Lallybroch
Octubre de 1980
Brianna se levantó temprano, antes que los niños, aunque sabía que era una bobada: fuera lo que fuese lo que Roger hubiera ido a hacer a Oxford, tardaría al menos cuatro o cinco horas en ir hasta allí en coche y otras tantas en volver. Aunque hubiera salido al amanecer —y tal vez no hubiera podido, si no había llegado a tiempo de hacer lo que fuera el día anterior—, era imposible que llegara a casa, como muy pronto, antes del mediodía. Pero había dormido inquieta, y había tenido uno de esos sueños monótonos e inevitablemente desagradables, que consistía en la imagen y el sonido de la marea que subía, ola sobre ola, sobre ola, sobre... y se había despertado con la luz del alba, sintiéndose mareada e indispuesta.
Por un instante que fue como una pesadilla, se le pasó por la cabeza que podía estar embarazada, pero se había sentado de golpe en la cama y, al instante, el mundo había vuelto al orden a su alrededor. No tenía en absoluto la sensación de haber puesto un pie al otro lado del espejo, tan habitual en las primeras fases de embarazo. Sacó con prudencia un pie de la cama y el mundo se mantuvo estable, y su estómago también. Menos mal.
Sin embargo, no logró desembarazarse de la sensación de desasosiego, ya fuera por el sueño, por la ausencia de Roger o por el espectro del embarazo, de modo que emprendió las tareas domésticas cotidianas con la cabeza distraída.
A eso del mediodía, estaba doblando calcetines cuando se dio cuenta de que la casa estaba en silencio, tanto que se le erizaron los pelos de la nuca.
—¿Jem? —llamó—. ¿Mandy?
Silencio total. Salió del lavadero, escuchando por si oía los porrazos, los golpes y los gritos habituales arriba, pero no oyó el más leve ruido de pasos ni de bloques de construcción que se desplomaban, ni las voces agudas de los niños discutiendo.
—¡Jem! —gritó—. ¿Dónde estás?
No obtuvo respuesta. La última vez que eso había sucedido, dos días antes, había encontrado su despertador en el fondo de la bañera, con todas las piezas cuidadosamente desmontadas, y a ambos niños al otro extremo del jardín, irradiando fingida inocencia.
—¡Yo no he sido! —había declarado Jem en tono virtuoso cuando lo arrastró al interior de la casa y lo enfrentó a la evidencia—. Y Mandy es muy pequeña.
—Mu peñeña —había corroborado Mandy al tiempo que agitaba su mata de rizos negros con tanta energía que se le oscureció el rostro.
—Bueno, no creo que lo haya hecho papá —repuso Bree arqueando una ceja con gesto severo—. Y estoy segura de que Annie Mac no ha sido. Con lo que no nos quedan muchos sospechosos, ¿no es así?
—Chospechosos, chospechosos —repitió Mandy, feliz, encantada con la nueva palabra.
Jem había meneado la cabeza con gesto de resignación, observando las piezas esparcidas y las manecillas sueltas.
—Debemos de tener piskies, mamá.
—Pishkies, pishkies —canturreó Mandy tirando de su falda por encima de su cabeza y bajándose las braguitas de volantes—. ¡Tengo que hacer pishkie, mamá!
En medio de la urgencia provocada por esa declaración, Jem se había esfumado con astucia y no había vuelto a dejarse ver hasta la hora de cenar, cuando el asunto del despertador se había visto desbancado por la avalancha habitual de sucesos cotidianos para no volver a ser recordado hasta la hora de acostarse, cuando Roger se dio cuenta de su ausencia.
—Jem no suele mentir —había observado, pensativo, después de que Brianna le mostrase el pequeño cuenco de cerámica que contenía los restos del reloj.
Bree, que se estaba cepillando el pelo para irse a la cama, le había lanzado una mirada agria.
—Ah, ¿también tú crees que tenemos pixies?
—Piskies —corrigió él, distraído, mientras revolvía el montoncito de piezas del cuenco con un dedo.
—¿Quieres decir que aquí esos duendecillos traviesos se llaman realmente piskies? Creí que Jem lo había pronunciado mal.
—Bueno, no. Dicen pisky en Cornualles, pero los llaman pixies en otras partes del suroeste de Inglaterra.
—¿Cómo se llaman en Escocia?
—En realidad, aquí no los hay. Escocia ya tiene su buena colección de personajes fantásticos —había respondido él al tiempo que sacaba un puñado de piezas de reloj y las dejaba caer de nuevo tintineando musicalmente en el interior del cuenco—. Aunque los escoceses tienden a manifestaciones más lúgubres de lo sobrenatural: los caballos acuáticos, las banshees, las brujas azules y el Nuckelavee, ¿no? Los piskies son algo frívolos para Escocia. Aunque tenemos a los brownies —añadió cogiéndole el cepillo de la mano—, pero estos elfos son más bien una ayuda doméstica, no hacen diabluras como los piskies. ¿Puedes volver a montar el reloj?
—Claro... si es que los piskies no han perdido ninguna pieza. ¿Qué demonios es el Nuckelavee?
—Es de las islas Órcadas. No es algo de lo que quieras oír hablar antes de irte a la cama —le había asegurado e, inclinándose, le había soplado muy suavemente en el cuello, justo por encima del lóbulo de la oreja.
El recuerdo de lo que sucedió a continuación le provocó un débil hormigueo, que se sobrepuso por unos instantes a las sospechas de Bree acerca de lo que los niños podrían estar haciendo, pero la sensación se desvaneció, reemplazada por una preocupación cada vez mayor.
No había ni rastro ni de Jem ni de Mandy en ningún lugar de la casa. Annie MacDonald no acudía los sábados, y la cocina... A primera vista parecía intacta, pero estaba familiarizada con los métodos de Jem.
En efecto, faltaba el paquete de galletas de chocolate, además de una botella de limonada, aunque todas las demás cosas que había en el armario estaban en perfecto orden, y eso que el armario estaba a casi dos metros del suelo. Jem tenía un gran futuro como ladrón de viviendas, pensó. Si uno de esos días lo echaban de una vez por todas de la escuela por contarles a sus compañeros algo especialmente pintoresco aprendido en el siglo XVIII, por lo menos tendría una profesión.
El hecho de que faltara comida aplacó su preocupación. Si se habían llevado vituallas, significaba que estaban fuera, y aunque podían estar en cualquier parte en cuatrocientos metros a la redonda —Mandy no era capaz de recorrer una distancia mayor—, lo más probable era que no hubiesen ido muy lejos antes de sentarse a comer galletas.
Era un bonito día de otoño y, a pesar de que tenía que ir a buscar a sus sinvergüenzas, Brianna se alegraba de estar fuera, al aire y al sol. Los calcetines podían esperar. Y también revolver el lecho de tierra para las legumbres. Y hablar con el fontanero sobre el calentador del baño de arriba. Y...
«Por mucho que hagas en una granja, siempre hay más de lo que puedes hacer. Lo extraño es que este lugar no me engulla, como Jonás y la ballena.» Por unos instantes oyó la voz de su padre, llena de exasperada resignación al toparse con otra tarea inesperada.
Miró a su alrededor buscándolo, con una sonrisa, y de repente se detuvo, cuando la comprensión y la nostalgia se precipitaron sobre ella.
—Oh, papá —musitó.
Siguió caminando, más despacio, al ver de pronto no la mole de casa medio en ruinas, sino el organismo viviente que era Lal lybroch, y a todos los de su sangre que habían sido parte de ella, que aún lo eran.
Los Fraser y los Murray que habían puesto su sudor, su sangre y sus lágrimas en esos edificios y en ese suelo, que habían tejido sus vidas en su tierra. El tío Ian, la tía Jenny, la multitud de primos a los que apenas había conocido. El joven Ian. Ya todos muertos... pero, por curioso que pareciera, no desaparecidos.
—En absoluto —manifestó en voz alta, y halló consuelo en esas palabras.
Había llegado a la puerta posterior del huerto y se detuvo, mirando colina abajo hacia la vieja torre circular de piedra que daba nombre a ese lugar. El camposanto se hallaba en lo alto de esa misma colina, y la mayoría de sus lápidas estaban tan gastadas que los nombres y las fechas eran indescifrables, pues las propias lápidas estaban en su mayor parte ocultas por las aliagas trepadoras y las retamas. Y entre las salpicaduras de gris, verde negruzco y amarillo brillante, había dos manchas de rojo y azul.
La vegetación había invadido por completo el sendero. Las zarzas le rasgaban los vaqueros. Encontró a los niños siguiendo a gatas una procesión de hormigas, que a su vez estaban siguiendo un rastro de migas de galleta cuidadosamente dispuesto, de modo que los insectos tuvieran que atravesar un obstáculo de palitos y piedras.
—¡Mira, mamá! —Jem apenas si la miró, absorto en el espectáculo que tenía delante. Señaló al suelo, donde había encajado una vieja taza de té en la tierra y la había llenado de agua. Un grumo negro de hormigas, atraídas a su perdición con migas de chocolate, se debatía en su interior.
—¡Jem! ¡Eso no está bien! No debes ahogar a las hormigas... a menos que estén dentro de casa —añadió recordando vívidamente una reciente infestación en la despensa.
—No se están ahogando, mamá. Mira... ¿ves lo que hacen?
Bree se agachó a su lado para verlo más de cerca y observó que, en efecto, los animales no se estaban ahogando. Algunas hormigas sueltas que se habían caído dentro se debatían como locas avanzando hacia el centro, donde una gran masa de hormi gas se mantenían unidas, aferrándose las unas a las otras y formando una bola que flotaba sin hacer apenas mella en la superfi cie. Las hormigas de la bola se movían despacio, cambiando constantemente de lugar, y aunque una o dos que se hallaban cerca del borde estaban inmóviles, con toda probabilidad muertas, era evidente que la mayoría no corría ningún riesgo inmediato de ahogarse, sostenidas por los cuerpos de sus congéneres. De modo que la masa en sí se iba aproximando, de manera lenta y gradual, al borde de la taza, impulsada por los movimientos de las hormigas que la componían.
—Es realmente genial —declaró, fascinada, y se sentó un rato junto a Jem para observar a las hormigas antes de acabar decretando piedad y haciéndole sacar la bola de hormigas de la taza con una hoja, desde la que, una vez en tierra, se dispersaron y se marcharon enseguida a ocuparse de nuevo de sus asuntos—. ¿Crees que lo hacen a propósito? —le preguntó a Jem—. Me refiero a apiñarse de ese modo. ¿O sólo están buscando algo a lo que agarrarse?
—No lo sé —respondió él encogiéndose de hombros—. Lo buscaré en mi libro de hormigas y veré qué dice.
Brianna recogió los restos del picnic, dejando uno o dos trozos de galleta para las hormigas: pensó que se los habían ganado. Mandy se había alejado mientras ella y Jem observaban a los insectos en la taza de té, y estaba ahora en cuclillas a la sombra de un arbusto algo más arriba, en animada charla con un compañero invisible.
—Mandy quería hablar con el abuelo —explicó Jem en tono pragmático—. Por eso hemos venido aquí.
—¿Ah, sí? —repuso ella, despacio—. ¿Por qué es éste un buen lugar para hablar con él?
Jem adoptó una expresión de sorpresa y miró en dirección a las lápidas erosionadas y oscilantes del cementerio.
—¿Es que no está aquí?
Algo demasiado fuerte para llamarlo escalofrío le recorrió la columna vertebral. Fue tanto el pragmatismo de Jem como la posibilidad de que su padre estuviera de verdad allí lo que la dejó sin aliento.
—Yo... no lo sé —contestó—. Supongo que es posible.
Aunque intentaba no pensar mucho en el hecho de que ahora sus padres estaban muertos, Brianna había supuesto vagamente que los habrían enterrado en Carolina del Norte, o en algún otro lugar de las colonias, si la guerra los había alejado del Cerro.
Pero, de pronto, se acordó de las cartas. Su padre había dicho que quería regresar a Escocia. Y, como Jamie Fraser era un hombre decidido, era más que probable que lo hubiera hecho. ¿Habría vuelto a marcharse? Y si no se había marchado... ¿estaría su madre allí también?
Sin proponérselo realmente, caminó colina arriba, pasó junto a la vieja torre y anduvo entre las lápidas del camposanto. Había estado allí una vez, con su tía Jenny. A finales de la tarde, mientras la brisa susurraba entre la hierba y una atmósfera de paz se cernía sobre la ladera de la colina. Jenny le había mostrado las tumbas de sus abuelos, Brian y Ellen, juntos bajo una lápida matrimonial. Sí. Aún podía distinguir la curvatura de la losa, a pesar de que estaba llena de musgo y cubierta de vegetación, y de que los nombres habían desaparecido por la erosión. Y el bebé que había muerto con Ellen estaba enterrado con ella, su tercer hijo. Robert, le había dicho Jenny. Su padre, Brian, había insistido en que lo bautizaran, así que el nombre de su hermanito muerto era Robert.
Ahora estaba de pie entre las lápidas. Había muchísimas. Las inscripciones de muchas de las más recientes eran todavía legibles, y sus fechas se remontaban a finales del siglo XIX. Per tenecían en su mayoría a los Murray, a los McLachlan y a los McLean. Algún que otro Fraser o MacKenzie aquí y allá.
Las más antiguas, sin embargo, estaban demasiado desgastadas para poder leerlas, y sólo se distinguían las sombras de las letras a través de las manchas negras de los líquenes y del suave musgo que las ocultaba. Allí, junto a la tumba de Ellen, se encontraba la pequeña losa cuadrada de Caitlin Maisri Murray, la sexta hija de Jenny e Ian, que sólo había vivido un día, más o menos. Jenny le había mostrado la lápida a Brianna, agachándose a acariciar las letras con la mano y dejar a su lado una rosa amarilla cogida en el camino. También había habido allí un pequeño túmulo funerario, un montículo formado con las piedras que habían ido dejando quienes habían visitado la tumba. Hacía tiempo que el montoncito se había desmoronado, pero Brianna tanteó con la mano, encontró un canto y lo colocó junto a la pequeña lápida.
Vio que junto a ella había otra. Otra lápida pequeña, como la de un niño. No estaba tan estropeada, pero estaba claro que era casi igual de vieja. En ella sólo había dos palabras, pensó, y, con los ojos cerrados, recorrió lentamente la losa con los dedos, percibiendo las palabras rotas y superficiales. Había una «E» en la primera línea. Una «Y», pensó, en la segunda. Y quizá una «K».
«¿Qué apellido de las Highlands comienza por “Y”? —se preguntó, sorprendida—. Está McKay, pero el orden no es el correcto...»
—Tú... eeeh... tú no sabes cuál podría ser la tumba del abuelo, ¿verdad? —le preguntó titubeando a Jem. Casi le daba pánico oír la respuesta.
—No. —Pareció sorprendido y miró hacia donde miraba ella, hacia el grupo de lápidas. Obviamente no había relacionado la presencia de éstas con su abuelo—. Sólo dijo que le gustaría que lo enterraran aquí, y que, si venía, debía dejarle una piedra. Así que lo he hecho.
Su acento se deslizó con naturalidad en la palabra, y Brianna volvió a oír claramente la voz de su padre, pero esta vez esbozó una sonrisa.
—¿Dónde?
—Allí arriba. Le gusta estar bien alto, ¿sabes?, donde pueda ver —explicó Jem como si tal cosa mientras señalaba la cima de la colina.
Justo al otro lado de la sombra de la torre, Brianna observó el rastro de algo que no era exactamente un camino entre una masa de aliagas, brezos y fragmentos de rocas. Y, sobresaliendo de la masa, en la cresta de la colina, una piedra grande y aterronada sobre la que se erigía una pequeña pirámide de piedrecitas, apenas visible.
—¿Has puesto todas esas hoy?
—No, pongo una cada vez que vengo. Eso era lo que él quería que hiciera, ¿no?
Se le formó un pequeño nudo en la garganta, pero se lo tragó y sonrió.
—Sí, eso es. Subiré y dejaré una yo también.
Mandy estaba ahora sentada sobre una de las lápidas caídas, disponiendo unas hojas de bardana como si fueran platos alrededor de la taza de té sucia, que había desenterrado y colocado en medio. Conversaba con los invitados a su té invisible, animadamente y con educación. No había necesidad de molestarla, decidió Brianna, y siguió a Jem por el sendero rocoso, recorriendo la última parte de viaje a cuatro patas debido a la fuerte pendiente.
Tan cerca de la cima de la colina hacía viento, por lo que los mosquitos no les molestaron mucho. Bañada en sudor, añadió ceremoniosamente su propia piedra al pequeño montículo, y se sentó unos momentos a disfrutar de la vista. Desde allí se podía divisar casi todo Lallybroch, así como la carretera que llevaba a la autopista. Miró en esa dirección, pero aún no había ni rastro del Mini Morris de vivo color naranja de Roger. Suspiró y miró hacia otro lado.
Se estaba bien, tan arriba, en silencio, oyendo tan sólo el suspiro del viento fresco y el zumbido de las abejas que trabajaban con ahínco en las flores amarillas. No era de extrañar que a su padre le gustara...
—Jem. —El chiquillo estaba cómodamente arrellanado contra la roca, contemplando las colinas de los alrededores.
—¿Sí?
Bree titubeó, pero tenía que preguntárselo.
—Tú... tú no puedes ver al abuelo, ¿verdad?
Él le lanzó una asombrada mirada azul.
—No. Está muerto.
—Ah —repuso ella, aliviada y un tanto desilusionada a la vez—. Lo sé. Yo... sólo me lo preguntaba.
—Creo que tal vez Mandy sí pueda. —Jem apuntó con la cabeza en dirección a su hermana, una brillante mancha roja que se distinguía más abajo entre el paisaje—. Pero en realidad no es posible saberlo. Los niños hablan con mucha gente que uno no puede ver —añadió con tolerancia—. Lo dice la abuela.
Brianna no sabía si quería que Jem dejara de referirse a sus abuelos en presente o no. Eso la ponía bastante nerviosa, pero el chico había dicho que no podía ver a Jamie. No quería preguntarle si podía ver a Claire —suponía que no—, pero sentía a sus padres cerca siempre que Jem o Mandy los mencionaban y, sin duda, deseaba que Jem y Mandy se sintieran cercanos a ellos también.
Roger y ella les habían explicado a los niños las cosas lo mejor que podían explicarse asuntos semejantes. Y era evidente que su padre había tenido su propia charla con Jem en privado. Eso era bueno, pensó. La combinación del devoto catolicismo y la pragmática aceptación de la vida, la muerte y cuanto no se ve característica de las Highlands de Jamie era probablemente más adecuada para explicar cosas como que uno podía estar muerto a un lado de las piedras, pero...
—Dijo que cuidaría de nosotros. El abuelo —añadió Jem volviéndose a mirarla.
Ella se mordió la lengua. No, no le estaba leyendo la mente, se dijo con firmeza. Acababan de hablar de Jamie, al fin y al cabo, y Jem había elegido ese lugar concreto para presentarle sus respetos. De modo que era natural que siguiera pensando en su abuelo.
—Claro que sí —respondió, y le puso una mano en el recto hombro, masajeándole las huesudas vértebras de la base del cuello con el pulgar.
Jem se empezó a reír, se escabulló de debajo de su mano, y echó a correr de repente camino abajo dando saltos y resbalando un trecho sobre el trasero en detrimento de sus vaqueros.
Bree se detuvo a echar un último y rápido vistazo a su alrededor antes de seguirlo y observó el desordenado montón de rocas que había en lo alto de una colina, a unos cuatrocientos metros de distancia. Un montón de rocas es justo lo que uno esperaría ver en la cima de cualquier colina de las Highlands, pero esa aglomeración de piedras en particular tenía algo ligeramente distinto. Se protegió la vista del sol con la mano y entornó los ojos. Tal vez se equivocara, pero ella era ingeniera. Reconocía el aspecto de cualquier cosa construida por el hombre.
«¿Una fortaleza de la Edad del Hierro, tal vez?», se preguntó, intrigada. Había piedras dispuestas en capas en la base de aquel montón, lo habría jurado. Tendría que trepar hasta allá arriba un día de éstos para verlo mejor, tal vez al día siguiente si Roger... Miró otra vez la carretera y de nuevo la encontró vacía.
Mandy se había cansado de su té y quería irse a casa. Agarrando fuertemente a su hija con una mano, y con la taza de té en la otra, Brianna caminó colina abajo rumbo a la gran casa pintada de blanco, con sus ventanas recién lavadas brillando con afabilidad.
¿Lo habría hecho Annie?, se preguntó. No se había dado cuenta y, a buen seguro, limpiar cristales en lo alto de aquella escalera habría supuesto una buena dosis de alboroto y molestias. Pero, entonces, estaba despistada, llena de ilusión y aprensión frente al nuevo trabajo. El corazón le dio un pequeño vuelco al pensar que el lunes colocaría una pieza más de la persona que había sido en el pasado en el sitio que le correspondía, una piedra más en los cimientos de quien era ahora.
—Tal vez lo hicieron los piskies —aventuró en voz alta, y se echó a reír.
—Los piskies lo hisiedon —repitió Mandy alegremente.
Jem casi había llegado al final del camino. Se volvió, impaciente, esperándolas.
—Jem —le dijo al ocurrírsele la idea cuando llegaron a su altura—. ¿Tú sabes qué es el Nuckelavee?
Jem abrió unos ojos como platos y le tapó a Mandy las orejas con las manos.
Multitud de frías patitas recorrieron la espalda de Brianna.
—Sí —respondió él con voz débil y sin aliento.
—¿Quién te ha hablado de él? —inquirió su madre sin alzar la voz. Iba a matar a Annie MacDonald, pensó.
Pero los ojos de Jem se deslizaron hacia un lado al tiempo que miraba involuntariamente por encima del hombro de su madre, hacia la torre de piedra.
—Él —susurró.
—¿Él? —interrogó ella con brusquedad, y agarró a Mandy del brazo mientras la chiquilla se agitaba, lograba liberarse y se volvía con furia contra su hermano—. ¡No le des patadas a tu hermano, Mandy! ¿A quién te refieres, Jemmy?
El chico se mordió el labio con los dientes inferiores.
—Él —repuso—. El Nuckelavee.
«El hogar de la criatura estaba en el mar, pero se aventuraba en tierra firme para devorar a los humanos. En tierra, el Nuckelavee se desplazaba a caballo. A veces, su caballo no podía distinguirse de su propio cuerpo. Su cabeza era diez veces mayor que la de un hombre y su boca colgaba como la de un cerdo, con unas fauces anchas y abiertas. La criatura no tenía piel, de modo que sus venas amarillas, su estructura muscular y sus tendones se veían con claridad, cubiertos de una babosa película roja. Las armas de la criatura eran su aliento venenoso y su enorme fuerza. Sin embargo, tenía un punto débil: su aversión al agua dulce. Se dice que el caballo que montaba tenía un único ojo rojo, una boca del tamaño de la de una ballena y unas extensiones parecidas a aletas en las patas delanteras.»
—¡Qué horror! ¡Puaj! —Brianna dejó el libro, que pertenecía a la colección de folclore escocés de Roger, y se quedó mirando a Jem—. ¿Tú has visto a uno de éstos? ¿Junto a la torre?
Su hijo se agitó, inquieto.
—Bueno, él dijo que lo era. Dijo que, si no me largaba enseguida, se transformaría, y como yo no quería verlo, me largué.
—Tampoco yo habría querido verlo.
El corazón de Brianna comenzó a latir un poco más despacio. Menos mal. Se había topado con un hombre, no con un monstruo. No es que ella realmente creyera en ello... pero el hecho de que alguien hubiera estado merodeando cerca de la torre ya era de por sí bastante inquietante.
—¿Cómo era ese hombre?
—Bueno... grande —respondió Jem en tono dubitativo.
Dado que el chico no había cumplido aún los nueve, la mayoría de los hombres debían de parecerle grandes.
—¿Tan grande como papá?
—A lo mejor.
Siguió haciéndole preguntas, pero obtuvo relativamente pocos detalles. Jem sabía qué era el Nuckelavee —había leído la mayoría de los artículos más sensacionalistas de la colección de Roger—, y se había quedado tan aterrorizado al encontrarse con alguien que podía quitarse la piel en cualquier momento y devorarlo, que tenía una idea muy vaga del aspecto del hombre que había visto. Alto, con una barba corta, el cabello no muy oscuro y ropa «como la que lleva el señor MacNeil». Es decir, ropa de trabajo, como un granjero.
—¿Y por qué no nos hablaste de él a mí ni a papá?
Jem parecía a punto de llorar.
—Dijo que, si lo hacía, volvería y se comería a Mandy.
—Oh. —Brianna lo rodeó con un brazo y lo atrajo contra su cuerpo—. Entiendo. No tengas miedo, cariño. No pasa nada.
El niño estaba temblando, tanto de alivio como a causa del recuerdo, por lo que le acarició el brillante cabello, tranquilizándolo. Lo más probable es que fuera un vagabundo. ¿Era posible que acampara en el interior de la torre? Muy probablemente ya se habría marchado —por lo que podía deducir de la historia de Jem, había transcurrido ya más de una semana desde que había visto al hombre—, pero...
—Jem —dijo despacio—. ¿Por qué habéis subido hoy Mandy y tú allí arriba? ¿No temíais que el hombre estuviera allí?
Él la miró, sorprendido, y negó con la cabeza haciendo volar su cabello rojo.
—No, yo me largué, pero me escondí y lo vigilé. Se marchó al oeste. Es ahí donde vive.
—¿Eso dijo?
—No. Pero todas las criaturas de ese tipo viven en el oeste. —Señaló el libro—. Cuando se marchan al oeste, no vuelven. Y no lo he vuelto a ver. Vigilé, para estar seguro.
Faltó poco para que Brianna se echara a reír, pero seguía estando demasiado preocupada.
Era verdad, muchos cuentos de hadas de las Highlands terminaban con la marcha de alguna criatura sobrenatural al oeste, o con su desaparición entre las rocas, o en el mar, donde vivían. Y, por supuesto, no regresaban, pues la historia se había acabado.
—No era más que un sucio vagabundo —declaró con firmeza, y le dio unas palmaditas a Jem en la espalda antes de soltarlo—. No te preocupes por él.
—¿Seguro? —inquirió él, obviamente deseando creerla, pero no muy dispuesto a relajarse y sentirse a salvo.
—Seguro —contestó Brianna, tajante.
—Vale. —Soltó un profundo suspiro y se separó de ella—. Además —añadió, más contento—, el abuelo no habría dejado que se nos comiera ni a Mandy ni a mí. Debería haberlo sabido.
Casi se había puesto el sol cuando oyó el resoplido del coche de Roger en el camino de la granja. Se precipitó al exterior y, sin darle apenas tiempo a salir del coche, se arrojó en sus brazos.
Roger no perdió el tiempo con preguntas. La abrazó apasionadamente y la besó de tal modo que dejó bien claro que su pelea era agua pasada. Los detalles de las disculpas mutuas podían esperar. Ella se abandonó por unos instantes, sintiéndose ingrávida en sus brazos, respirando el olor a gasolina y a polvo y a bibliotecas llenas de libros viejos que sofocaba su olor natural, aquel indefinible y débil aroma a piel calentada por el sol, incluso cuando no había estado al sol.
—Dicen que no es cierto que las mujeres puedan identificar a sus maridos por el olor —observó bajando de las nubes de mala gana—. Yo no me lo creo. Podría encontrarte en la estación de metro de King’s Cross en medio de una oscuridad total.
—Me he duchado esta mañana, ¿sabes?
—Sí, y te alojaste en el college; puedo oler el jabón tan horriblemente fuerte que usan allí —señaló arrugando la nariz—. Me sorprende que no haga que se te salte la piel. Y has desayunado morcilla. Con tomate frito.
—Muy bien, Lassie —repuso él, sonriendo—. ¿O mejor debería decir Rin Tin Tin? Hoy has salvado a algún niño pequeño o seguido el rastro de algún ladrón hasta su guarida, ¿no es cierto?
—Bueno, sí. Más o menos. —Levantó la vista y miró hacia la colina que había detrás de la casa, donde la sombra de la torre de piedra se había vuelto negra y alargada—. Pero he pensado que sería mejor esperar a que el alguacil regresara de la ciudad antes de seguir adelante con la investigación.
Armado con un grueso bastón de madera de ciruelo y una linterna eléctrica, Roger se acercó a la torre, airado pero prudente. Aun si continuaba allí, no era probable que el hombre estuviera armado, pero Brianna se hallaba en la puerta de la cocina, el teléfono junto a ella, con su largo cable completamente extendido, y dos nueves ya marcados. Había querido acompañarlo, aunque él la había convencido de que uno de ellos tenía que quedarse con los niños. Sin embargo, tenerla a su espalda le habría dado tranquilidad. Era una mujer alta, musculosa, que no se acobardaba ante la violencia física.
La puerta de la torre colgaba completamente torcida. Las viejas bisagras de cuero se habían podrido hacía tiempo y las habían sustituido por otras de hierro barato, que se habían oxidado a su vez. La puerta seguía apenas unida al marco. Roger levantó el picaporte y empujó la madera pesada y astillada hacia dentro, levantándola sobre el suelo para que se abriera sin hacerse pedazos.
Fuera había aún muchísima luz. Hasta al cabo de una hora no sería noche cerrada. Aun así, el interior de la torre estaba oscuro como la boca del lobo. Enfocó el suelo con la linterna y observó unas marcas recientes en el polvo que recubría el suelo de piedra, como si hubieran arrastrado algo. Sí, era verdad que alguien había estado allí. Jem quizá fuera capaz de mover la puerta, pero los niños tenían prohibido entrar en la torre sin un adulto, y Jem juraba que no lo habían hecho.
—¡Holaaaaaa! —gritó, y obtuvo como respuesta un movimiento asustado en algún lugar muy alto por encima de su cabeza.
Agarró con fuerza su bastón de manera mecánica, pero reconoció enseguida aquel susurro y el aleteo. Eran murciélagos, que estaban colgados bajo el techo cónico. Iluminó el suelo de tierra a su alrededor con la linterna y descubrió unos cuantos periódicos manchados y arrugados junto a la pared. Cogió uno de ellos y lo olisqueó: era viejo, pero aún se podía distinguir el tufo a pescado y a vinagre.
No había pensado que Jem se estuviera inventando la historia del Nuckelavee, pero esa prueba de ocupación humana reciente renovó su enojo. Que alguien no sólo fuera y merodeara por su propiedad, sino que además amenazara a su hijo... Casi esperó que el tipo continuase allí. Quería una explicación.
Sin embargo, no estaba allí. Nadie con sentido común habría subido a los pisos superiores de la torre. Las tablas estaban medio podridas, y cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad pudo ver los enormes agujeros a través de los cuales penetraba una luz tenue procedente de las saeteras que había más arriba. Roger no oía nada, pero una imperiosa necesidad de asegurarse lo propulsó por la estrecha escalera de caracol que ascendía en espiral por dentro de la torre, comprobando cada peldaño por si había piedras sueltas antes de confiarle su peso.
En el piso superior molestó a numerosas palomas, que se asustaron y revolotearon en círculo por el interior de la torre como un tornado plumoso, lanzando plumas y excrementos antes de huir por las ventanas. Se apretujó contra el muro, con el corazón golpeándole el pecho mientras las aves revoloteaban con energía por delante de su rostro, sin verlo. Algo —una rata, un ratón, un campañol— corrió por encima de su pie, y Roger saltó convulsivamente y estuvo a punto de perder la linterna.
La torre estaba viva, sin duda. Los murciélagos se agitaban más arriba, nerviosos por todo el jaleo de abajo. Pero no había ni rastro de ningún intruso, humano o no.
Una vez abajo, asomó la cabeza para indicarle a Bree que todo estaba en orden y luego cerró la puerta y se dirigió hacia la casa, sacudiéndose el polvo y las plumas de paloma de la ropa.
—Le pondré a esa puerta un nuevo cerrojo y un candado —informó a Brianna, apoyado en el viejo fregadero de piedra mientras ella empezaba a preparar la cena—. Aunque dudo que vuelva. Probablemente no sea más que un viajero.
—¿Crees que podría ser de las islas Órcadas? —Roger se daba cuenta de que estaba tranquila, pero seguía habiendo una arruga de preocupación entre sus cejas—. Dijiste que las historias del Nuckelavee proceden de allí.
Roger se encogió de hombros.
—Es posible. Pero esas historias se pueden encontrar por escrito. El Nuckelavee no es tan popular como los kelpies o las hadas, pero cualquiera puede dar con él en una obra impresa. ¿Qué es eso? —Había abierto la nevera para sacar la mantequilla y había visto la botella de champán en el estante, con su brillante etiqueta plateada.
—Ah, eso. —Ella lo miró, a punto de sonreír, pero con cierta aprensión en los ojos—. He... ejem, he conseguido el trabajo. Pensé que podríamos... ¿celebrarlo?
La vacilante pregunta impactó en el corazón de Roger, que se dio un manotazo en la frente.
—¡Dios mío, he olvidado preguntarte! ¡Es estupendo, Bree! Sabía que lo conseguirías, de verdad —declaró sonriendo con todo el calor y la convicción que fue capaz de reunir—. Nunca lo he dudado.
Vio cómo la tensión abandonaba el cuerpo de ella al tiempo que se le iluminaba el rostro y sintió que también a él lo invadía cierta paz. Esa agradable sensación duró lo que el abrazo de ella, tan fuerte que le hizo crujir las costillas, y el maravilloso beso que le dio a continuación, pero se desvaneció cuando Brianna dio un paso atrás y, cogiendo una sartén, preguntó con elaborada despreocupación:
—Así que... ¿encontraste lo que buscabas en Oxford?
—Sí —dijo él con un ronco graznido. Se aclaró la garganta y volvió a intentarlo—: Sí, más o menos. Oye... ¿crees que la cena podría esperar un poco? Me parece que tendré más apetito si te lo cuento primero.
—Claro —repuso ella despacio mientras dejaba la sartén. Sus ojos estaban fijos en él, interesados, tal vez algo temerosos—. Les he dado la cena a los niños antes de que llegaras. Si no te estás muriendo de hambre...
Se estaba muriendo de hambre. No había parado a comer en el viaje de vuelta y le rugía el estómago, pero no le importaba. Le tendió una mano.
—Vayamos fuera. Hace una buena noche. —Y, si se lo tomaba mal, al aire libre no había sartenes.
—Estuve en la vieja iglesia de St. Stephen —soltó en cuanto salieron de la casa—. Para hablar con el doctor Weatherspoon. Es el párroco. Era amigo del reverendo, me conoce desde que era un chiquillo.
La mano de Brianna se había cerrado con mayor fuerza sobre el brazo de Roger cuando éste habló. Se aventuró a mirarla y vio que tenía una expresión preocupada pero optimista.
—¿Y...? —inquirió, vacilante.
—Bueno... el resultado es que yo también tengo un trabajo —sonrió, cohibido—. Ayudante del maestro de coro.
Por supuesto, eso no era en modo alguno lo que ella esperaba, de manera que parpadeó. Acto seguido, sus ojos se dirigieron a su cuello. Roger sabía muy bien lo que estaba pensando.
«¿Vas a ponerte eso?», le había preguntado, dubitativa, la primera vez que se habían preparado para ir a Inverness de compras.
«Sí, me la iba a poner. ¿Por qué? ¿Tengo una mancha?» Estiró el cuello para mirar por encima del hombro de su camisa blanca. No sería de extrañar. Mandy, que estaba jugando fuera, había entrado corriendo a saludarlo, rebozándole las rodillas con sus arenosos abrazos. La había sacudido un poco antes de cogerla en brazos para darle un beso como era debido, pero...
«No es eso —le había contestado Bree, apretando los labios por unos instantes—. Es sólo... ¿qué vas a decir de...?» Hizo un gesto como cortándose el cuello.
Él se había llevado la mano al cuello abierto de su camisa, donde la cicatriz de la soga formaba una línea curva, distinguible al tacto, como una cadena de piedrecitas diminutas bajo la piel. Había palidecido un poco, pero seguía siendo muy visible.
«Nada.»
Bree había arqueado las cejas, y él le había dirigido una sonrisa ladeada.
«Pero ¿qué pensarán?»
«Supongo que simplemente supondrán que practico la asfixia autoerótica y que un día fui demasiado lejos.»
Familiarizado como estaba con las rurales Highlands, imaginó que eso era lo mínimo que se les pasaría por la cabeza. Tal vez su congregación putativa fuera exteriormente correcta, pero nadie podía imaginarse depravación más escandalosa que la de un devoto presbiteriano escocés.
—¿Se lo... eeeh... se lo contaste al doctor Weatherspoon?... ¿Qué le contaste? —preguntó ella ahora tras reflexionar unos instantes—. Quiero decir... debió de darse cuenta.
—Oh, sí. Se dio cuenta. Pero yo no le dije nada, y él tampoco me dijo nada a mí.
«Mira, Bree — le había dicho aquel primer día —, es una decisión sencilla. O le contamos a todo el mundo la verdad absoluta o no les contamos nada y dejamos que piensen lo que quieran. Inventar una historia no servirá, ¿verdad? Hay demasiadas posibilidades de meter la pata.»
A ella no le había gustado la idea. Roger aún recordaba cómo se le habían llenado los ojos de lágrimas. Pero él tenía razón, y ella lo sabía. Su rostro había adoptado una expresión decidida y había asentido, enderezando los hombros.
Por supuesto, habían tenido que mentir hasta cierto punto, para legalizar la existencia de Jem y de Mandy. Pero estaban en las postrimerías de la década de los setenta. En Estados Unidos abundaban las comunas, y los grupos improvisados de «viajeros», como se llamaban a sí mismos, se desplazaban de un lado a otro por Europa en caravanas de autobuses oxidados y furgonetas reventadas. Habían traído consigo muy pocas cosas desde el otro lado de las piedras aparte de los propios niños, pero entre el pequeño tesoro que Brianna había embutido en sus bolsillos y en su corsé había dos certificados de nacimiento escritos a mano, certificados por una tal Claire Beauchamp Randall, doctora en medicina, que la había atendido en el parto.
«Es el tipo de documento oportuno para certificar un nacimiento en casa — le había dicho Claire, trazando con cuidado su firma —. Soy, o fui — se corrigió torciendo la boca — médico colegiado, autorizado por la Commonwealth de Massachusetts.»
—Ayudante del maestro de coro —dijo ahora Bree, mirándolo.
Roger inspiró profundamente. El aire nocturno era agradable, suave y limpio, aunque empezaba a llenarse de mosquitos diminutos. Alejó de su rostro un enjambre de ellos con la mano y agarró el toro por los cuernos.
—No fui a buscar trabajo, de verdad. Fui a... aclararme las ideas. En relación con hacerme pastor.
Ella se quedó inmóvil al oírlo.
—¿Y...? —saltó.
—Ven —la instó con delicadeza a que se pusiera en movimiento—. Se nos comerán vivos si nos quedamos aquí.
Cruzaron el huerto y pasaron junto al granero, recorriendo el camino que conducía a los pastos de atrás. Roger había ordeñado ya a las dos vacas, Milly y Blossom, que, como grandes y jorobados bultos oscuros en medio de la hierba, se habían preparado para pasar la noche y rumiaban pacíficamente.
—Te hablé de la Confesión de Westminster, ¿verdad?
Era el equivalente presbiteriano del credo niceno de los católicos, su declaración de la doctrina oficialmente aceptada.
—Ajá.
—Bueno, pues para ser pastor presbiteriano tengo que poder jurar que acepto cuanto dice la Confesión de Westminster. Lo hice cuando... bueno, antes.
Había estado tan a punto, pensó. Fue en la víspera de su ordenación como pastor cuando el destino intervino en la persona de Stephen Bonnet. Roger se había visto obligado a dejarlo todo para encontrar y rescatar a Brianna de la guarida del pirata en Ocracoke. No es que lamentara haberlo hecho, de verdad... Ella caminaba a su lado, pelirroja y esbelta, grácil como un tigre, y la idea de que hubiera podido desaparecer tan fácilmente de su vida para siempre y de no haber conocido jamás a su hija...
Tosió y carraspeó, tocándose la cicatriz con gesto distraído.
—Tal vez aún lo haga. Pero no estoy seguro. Y tengo que estarlo.
—¿Qué es lo que ha cambiado? —inquirió ella, curiosa—. ¿Qué podías aceptar entonces que no puedes aceptar ahora?
«¿Qué ha cambiado? —pensó fríamente—. Buena pregunta.»
—La predestinación —contestó—. Por decirlo de algún modo.
Había aún luz suficiente para ver que un sentimiento de regocijo un tanto burlón titilaba en su rostro, aunque no sabía si se debía simplemente a la irónica yuxtaposición de pregunta y respuesta o a la idea en sí misma.
Nunca habían discutido cuestiones de fe, eran más que prudentes el uno con el otro en ese terreno, pero por lo menos estaban familiarizados con la forma general de las creencias de cada uno.
Roger le había explicado la idea de la predestinación en términos sencillos: no se trataba de un destino inevitable dispuesto por Dios, ni de la idea de que Dios diseñara la vida de cada persona con minucioso detalle antes de que naciera, aunque no eran pocos los presbiterianos que lo veían de ese modo. Tenía que ver con la salvación y con la idea de que Dios elegía un camino que conducía a dicha salvación.
«Para algunas personas —había manifestado ella, escéptica—. ¿Y decide condenar al resto?»
Muchos pensaban eso también, y había que tener una cabeza mejor que la suya para convencerlos de lo contrario.
—Hay libros enteros dedicados a ese tema, pero la idea básica es que la salvación no es tan sólo el resultado de nuestras decisiones. Dios actúa primero, extendiendo la invitación, por así decirlo, y dándonos la oportunidad de responder. Pero seguimos teniendo libre albedrío. Y en realidad —añadió a toda prisa—, lo único que no es opcional, para ser presbiteriano, es creer en Jesucristo. Eso todavía lo tengo.
—Bien —repuso ella—. Pero ¿para ser pastor...?
—Sí, probablemente. Y... bueno, esto. —De pronto hundió la mano en el bolsillo y le tendió la fotocopia doblada—. Pensé que sería mejor no robar el libro —señaló intentando quitarle importancia a la situación—. Por si acaso me decido a ser pastor, quiero decir. Sería un mal ejemplo para mi rebaño.
—Ja, ja —dijo ella, distraída, mientras leía. Levantó la vista con una ceja arqueada.
—Es diferente, ¿verdad? —observó él mientras volvía a sentir que le faltaba el aire bajo el diafragma.
—Es... —Los ojos de Bree recorrieron de nuevo el documento, y frunció aún más el ceño. Al cabo de unos instantes, lo miró, pálida y tragando saliva—. Diferente. La fecha es diferente.
Roger sintió aligerarse levemente la tensión que lo había atenazado durante las últimas veinticuatro horas. Entonces, no estaba perdiendo la cabeza. Tendió una mano y ella le devolvió la fotocopia del recorte de la Wilmington Gazette, la noticia de la muerte de los Fraser del Cerro.
—Es sólo la fecha —dijo él, resiguiendo los tipos borrosos de las palabras con el pulgar—. El texto... creo que es el mismo. ¿Es tal como lo recuerdas?
Brianna había encontrado esa misma información en el pasado, cuando buscaba a su familia. Era lo que la había impulsado a viajar a través de las piedras, y lo que lo había impulsado a él a ir tras ella. «Y esto —pensó él— lo ha cambiado todo. Gracias, Robert Frost.»
Brianna se abrazó a Roger para volver a leerla. Una vez, y otra, y otra más para estar segura, antes de corroborarlo.
—Sólo la fecha —repuso, y él percibió la misma falta de aliento en su voz—. Ha... cambiado.
—Bien —terció él con voz ronca y extraña—. Cuando empecé a hacerme preguntas... tuve que ir a verlo antes de hablarte de ello. Sólo para comprobarlo, porque el recorte que había visto en un libro no podía ser correcto.
Ella asintió, aún un poco pálida.
—Si... si volviera al archivo de Boston donde encontré aquel periódico... ¿crees que habrá cambiado también?
—Sí, eso creo.
Brianna permaneció en silencio durante largo rato, mirando el periódico que tenía en la mano. Luego lo miró a él, fijamente.
—Has dicho cuando empezaste a hacerte preguntas. ¿Qué fue lo que hizo que empezaras a hacerte preguntas?
—Tu madre.
Había sido un par de meses antes de que abandonaran el Cerro. Una noche, incapaz de conciliar el sueño, Roger había salido a pasear por el bosque y, según vagaba intranquilo de un lado a otro, se había topado con Claire, arrodillada en un hoyo lleno de flores blancas cuyas formas la envolvían como una neblina.
Entonces, se había sentado a contemplarla en plena tarea de recolección mientras rompía tallos y arrancaba hojas y las echaba en su cesto. Observó que no tocaba las flores, sino que recogía algo que crecía por debajo de ellas.
—Éstas hay que cogerlas de noche —le había hecho notar al cabo de un rato—. Preferiblemente con luna nueva.
—Nunca habría pensado... —comenzó él, pero se interrumpió de repente.
Ella soltó una risa, un ligero y sibilante sonido de regocijo.
—¿Nunca habrías pensado que yo daría crédito a semejantes supersticiones? —inquirió—. Espera, joven Roger. Cuando has vivido tanto como yo, puedes comenzar a preocuparte de las supersticiones. Como ésta...
Su mano, una pálida y confusa forma en la oscuridad, se movió y rompió un tallo con un sonido suave y jugoso. Un intenso aroma invadió de golpe el aire, penetrante y poderoso sobre el aroma más tenue de las flores.
—Los insectos acuden a poner sus huevos en las hojas de algunas plantas, ¿ves? Las plantas segregan ciertas sustancias de olor bastante intenso con el fin de ahuyentar a los bichos, y cuando más alta es la concentración de dichas sustancias es cuando más se necesitan. Cuando eso sucede, esas sustancias insecticidas resulta que también tienen propiedades medicinales bastante poderosas, y lo que más ataca a este tipo concreto de planta —restregó un tallo peludo, fresco y mojado, bajo la nariz de Roger— es la larva de la polilla.
—Ergo, ¿tiene mayor cantidad de sustancia a altas horas de la noche porque es entonces cuando comen las orugas?
—Eso es. —Retiró el tallo y metió la planta en su cesto con un susurro de muselina, e inclinó la cabeza mientras buscaba otras a tientas—. Y a algunas plantas las fertilizan las polillas. Ésas, por supuesto...
—Florecen de noche.
—Sin embargo, a la mayoría de las plantas las acosan insectos diurnos y, por consiguiente, comienzan a segregar sus compuestos al amanecer. La concentración aumenta a medida que transcurre el día, pero, cuando el sol calienta demasiado, algunos de los aceites comienzan a evaporarse de las hojas y la planta deja de producirlos. Por ello, la mayor parte de las plantas aromáticas se recogen a finales de la mañana. Y, por ello, los chamanes y los herboristas les enseñan a sus aprendices que hay que coger algunas plantas cuando hay luna nueva y otras a mediodía, convirtiéndolo en una superstición, ¿sí? —Su voz sonaba algo seca, pero aún divertida.
Roger se sentó sobre los talones, observándola buscar a tientas. Ahora que sus ojos se habían habituado a la oscuridad, podía distinguir su figura sin esfuerzo, aunque los detalles de su rostro seguían ocultos.
Claire estuvo trabajando un rato y luego se puso en cuclillas y se estiró. Roger oyó crujir su espalda.
—¿Sabes que lo vi una vez? —Su voz sonaba más débil. Se había apartado de él y buscaba bajo las ramas colgantes de un rododendro.
—¿Lo viste? ¿A quién?
—Al rey. —Encontró algo. Roger oyó el roce de las hojas al arrancarlo y el chasquido del tallo al romperse—. Vino al hospital de Pembroke a visitar a los soldados que estaban ingresados allí. Vino y habló en privado con nosotros, las enfermeras y los médicos. Era un hombre muy callado, muy digno, pero cálido. No podría repetirte nada de lo que dijo, pero fue... muy inspirador. El simple hecho de que estuviera allí, ¿entiendes?
—Ajá. —Roger se preguntó si sería el comienzo de la guerra lo que le hacía recordar ahora esas cosas.
—Un periodista le preguntó a la reina si iba a coger a sus hijos y evacuarlos al campo, como hacían muchos, ¿sabes?
—Sí. —De pronto, Roger vio en su imaginación a un par de chiquillos: un niño y una niña, callados y de rostro delgado, apretujados el uno al lado del otro junto a una chimenea que le resultaba familiar—. Tuvimos a un par de ellos en nuestra casa de Inverness. Qué extraño que no me haya acordado de ellos hasta este preciso instante.
Pero Claire no le estaba prestando atención.
—Dijo, y quizá no lo cite al pie de la letra, pero esto es lo esencial: «Bueno, los niños no pueden separarse de mí, y yo no puedo separarme del rey, y, por supuesto, el rey no va a marcharse.» ¿Cuándo mataron a tu padre, Roger?
La pregunta lo cogió absolutamente por sorpresa. Por unos momentos, le pareció tan incongruente que no la comprendió.
—¿Qué? —Pero la había oído formularla, así que, sacudiendo la cabeza para desprenderse de una sensación de surrealidad, respondió—: En octubre de 1941. No estoy seguro de recordar la fecha exacta... no, sí que me acuerdo, el reverendo lo escribió en su genealogía. El 31 de octubre de 1941. ¿Por qué? —«¿Por qué, por el amor de Dios?», habría querido decir, pero había estado intentando controlar el impulso de soltar una blasfemia espontánea. Sofocó el impulsó más fuerte aún de entregarse a pensamientos aleatorios y repitió, con mucha tranquilidad—: ¿Por qué?
—Dijiste que lo habían derribado en Alemania, ¿verdad?
—Sobre el Canal, cuando se dirigía a Alemania. Eso me dijeron. —Podía distinguir sus facciones a la luz de la luna, pero no podía leer su expresión.
—¿Quién te lo contó? ¿Te acuerdas?
—El reverendo, supongo. O tal vez fuera mi madre. —La sensación de irrealidad se iba desvaneciendo y comenzaba a sentirse irritado—. ¿Tiene alguna importancia?
—Probablemente, no. Cuando te conocí, cuando te conocimos Frank y yo, en Inverness, el reverendo dijo que a tu padre lo habían derribado sobre el Canal.
—¿Ah, sí? Bueno...
«¿Y qué?» No llegó a decirlo, pero ella claramente lo percibió, pues desde el rododendro sonó el leve resoplido de algo que no llegaba a ser una risa.
—Tienes razón, no importa. Pero... tanto tú como el reverendo mencionasteis que era piloto de Spitfire. ¿No es así?
—Sí.
Roger no sabía muy bien por qué, pero estaba empezando a sentir inquietud en la nuca, como si algo estuviera acechando detrás de él. Tosió como excusa para volver la cabeza, pero no vio a su espalda más que el bosque blanco y negro, emborronado por la luz de la luna.
—No lo sé con seguridad —añadió, sintiéndose a la defensiva—. Mi madre tenía una fotografía de él en su avión. Rag Doll, se llamaba, «muñeca de trapo». El nombre estaba pintado en el morro, con el burdo dibujo de una muñeca con un vestido rojo y unos rizos negros. —De eso estaba seguro. Había dormido con la foto bajo la almohada durante mucho tiempo después de que mataran a su madre, pues el retrato de ella era demasiado grande y temía que alguien lo echara en falta—. Rag Doll —repitió de improviso, repentinamente sorprendido por algo.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
Hizo un gesto con la mano, violento.
—Era... nada. Yo... Me acabo de dar cuenta de que Rag Doll era probablemente como mi padre llamaba a mi madre. Un apodo, ¿sabes? Vi algunas de las cartas que le mandó y, en general, estaban dirigidas a Dolly, «muñequita». Y, justo en este momento, al pensar en los rizos negros, el retrato de mi madre... Mandy. Mandy tiene el pelo de mi madre.
—Cuánto me alegro —intervino Claire con sequedad—. Detestaría pensar que soy la única responsable. Díselo cuando sea más mayor, ¿vale? Las niñas que tienen el cabello muy rizado lo odian sí o sí, por lo menos al principio, cuando quieren ser como todas las demás.
A pesar de su preocupación, Roger percibió la leve nota de tristeza en su voz y le cogió la mano, sin tener en cuenta que aún sujetaba una planta en ella.
—Se lo diré —dijo en voz baja—. Se lo diré todo. Ni se te ocurra pensar siquiera que dejaremos que los niños os olviden.
Ella le oprimió la mano con fuerza, y las fragantes flores blancas se desparramaron en la oscuridad de su falda.
—Gracias —susurró.
Roger la oyó sollozar levemente y ella se secó enseguida los ojos con el dorso de la otra mano.
—Gracias —repitió con mayor firmeza, y recobró la compostura—. Es importante. Recordar. Si no lo supiera, no te lo diría.
—Decirme... ¿qué?
Sus manos, pequeñas y duras, que olían a medicina, envolvieron la suya.
—No sé qué le sucedió a tu padre —dijo—. Pero no fue lo que te contaron.
—Yo estaba allí, Roger —repitió Claire con paciencia—. Leía los periódicos, atendía a pilotos de aviación, hablaba con ellos. Vi los aviones. Los Spitfire eran aviones pequeños y ligeros, construidos con fines defensivos. Jamás cruzaron el Canal. No tenían autonomía para cruzar de Inglaterra a Europa y volver, aunque se utilizaron allí más adelante.
—Pero... —El argumento que quería exponer, fuera el que fuese, pérdida de rumbo, error de cálculo, se desvaneció. El vello de los brazos se le había erizado sin que se diera cuenta.
—Por supuesto, pasan cosas —señaló ella como si fuera capaz de leer sus pensamientos—. También las explicaciones se confunden con el tiempo y la distancia. Quienquiera que se lo dijera a tu madre podría haberse equivocado. Tal vez ella dijera algo que el reverendo malinterpretó. Todas estas cosas son posibles. Pero, durante la guerra, recibí cartas de Frank. Me escribía tan a menudo como podía, hasta que lo reclutaron para el MI6. Después de eso, a veces pasaban meses sin que supiera de él. Pero antes de que sucediese, me escribió en una ocasión y mencionó, de manera absolutamente informal, ¿sabes?, que había descubierto algo extraño en los informes en los que estaba trabajando. Un Spitfire se había caído, se había estrellado (no lo habían derribado, creían que debía de haber sido un fallo mecánico) en Northumbria y, aunque de milagro no se había quemado, no había señales del piloto. Ni rastro. Y mencionó el nombre del piloto, porque pensó que Jeremiah era un nombre oportunamente malhadado.
—Jerry —señaló Roger con los labios entumecidos—. Mi madre siempre lo llamaba Jerry.
—Sí —repuso ella bajando la voz—. Y había círculos de monolitos desperdigados por toda Northumbria.
—Cerca de donde el avión...
—No lo sé.
Roger percibió el ligero movimiento de su cuerpo mientras ella se encogía de hombros, sin saber qué contestar. Cerró los ojos y respiró profundamente, sintiendo el intenso perfume de los tallos rotos que impregnaba el aire.
—Y me lo cuentas ahora porque vamos a volver —apuntó con mucha calma.
—Llevo semanas debatiéndolo conmigo misma —terció ella en tono de disculpa—. Lo recordé hace tan sólo un mes, más o menos. No suelo pensar en ello, en mi pasado, pero con todo esto... —Hizo un gesto con la mano, como englobando su inminente marcha y las intensas discusiones que la habían rodeado—. Tan sólo estaba pensando en la Guerra (me pregunto si alguno de los que la vivieron piensa alguna vez en ella sin la «G» mayúscula) y hablándole a Jamie de ella.
Había sido Jamie quien le había preguntado por Frank. Quería saber qué papel había desempeñado en la contienda.
—Siente curiosidad por Frank —observó de golpe.
—Yo también la sentiría, dadas las circunstancias —le había contestado Roger con frialdad—. ¿Acaso no sentía Frank curiosidad por Jamie?
Eso pareció perturbarla, por lo que no contestó directamente a la pregunta, sino que volvió a encarrilar con mano firme la conversación, si es que podía decirse tal cosa de una conversación como ésa, pensó Roger.
—En cualquier caso —explicó Claire—, eso fue lo que me hizo recordar las cartas de Frank. Estaba intentando acordarme de las cosas sobre las que me había escrito cuando, de repente, me acordé de aquella frase, acerca de que había algo de malhadado en el nombre de Jeremiah. —Él la oyó suspirar—. No estaba segura... pero hablé con Jamie y él dijo que debía decírtelo. Dice que cree que tienes derecho a saberlo y que tú harás lo adecuado con la información.
—Me siento halagado —respondió. Más bien aplanado.
—Y eso fue lo que pasó.
Las estrellas habían empezado a salir, débiles puntos de luz sobre las montañas. No brillaban tanto como en el Cerro, donde la noche bajaba de las montañas como terciopelo negro. Habían vuelto a casa, pero se habían quedado en el umbral, conversando.
—Había pensado en ello de vez en cuando: ¿cómo encaja viajar en el tiempo en los planes de Dios? ¿Pueden cambiarse las cosas? ¿Deberían cambiarse? Tus padres... intentaron cambiar la historia, lo intentaron con muchísimo empeño, y no lo lograron. Pensé que ahí quedaba zanjado el tema, y desde un punto de vista presbiteriano. —Dejó traslucir un deje de humor en su voz—. Era casi un consuelo pensar que no podían cambiar, que no deberían poder cambiarse. Ya sabes: algo así como «Dios está en su cielo, el mundo va bien».
—Pero... —Bree tenía en la mano la fotocopia doblada. La agitó para ahuyentar a una polilla que pasaba, una forma difusa y diminuta.
—Pero —corroboró él— demuestra que las cosas sí pueden cambiarse.
—Hablé un poco de ello con mamá —dijo Bree tras reflexionar unos instantes—. Se echó a reír.
—¿Ah, sí? —intervino Roger secamente, y ella le dirigió la sombra de una risa como respuesta.
—No como si pensara que tenía gracia —le aseguró—. Le había preguntado si creía que era posible que un viajero cambiara las cosas, que cambiara el futuro, y me dijo que, obviamente, lo era... porque ella cambiaba el futuro cada vez que salvaba de la muerte a alguien que hubiera fallecido de no encontrarse ella allí. Algunos de ellos habían tenido hijos que no habrían tenido, y quién sabe qué harían esos niños que no habrían hecho de no haber estado... Fue entonces cuando se echó a reír y dijo que era bueno que los católicos creyeran en el misterio y no insistieran en intentar averiguar cómo operaba exactamente Dios, como hacían los protestantes.
—Bueno, no sé si yo diría... ah, ¿se refería a mí?
—Probablemente. No se lo pregunté.
Ahora fue él quien soltó una carcajada, tan fuerte que se hizo daño en la garganta.
—Una prueba —dijo ella, pensativa. Estaba sentada en el banco que había cerca de la puerta principal, sujetando la fotocopia entre sus largos dedos, diestros y nerviosos—. No sé. ¿Es esto una prueba?
—Tal vez no para tus rigurosos estándares de ingeniero —contestó él—. Pero yo me acuerdo... y tú también. Si sólo me acordara yo, entonces, bueno, sí, pensaría que son imaginaciones mías. Pero tengo un poco más de fe en tus procesos mentales. ¿Estás haciendo un avión de papel con eso?
—No, es... Chsss. Mandy.
Bree se puso en pie antes incluso de que él escuchara el quejido en la habitación de los niños, en el piso superior, y de sapareció en el interior de la casa unos instantes después, mientras él permanecía abajo para cerrar la puerta. Por lo general, no se molestaban en cerrar las puertas con llave —nadie lo hacía en las Highlands—, pero esa noche...
Se le aceleró el ritmo cardíaco cuando una larga sombra gris se cruzó de repente en el camino frente a él. Enseguida se relajó, al tiempo que sonreía. Era el pequeño Adso, que había salido a merodear. Un vecinito se había presentado con un cesto lleno de gatitos unos meses antes, buscándoles un hogar, y Bree se había quedado con el gris, un gatito de ojos verdes que era el vivo retrato del de su madre, y le había puesto el mismo nombre. Si tuvieran un perro guardián, ¿lo llamaría Rollo?, se preguntó.
—Chat a Mhinister... —dijo. El gato del pastor es un gato cazador—. Que tengas buena caza —añadió dirigiéndose a la cola que desaparecía bajo la hortensia, y se agachó a coger el papel medio doblado del camino, donde Brianna lo había dejado caer.
No, no era un avión de papel. ¿Qué era? ¿Un sombrero? No había manera de saberlo. Se lo metió en el bolsillo y entró en la casa.
Encontró a Bree y a Mandy en el salón delantero, frente a un fuego recién encendido. Mandy, que ya estaba tranquila y se había tomado un vaso de leche, se había quedado medio dormida en brazos de Brianna. Lo miró parpadeando, somnolienta, chupándose el pulgar.
—¿Qué pasa, a leannan? —le preguntó con voz suave, apartándole los rizos que le habían caído sobre los ojos.
—Una pesadilla —repuso Bree con voz cuidadosamente despreocupada—. Había una cosa traviesa allí fuera que intentaba entrar por su ventana.
Él y Brianna habían estado sentados todo el tiempo bajo esa misma ventana, pero Roger miró pensativo la ventana que tenía al lado, que sólo reflejaba la escena doméstica de la que formaba parte. El hombre del cristal parecía receloso y tenía los hombros encorvados, listo para lanzarse sobre algo. Se levantó y corrió las cortinas.
—Ya está —dijo bruscamente, sentándose y cogiendo a Mandy.
Ella se echó en sus brazos con la lenta amabilidad de un perezoso, metiéndole el pulgar mojado en la oreja.
Bree fue a buscarles unas tazas de cacao y regresó con un tintineo de loza, aroma a leche caliente y chocolate, y la expresión de alguien que ha estado pensando qué decir acerca de una cuestión difícil.
—¿Has pensado... quiero decir, dada la naturaleza de, eh... la dificultad... has pensado tal vez en preguntarle a Dios? —inquirió, cohibida—. ¿Directamente?
—Sí, lo he pensado —le aseguró, dividido entre la preocupación y el regocijo por la pregunta—. Y sí, se lo he preguntado... muchas veces. En especial mientras iba de camino a Oxford. Donde encontré esto. —Señaló con la cabeza el pedazo de papel—. A propósito, ¿qué es? Me refiero a la forma.
—Ah.
Ella lo cogió y le hizo los últimos dobleces, rápida y segura, y luego lo sostuvo sobre la palma de la mano. Roger lo miró por unos instantes, frunciendo el ceño y, entonces, se dio cuenta de qué era. Los niños lo llamaban un adivino chino. Tenía cuatro picos huecos, uno metía los dedos en ellos y podía abrir el objeto formando distintas combinaciones, al tiempo que se hacían preguntas, de modo que quedaban a la vista las distintas respuestas —«sí», «no», «a veces», «siempre»— escritas en el interior.
—Muy apropiado —terció.
Permanecieron callados unos instantes, bebiendo cacao en medio de un silencio que se mantenía en precario equilibrio en el borde de la cuestión.
—La Confesión de Westminster dice también: «Sólo Dios es el Señor de la conciencia.» Me reconciliaré con ello o no —afirmó con serenidad—. Le dije al doctor Weatherspoon que tener un ayudante de maestro de coro que no sabía cantar parecía un poco extraño. Sonrió y me contestó que quería que aceptara el trabajo para mantenerme en el redil mientras lo pensaba. Probablemente teme que abandone su barco por otro y me vaya a Roma —añadió a modo de chiste malo.
—Eso está bien —repuso ella en voz baja, sin levantar la vista de las profundidades del cacao que no se estaba tomando.
Otro silencio. Y la sombra de Jerry MacKenzie, piloto de la RAF, fue a sentarse junto al fuego con su chaqueta de aviador de cuero forrada de lana, observando los juegos de luces en el cabello negro azabache de su nieta.
—Así que... —Roger oyó el ligero chasquido cuando la lengua de Bree se movió en su boca seca—. ¿Vas a investigar? ¿Vas a ver si puedes averiguar adónde fue tu padre? ¿Dónde podría... estar?
«Dónde podría estar. ¿Aquí, allí, entonces, ahora?» El corazón le dio de repente un vuelco al pensar en el vagabundo que había dormido en la torre. Dios santo... no. No podía ser. No había motivo para pensarlo, ninguno. Sólo era un deseo.
Había pensado mucho en ello de camino a Oxford, entre sus rezos. En lo que le diría, en lo que le preguntaría, si tuviera la oportunidad. Quería preguntárselo todo, decírselo todo, pero, en realidad, no tenía más que una única cosa que decirle a su padre, y esa cosa estaba roncando en sus brazos como un abejorro borracho.
—No. —Mandy se agitó en sueños, profirió un pequeño eructo y se acomodó de nuevo contra su pecho. Él no levantó la vista, sino que mantuvo los ojos fijos en el oscuro laberinto de sus bucles—. No podría arriesgarme a que mis propios hijos pierdan a su padre. —Su voz casi había desaparecido. Sentía que sus cuerdas vocales chirriaban como engranajes para forzar a las palabras a brotar de su boca—. Es demasiado importante. Uno no olvida que tiene un padre.
Bree lo miró con los ojos tan entornados que el azul no era más que una chispa a la luz de las llamas.
—Estaba pensando... entonces eras muy joven. ¿Te acuerdas de tu padre? Roger negó mientras el corazón se le encogía, aferrándose al vacío.
—No —respondió en voz baja, y agachó la cabeza, respirando el olor del cabello de su hija—. Me acuerdo del tuyo.