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Ticonderoga

12 de junio de 1777

Fuerte Ticonderoga

Encontré a Jamie dormido, desnudo sobre el camastro de la diminuta habitación que nos habían asignado. Se hallaba en lo alto de uno de los edificios de piedra que albergaban los dormitorios de los soldados y, por consiguiente, a mediodía era un horno. En cualquier caso, rara vez estábamos allí durante el día, pues Jamie se encontraba en el lago con los operarios que construían el puente y yo en el hospital o en el área destinada a las familias, todos ellos igualmente calurosos, por supuesto.

Por el mismo motivo, no obstante, las piedras conservaban el calor suficiente para mantenernos calentitos durante las frías noches, pues no había chimenea, y, en cambio, había un ventanuco. Al anochecer soplaba una buena brisa desde el agua y, durante unas cuantas horas, digamos entre las diez de la noche y las dos de la mañana, resultaba muy agradable. Ahora eran más o menos las ocho, fuera todavía había luz, y uno seguía asándose en el interior. El sudor brillaba en los hombros de Jamie y le oscurecía el cabello en las sienes, dándole un oscuro color bronce.

Lo bueno: que nuestro pequeño desván era la única habitación situada en lo alto del edificio, por lo que nos proporcionaba una módica privacidad. Por otra parte, para llegar a nuestro nido de águila había que subir cuarenta y ocho escalones, y había que cargar con el agua hasta arriba y bajar el agua sucia. Acababa de transportar hasta allí un gran cubo, y la mitad que no se había derramado sobre la parte delantera de mi vestido pesaba una tonelada. Lo dejé en el suelo con un golpe metálico que hizo que Jamie se incorporara de inmediato, parpadeando en la oscuridad.

—Vaya, lo siento —me disculpé—. No quería despertarte.

—No importa, Sassenach replicó, y bostezó abriendo mucho la boca. Se sentó, se estiró y, acto seguido, se pasó las manos por el cabello suelto y empapado—. ¿Has cenado ya?

—Sí, he comido con las mujeres. ¿Y tú?

Solía comer con su equipo de operarios cuando terminaban de trabajar, pero a veces lo requerían para cenar con el general St. Clair o los demás oficiales de la milicia, y esos acontecimientos casi formales tenían lugar mucho más tarde.

—Ajá.

Volvió a tumbarse en el catre y me observó mientras vertía agua en una jofaina de hojalata y sacaba un pedacito de jabón de lejía. Me quité la ropa hasta quedarme en camisa y comencé a lavarme meticulosamente, aunque el fuerte jabón me escocía en la piel ya irritada, y los gases que desprendía eran tales que se me humedecían los ojos.

Me enjuagué las manos y los brazos, arrojé el agua por la ventana —deteniéndome un segundo para gritar «¡Agua va!» antes de hacerlo— y volví a empezar.

—¿Por qué haces eso? —preguntó Jamie con curiosidad.

—El chiquillo de la señora Wellman tiene algo que estoy casi segura que es la papera. ¿O debería decir paperas? Nunca he sabido si es plural o no. En cualquier caso, no voy a arriesgarme a contagiártelas a ti.

—¿Son muy malas, las paperas? Creía que era una cosa de críos.

—Bueno, por lo general es una enfermedad infantil —respon dí haciendo una mueca al tocar el jabón—. Pero cuando las coge un adulto, en particular un hombre adulto, es mucho más grave. Tienden a afectar a los testículos. Y a menos que quieras que se te pongan los huevos del tamaño de unos melones cantalupo...

—¿Estás segura de que tienes bastante jabón, Sassenach? Si quieres, voy a buscar más. —Me sonrió, volvió a sentarse y se estiró para coger el flojo pedazo de sábana que utilizábamos como toalla—. Trae, a nighean, deja que te seque las manos.

—Dame un minuto.

Me deshice del corsé, dejé caer la camisa y la colgué del gancho que había junto a la puerta, y luego me puse por la cabeza la camisa «de andar por casa». No era tan higiénico como tener ropa quirúrgica para ir a trabajar, pero el fuerte hormigueaba de enfermedades, e iba a hacer cuanto pudiera para evitar llevarlas hasta Jamie. Ya se encontraba con bastantes enfermedades al aire libre.

Me eché el resto del agua por la cara y los brazos y, acto seguido, me senté junto a él y solté un gritito cuando me crujió la rodilla.

—Dios mío, tus pobres manos —murmuró secándomelas con suaves golpecitos con la toalla y enjugándome la cara a continuación—. Y también tienes la nariz quemada por el sol, pobrecita.

—¿Y las tuyas?

Aunque siempre las tenía callosas, sus manos eran ahora una masa de cortes, nudillos raspados y ampollas, pero Jamie le quitó importancia haciendo un breve gesto y volvió a tumbarse con un gemido de placer.

—¿Todavía te duele la rodilla, Sassenach? —inquirió al ver que me la frotaba. No había llegado a recuperarse de la torcedura sufrida durante nuestras aventuras a bordo del Pitt, y subir escaleras la perjudicaba.

—Es sólo parte de la decadencia general —repuse intentando hacer una broma. Flexioné el brazo derecho con cuidado y sentí una punzada de dolor en el codo—. Las cosas ya no se doblan tan fácilmente como solían. Y otras duelen. A veces creo que voy a romperme en pedazos.

Jamie cerró un ojo y me observó.

—Me he sentido así desde que cumplí veinte años —señaló—. Acabas acostumbrándote a ello. —Se desperezó, haciendo que su columna vertebral emitiera una serie de sonidos secos, y me tendió una mano—. Ven a la cama, a nighean. Cuando me amas, no te duele nada.

Tenía razón. No me dolió nada.

Me eché una cabezadita, pero me desperté por instinto un par de horas después para ir a examinar a los pocos pacientes que necesitaban estar en observación. Entre ellos se hallaba el capitán Stebbings, que, con gran sorpresa por mi parte, se había negado con tenacidad a morir y a que lo atendiera nadie que no fuera yo. Eso no les había gustado ni al teniente Stactoe ni a los demás médicos, pero como las exigencias del capitán Stebbings estaban respaldadas por la intimidatoria presencia de Guinea Dick —con sus dientes puntiagudos, sus tatuajes y todo lo demás—, seguí siendo su médico personal.

Hallé al capitán algo febril y con la respiración sibilante, pero dormido. Guinea Dick se levantó de su camastro al oír mis pasos, con aspecto de ser una manifestación particularmente espantosa de la pesadilla de alguien.

—¿Ha comido? —pregunté en voz baja al tiempo que colocaba la mano en la muñeca de Stebbings con suavidad.

La figura rechoncha del capitán había encogido considerablemente. Incluso a oscuras podía verle sin dificultad las costillas que antaño tenía que esforzarme por encontrar.

—Toma un poco de sopa, señora —susurró el africano, y señaló con la mano un cuenco que había en el suelo, cubierto con un pañuelo con el fin de mantener alejadas a las cucarachas—. Como usted dice. Le doy un poco más cuando despertar para mear.

—Muy bien.

El pulso de Stebbings era algo rápido, pero no alarmante y, cuando me incliné sobre él e inspiré con fuerza, no detecté olor alguno a gangrena. Había podido retirarle el tubo del pecho dos días antes y, aunque la herida exudaba un poco de pus, se trataba, en mi opinión, de una infección local que se curaría sin ayuda. Tendría que hacerlo; no tenía nada para tratarla.

Casi no había luz en las dependencias del hospital, sólo un súbito resplandor cerca de la puerta y la escasa claridad que llegaba hasta allí procedente de las hogueras del patio. No podía juzgar si Stebbings tenía buen color, pero vi el destello blanco cuando entreabrió los ojos. Gruñó al verme, y los volvió a cerrar.

—Muy bien —repetí, y lo dejé al tierno cuidado del señor Dick.

Al guineano le habían ofrecido la posibilidad de enrolarse en el ejército continental, pero la había rechazado y había preferido convertirse en prisionero de guerra con el capitán Stebbings, el herido señor Ormiston y otros varios marinos del Pitt.

—Soy hombre libre inglés —había dicho con sencillez—. Prisionero quizá por poco tiempo, pero hombre libre. Marino, pero hombre libre. Si americano, tal vez no hombre libre.

Tal vez no.

Salí de las dependencias del hospital, me dirigí a la casa de los Wellman para visitar a mi paciente de paperas, una enfermedad molesta, pero no peligrosa, y luego crucé a paso lento el patio bajo una luna naciente. La brisa nocturna se había extinguido, aunque el aire de la noche era algo fresco. Movida por un impulso, subí a la batería de media luna desde la que, por encima del estrecho extremo del lago Champlain, se divisaba el monte Desafío.

Había allí dos guardias, pero ambos estaban profundamente dormidos y apestaban a licor. No era inusual. En el fuerte, la moral no estaba alta, y el alcohol era fácil de conseguir.

Permanecí junto a la muralla con una mano sobre uno de los cañones, cuyo metal aún guardaba el calor del día. ¿Nos marcharíamos antes de que estuviera caliente por haber disparado?, me pregunté. Quedaban treinta y dos días, y no transcurrían lo bastante deprisa para mi gusto. Aparte de la amenaza de los británicos, el fuerte se estaba pudriendo y hedía. Era como vivir en un pozo negro, por lo que sólo podía esperar que Jamie, Ian y yo nos marcháramos de allí sin haber contraído ninguna terrible enfermedad o sin que nos hubiera asaltado algún idiota borracho.

Oí unos débiles pasos detrás de mí, me volví y vi a Ian, alto y delgado a la luz de las hogueras que ardían más abajo.

—¿Puedo hablar contigo, tía?

—Claro —repuse, extrañada por esa formalidad nada habitual.

Me hice un poco a un lado y él se reunió conmigo, con la mirada baja.

—La prima Brianna tendría un par de cosas que decir acerca de eso —observó señalando con la cabeza el puente a medio construir—. También el tío Jamie.

—Lo sé.

Jamie llevaba dos semanas diciéndolo: al nuevo comandante, Arthur St. Clair, a los demás coroneles de la milicia, a los ingenieros, a todo aquel que quisiera escuchar, y a muchos que no querían. El absurdo de invertir enormes cantidades de trabajo y material en construir un puente que la artillería podía destruir con facilidad desde el monte Desafío saltaba a la vista para todos excepto para quienes ejercían el mando.

Suspiré. No era la primera vez que veía la ceguera de los militares, y mucho me temía que no iba a ser la última.

—Bueno, aparte de eso... ¿de qué querías hablar conmigo, Ian?

Él respiró hondo y se volvió hacia el panorama del lago iluminado por la luna.

—¿Conoces a los hurones que vinieron al fuerte hace poco?

Los conocía. Dos semanas atrás, un grupo de hurones había visitado el fuerte, e Ian había pasado una noche fumando con ellos y escuchando sus historias. Algunas de ellas se referían al general inglés Burgoyne, de cuya hospitalidad habían disfrutado de antemano.

Dijeron que Burgoyne estaba buscando activamente a los indios de la Confederación Iroquesa, invirtiendo mucho tiempo y dinero en atraerlos.

«Dice que sus indios son su arma secreta —había dicho uno de los hurones, entre risas—. Se los azuzará a los americanos para que arrasen como el rayo y los maten a todos a golpes.»

Sabiendo lo que sabía de los indios en general, pensé que Bur goyne tal vez fuera un poquito demasiado optimista. Sin embargo, prefería no pensar en lo que podría suceder si lograba convencer a un número indefinido de indios para que lucharan para él.

Ian seguía mirando el bulto distante del monte Desafío, perdido en sus pensamientos.

—Que sea lo que Dios quiera —dije abriendo la sesión—. ¿Por qué me cuentas esto, Ian? Deberías contárselo a Jamie y a St. Clair.

—Ya lo he hecho.

Se oyó el grito de un colimbo desde el otro lado del lago, sorprendentemente fuerte y espectral. Parecían fantasmas cantando a la tirolesa, en especial cuando cantaba más de uno.

—¿Ah, sí? Bueno, pues —repliqué, algo impaciente—. ¿De qué querías hablarme?

—De los bebés —respondió con brusquedad al tiempo que se enderezaba y se volvía hacia mí.

—¿Qué? —espeté, sobresaltada.

Había estado silencioso y malhumorado desde la visita de los hurones, y yo había supuesto que su actitud tenía que ver con algo que ellos le habían dicho, pero no podía imaginarme qué podían haberle dicho en relación con los bebés.

—De cómo se hacen —dijo con vehemencia, aunque sus ojos se apartaron de los míos. Si hubiera habido más luz, estoy segura de que lo habría visto ruborizarse.

—Ian —repliqué tras una breve pausa—. Me niego a creer que no sabes cómo se hacen los bebés. ¿Qué quieres saber en realidad?

Lanzó un suspiro, pero al final me miró. Apretó los labios por un instante y luego vomitó:

—Quiero saber por qué no puedo hacer uno.

Me pasé un nudillo por los labios, desconcertada. Sabía —Bree me lo había contado— que con su mujer mohawk, Emily, había tenido una hija que había nacido muerta y que, después, ella había tenido por lo menos dos abortos. También sabía que era ese fracaso lo que había empujado a Ian a dejar a la mohawk en la Aldea de la Serpiente y volver con nosotros.

—¿Por qué piensas que tal vez seas tú? —le pregunté sin ambages—. La mayoría de los hombres culpan a la mujer cuando un niño nace muerto o se malogra. También lo hacen la mayoría de las mujeres, si vamos a eso.

Yo había culpado tanto a Jamie como a mí misma.

Profirió un gruñido típicamente escocés, impaciente.

—Las mohawk, no. Ellas dicen que, cuando un hombre yace con una mujer, su espíritu lucha con el de ella. Si la supera, se engendra un niño. Si no, no sucede.

—Hum —repuse—. Bueno, es una forma de verlo. Tampoco diría que se equivocan. Es algo que puede tener que ver tanto con el hombre como con la mujer, o que puede tener que ver con ambos al mismo tiempo.

—Sí. —Lo oí tragar saliva antes de continuar—. Una de las mujeres que acompañaban a los hurones era kahnyen’kehaka, una mujer de la Aldea de la Serpiente que me conocía de cuando yo estuve allí. Me dijo que Emily tiene un hijo. Un hijo vivo.

Había estado agitándose inquieto sobre uno y otro pie mientras hablaba, haciendo crujir los nudillos. Ahora se quedó inmóvil. La luna estaba bien alta y brillaba sobre su rostro, dándoles a sus ojos el aspecto de oquedades.

—He estado pensando, tía —dijo en voz baja—. He estado pensando durante mucho tiempo. En ella. En Emily. En Yeksa’a. La... mi hijita. —Calló, hincándose con fuerza los nudillos en los muslos, pero volvió a recuperar la compostura y prosiguió, más tranquilo—: Y hace poco he estado pensando en otra cosa. Si... cuando —se corrigió, lanzando una mirada por encima de su hombro como si esperara que Jamie surgiera de repente de una trampa, observando— vayamos a Escocia, no sé cómo serán las cosas. Pero si yo... si me casara de nuevo, quizá, aquí o allí... —Me miró de pronto, con la cara envejecida por la tristeza, pero conmovedoramente joven de esperanza y de duda—. No podría tomar a una muchacha por esposa si sé que nunca podré darle hijos vivos.

Volvió a tragar saliva, mirando al suelo.

—¿No podrías... examinar mis partes, tía? ¿Para ver si hay quizá algún problema? —Se llevó la mano al taparrabos, y lo detuve con un gesto apresurado.

—Quizá eso pueda esperar un poco, Ian. Déjame que anote la historia primero. Luego veremos si necesito examinarte.

—¿Estás segura? —Parecía sorprendido—. El tío Jamie me habló del esperma que tú le mostraste. Pensé que a lo mejor el mío no estaba del todo bien en algún sentido.

—Bueno, necesitaría un microscopio para verlo, de todos modos. Y aunque es cierto que existen cosas como un esperma anormal, cuando éste es el caso, por lo general, no hay concepción. Y, según tengo entendido, no fue ése el problema. Dime... —No quería preguntárselo, pero no había forma de evitarlo—. Tu hija. ¿La viste?

Las monjas me habían traído a mi hija muerta en el parto. «Es mejor que la vea», me habían dicho, insistiendo con amabilidad.

Ian negó con la cabeza.

—No puedo decir que la viera. Quiero decir que... vi el paquetito que habían hecho con ella, envuelto en piel de conejo. Lo pusieron en lo alto de la horcadura de un cedro colorado. Estuve allí una noche, sólo un rato para... bueno... Pensé bajar el hatillo, desenvolverla, únicamente para verle la cara. Pero Emily se habría molestado, así que no lo hice.

—Estoy segura de que tienes razón. Sin embargo... oh, demonios, Ian, lo siento mucho... pero ¿dijo alguna vez tu mujer o cualquiera de las otras mujeres que la niña tuviera algún problema evidente? ¿Tenía... algún tipo de deformidad?

Me miró, con los ojos dilatados de espanto, y sus labios se movieron por un momento sin emitir sonido alguno.

—No —contestó por fin, y su voz trasladaba a la vez alivio y dolor—. No. Lo pregunté. Emily no quería hablar de ella, de Iseabaìl, así es como yo la habría llamado, Iseabaìl... —explicó—, pero se lo pregunté y no cesé de preguntárselo hasta que me dijo cómo era el bebé.

»Era perfecta —dijo en voz baja mirando al puente, donde la cadena de linternas brillaba y se reflejaba en el agua—. Perfecta.

También Faith lo era. Perfecta.

Le puse una mano en el antebrazo, duro y musculoso.

—Eso está bien —repuse suavemente—. Muy bien. Cuéntame, entonces, todo lo que puedas acerca de lo que sucedió durante el embarazo. ¿Tuvo tu mujer alguna hemorragia entre el momento en que supiste que estaba embarazada y el momento en que dio a luz?

Despacio, lo conduje entre la esperanza y el miedo, la desolación de cada pérdida, todos los síntomas que podía recordar, y lo que sabía de la familia de Emily. ¿Había habido casos de muerte perinatal entre sus parientes? ¿Abortos?

La luna pasó sobre nuestras cabezas y comenzó a descender en el cielo. Al final, me estiré y me sacudí yo también.

—No puedo decirlo con certeza —le dije—, pero creo que cabe por lo menos la posibilidad de que se tratara de lo que llamamos un problema de Rh.

—¿Un qué? —Estaba apoyado en uno de los grandes cañones, y levantó la cabeza al oírme decir eso.

No tenía sentido intentar explicar grupos sanguíneos, antígenos y anticuerpos. Además, en realidad, no era tan distinto de la explicación mohawk del problema, pensé.

—Si la sangre de una mujer tiene el Rh negativo y la sangre de su esposo es Rh positivo —le expliqué—, el niño tendrá un Rh positivo porque el Rh positivo es dominante, no importa lo que eso significa, pero el niño será positivo como el padre. A veces, el primer embarazo va bien, y el problema no se detecta hasta la vez siguiente. A veces el problema se presenta con el primero. Básicamente, la madre produce una sustancia que mata al niño. Pero, si una mujer con Rh negativo tiene un hijo de un hombre con Rh negativo, el feto es siempre negativo también, y entonces no hay complicaciones. Como dices que Emily ha tenido un hijo vivo, es posible que su nuevo esposo sea también Rh negativo.

Yo no sabía absolutamente nada acerca de la prevalencia de la sangre con Rh negativo entre los nativos americanos, pero la teoría encajaba con las pruebas.

—Y si eso es así —concluí—, no tendrías por qué tener ese mismo problema con otra mujer. La mayoría de las mujeres euro peas tienen el Rh positivo, aunque no todas.

Se me quedó mirando durante un intervalo de tiempo tan largo que me pregunté si habría comprendido lo que le había dicho.

—Llámalo destino —le dije con cariño—, o llámalo mala suerte. Pero no fue culpa tuya. Ni de ella.

«Ni mía, ni de Jamie.»

Asintió despacio e, inclinándose hacia delante, apoyó la cabeza en mi hombro por unos segundos.

—Gracias, tía —susurró y, tras levantar la cabeza, me besó en la mejilla.

Al día siguiente, se había ido.