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Una mariposa

Wilmington, colonia de Carolina del Norte

3 de mayo de 1777

Me di cuenta enseguida de que Jamie había estado soñando otra vez. Tenía una expresión descentrada, absorta, como si estuviera viendo algo que no era la morcilla frita que tenía en el plato.

Sentí el imperioso deseo de preguntarle qué había visto, deseo que reprimí de inmediato por miedo a que, si se lo preguntaba demasiado pronto, pudiera perder parte del sueño. Para ser francos, aquello también me llenó de envidia. Habría dado cualquier cosa por ver lo que él había visto, ya fuera real o no. Eso prácticamente no tenía importancia. Había conexión, y las terminaciones nerviosas cortadas que me habían unido a mi familia desaparecida chisporrotearon y echaron humo como los cables eléctricos en un cortocircuito cuando vi aquella expresión en su rostro.

No podía soportar no saber qué había soñado, aunque, como suele suceder con los sueños, eso rara vez estaba claro.

—Has estado soñando con ellos, ¿verdad? —le pregunté cuando la camarera se hubo marchado.

Nos habíamos levantado tarde, cansados de la larga cabalgata hasta Wilmington del día anterior, y éramos los únicos comensales en el pequeño comedor de la posada.

Me miró y asintió despacio con la cabeza, frunciendo levemente el ceño. Eso me preocupó. Por lo general, cuando soñaba con Bree o con los niños, se quedaba tranquilo y feliz.

—¿Qué? —pregunté con vehemencia—. ¿Qué pasaba?

Se encogió de hombros, sin relajar el ceño.

—Nada, Sassenach. Vi a Jem y a la chiquilla... —Una sonrisa apareció en su cara al decir eso—. Dios mío, ¡menuda fierecilla! Me hace pensar en ti, Sassenach.

Era un dudoso cumplido, pero sentí una profunda satisfacción al pensarlo. Me había pasado horas mirando a Mandy y a Jem, memorizando cada pequeño rasgo y gesto suyo, intentando extrapolar, imaginar cómo serían cuando crecieran, y estaba casi segura de que Mandy tenía mi boca. Era evidente que tenía la forma de mis ojos, y mi pelo, pobre niña, salvo porque era negro azabache.

—¿Qué estaban haciendo?

Jamie se frotó el entrecejo con un dedo como si le picara la frente.

—Estaban al aire libre —dijo despacio—. Jem le dijo que hiciera algo y ella le dio una patada en la espinilla y escapó corriendo, así que él la persiguió. Creo que era primavera. —Sonrió, con los ojos fijos en lo que fuera que hubiera visto en su sueño—. Recuerdo las florecillas, enredadas en su pelo, y formando montoncitos entre las piedras.

—¿Qué piedras? —pregunté de golpe.

—Oh. Las lápidas del cementerio —respondió él, de bastante buena gana—. Y ya está. Estaban jugando entre las lápidas en la colina que hay detrás de Lallybroch.

Suspiré con alegría. Ésa era la tercera vez que Jamie soñaba que se encontraban en Lallybroch. Tal vez sólo me estuviera haciendo ilusiones, pero sabía que a él pensar que habían construido allí un hogar lo hacía tan feliz como a mí.

—Tal vez estén allí —aventuré—. Roger estuvo allí cuando te estábamos buscando. Dijo que la casa seguía deshabitada, en venta. Bree tenía dinero. Tal vez la hayan comprado. ¡Tal vez estén allí!

Se lo había dicho ya en otra ocasión, pero Jamie asintió con la cabeza, complacido.

—Sí, tal vez estén allí —admitió con los ojos aún tiernos por el recuerdo de los niños en la colina, corriendo el uno tras el otro entre la hierba alta y las gastadas piedras grises que señalaban el lugar de descanso de su familia.

—Los acompañaba una mariposa —añadió de repente—. Lo había olvidado. Una mariposa azul.

—¿Azul? ¿Hay mariposas azules en Escocia?

Fruncí el ceño, intentando recordar. Que yo supiera, allí las mariposas solían ser blancas o amarillas, pensé.

Jamie me lanzó una mirada de exasperación.

—Es un sueño, Sassenach. Si quisiera, podría soñar con mariposas con alas de cuadros escoceses.

Solté una carcajada, aunque me resistí a que me hiciera cambiar de tema.

—Tienes razón. Pero ¿qué es lo que te preocupaba?

Me observó con curiosidad.

—¿Cómo sabes que estaba preocupado?

Lo miré por encima del hombro, o tan por encima del hombro como me fue posible, dada la diferencia de altura.

—Tal vez tu cara no sea un espejo, pero llevo casada contigo treinta y tantos años.

Dejó pasar sin hacer ningún comentario el hecho de que, en realidad, no había estado con él veinte de esos años, y simplemente sonrió.

—Sí. Bueno, de hecho, no era nada. Sólo que entraron en la torre.

—¿En la torre? —dije, vacilante.

La vieja torre que daba nombre a Lallybroch se encontraba, efectivamente, en la colina que había detrás de la casa, y su sombra se proyectaba a diario sobre el cementerio como el majestuoso avance de un reloj de sol gigantesco. Jamie y yo solíamos subir hasta allí a menudo por las noches en nuestros primeros tiempos en Lallybroch a sentarnos en el banco que había junto al muro de la torre y alejarnos del barullo de la casa, disfrutando de la tranquila vista de la finca y de sus terrenos, que se extendían blancos y amarillos a nuestros pies, suaves a la luz crepuscular.

—La torre —repitió, y me miró sin saber qué decir—. No sé qué sucedía, sólo que no quería que entraran. Tuve... la sensación de que dentro había algo. Al acecho. Y no me gustó nada.