3 de octubre de 1776
De Ellesmere a lady Dorothea Grey
Querida Coz:
Te escribo a toda prisa para poder mandar esta carta con el próximo correo. Estoy realizando un breve viaje con otro oficial en nombre del capitán Richardson y no estoy seguro de cuál será mi paradero en el futuro inmediato. Puedes escribirme a través de tu hermano Adam. Procuraré por todos los medios mantenerme en contacto con él. He cumplido tu encargo lo mejor que he podido, y perseveraré en tu servicio. Diles a mi padre y al tuyo que les mando recuerdos y respetos, así como mi eterno afecto, y no dejes de quedarte con una buena parte de este último para ti.
Tu más seguro servidor,
William
3 de octubre de 1776
De Ellesmere a lord John Grey
Querido padre:
Después de pensarlo mucho, he decidido aceptar la propuesta del capitán Richardson de acompañar a un oficial de alta graduación a Quebec en una misión con el fin de actuar como intérprete para él, pues considera que mi francés es adecuado para tales fines. El general Howe está de acuerdo.
Todavía no he conocido al capitán Randall-Isaacs, pero me reuniré con él en Albany la semana que viene. No sé cuándo volveremos y no sabría decir si tendré muchas ocasiones para escribir, pero lo haré siempre que pueda, y, entretanto, te ruego que pienses con cariño en tu hijo,
William
Finales de octubre de 1776
Quebec
William no sabía muy bien qué pensar del capitán Denys Randall- Isaacs. A primera vista era uno de esos tipos agradables y corrientes que uno encuentra en cualquier regimiento: de unos treinta años de edad, jugador de cartas decente, amante de las bromas, guapo y de tez más bien oscura, sincero y responsable. Era también un compañero de viaje muy agradable, con un montón de entretenidas historias que contar y conocedor de un sinfín de canciones y poemas obscenos de lo más vulgar.
Lo que no hacía era hablar de sí mismo, cosa que, como William sabía por experiencia, era lo que mejor, o al menos más a menudo, hacía la mayoría de la gente.
Había intentado acicatearlo un poco contándole la historia, bastante dramática, de su propio nacimiento, sin obtener a cambio más que unos cuantos hechos sueltos: el padre del propio Randall-Isaacs, oficial de dragones, había muerto en la campaña de las Highlands antes de que Denys naciera, y su madre había vuelto a casarse un año después.
—Mi padrastro es judío —le contó a William—. Un judío rico —añadió con una sonrisa sarcástica.
William había asentido, afable.
—Mejor que un judío pobre —le había dicho sin añadir más.
En realidad, no es que fuera gran cosa, pero sí explicaba en cierto modo por qué Randall-Isaacs trabajaba para Richardson en lugar de perseguir la fama y la gloria con los lanceros o los fusileros galeses. El dinero podía comprar un grado, pero no garantizar una cálida acogida en un regimiento ni esas oportunidades que proporcionaban las relaciones familiares y la influencia, que delicadamente llamaban «interés».
A William se le ocurrió preguntarse, fugazmente, por qué estaba volviéndoles la espalda a sus propias e importantes relaciones y oportunidades con el fin de embarcarse en las oscuras aventuras del capitán Richardson, pero apartó de sí esta consideración como un asunto que contemplar más adelante.
—Asombroso —murmuró Denys al tiempo que alzaba la vista.
Habían detenido sus caballos en la carretera que llevaba de la orilla del río San Lorenzo a la ciudadela de Quebec. Desde donde se encontraban, se divisaba el escarpado precipicio que las tropas de Wolfe habían escalado diecisiete años antes para capturar la ciudadela y Quebec, que estaban en manos de los franceses.
—Mi padre tomó parte en esa escalada —informó William como de pasada.
La cabeza de Randall-Isaacs rotó en su dirección con gran asombro.
—¿Ah, sí? ¿Se refiere a lord John? ¿Luchó con Wolfe en las Llanuras de Abraham?
—Sí. —William contempló el risco con respeto.
Estaba densamente poblado de arbolillos jóvenes, pero la roca que había debajo era esquisto desmoronado. Entre las hojas podía ver las dentadas fisuras y las grietas cuadrangulares. La sola idea de escalar esas alturas en la oscuridad, y no sólo de escalarlas, sino de arrastrar consigo hasta la cima toda la artillería...
—Dijo que la batalla había terminado casi tan pronto como empezó, que no fue más que aquella única descarga, pero que la escalada hasta el campo de batalla había sido lo más duro que había hecho en su vida.
Randall-Isaacs gruñó con respeto e hizo una pausa antes de recoger sus riendas.
—¿Ha dicho usted que su padre conocía a sir Guy? —inquirió—. Sin duda le gustaría oír esa historia.
William miró a su compañero. En realidad, no había mencionado que lord John conociera a sir Guy Carleton, el comandante en jefe para Norteamérica, aunque, en efecto, lo conocía. Su padre conocía a todo el mundo. Y con ese simple pensamiento se dio cuenta de repente de cuál era su auténtico fin en esa expedición. Él era la tarjeta de visita de Randall-Isaacs.
Era cierto que hablaba francés muy bien —tenía facilidad para los idiomas—, y que el de Randall-Isaacs era muy básico. Probablemente Richardson había dicho la verdad en relación con ese detalle. Era siempre mejor tener un intérprete de confianza. Pero aunque Randall-Isaacs había mostrado un halagador interés por William, éste se percató ex post facto de que aquél estaba mucho más interesado en lord John: los aspectos más destacados de su carrera militar, dónde había sido destinado, con quién o bajo el mando de quién había servido, a quién conocía. Ya había sucedido dos veces. Habían ido a ver a los comandantes del Fuerte Saint-Jean y del de Chambly y, en los dos casos, Randall-Isaacs había presentado las credenciales de ambos, mencionando como por casualidad que William era el hijo de lord John Grey, tras lo cual el recibimiento oficial se había vuelto al instante mucho más cálido, transformándose en una larga velada de recuerdos y conversación, estimulados por un buen coñac. Y, durante la cual, advirtió ahora William, sólo él y los comandantes habían hablado. Y Randall-Isaacs se había quedado sentado escuchando, con su apuesto y bronceado rostro encendido de halagador interés.
«Ajá», se dijo William para sí. Después de darse cuenta de cuál era la situación, no estaba seguro de qué pensar. Por una parte, estaba complacido consigo mismo por haberse olido lo que sucedía. Por otra, se sentía menos complacido al pensar que lo querían principalmente por sus contactos, en lugar de por sus virtudes.
Bueno, saberlo resultaba útil, aunque humillante. Lo que no sabía era cuál era el papel de Randall-Isaacs. ¿Estaba tan sólo recopilando información para Richardson? ¿O tenía otros asuntos de que ocuparse que no le habían dado a conocer? Isaacs lo había dejado solo bastante a menudo, comentando como quien no quiere la cosa que tenía un recado personal que hacer para el que consideraba adecuado su propio francés.
Según las limitadísimas instrucciones que le había facilitado el capitán Richardson, estaban evaluando los sentimientos de la población francesa y los colonos ingleses de Quebec con vistas a obtener su apoyo en el futuro en caso de que se produjera una incursión por parte de los rebeldes americanos o de un intento de amenazas o seducciones por parte del Congreso Continental.
Hasta ahora, dichos sentimientos parecían claros, aunque no eran los que quizá habría esperado. Los colonos franceses de la zona simpatizaban con sir Guy, quien, como gobernador general de Norteamérica, había aprobado la Ley de Quebec, que legalizaba el catolicismo y protegía las actividades comerciales de los católicos franceses. Los ingleses, por razones obvias, estaban descontentos con ella, y se habían negado en masa a responder a su petición de apoyo por parte de la milicia durante el ataque americano a la ciudad el invierno anterior.
—Debían de estar locos —le dijo a Randall-Isaacs mientras cruzaban la abierta llanura que se extendía delante de la ciudadela—. Me refiero a los americanos que lo intentaron aquí el año pasado.
Ahora habían llegado a lo alto del risco y la ciudadela se erguía ante ellos en la llanura, tranquila y sólida, muy sólida, bajo el sol otoñal. El día era cálido y hermoso, y el aire hervía con los olores ricos y terrosos del río y el bosque. Nunca había visto un bosque semejante. Los árboles que bordeaban la llanura y crecían a lo largo de las orillas del San Lorenzo presentaban una densidad impenetrable y, en esos momentos, lanzaban destellos dorados y rojos. Vista contra la oscuridad del agua y el azul profundo imposible del vasto cielo de octubre, esa imagen le causó la fantástica sensación de estar cabalgando a través de un cuadro medieval, resplandeciente de pan de oro y ardiendo con un fervor que no era de este mundo.
Pero, al margen de su belleza, percibía la fiereza del lugar. Lo sentía con una claridad que hacía que sus huesos parecieran transparentes. Los días eran aún cálidos, pero el frío del invierno era un afilado diente más intenso con cada anochecer, y se precisaba mucha imaginación para visualizar esa llanura tal como sería al cabo de unas semanas, cubierta de crudo hielo, de una blancura inhóspita para toda forma de vida. Con un viaje a caballo de más de trescientos kilómetros a sus espaldas y una comprensión inmediata de los problemas de intendencia que había supuesto para dos jinetes el duro viaje hacia el norte con buen tiempo, además de lo que sabía de las dificultades de aprovisionar a un ejército con mal tiempo...
—Si no estuvieran locos, no estarían haciendo lo que están haciendo. —Randall-Isaacs interrumpió también sus pensamientos, deteniéndose unos instantes a contemplar el lugar con los ojos de un soldado—. Aunque fue el coronel Arnold quien los condujo hasta aquí. Ese hombre está loco, sin duda alguna, pero es un soldado condenadamente bueno. —Su voz dejó traslucir la admiración, y William lo miró con curiosidad.
—Lo conoce, ¿verdad? —inquirió de manera informal, y Randall-Isaacs se echó a reír.
—No he hablado nunca con él —contestó—. Venga.
Espoleó a su caballo y torcieron hacia la puerta de la ciudadela. Tenía, sin embargo, una expresión divertida y medio desdeñosa, como si estuviera meditando algún recuerdo, y, al cabo de unos segundos, volvió a hablar.
—Tal vez lo habría logrado. Me refiero a Arnold: tomar la ciudad. Sir Guy no tenía tropas dignas de ese nombre, y si Arnold hubiera llegado hasta aquí cuando tenía planeado, y con la pólvora y la munición que necesitaba... bueno, habría sido una historia totalmente distinta. Pero eligió al hombre equivocado para que lo orientara.
—¿Qué quiere decir?
Randall-Isaacs adoptó de repente una expresión cautelosa, pero después pareció encogerse interiormente de hombros, como diciendo «¿Acaso importa?». Estaba de buen humor y ya andaba pensando con agrado en una cena caliente, una cama blanda y ropa limpia, después de acampar durante semanas en los tenebrosos bosques.
—Por tierra no lo habría logrado —respondió—. En un intento de hallar la manera de conducir por agua y hacia el norte a un ejército y todo lo que un ejército necesita, Arnold buscó a alguien que hubiera realizado aquel arriesgado viaje y conociera los ríos y los porteos —explicó—. Al final encontró a un hombre: Samuel Goodwin.
»Pero nunca se le ocurrió que Goodwin pudiera ser lealista. —Randall-Isaacs meneó la cabeza, asombrado de su ingenuidad—. Goodwin acudió a mí para preguntarme qué debía hacer, así que se lo dije, y él le entregó a Arnold sus mapas, cuidadosamente reescritos para servir a sus propósitos.
Y vaya si habían servido. Distorsionando las distancias, quitando referencias, indicando pasos donde no los había, y faci litándoles mapas que eran puras invenciones de la imaginación, las indicaciones del señor Goodwin lograron arrastrar a las fuerzas de Arnold a áreas desiertas, obligándolos a transportar sus barcos y sus provisiones por tierra durante un sinfín de días y retrasándolos tanto, al final, que el invierno los pilló muy lejos de la ciudad de Quebec.
Randall-Isaacs se echó a reír, aunque, pensó William, en su risa había un deje de lástima.
—Me quedé atónito cuando me contaron que lo había logrado a pesar de todo. Aparte de todas esas cosas, los carpinteros que hicieron sus embarcaciones lo engañaron; estoy seguro de que fue por pura incompetencia, no por motivos políticos, aunque, en estos tiempos, a veces es difícil de decir. Los construyeron con troncos verdes y estaban mal acondicionados. La mitad se hicieron pedazos y se hundieron a los pocos días de echarlos al agua. Debió de ser un auténtico infierno —declaró Randall-Isaacs como hablando consigo mismo.
Entonces, se sobrepuso, y negó con la cabeza.
—Pero todos sus hombres lo siguieron. Sólo una compañía dio la vuelta. Pasando hambre, medio desnudos, muertos de frío... lo siguieron —repitió maravillándose. Miró de soslayo a William con una sonrisa—. ¿Cree usted que sus hombres lo seguirían, teniente? ¿En semejantes circunstancias?
—Espero tener más sentido común y no arrastrarlos a tales condiciones —replicó William con sequedad—. ¿Qué le sucedió a Arnold al final? ¿Lo capturaron?
—No —contestó Randall-Isaacs, pensativo, al tiempo que les hacía un gesto con la mano a los soldados que guardaban la puerta de la ciudadela—. No, no lo capturaron. Lo que ha sido de él sólo Dios lo sabe. O Dios y sir Guy. Espero que este último pueda decírnoslo.