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Las bendiciones de Brígida y Miguel

Los mohawk lo conocían como Thayendanegea, «Dos Apuestas». Para los ingleses, era Joseph Brant. Ian había oído decir muchas cosas sobre aquel hombre cuando vivía entre los mohawk, bajo ambos nombres, y se había preguntado en más de una ocasión cómo se las ingeniaría Thayendanegea para franquear el traicionero terreno entre dos mundos. ¿Sería como el puente?, pensó de pronto. ¿Como el delgado puente tendido entre este mundo y el otro alrededor del cual el aire bulle de cabezas volantes que te desgarran con los dientes? Le habría gustado sentarse alguna vez junto al fuego con Joseph Brant y preguntárselo.

Ahora se dirigía a casa de Brant, aunque no a hablar con él. Glotón le había dicho que Alce de Sol había abandonado la Aldea de la Serpiente para unirse a Brant y que su mujer lo había acompañado.

—Están en Unadilla —le había dicho Glotón—. Probablemente sigan allí. Thayendanegea lucha con los ingleses, ¿sabes? Está allí hablando con los lealistas, intentando hacer que se unan a él y a sus hombres. Los llama los «Voluntarios de Brant». —Hablaba en tono desenfadado. A Glotón no le interesaba la política, aunque luchaba de vez en cuando, cuando el espíritu lo impulsaba a ello.

—¿Ah, sí? —había replicado Ian en idéntico tono—. Muy bien.

No tenía la más mínima idea de dónde se encontraba Unadilla, salvo que estaba en la colonia de Nueva York, pero eso no suponía un gran problema. Partió hacia el norte al día siguiente al amanecer.

La mayor parte del tiempo no tenía más compañía que el perro y sus pensamientos. Sin embargo, en cierta ocasión, se acercó a un campamento de verano de los mohawk y lo acogieron bien.

Se sentó a hablar con los hombres. Al cabo de un rato, una joven le llevó un cuenco de estofado, y él se lo comió sin reparar apenas en lo que contenía, aunque su estómago parecía agradecido por el calor y dejó de encogerse.

No sabía decir qué había atraído su atención, pero apartó la mirada de la charla de los hombres y vio a la joven que le había llevado el estofado sentada en la oscuridad, al otro lado del fuego, mirándolo. Ella le sonrió, muy levemente.

Masticó más despacio y el sabor del estofado invadió de pronto su boca. Carne de oso, rica en grasa. Maíz y alubias, sazonadas con cebolla y ajo. Delicioso. Ella ladeó la cabeza. Alzó una ceja oscura, con elegancia, y, a continuación, también ella se levantó, como animada por su propia pregunta.

Ian dejó su cuenco y eructó cortésmente. Luego se puso en pie y se marchó, sin prestar atención a las miradas sabedoras de los hombres con los que había estado comiendo.

Ella estaba esperándolo, como una mancha pálida a la sombra de un abedul. Hablaron, su boca formó palabras, sintió el cosquilleo de lo que ella decía en sus oídos, pero sin ser en verdad consciente de su significado. Retuvo el resplandor de su cólera como un carbón encendido en la palma de su mano, una brasa que humeaba en su corazón. No pensó en ella como en agua para su requemazón, ni pensó en enardecerla. Había llamas tras sus ojos y se mostraba tan irreflexivo como el fuego, devorando allí donde había combustible, muriendo donde no lo había.

La besó. Olía a comida, a pieles trabajadas, a tierra calentada por el sol. Ni el más leve vestigio de olor a madera, ni el más tenue matiz de sangre. Era alta. Sintió sus pechos blandos y apremiantes, posó sus manos en la curva de sus caderas.

Ella se apretó contra él, firme, llena de deseo. Dio un paso atrás, dejando que el aire fresco tocara la piel de él allí donde había estado ella, y lo cogió de la mano para llevarlo a su tienda. Nadie los miró cuando ella lo metió en su cama y se volvió hacia él, desnuda, en la cálida semioscuridad.

Había pensado que sería mejor si no podía verle la cara. Anónimo, rápido, tal vez algo de placer para ella. Alivio para él. Al menos durante los breves instantes en que perdiera la conciencia de sí mismo.

Pero en la oscuridad, ella era Emily, e Ian huyó de su cama avergonzado y colérico, dejando asombro tras de sí.

Caminó durante los doce días siguientes, con el perro a su lado, y no habló con nadie.

La casa de Thayendanegea se erigía sola en medio de unos extensos terrenos, pero lo bastante cerca del pueblo como para formar parte de él. El pueblo era como cualquier otro, salvo porque muchas de las casas tenían dos o tres piedras de moler junto a la escalera. Todas las mujeres molían la harina para su familia en lugar de llevar el grano al molino.

Había perros en la calle, dormitando a la sombra de carretas y muros. Cuando Rollo estuvo al alcance de sus narices, todos se sentaron, asustados. Unos cuantos gruñeron o ladraron, pero ninguno se prestó a luchar.

Los hombres eran otra cuestión. Varios de ellos miraban a otro que estaba con un caballo en un campo. Todos miraron a Ian, medio con curiosidad, medio con cautela. A la mayoría no los conocía, pero uno de ellos era un hombre llamado Gran Tortuga, al que había conocido en la Aldea de la Serpiente. Otro era Alce de Sol.

Alce de Sol lo miró parpadeando, tan asustado como cualquiera de los perros, y, después, se plantó en la carretera para hacerle frente.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Consideró por un momento decirle la verdad, pero no era una verdad que pudiera contarse deprisa, si es que podía contarse, y sin duda no delante de extraños.

—No es asunto tuyo —le contestó con calma.

Alce de Sol lo había interpelado en mohawk e Ian contestó en el mismo idioma.

Vio arquearse algunas cejas, y Tortuga lo saludó, con la obvia esperanza de evitar cualquier posible tormenta al dejar bien claro que el propio Ian era un kahnyen’kehaka. Ian le devolvió a Tortuga el saludo y los demás se retiraron un poco, sorprendidos e interesados, pero no hostiles.

Alce de Sol, por su parte... Bueno, al fin y al cabo, Ian no esperaba que el hombre se le echara al cuello. Las veces que pensaba en Alce de Sol, que eran muy pocas, esperaba que estuviera en otra parte, pero allí estaba, y sonrió para sí con frialdad al pensar en la vieja abuela Wilson, que en una ocasión había dicho de su yerno Hiram que tenía el aspecto «de no ir a cederle el paso ni a un oso».

Era una descripción muy adecuada, por lo que ni la respuesta de Ian ni su sonrisa posterior mejoraron las disposiciones de Alce de Sol.

—¿Qué quieres? —interrogó Alce de Sol.

—Nada tuyo —contestó Ian con la mayor suavidad posible.

Alce de Sol entornó los ojos, pero antes de que pudiera decir nada más intervino Tortuga, que invitó a Ian a entrar en su casa, para comer y beber.

Tenía que hacerlo. Rechazar la invitación era una grosería. Además, después podría preguntarle, en privado, dónde se encontraba Emily. Pero la necesidad que lo había llevado hasta allí a través de quinientos kilómetros de desierto no reconocía exigencias de cortesía. Ni tampoco admitiría retrasos.

Por otra parte, reflexionó, preparándose, ya sabía lo que iba a suceder. No había motivo para postergarlo.

—Quiero hablar con la que una vez fue mi mujer —declaró—. ¿Dónde está?

Varios hombres lo miraron de soslayo al oírlo, interesados o sorprendidos, pero vio que los ojos de Tortuga miraban las puertas de la casa grande que se levantaba al final de la calle.

Alce de Sol, y eso lo honra, se limitó a acercarse y plantarse con mayor firmeza en la carretera, dispuesto a desafiar a dos osos si era necesario. A Rollo no le importó y enseñó los dientes con un gruñido que hizo retroceder al punto a uno o dos de los hombres. Alce de Sol, que tenía mejores razones que los demás para saber exactamente de lo que Rollo era capaz, no se movió ni un centímetro.

—¿Es que vas a azuzarme a tu demonio? —inquirió.

—Por supuesto que no. Sheas, a cù le dijo a Rollo en voz baja.

El perro se mantuvo firme un momento más, justo lo necesario para indicar que aquello era idea suya, y luego se apartó y se tumbó en el suelo, aunque siguió emitiendo un ronco gruñido, como un trueno distante.

—No he venido a apartarla de ti —le dijo Ian a Alce de Sol. Quería mostrarse conciliador, aunque no esperaba que funcionase, y no funcionó.

—¿Crees que podrías?

—Si no quiero hacerlo, ¿qué importancia tiene? —replicó irritado, pasando al inglés.

—¡No se iría contigo ni aunque me mataras!

—¿Cuántas veces tengo que decirte que no quiero apartarla de ti?

Alce de Sol se lo quedó mirando unos instantes, con ojos bastante malévolos.

—Las suficientes para que tu cara diga lo mismo —susurró, y apretó los puños.

Un murmullo de interés surgió entre los demás hombres, pero se produjo una intangible retirada. No interferirían en una pelea por una mujer. Eso era una bendición, pensó vagamente Ian mirando las manos de Alce de Sol. Recordó que era diestro. Llevaba un cuchillo al cinto, pero tenía la mano lejos de él.

Ian separó, a su vez, las manos de su cuerpo en ademán pacífico.

—Sólo quiero hablar con ella.

—¿Por qué? —espetó Alce de Sol.

Se hallaba lo bastante cerca como para que Ian sintiera la rociada de saliva en la cara, pero no se la limpió. Tampoco retrocedió, y dejó caer las manos.

—Esto es entre ella y yo —dijo con calma—. Seguro que ella te lo contará después.

Esa idea le provocó una punzada de angustia. Su afirmación no pareció calmar a Alce de Sol, que, sin previo aviso, lo golpeó en la nariz.

El crujido resonó en sus dientes superiores mientras el otro puño de Alce de Sol le propinaba un golpe oblicuo en el pómulo. Ian sacudió la cabeza para despejársela, distinguió un vago movimiento a través de sus ojos acuosos y, más por buena fortuna que por voluntad propia, le propinó una fuerte patada a Alce de Sol en la entrepierna.

Se detuvo, respirando con dificultad, chorreando sangre sobre el camino. Seis pares de ojos se pasearon entre él y Alce de Sol, que estaba hecho un ovillo en el suelo y emitía ruiditos apremiantes. Rollo se levantó, caminó hasta el hombre caído y lo olisqueó con interés. Todos los ojos volvieron a Ian.

Éste hizo un leve movimiento con la mano, que llamó a Rollo al orden y anduvo calle arriba hacia la casa de Brant, con seis pares de ojos clavados en la espalda.

Cuando se abrió la puerta, la joven blanca que apareció en el umbral lo miró con unos ojos como platos. Ian estaba limpiándose la sangre de la nariz con el faldón de la camisa. Concluyó su tarea e inclinó cortésmente la cabeza.

—¿Tendría la amabilidad de preguntarle a Wakyo’teyeh s nonhsa si quiere hablar con Ian Murray?

La joven parpadeó dos veces. Luego asintió y empujó la puerta, dejándola a medio cerrar para volver a mirarlo y asegurarse de que, en efecto, lo había visto.

Sintiéndose extraño, Ian salió al jardín. Era el típico jardín inglés, con rosales y lavanda y senderos con losas de piedra. Su aroma le recordó el de tía Claire, y se preguntó por unos instantes si Thayendanegea habría traído consigo un jardinero desde Londres.

Dos mujeres trabajaban en el jardín, a cierta distancia. Por el color del cabello que asomaba bajo su cofia, una de ellas era una mujer blanca, y de mediana edad, a juzgar por la inclinación de sus hombros. ¿Sería tal vez la esposa de Brant?, se preguntó. ¿Sería su hija la joven que había abierto la puerta? La otra mujer era india, con el cabello trenzado a la espalda, pero mechado de blanco. Ninguna de las dos se volvió a mirarlo.

Cuando oyó el clic del picaporte a su espalda, aguardó unos segundos antes de darse la vuelta, armándose de valor para enfrentarse a la decepción de que le dijeran que no estaba en casa o, aún peor, que no quería verlo.

Pero allí estaba. Emily. Pequeña y erguida, con los pechos adivinándose, redondos, en el escote de un vestido de percal azul y el largo cabello recogido atrás, sin cubrir. El rostro lleno de temor, pero ansioso. Sus ojos se iluminaron de alegría al verlo, y dio un paso en su dirección.

La habría estrechado contra su pecho si ella hubiera ido hasta él, si hubiera hecho algún gesto que lo invitara a hacerlo. «Y entonces, ¿qué?», se preguntó sin entusiasmo. Pero no importaba. Tras ese primer movimiento impulsivo, ella se detuvo y se quedó quieta, agitando las manos por unos instantes como si moldeara el aire que había entre ellos, aunque luego las cruzó con fuerza delante, ocultándolas entre los pliegues de su falda.

—Hermano del Lobo —dijo con voz suave, en mohawk—. Mi corazón se alegra de verte.

—El mío también —respondió él en la misma lengua.

—¿Has venido a hablar con Thayendanegea? —inquirió ella indicando la casa con una inclinación de la cabeza.

—Tal vez más tarde.

Ninguno de los dos mencionó su nariz, a pesar de que, a causa de la inflamación, tenía el doble de su tamaño normal y de que la pechera de su camisa estaba por entero manchada de sangre. Ian miró a su alrededor y señaló un camino que se alejaba de la casa.

—¿Quieres dar un paseo conmigo? —propuso.

Ella titubeó unos instantes. El fuego de sus ojos no se había apagado, pero ahora ardía con menos fuerza. Había en ellos otras cosas: prudencia, una leve tristeza y lo que él interpretó como orgullo. Estaba sorprendido de verlos con tanta claridad. Era como si Emily estuviese hecha de cristal.

—Yo... los niños... —soltó, volviéndose a medias hacia la casa.

—No importa —dijo él—. Yo sólo...

Unas gotas de sangre procedentes de uno de los orificios de su nariz lo detuvieron, e hizo una pausa para limpiarse el labio superior con el dorso de la mano. Dio dos pasos adelante para estar lo bastante cerca como para poder tocarse, aunque tuvo cuidado en no hacerlo.

—Quería decirte que lo siento —manifestó formalmente en mohawk—. Que siento no haber podido darte hijos. Y que me alegro de que los tengas.

Un precioso y cálido sonrojo tiñó las mejillas de Emily, e Ian observó que el orgullo se imponía a la tristeza.

—¿Puedo verlos? —preguntó, sorprendiéndose tanto a sí mismo como la había sorprendido a ella.

Emily dudó unos segundos, pero se dio media vuelta y entró en la casa. Ian se sentó a esperar en un muro de piedra y ella regresó unos momentos después con un chiquillo de tal vez cinco años de edad y una niña con trencitas de unos tres que lo miró muy seria y se chupó el dedo.

La sangre se había deslizado por el interior de su garganta y le sabía a hierro.

Durante el viaje había pensado de vez en cuando concienzudamente en la explicación que le había dado la tía Claire. No con la intención de hablarle de ello a Emily. Para ella no querría decir nada, apenas si la entendía él mismo. Sólo, quizá, como una especie de escudo de protección para ese momento, para cuando viera a los niños que él no había podido darle.

«Llámalo destino —le había dicho Claire, mirándolo con ojos de halcón, con los de ese halcón que te observa desde muy arriba, tal vez desde tan arriba que lo que parece despiadado es en realidad compasión—. O llámalo mala suerte. Pero no fue culpa tuya. Ni de ella.»

—Ven —dijo Ian en mohawk, al tiempo que le tendía una mano al pequeño.

El chico miró a su madre y luego se acercó a él, observándolo con curiosidad.

—Te veo a ti en su cara —le dijo a Emily en voz baja hablando en inglés—. Y en sus manos —añadió en mohawk, tomando en sus manos las del niño, tan asombrosamente pequeñas.

Era cierto: el crío tenía las manos de su madre, finas y ligeras. Se acurrucaron como ratones dormidos en la palma de las suyas y, luego, los dedos se agitaron como patas de araña y el chiquillo se echó a reír. Ian rió también, cerró con rapidez las manos sobre las del pequeño como un oso que engulle un par de truchas, haciendo que chillara, y lo soltó.

—¿Eres feliz? —le preguntó.

—Sí —respondió ella en voz baja. Bajó la mirada para no encontrar la suya, e Ian supo que lo hacía porque su respuesta era sincera y no quería ver si lo había herido.

Le puso una mano bajo la barbilla —¡qué suave era su piel!—, y le levantó el rostro para que lo mirara.

—¿Eres feliz? —volvió a preguntarle, y sonrió ligeramente al decirlo.

—Sí —repitió ella. Pero entonces soltó un pequeño suspiro, y su otra mano tocó por fin el rostro de Ian, ligera como el ala de una mariposa nocturna—. Pero a veces te echo de menos, Ian. —No tenía mal acento, aunque su nombre escocés sonaba extremadamente exótico en su idioma, siempre había sido así.

Él sintió un nudo en la garganta, pero retuvo la leve sonrisa en su rostro.

—Veo que no me preguntas si yo soy feliz —observó, y se habría dado un puntapié a sí mismo por ello.

Ella le dirigió una mirada rápida, directa como la punta de un cuchillo.

—Tengo ojos —repuso con sencillez.

Se produjo un silencio entre los dos. Ian miraba hacia otro lado, pero sentía que ella estaba allí, respirando. Sintió que ella se enternecía aún más, abriéndose. Había tenido la prudencia de no entrar con él en el jardín. Ese lugar, con su hijo jugando en la tierra a sus pies, era seguro. Al menos para ella.

—¿Vas a quedarte? —preguntó por fin, y él negó con la cabeza.

—Me voy a Escocia —respondió.

—Tomarás una esposa entre tu propia gente —lo dijo con alivio, pero también con pesar.

—¿Es que tu gente ya no es la mía? —inquirió él con un fogonazo de ferocidad—. Limpiaron la sangre blanca de mi cuerpo en el río, tú estabas allí.

—Estaba allí.

Se lo quedó mirando un largo rato, examinando su cara. Probablemente no volvería a verlo nunca. Ian se preguntó si es que quería recordarlo o si estaba buscando algo en sus facciones.

Era eso último. Emily se volvió de improviso, al tiempo que levantaba una mano para indicarle que esperara, y desapareció en el interior de la casa.

La niñita corrió tras ella, pues no quería quedarse con aquel extraño, pero el chiquillo se demoró, interesado.

—¿Tú eres Hermano del Lobo?

—Sí, lo soy. ¿Y tú?

—Me llaman Digger. —Era un nombre de niño, utilizado a efectos prácticos hasta que el verdadero nombre de la persona se manifestara de algún modo.

Ian asintió, y permanecieron así unos minutos, mirándose mutuamente con interés pero cómodos el uno con el otro.

—La madre de la madre de mi madre —soltó Digger de repente— habló de ti. Me habló de ti.

—¿Ah, sí? —repuso Ian, asombrado.

Se trataba de Tewaktenyonh. Una gran mujer, la jefa del consejo de mujeres de la Aldea de la Serpiente, y la persona que lo había expulsado.

—¿Tewaktenyonh vive aún? —preguntó, curioso.

—Oh, sí. Es más vieja que las montañas —respondió el chiquillo, muy serio—. Sólo tiene dos dientes, pero todavía come.

Ian sonrió al oír eso.

—Estupendo. ¿Qué ha contado de mí?

El chico hizo una mueca intentando recordar sus palabras.

—Me dijo que era hijo de tu espíritu, pero que no debía decírselo a mi padre.

Ian encajó el golpe, más fuerte que cualquiera de los que el padre del chiquillo le había propinado, y se quedó por un momento sin habla.

—Sí, tampoco yo creo que debas decirlo —replicó cuando las palabras regresaron a él. Lo repitió en mohawk, por si el crío no había comprendido el inglés, y él asintió, sereno.

—¿Estaré contigo alguna vez? —inquirió, sólo vagamente interesado en la respuesta. Un lagarto había trepado al muro de piedra para tomar el sol y el chiquillo tenía los ojos fijos en él.

Ian se obligó a adoptar un tono desenfadado.

—Si vivo.

El chico miraba al lagarto con los ojos entornados y su manita se movió con gesto nervioso, sólo un poco. Pero estaba demasiado lejos. Lo sabía, y miró a Ian, que se hallaba más cerca. Ian dirigió sus ojos al lagarto sin moverse y, acto seguido, volvió a mirar al chiquillo y la complicidad surgió entre ellos. «No te muevas», le advirtieron sus ojos, y el crío pareció dejar de respirar.

En esas situaciones no valía de nada pensar. Sin detenerse a tomar aliento, se abalanzó, y ahí estaba el lagarto, en su mano, asombrado y debatiéndose.

El chiquillo lanzó gritos de alegría y se puso a saltar arriba y abajo dando palmadas de júbilo, y luego extendió las manos para coger al lagarto, que recibió con la mayor concentración cerrando las manos a su alrededor para que no se le escapara.

—¿Qué vas a hacer con él? —le preguntó Ian con una sonrisa.

El niño se acercó el reptil a la cara mirándolo con atención y frunció el ceño, pensando.

—Le pondré un nombre —contestó por fin—. Entonces será mío y me bendecirá cuando vuelva a verlo. —Sostuvo al lagarto en alto, colocándoselo a la altura de los ojos, y ambos se miraron sin parpadear—. Te llamas Bob —declaró el chiquillo por fin en inglés y, con gran ceremonia, dejó al lagarto en el suelo. Bob saltó de sus manos y desapareció bajo un tronco.

—Es un nombre estupendo —manifestó Ian en tono serio. Le dolieron las magulladas costillas al esforzarse por no reír, pero se le pasaron las ganas enseguida, cuando la puerta lejana se abrió y salió Emily con un bulto en los brazos.

Se acercó a él y le tendió un bebé, fajado y atado a un armazón de madera de los que usan las indias para llevar a los niños a la espalda, de modo parecido a como él le había entregado el lagarto a Digger.

—Ésta es mi segunda hija —declaró con tímido orgullo—. ¿Elegirás su nombre?

Ian se emocionó y le tocó la mano a Emily, muy suavemente, antes de coger el armazón, apoyárselo en las rodillas y estudiar la carita del bebé con gran atención. No podía haberle hecho mayor honor, la muestra permanente del sentimiento que antaño había albergado hacia él, que tal vez aún albergara hacia él.

Pero mientras miraba a la pequeña —ella lo miraba con unos ojos grandes y serios, absorta en esa nueva manifestación de su entorno personal—, arraigó en él una convicción. No la cuestionó; estaba sencillamente allí, y era innegable.

—Gracias —dijo, y le sonrió a Emily con gran afecto. Posó su mano, enorme y áspera por los callos y los cortes de la vida, sobre la cabecita perfecta y cubierta de suave cabello—. Bendigo a todos tus hijos con las bendiciones de Brígida y Miguel. —Acto seguido, levantó la mano y, extendiéndola, atrajo a Digger hacia él—. Pero a éste me corresponde a mí ponerle un nombre.

Emily se demudó a causa del asombro, y su mirada discurrió rápida de él a su hijo y de su hijo a él. Tragó saliva, insegura, pero no importaba. Él sí estaba seguro.

—Te llamas El Más Rápido de los Lagartos —declaró en mohawk.

El Más Rápido de los Lagartos se quedó pensativo unos instantes y luego asintió, complacido y, tras soltar una carcajada de puro deleite, salió corriendo.