, aunque la mente se hubiera resignado, la carne protestaba, pensó William. Su propia carne protestaba sólo por estar allí, la piel se le crispaba como la de un caballo plagado de moscas, tenía calambres en el estómago y se le había soltado la tripa en horrible simpatía: había oído decir que a los colgados se les soltaban los intestinos. ¿Le sucedería lo mismo a Hale? Se sonrojó al pensarlo y dirigió los ojos al suelo.
Unas voces le hicieron levantar la vista. El capitán Moore acababa de preguntarle a Hale si deseaba hacer algún comentario. Hale negó con la cabeza. Evidentemente, lo habían preparado para ello.
William pensó que también a él deberían haberlo preparado para algo así. Hale se había pasado las dos últimas horas en la tienda del capitán Moore, escribiendo notas para que se las entregaran a su familia mientras los hombres reunidos para la apresurada ejecución esperaban agitándose impacientes. No estaba en absoluto preparado.
¿Por qué era diferente esa vez? Había visto morir a otros hombres, a algunos de manera horrible. Pero esa cortesía preliminar, esa formalidad, esa... urbanidad obscena, todo llevado a cabo con el conocimiento seguro de una muerte inminente y vergonzosa. La premeditación. La terrible premeditación, eso era.
—¡Por fin! —le murmuró Clarewell al oído—. Acabemos de una maldita vez. Me muero de hambre.
Un joven negro llamado Billy Richmond, un soldado raso a quien William había conocido por casualidad, había recibido orden de subirse a la escalerilla para atar la cuerda al árbol. Bajó y le hizo al oficial una seña con la cabeza.
Ahora Hale se encaramaba a la escalerilla, mientras el sargento mayor lo ayudaba a mantener el equilibrio. Tenía el lazo corredizo alrededor del cuello, una gruesa cuerda que parecía nueva. ¿No decían que las sogas nuevas se estiraban? Pero la escalerilla era alta...
William sudaba como un cerdo, a pesar de que hacía un poco de fresco. No debía ni cerrar los ojos ni apartar la mirada. No mientras Clarewell estuviera observándolo.
Apretó los músculos de la garganta y volvió a concentrarse en las manos de Hale. Aunque su rostro estaba sereno, sus dedos se contraían, impotentes, e iban dejando leves marcas húmedas en el faldón de su abrigo.
Un gruñido de fatiga y el sonido de algo que rechinaba. Retiraron la escalerilla y Hale emitió un sobrecogedor «¡jofff!» al caer. Ya fuera porque la cuerda era nueva, ya por otro motivo, su cuello no se rompió limpiamente.
Había rechazado la capucha, de modo que los espectadores se vieron obligados a verle la cara durante el cuarto de hora que tardó en morir. William reprimió un impulso irresistible de echarse a reír de puros nervios al ver los pálidos ojos azules abultarse hasta el punto de casi reventar, la lengua colgando por fuera de su boca. Asombrado. Parecía estar asombrado.
Sólo había un grupito de hombres reunidos para presenciar la ejecución. Vio a Richardson algo alejado, contemplando la escena con una expresión de lejano ensimismamiento. Como dándose cuenta de que estaba observándolo, Richardson le dirigió una mirada penetrante. William apartó la vista.