Londres
24 de diciembre de 1776
Las madames más prósperas eran criaturas robustas, reflexionaba lord John. Ya fuera tan sólo porque satisfacían ahora los apetitos que se habían negado en sus años de juventud, ya porque ello suponía un escudo contra la posibilidad de regresar a las posiciones más inferiores de su comercio, casi todas estaban bien blindadas de carne.
Nessie, en cambio, no. Podía ver la sombra de su cuerpo a través de la fina muselina de su camisón mientras se colocaba la bata —la había hecho levantarse de la cama sin querer— de pie delante del fuego. No tenía ni un gramo más de carne sobre su delgada figura de la que tenía cuando la había conocido, a los —según decía ella— catorce años, aunque por aquel entonces sospechó que tal vez tuviera once.
Ahora tendría unos treinta y tantos. Y aún aparentaba catorce.
Sonrió al pensarlo y ella le devolvió la sonrisa al tiempo que se ataba el salto de cama. La sonrisa la avejentó un poco, pues le faltaban algunos dientes, y los que le quedaban tenían las raíces cariadas. Si no estaba gruesa, era porque no tenía capacidad para llegar a ello. Le encantaba el dulce y se habría comido una caja entera de violetas confitadas o delicias turcas en diez minutos, compensando el hambre que había pasado durante su juventud en las Highlands escocesas. Grey le había llevado un kilo de confites.
—¿De verdad crees que soy tan barata? —inquirió arqueando una ceja mientras cogía de sus manos la caja bellamente envuelta.
—Ni hablar —le aseguró él—. No es más que mi manera de disculparme por haber perturbado tu descanso. —Estaba improvisando. De hecho, esperaba encontrársela trabajando, pues eran más de las diez de la noche.
—Sí, bueno, es Nochebuena —respondió a su pregunta implícita—. Todo hombre que tenga una casa a la que ir está en ella. —Bostezó, se quitó el gorro de dormir y se ahuecó la revuelta mata de oscuro pelo rizado con los dedos.
—Sin embargo, parece que tienes algunos clientes —observó él.
Se oía un canto distante dos pisos más abajo, y el salón le había parecido bastante concurrido al pasar.
—Ah, sí. Los desesperados. Dejo que Maybelle se ocupe de ellos. No me gusta verlos, pobres criaturas. Me dan pena. En realidad, los que vienen el día de Nochebuena no quieren una mujer, sólo un fuego junto al que sentarse y gente con la que estar. —Hizo un gesto con la mano y se sentó, quitándole el lazo a su regalo con avidez.
—Entonces, deja que te desee una feliz Navidad —dijo lord John contemplándola con divertido afecto.
Ella se metió uno de los dulces en la boca, cerró los ojos, y suspiró extasiada.
—Mmm —declaró sin detenerse a tragar antes de meterse otro dulce en la boca y masticarlo. Por el tono cordial de su observación, supuso que Nessie correspondía a su sentimiento.
Sabía que era Nochebuena, por supuesto, pero de algún modo se había quitado la idea de la cabeza durante las largas y frías horas del día. Había estado lloviendo a cántaros el día entero, lanzando alfilerazos de lluvia helada, intensificados de vez en cuando por caprichosas ráfagas de granizo, y llevaba helado hasta los huesos desde antes del amanecer, cuando el lacayo de Minnie había ido a despertarlo porque lo reclamaban en Argus House.
La habitación de Nessie era pequeña pero elegante, y tenía un agradable olor a sueño. Su cama era amplia, con cortinajes de lana confeccionados con una tela de cuadros reina Carlota rosa y negro, muy a la moda. Cansado, aterido y hambriento como estaba, sintió la llamada de aquella caverna caliente y tentadora, con sus montones de almohadas de plumas de ganso, edredones y sábanas limpias y suaves. ¿Qué pensaría ella, se preguntó, si le pidiera que compartieran la cama esa noche?
«Un fuego junto al que sentarse, y gente con la que estar.» Bueno, eso lo tenía, al menos por ahora.
Grey reparó en un suave zumbido, como el de un moscón atrapado que se estrella contra el cristal de una ventana. Dirigió la vista hacia el sonido y se dio cuenta de que lo que había pensado que no era más que un montón de sábanas arrugadas contenía en realidad un cuerpo. La borla de elaborada pasamanería de un gorro de dormir estaba desparramada sobre la almohada.
—Sólo es Rab —hizo constar, divertida, una voz escocesa. Se volvió y vio que Nessie lo miraba sonriente—. Te apetecería un trío, ¿verdad?
En el preciso momento en que se sonrojaba, cayó en que le gustaba no sólo por sí misma, ni por sus habilidades como espía, sino porque tenía una capacidad incomparable para descon certarlo. Pensó que Nessie no conocía del todo la forma de sus propios deseos, pero había sido prostituta desde niña y probablemente tenía una gran sagacidad para intuir los deseos de casi todo el mundo, ya fueran conscientes o no.
—Oh, creo que no —repuso, cortés—. No querría molestar a tu marido.
Procuró no pensar en las manos brutales y los sólidos muslos de Rab McNab. Rab había sido sillero antes de casarse con Nessie y de que el prostíbulo del que eran propietarios tuviera tanto éxito. Pero sin lugar a dudas él no...
—No podrías despertar a ese pequeño patán ni a cañonazos —terció ella mirando con afecto hacia la cama.
Sin embargo, se puso en pie y corrió las cortinas, sofocando los ronquidos.
—Hablando de cañonazos —añadió inclinándose a mirar a Grey al regresar a su asiento—, tú mismo pareces haber estado en la guerra. Ten, toma una copita y llamaré para que te traigan algo caliente para cenar. —Señaló con la cabeza el escanciador y las copas que había sobre la mesilla y se estiró para alcanzar el cordón de la campanilla.
—No, gracias. No tengo mucho tiempo. Pero sí tomaré un trago para sacudirme el frío, gracias.
El whisky —ella no tomaba otra cosa, pues despreciaba la ginebra como bebida para mendigos y consideraba el vino bueno, pero insuficiente para sus propósitos— lo hizo entrar en calor, y su abrigo mojado empezó a echar humo al cobijo del fuego.
—No tienes mucho tiempo —repitió ella—. ¿Por qué?
—Me marcho a Francia —respondió—. Por la mañana.
Nessie arqueó las cejas de golpe y se metió otro confite en la boca.
—¿U no pazas la Navdad ctfamilia?
—No hables con la boca llena, querida —repuso él sonriendo a pesar de todo—. Mi hermano sufrió un ataque grave la pasada noche —le explicó—. El matasanos dice que es el corazón, aunque dudo que sepa realmente qué es. Pero la cena de Navidad de siempre probablemente sea menos festiva este año.
—Lo siento —manifestó Nessie con mayor claridad. Se limpió un poco de azúcar de la comisura de los labios frunciendo el ceño con gesto preocupado—. Su señoría es un hombre muy distinguido.
—Sí, él... —Se interrumpió, mirándola—. ¿Conoces a mi hermano?
Con recato, Nessie le dirigió una sonrisa que le dibujó unos hoyuelos en las mejillas.
—La discreción es uno de los activos más valiosos de una madame —declamó, claramente repitiendo la sabia observación de alguna antigua patrona.
—Lo dice la mujer que espía para mí.
Estaba intentando imaginar a Hal... o quizá no imaginar a Hal... pues él sin duda no... ¿para ahorrarle a Minnie sus exigencias, tal vez? Creía que...
—Sí, bueno, espiar no es lo mismo que cotillear frívolamente, ¿verdad? Yo quiero té, aunque tú no quieras. Hablar da mucha sed. —Llamó al timbre para que acudiera la portera y, acto seguido, se volvió arqueando una ceja—. Tu hermano se está muriendo, ¿y te vas a Francia? En ese caso, debe de ser algo muy urgente.
—No se está muriendo —respondió Grey, cortante.
El simple hecho de pensarlo abrió en la alfombra que tenía bajo los pies un amplio abismo que esperaba para engullirlo. Miró con decisión hacia otro lado.
—Tuvo... un ataque. Le llevaron la noticia de que habían herido a su hijo menor en América y de que lo habían hecho prisionero.
Los ojos de ella se dilataron al oírlo, y se ciñó más estrechamente la bata alrededor de sus inexistentes pechos.
—El menor. Ése sería... Henry, ¿no?
—Sí. Y ¿cómo demonios sabes tú eso? —preguntó, con ansiedad.
Ella le dirigió una sonrisa mellada, pero la cambió enseguida por una expresión seria al ver lo afligido que estaba.
—Uno de los lacayos de su señoría es cliente habitual —dijo con sencillez—. Viene todos los jueves.
—Ah. —Estaba sentado inmóvil, con las manos sobre las rodillas, intentando someter sus pensamientos, y sus sentimientos, a algún tipo de control—. Es... entiendo.
—A estas alturas del año, es ya tarde para recibir mensajes de América, ¿verdad? —Miró hacia la ventana, cubierta por varias capas de terciopelo rojo y encaje que no lograban bloquear el sonido del aguacero que estaba cayendo—. ¿Ha llegado algún barco con retraso?
—Sí. Uno con destino a Brest, desviado de su ruta, con el palo mayor dañado. Llevaron el mensaje a tierra.
—Entonces, ¿te vas a Brest?
—No.
Antes de que pudiera seguir haciendo preguntas, sonó un suave rasguñar en la puerta y Nessie fue a abrirle a la portera, quien, sin que nadie se lo pidiese, observó Grey, había subido una bandeja cargada de cosas para acompañar el té, incluido un pastel con una gruesa capa de glaseado.
Le dio vueltas en la cabeza. No sabía si podía decírselo, pero Nessie no bromeaba al hablar de discreción, de eso estaba seguro. Y, a su manera, guardaba los secretos tanto —y tan bien— como él.
—Tiene que ver con William —le dijo cuando ella cerró la puerta y se volvió de nuevo hacia él.
Sabía que faltaba poco para el amanecer porque le dolían los huesos y por el débil timbre de su reloj de bolsillo, pero en el cielo no había nada que lo indicase. Unas nubes del color de la escoria de las chimeneas acariciaban los tejados de Londres y las calles estaban más oscuras que a medianoche, pues todas las linternas se habían apagado hacía ya tiempo y los fuegos de las chimeneas casi se habían extinguido.
Había estado en pie toda la noche. Debía hacer algunas cosas. Tenía que ir a casa y dormir unas cuantas horas antes de coger el coche con destino a Dover. Pero no podía marcharse sin volver a ver a Hal, sólo por tranquilidad.
Había luz en las ventanas de Argus House. A pesar de que las cortinas estaban corridas, un débil resplandor se proyectaba al exterior sobre los adoquines mojados. Caía una densa nevada, pero la nieve aún no había cuajado en el suelo. Era muy probable que el coche saliera con retraso. El viaje sería lento con toda seguridad, pues el carruaje se atascaría en las carreteras llenas de fango.
Hablando de coches, el corazón le dio un desagradable vuelco al ver un desvencijado carruaje frente a la puerta cochera que creyó que pertenecía al médico.
Un lacayo a medio vestir, con el camisón precipitadamente embutido en el interior de sus pantalones, abrió de inmediato cuando llamó a la puerta. El rostro preocupado del hombre se relajó un poco al reconocer a Grey.
—El duque...
—Se puso malo por la noche, milord, pero ahora se encuentra mejor —lo interrumpió el hombre, Arthur, se llamaba, haciéndose a un lado para franquearle el paso y quitarle el abrigo de los hombros y sacudirle la nieve.
Grey le hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se dirigió hacia la escalera sin esperar a que lo acompañaran. Se encontró con el doctor, un hombre delgado y gris, al que delataban su abrigo negro y maloliente y el maletín que llevaba en la mano.
—¿Cómo está? —inquirió, agarrándole de la manga al llegar al rellano de la escalera.
El médico dio un paso atrás, molesto, pero entonces vio su rostro a la luz del candelabro y, reconociendo su parecido con Hal, se tranquilizó.
—Un poco mejor, milord. Lo he dejado sangrar, setenta y cinco gramos, y respira con mayor facilidad.
Grey le soltó la manga y subió la escalera con una opresión en el pecho. La puerta que conducía a las habitaciones de Hal estaba abierta, por lo que entró sin rodeos, asustando a una doncella que estaba retirando un orinal, tapado y delicadamente envuelto en un paño decorado con bellos bordados de grandes flores de brillantes colores. Pasó a toda prisa junto a ella con un gesto de disculpa y entró en el dormitorio de su hermano.
Hal se hallaba sentado, recostado contra la cabecera de la cama con la espalda apoyada en un montón de almohadones. Parecía casi muerto. Minnie se encontraba junto a él, con su agradable cara redonda demacrada por la preocupación y la falta de sueño.
—Veo que incluso cagáis con estilo, señoría —observó Grey sentándose al otro lado de la cama.
Hal abrió un párpado gris y lo miró. Su rostro podría haber sido el de un esqueleto, pero el ojo pálido y penetrante era el Hal vivo, y Grey sintió que el pecho se le llenaba de alivio.
—Ah, ¿lo dices por el paño? —preguntó Hal con una voz débil pero clara—. Es cosa de Dottie. No quería salir, aunque le aseguré que, si me parecía que iba a morirme, podía estar segura de que esperaría a que regresara para hacerlo. —Hizo una pausa para respirar con un leve sonido sibilante y, acto seguido, tosió y prosiguió—: Gracias a Dios, no es ninguna beata, no posee talento para la música y tiene tal vitalidad que es una amenaza para el personal de cocina. Así que Minnie la ha puesto a hacer labores de aguja para reconducir su fantástica energía. Se parece a madre, ¿sabes?
—Lo siento, John —se disculpó Minnie—. La mandé a la cama, pero he visto que aún tiene la vela encendida. Creo que en este momento está trabajando en un par de pantuflas para ti.
Grey pensó que unas pantuflas eran probablemente inocuas, fuera cual fuese el motivo que ella hubiera elegido, y así lo dijo.
—Mientras no me esté bordando un par de calzones... Los nudos, ya sabes...
El comentario hizo reír a Hal, lo que hizo que tosiera a su vez de manera alarmante, aunque le devolvió algo de color a su rostro.
—¿Así que no te estás muriendo? —inquirió Grey.
—No —repuso escuetamente Hal.
—Me alegro —sonrió a su hermano—. No lo hagas.
Hal parpadeó y, luego, recordando la ocasión en que él le había dicho a Grey exactamente lo mismo, le devolvió la sonrisa.
—Haré cuanto esté en mi mano —dijo con sequedad y, después, volviéndose, le tendió a Minnie una mano afectuosa—. Querida...
—Haré que suban un poco de té —terció ella levantándose de inmediato—. Y un buen desayuno caliente —añadió tras lanzarle a Grey una mirada escrutadora. Cerró la puerta con delicadeza detrás de sí.
—¿Qué sucede? —Hal se incorporó un poco más en la almohada por sus propios medios, ignorando el vendaje manchado de sangre que le envolvía un antebrazo—. ¿Tienes noticias?
—Noticias, pocas. Pero muchas preguntas alarmantes.
Las noticias de la captura de Henry habían llegado en forma de una nota dirigida a Hal dentro de una carta que uno de sus contactos en el mundo del espionaje le había dirigido a él, y que contenía una respuesta a sus preguntas en relación con las conocidas conexiones francesas de un tal Percival Beauchamp. Sin embargo, no había querido comentar esto último con Hal hasta haber visto a Nessie y, en cualquier caso, Hal no estaba en condiciones para charlas de ese tipo.
—No se conocen conexiones de ninguna clase entre Beauchamp y Vergennes —dijo citando al primer ministro francés—, pero se lo ha visto a menudo en compañía de Beaumarchais.
Eso provocó otro ataque de tos.
—Maldita sea si me sorprende —observó Hal con aspereza tras recuperarse—. Comparten su interés por la caza, sin duda. —Esto último constituía una referencia irónica tanto a la aversión de Percy por los deportes sangrientos como al título de Beaumarchais de «teniente general para la Caza», que le había concedido unos años antes el difunto rey.
—Y —continuó Grey, ignorando ese comentario— con un tal Silas Deane.
Hal frunció el ceño.
—¿Quién?
—Un comerciante que se encuentra en París en nombre del Congreso Americano. Revolotea más bien alrededor de Beaumarchais. Y él sí que ha estado hablando con Vergennes.
—Ah, ése. —Hal agitó una mano—. He oído hablar de él. Vagamente.
—¿Has oído hablar de una empresa llamada Rodrigue Hortalez et Cie.?
—No. Parece español, ¿verdad?
—O portugués. Mi informador no tenía más que el nombre y el rumor de que Beaumarchais tiene algo que ver con ella.
Hal gruñó y se recostó en las almohadas.
—Beaumarchais es el perejil de muchas salsas. Fabrica relojes, por el amor de Dios, como si escribir piezas teatrales no fuera ya bastante malo. ¿Tiene Beauchamp algo que ver con esa compañía?
—No se sabe. En estos momentos sólo tenemos vagas asociaciones, nada más. Pregunté todo lo que pudiera sugerir una relación con Beauchamp o con los americanos, todo lo que no fuera del dominio público, quiero decir. Eso fue lo que me contestaron.
Los finos dedos de Hal tocaban inquietas escalas sobre el cubrecama.
—¿Sabe tu informador lo que hace esa empresa española?
—Comerciar, ¿qué si no? —respondió Grey irónicamente, y Hal soltó un resoplido.
—Si fueran también banqueros, creo que tal vez tendrías algo.
—Es cierto. Pero la única manera de saberlo, creo, es ir y revolver las cosas con un palo bien puntiagudo. Tengo que coger el coche a Dover dentro de —miró con los ojos entornados el reloj de la repisa de la chimenea, poco claro a causa de la oscuridad— tres horas.
—Ah.
Su tono era ambiguo, pero Grey conocía muy bien a su hermano.
—Volveré de Francia a finales de marzo, como muy tarde —informó, y añadió con afecto—: Saldré en el primer barco que zarpe con rumbo a las colonias el año que viene, Hal. Y traeré a Henry de vuelta.
«Vivo o muerto.» Ninguno de los dos pronunció esas palabras. No era preciso.
—Aquí estaré cuando lo hagas —respondió Hal por fin en voz queda.
Grey colocó la mano sobre la de su hermano, la cual se volvió en el acto para coger la suya. Tal vez tuviera un aspecto frágil, pero la fuerza de la presión de la mano de Hal le infundió ánimos. Permanecieron sentados en silencio, con las manos unidas, hasta que se abrió la puerta y Arthur —ahora completamente vestido— entró sin hacer ruido con una bandeja del tamaño de una mesa de juego cargada de panceta, salchichas, riñones, salmón ahumado, huevos escalfados con mantequilla, champiñones a la brasa y tomates, tostadas, confitura, mermelada, una enorme tetera que desprendía un fragante olor a té recién hecho, unos cuencos con leche y azúcar, y un plato cubierto que depositó ceremoniosamente delante de Hal y que resultó que estaba lleno de una especie de repugnante papilla de avena muy líquida.
Arthur les hizo una reverencia y salió mientras Grey se preguntaba si sería él el lacayo que iba a casa de Nessie los jueves. Se volvió y descubrió que Hal estaba dando buena cuenta de los riñones que habían traído para él.
—¿No se supone que tienes que comerte tu papilla? —inquirió Grey.
—No me digas que también tú estás resuelto a llevarme antes de tiempo a la tumba —repuso Hal cerrando los ojos en breve éxtasis mientras masticaba—. ¿Cómo demonios espera nadie que me recupere alimentándome de cosas como bizcochos tostados y papillas de avena?... —Y, respirando con dificultad, arponeó otro riñón.
—¿Crees que de verdad se trata del corazón? —preguntó Grey.
Hal negó con la cabeza.
—Estoy seguro de que no —contestó en tono indiferente—. Estuve escuchándomelo, ¿sabes?, después del primer ataque. Sonaba exactamente igual que siempre. —Hizo una pausa para palparse el pecho de manera experimental, con el tenedor suspendido en el aire—. No me duele. Está claro que me dolería, ¿no?
Grey se encogió de hombros.
—¿Qué tipo de ataque fue, entonces?
Hal se tragó lo que quedaba del riñón y se estiró para agarrar una rebanada de pan tostado con mantequilla, cogiendo el cuchillo de la mermelada con la otra mano.
—No podía respirar —explicó como si nada—. Me puse azul, ese tipo de cosas.
—Ya. Bueno.
—Ahora mismo me encuentro bastante bien —señaló Hal en tono ligeramente sorprendido.
—¿Ah, sí? —sonrió Grey.
Tenía leves reservas, pero, al fin y al cabo... se iba al extranjero, y no sólo podían suceder cosas inesperadas, sino que a menudo sucedían. Mejor no dejar el tema en el aire, por si acaso algo malo les ocurría a alguno de los dos antes de que volvieran a verse.
—Bueno, pues... si estás seguro de que un pequeño sobresalto no precipitará tu espiral mortal, deja que te cuente algo.
Sus noticias en relación con la tendresse existente entre Dottie y William hizo que Hal parpadeara y dejara momentáneamente de comer, pero, tras unos segundos de reflexión, meneó la cabeza y continuó masticando.
—Muy bien —respondió.
—¿Muy bien? —repitió Grey como un eco—. ¿No tienes objeciones?
—A duras penas podría sentarme a gusto contigo si las tuviera, ¿no?
—Si esperas que me crea que tu preocupación por mis sentimientos afectaría en cualquier sentido a tus acciones, es que la enfermedad te ha perjudicado severamente.
Hal sonrió unos instantes y se bebió el té.
—No —contestó tras dejar su taza vacía—. No es eso. Es sólo que... —Se echó hacia atrás, con las manos entrelazadas sobre su apenas protuberante barriga, y le dirigió a Grey una mirada sincera—. Tal vez me muera. No tengo intención. No creo que me muera. Pero podría morirme. Sería más fácil si supiera que está casada con alguien que la protegerá y que cuidará de ella como es debido.
—Me halaga que pienses que William lo haría —repuso Grey con frialdad, aunque, de hecho, estaba inmensamente complacido.
—Por supuesto que lo haría —declaró Hal, pragmático—. ¿Acaso no es hijo tuyo?
Las campanas de una iglesia empezaron a sonar a lo lejos, recordándole algo a Grey.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Feliz Navidad!
Hal adoptó una expresión de idéntica sorpresa, pero luego sonrió.
—Lo mismo te digo.
Grey seguía colmado de sentimientos navideños cuando partió para Dover, literalmente, pues los bolsillos de su abrigo estaban atiborrados de dulces y pequeños regalos, y llevaba bajo el brazo un envoltorio que contenía las infames pantuflas, de esas profusamente adornadas con bordados de lirios y ranas. Había abrazado a Dottie cuando ella se las dio, arreglándoselas para musitarle al oído que había cumplido con su misión. Ella lo había besado con tanta fuerza que aún podía sentir el beso en la mejilla, por lo que se frotaba distraído el lugar.
Tenía que escribir a William enseguida, aunque, en realidad, no había ninguna prisa en especial, pues no había forma de hacerle llegar la carta antes de que él mismo fuera para allá. Lo que le había dicho a Hal lo había dicho en serio: se embarcaría en el primer navío que pudiera zarpar en primavera.
Y no sólo por Henry.
Las carreteras estaban tan mal como esperaba, y el ferri a Calais fue aún peor, pero no reparó en el frío ni en las incomodidades del viaje. Ahora que su preocupación por Hal se había apaciguado un poco, tenía libertad para pensar en lo que Nessie le había contado, una información que había pensado mencio narle a Hal, pero que al final no le había comentado, pues no quería llenarle la cabeza de cosas por miedo a que eso comprometiera su recuperación.
—Tu francés no ha estado aquí —le había dicho Nessie al tiempo que se lamía el azúcar de los dedos—. Aunque visitó el prostíbulo de Jackson mientras estaba en la ciudad. Ya se ha ido: dicen que ha vuelto a Francia.
—El prostíbulo de Jackson —había repetido él despacio.
No era que Grey frecuentara los prostíbulos, aparte del establecimiento de Nessie, pero desde luego conocía el de Jackson y había estado allí con sus amigos una vez o dos. Era una casa que llamaba la atención y que ofrecía música en la planta baja, juego en el primer piso y diversiones más privadas más arriba. Era muy popular entre los oficiales de grado medio del ejército, pero no era un lugar que pudiera satisfacer los particulares gustos de Percy Beauchamp, estaba seguro de ello.
—Entiendo —había respondido antes de tomarse tranquilamente el té con el corazón latiéndole en los oídos—. ¿Y no te has topado nunca con un oficial llamado Randall-Isaacs?
Ésa era la parte de la carta de la que no había hablado a Hal. Denys Randall-Isaacs era un oficial del ejército que solía frecuentar la compañía de Beauchamp, tanto en Francia como en Londres, le había dicho su informador, y ese nombre había atravesado el corazón de Grey como un carámbano.
Tal vez no fuera más que una coincidencia que un hombre que se sabía relacionado con Percy Beauchamp se hubiera llevado a William a una expedición de espionaje a Quebec, pero maldita sea si lo creía.
—Sí —había dicho ella, despacio. Tenía una mota de azúcar fino en el labio inferior. Grey deseaba limpiársela, y en otras circunstancias lo habría hecho—. O he oído hablar de él. Dicen que es judío.
—¿Judío? —Eso lo había sorprendido—. No puede ser. —A un judío nunca se le permitiría aceptar un nombramiento en el ejército, al igual que a un católico.
Nessie lo había mirado, arqueando las cejas.
—Tal vez no quiera que lo sepa nadie —había señalado y, relamiéndose como un gato, se había limpiado la mota de azúcar—. Pero, de ser así, debería mantenerse alejado de las mujeres de vida alegre. ¡Es cuanto puedo decir!
Se había echado a reír de buena gana, luego se había serenado, se había envuelto los hombros en la bata y lo había mirado con unos ojos que parecían negros a la luz de las llamas.
—Tiene algo que ver también con tu muchachito, el francés —había afirmado—. Fue una chica de la casa de Jackson quien me habló del judío y del susto que se llevó cuando se quitó los pantalones. Dijo que no lo habría hecho, pero que su amigo el francés estaba también allí, y que quería mirar, y que cuando él, me refiero al francés, vio que ella estaba desconcertada, le ofreció el doble, así que lo hizo. Dijo que cuando se la metió —y al decir esto le había dirigido una sonrisa obscena con la punta de la lengua contra sus dientes delanteros, que aún conservaba— le resultó más agradable que otras.
—Más agradable que otras —murmuró ahora Grey distraídamente para sí, apercibiéndose sólo en parte de la mirada recelosa que le dirigía el único otro pasajero del ferri que era lo bastante audaz como para permanecer en cubierta—. ¡Joder!
Estaba nevando copiosamente sobre el Canal, y la nieve caía casi horizontal mientras el viento aullador cambiaba de dirección y el barco se escoraba como para echar las tripas por la borda. El otro hombre se sacudió y se fue abajo, mientras él permanecía allí, comiendo con los dedos melocotones con coñac de un frasco que llevaba en el bolsillo, contemplando con tristeza la costa cada vez más próxima de Francia, visible tan sólo a trechos a través de unas nubes bajas.
24 de diciembre de 1776
Quebec
Querido papá:
Te escribo desde un convento. Me apresuraré a explicar que no es como los de Covent Garden, sino un convento católico de verdad, administrado por monjas ursulinas.
El capitán Randall-Isaacs y yo llegamos a la ciudadela a finales de octubre con la intención de visitar a sir Guy y averiguar su opinión al respecto de las simpatías locales frente a la insurrección americana, pero nos dijeron que se había marchado al Fuerte Saint-Jean para lidiar personalmente con un brote de dicha insurrección, a saber, una batalla naval (o así supongo que debo llamarla) que se libró en el lago Champlain, una estrecha masa de agua conectada con el lago George, que tal vez conozcas de cuando tú mismo estuviste aquí.
Yo era partidario de ir a unirnos a sir Guy, pero el capitán Randall-Isaacs se mostró reacio a causa de la distancia que el viaje entrañaba y a la época del año en que nos encontrábamos. De hecho, su juicio resultó acertado, pues el día siguiente trajo una lluvia helada que dio paso al cabo de poco tiempo a una ventisca aulladora, tan violenta que oscureció el cielo hasta tal punto que no podía distinguirse el día de la noche y que sepultó el mundo bajo la nieve y el hielo en cuestión de horas. Al ver este espectáculo de la naturaleza, debo confesar que mi desilusión por perderme la oportunidad de unirme a sir Guy se vio sustancialmente mitigada.
Al parecer, habría sido demasiado tarde en cualquier caso, pues la batalla tuvo lugar el primero de octubre. No conocimos los particulares hasta mediados de noviembre, cuando algunos soldados alemanes del regimiento del barón Von Riedesel llegaron a la ciudadela con noticias acerca del enfrentamiento. Muy probablemente, cuando recibas esta carta ya habrás oído descripciones más oficiales y directas del acontecimiento, pero quizá las versiones oficiales hayan omitido algunos detalles de interés y, además, para serte franco, la redacción de este informe es el único empleo que tengo en estos momentos, pues he declinado una amable invitación de la madre superiora a asistir a la misa que celebran hoy a medianoche en observancia de la Navidad. (Las campanas de las iglesias de la ciudad tañen cada cuarto de hora, marcando el paso del tiempo día y noche. La capilla del convento se encuentra justo al otro lado del muro de la casa de huéspedes en cuyo último piso me alojo, y la campana está quizá a seis metros por encima de mi cabeza cuando estoy acostado en la cama. En consecuencia, puedo informarte de manera fidedigna de que ahora son las 21.15 horas.)
Iré, pues, al grano: sir Guy estaba alarmado por la tentativa del año pasado de invadir Quebec, a pesar de que había concluido con un tremendo fracaso y, por tanto, había decidido incrementar su control sobre el Hudson superior, pues se trataba de la única posible vía por la que podrían presentarse otros problemas, dado que las dificultades de viajar por tierra son tan tremendas que sólo lo intentarían los más resueltos. (Tengo un frasquito de espíritu del vino para regalarte, que contiene un tábano de más de cinco centímetros de largo, además de unas cuantas garrapatas muy grandes, estas últimas arrancadas de mi persona con ayuda de miel, que, aplicada con generosidad, las asfixia y hace que suelten a su presa.)
Aunque la invasión del último invierno fracasara, los hombres del coronel Arnold resolvieron impedirle a sir Guy el acceso a los lagos y, en consecuencia, al batirse en retirada, hundieron o quemaron todos los barcos en el Fuerte Saint-Jean, además de reducir a cenizas el aserradero y el propio fuerte.
Por ello, sir Guy solicitó que le mandaran barcos plegables desde Inglaterra (¡ojalá los hubiera visto!) y, cuando llegaron diez de ellos, viajó a St. John para supervisar su montaje en la cabecera del río Richelieu. Mientras tanto, el coronel Arnold (que parece una persona sorprendente y laboriosa, si la mitad de lo que me cuentan de él es verdad) ha estado construyendo como loco su propia flota de barcos de remos destartalados y balandros de quillas cepilladas.
No contento con estos prodigios plegables, sir Guy tenía también el Indefatigable, una fragata de ciento ochenta toneladas (mis informadores no estaban de acuerdo en el número de cañones que lleva: después de la segunda botella de clarete del convento —lo hacen las propias monjas, y no poco se consume también aquí, delante de las narices del cura—, se alcanzó un consenso cifrado en «un montón, amigo», que siempre permite errores de traducción), que habían desmontado, trasladado hasta el río y vuelto a montar una vez allí.
Al parecer, el coronel Arnold decidió que seguir esperando equivaldría a perder cualquier ventaja de iniciativa que pudiera poseer, por lo que salió de su escondite de la isla Valcour el 30 de septiembre. Según los informes, tenía quince naves, frente a las veinticinco de sir Guy, todas ellas construidas apresuradamente, incapaces de navegar y tripuladas por gente de tierra firme que no sabía distinguir una bitácora de un juanete, ¡la armada americana en toda su gloria!
Sin embargo, no debo reírme demasiado. Cuanto más me cuentan del coronel Arnold (y oigo hablar mucho de él aquí, en Quebec), más me parece que debe de ser un caballero de rompe y rasga, como el abuelo sir George solía decir. Me gustaría conocerlo algún día.
Fuera están cantando. Los habitantes acuden a la catedral vecina. No conozco la música, y está demasiado lejos para distinguir las palabras, pero, desde mi atalaya, puedo ver el resplandor de las antorchas. Las campanas dicen que son las diez en punto.
(A propósito, la madre superiora dice que te conoce. Se llama sor Inmaculada. Esto no debería sorprenderme mucho, sin embargo. Le dije que conoces al arzobispo de Canterbury y al papa, por lo que manifestó que estaba muy impresionada y te ruega que traslades su más humilde obediencia a Su Santidad la próxima vez que lo veas. Me invitó amablemente a cenar y me contó anécdotas sobre la toma de la ciudadela en el 59, así como que alojaste a muchos de las Highlands en el convento. Me contó lo escandalizadas que estaban las hermanas por sus piernas desnudas y que quisieron requisar tela de lona para hacerles pantalones a los hombres. Mi uniforme ha sufrido de manera perceptible durante las últimas semanas de viaje, pero me alegro de poder decir que sigo decentemente vestido de cintura para abajo. ¡Y también se alegra la madre superiora, sin duda!)
Vuelvo a mi relato de la batalla: la flota de sir Guy viajó hacia el sur, intentando alcanzar y volver a capturar Crown Point y, luego, Ticonderoga. No obstante, al pasar por la isla Valcour, dos de los barcos de Arnold saltaron sobre ellos, abriendo fuego como desafío. Acto seguido intentaron retirarse, pero uno de ellos (el Royal Savage, decían) no logró navegar contra los vientos desfavorables y encalló. Varias cañoneras británicas lo rodearon y capturaron a unos cuantos hombres, aunque se vieron obligados a retirarse bajo el intenso fuego americano, no sin antes prenderle fuego al Royal Savage.
A continuación, se desarrollaron abundantes maniobras en el estrecho, y la batalla comenzó aproximadamente a mediodía, y el Carleton y el Inflexible, junto con las cañoneras, soportaron lo más duro del combate. El Revenge y el Philadelphia de Arnold resultaron gravemente alcanzados en los flancos, y el Philadelphia se hundió cerca del atardecer.
El Carleton siguió disparando hasta que un afortunado cañonazo de los americanos le cortó la línea del ancla dejándolo a la deriva. Lo atacaron con saña y numerosos hombres resultaron heridos o muertos. El recuento de víctimas incluía a su capitán, un tal teniente James Dacres (tengo la incómoda sensación de que lo conocía, tal vez de un baile de la temporada pasada), y a los oficiales de alta graduación. Uno de sus guardiamarinas tomó el mando y lo llevó a un lugar seguro. Dijeron que se trataba de Edward Pellew, y sé que coincidí con él una o dos veces en Boodles, con el tío Harry.
En resumidas cuentas: otro afortunado disparo alcanzó el polvorín de una cañonera y la hizo saltar por los aires, pero, mientras tanto, el Inflexible entró por fin en juego y vapuleó a los barcos americanos con sus pesados cañones. Entretanto, la más pequeña de las naves de sir Guy desembarcó a unos indios en la isla Valcour y a orillas del lago, cortando así esta vía de escape, y el resto de la flota de Arnold se vio obligada de este modo a retirarse lago abajo.
Lograron pasar sigilosamente por delante de sir Guy, pues aquella noche había niebla, y se refugiaron en la isla Schuyler, varios kilómetros al sur. Pero la flota de sir Guy los persiguió y consiguió avistarlos al día siguiente, pues los barcos de Arnold se veían muy entorpecidos por las filtraciones, los daños sufridos y el tiempo, ya que se había puesto a llover a cántaros y hacía un fuerte viento. El Washington fue apresado, atacado y obligado a arriar sus colores, al tiempo que se capturaba a su tripulación de más de cien hombres. Sin embargo, el resto de la flota de Arnold consiguió llegar a la bahía del Botón, donde, según tengo entendido, las aguas carecen de suficiente calado para que los barcos de sir Guy pudieran seguirlos.
Allí, Arnold varó, destruyó y quemó la mayor parte de sus naves, con las banderas ondeando aún en señal de desafío, dijeron los alemanes. Esto les hacía gracia, pero lo admiraban. El coronel Arnold (¿o tenemos que llamarlo ahora almirante Arnold?) prendió fuego personalmente al Congress, su buque insignia, y partió por tierra escapando por muy poco de los indios que habían mandado a cortarle el paso. Sus tropas consiguieron llegar a Crown Point, pero no se quedaron allí, sino que se detuvieron tan sólo para arrasar el fuerte antes de retirarse a Ticonderoga.
Sir Guy no se llevó a sus prisioneros de vuelta a Quebec: los mandó de regreso a Ticonderoga con una bandera blanca, un gesto muy bonito y muy admirado por mis informadores.
22.30 horas. ¿Cuando estuviste aquí viste la aurora boreal, o era una época del año demasiado temprana? Es un espectáculo extraordinario. Lleva nevando todo el día, pero cesó cerca del anochecer y ahora el cielo está limpio. Mi ventana está orientada al norte y, en estos precisos instantes, hay una luz asombrosa que llena todo el cielo con olas de azul pálido y un poco de verde, aunque a veces la he visto roja, que se arremolinan como las gotas de tinta cuando uno las echa en el agua y remueve. Ahora no puedo oírlo a causa de los cantos, pero hay alguien tocando la flauta a lo lejos. Es una melodía muy dulce y desgarradora, aunque siempre que he visto ese fenómeno fuera de la ciudad, en los bosques, suele ir acompañado de un sonido o sonidos muy peculiares. A veces, es una especie de débil silbido, como el del viento alrededor de un edificio, aunque el aire no se mueve; a veces, un sonido sibilante, extraño y fuerte, interrumpido de vez en cuando por una descarga de clics y cracs, como si una horda de grillos se estuviera acercando al oyente a través de las hojas secas, aunque cuando empieza a poder verse la aurora hace ya tiempo que el frío ha matado a todos los insectos. (¡Qué alivio! Nos poníamos un ungüento que utilizan los indios, que surte cierto efecto contra las moscas picadoras y los mosquitos, pero que no contribuye lo más mínimo a mermar la curiosidad de tijeretas, cucarachas y arañas.)
En nuestro viaje entre St. John y Quebec nos acompañaba un guía, un mestizo (tenía una extraordinaria mata de pelo, grueso y rizado como lana de oveja y del color de la corteza de canela) que nos contó que algunos nativos pensaban que el firmamento es una bóveda que separa la tierra del cielo, pero que en la bóveda había agujeros, y que las luces de la aurora son las antorchas del cielo, enviadas para guiar a los espíritus de los muertos a través de esos orificios.
Veo que tengo que terminar ya mi relato, aunque sólo añadiré que, después de la batalla, sir Guy se retiró a su cuartel general de invierno en St. John y que es probable que no regrese a Quebec hasta la primavera.
Así que ahora llego al verdadero motivo de mi carta. Ayer, cuando me desperté, descubrí que el capitán Randall-Isaacs había levantado el campamento durante la noche con el pretexto de que tenía un asunto urgente que resolver. Me dijo que había disfrutado de mi compañía y de mi valiosa asistencia, y que debía permanecer aquí hasta que él regresara o hasta recibir nuevas órdenes.
Hay una buena capa de nieve y puede volver a nevar en cualquier momento, así que el asunto tiene que ser realmente urgente para obligar a un hombre a aventurarse a recorrer cualquier distancia. Por supuesto, estoy algo molesto por la brusca partida del capitán Randall-Isaacs, siento curiosidad por saber qué es lo que puede haberla provocado, y estoy un tanto preocupado por su bienestar. Sin embargo, ésta no parece una situación en la que esté justificado ignorar mis órdenes, así que... estoy a la espera.
23.30 horas. He dejado un rato de escribir para levantarme a contemplar el cielo. Las luces de la aurora van y vienen, pero creo que ahora se han ido definitivamente. El cielo está negro; las estrellas, brillantes, pero diminutas en contraste con el resplandor desaparecido de las luces. Hay en el cielo un vasto vacío que uno rara vez siente en una ciudad. A pesar del tañido de las campanas, de las hogueras de la plaza y de los cantos de la gente —se está celebrando una procesión de algún tipo—, puedo percibir el profundo silencio que hay más allá.
Las monjas están entrando en la capilla. Acabo de asomarme a la ventana para verlas entrar a toda prisa, de dos en dos, como una columna en marcha, con sus vestidos y sus mantos oscuros con los que parecen pequeños pedazos de noche que se deslizan entre las estrellas con sus antorchas. (Llevo mucho tiempo escribiendo, tendrás que perdonarme los caprichos de un cerebro cansado.)
Ésta es la primera Navidad que paso sin ver ni mi hogar ni a mi familia.
La primera de muchas, sin duda.
Pienso a menudo en ti, papá, y espero que estés bien y pensando con ilusión en el ganso asado que comerás mañana con la abuela y el abuelo sir George. Diles que les mando todo mi amor, por favor, y también al tío Hal y a su familia. (Y, especialmente, a mi Dottie.)
Feliz Navidad de parte de tu hijo,
William
Posdata: Las 2.00 horas. A pesar de todo, he bajado y asistido a la misa desde el fondo de la capilla. Era un poco papista, y había mucho incienso, pero he rezado una oración por madre Geneva y por mamá Isobel. Cuando he salido de la capilla he visto que las luces habían regresado. Ahora son azules.