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Encrucijada

William se separó de los Hunter en un cruce sin nombre en algún lugar de Nueva Jersey. No era prudente que siguiesen juntos. Sus preguntas acerca de la situación del ejército continental eran acogidas con creciente hostilidad, lo que indicaba que se estaban acercando. Ni los simpatizantes rebeldes ni los lealistas, que temían represalias por parte de un ejército que se hallaba a sus puertas, querían decirles nada a unos viajeros peligrosos que podían ser espías o algo peor.

A los cuáqueros les iría mejor sin él. Lo que eran saltaba a la vista, y la intención de Denzell de alistarse como médico era tan simple y tan admirable a la vez que, si iban solos, la gente los ayudaría, pensó. O al menos respondería a sus preguntas con mayor amabilidad. Sin embargo, con William...

En las primeras etapas del viaje, decir que era amigo de los Hunter había bastado. La gente sentía curiosidad por el grupito, pero no sospechaba nada. Sin embargo, a medida que se aproximaban a Nueva Jersey, la agitación se había ido incrementando en las zonas rurales. Las granjas habían sufrido el asalto de grupos de gente que buscaba comida, tanto de soldados alemanes del ejército de Howe, que intentaban atraer a Washington a un combate abierto desde su escondite en las montañas Watchung, como del ejército continental, que buscaba desesperadamente provisiones.

En las granjas, que en circunstancias normales habrían acogido bien a los extraños por las noticias que traían, los repelían ahora con mosquetes y palabras duras. La comida era cada vez más difícil de encontrar. La presencia de Rachel los ayudaba a veces a acercarse lo suficiente como para ofrecerles dinero, y en ese sentido la pequeña reserva de oro y plata de William resultaba de lo más útil. Denzell había ingresado la mayor parte del dinero de la venta de su casa en un banco de Filadelfia con el fin de garantizar la seguridad futura de Rachel, y casi todo el mundo rechazaba el papel moneda emitido por el Congreso.

En cualquier caso, no había manera de disfrazar a William de cuáquero. Además de su incapacidad para dominar el habla normal, sus dimensiones y su porte ponían nerviosa a la gente, más aún cuando él, con el recuerdo del capitán Nathan Hale vívido en la mente, no quería decir que tenía la intención de enrolarse en el ejército continental ni de hacer ninguna pregunta que más adelante pudiera presentarse como prueba de espionaje. Su silencio, percibido como amenazador, también ponía nerviosa a la gente.

No les había comentado a los Hunter que debían separarse, y tanto Denzell como Rachel habían procurado no hacerle preguntas acerca de sus planes.

Pero todos sabían que había llegado la hora. Lo sintió en el aire al despertar esa mañana. Cuando Rachel le tendió un pedazo de pan para desayunar, sus manos se rozaron, y él casi le cogió los dedos. Ella sintió la fuerza de ese impulso contenido y, sorprendida, lo miró directamente a los ojos, entonces más verdes que marrones, y él habría mandado la discreción al carajo y la habría besado —no creía que ella hubiera puesto objeción alguna— si su hermano no hubiese salido en ese preciso momento de entre los arbustos, abrochándose los pantalones.

Eligió de improviso el lugar. No ganaría nada con retrasarlo, de modo que tal vez fuera mejor hacerlo sin pensarlo mucho. Detuvo a su caballo en medio de la encrucijada, asustando a Denzell, cuya yegua se irritó y se agitó al tirarle de las riendas.

—Yo los dejo aquí —anunció William con brusquedad, y con mayor aspereza de la que pretendía—. Mi destino está al norte —apuntó con la cabeza en esa dirección, pues, gracias a Dios, el sol estaba alto, de modo que sabía dónde estaba el norte—, y creo que si ustedes siguen hacia el este, encontrarán a algún representante del ejército del señor Washington. Si... —Titubeó, pero debía advertirlos. Por lo que habían dicho los granjeros, estaba claro que Howe había mandado efectivos a la zona—. Si se encuentran con tropas británicas o mercenarios alemanes... ¿hablan ustedes alemán, por casualidad?

Denzell negó con la cabeza, con unos ojos como platos tras las gafas.

—Sólo un poco de francés.

—Muy bien. La mayoría de los oficiales alemanes hablan bien francés. Si se topan con alemanes que no hablen francés y les molestan, dígales «Ich verlange, Euren Vorgesetzten zu sehen. Ich bin mit seinem Freund bekannt», que quiere decir «Exijo ver a su oficial. Conozco a un amigo suyo». Diga lo mismo si se encuentran con tropas británicas. En inglés, claro —añadió, incómodo.

Una débil sonrisa surcó el rostro de Denzell.

—Te lo agradezco —dijo—. Pero ¿y si nos conducen ante un oficial y él nos pregunta el nombre de su presunto amigo?

William le devolvió la sonrisa.

—No tendrá la menor importancia. Una vez estén ante un oficial, estarán seguros. Pero, si quiere un nombre, Harold Grey, duque de Pardloe, coronel del 46 de Infantería. —El tío Hal no conocía a todo el mundo como su padre, pero todo el ámbito militar lo conocía a él o, por lo menos, sabía quién era.

Vio que Denzell movía los labios en silencio, memorizándolo.

—¿Y qué relación tienes tú con el amigo Harold, William? —Rachel había estado observándolo con atención por debajo del ala combada de su sombrero, que ahora se echó hacia atrás para mirarlo de manera más directa.

William volvió a vacilar, pero ¿qué importaba ya? Nunca más volvería a ver a los Hunter. Y a pesar de que sabía que a los cuáqueros no les impresionaban los despliegues mundanos de rango y familia, se sentó más erguido en la silla.

—Es pariente mío —dijo en tono despreocupado y, rebuscando en su bolsillo, sacó la bolsa que le había dado el escocés Murray—. Tengan. Lo necesitarán.

—Nos las apañaremos —lo rechazó Denzell.

—Yo también —contestó William, y le lanzó la bolsa a Rachel, que levantó las manos con gesto reflejo y la atrapó, con aire de estar más sorprendida por haberla atrapado que por el detalle de él.

William también le sonrió, con el corazón afligido.

—Adiós —dijo en tono brusco, tras lo cual hizo girar a su caballo y partió al trote sin mirar atrás.

—¿Sabes que es un soldado británico? —le dijo en voz baja Denny Hunter a su hermana mientras observaba a William alejarse—. Probablemente un desertor.

—¿Y si lo es?

—La violencia acompaña a un hombre así. Tú lo sabes. Seguir más tiempo con un hombre semejante es un peligro, no sólo para el cuerpo, sino también para el alma.

Rachel montó su mula en silencio por un rato, contemplando la carretera vacía. Los insectos zumbaban con fuerza en los árboles.

—Tal vez seas un hipócrita, Denzell Hunter —dijo sin levantar la voz, e hizo volver la cabeza a la mula—. Él nos salvó la vida, la mía y la tuya. ¿Habrías preferido que refrenara su mano y haberme visto muerta y descuartizada en aquel horrible lugar? —Se estremeció ligeramente a pesar de que hacía calor.

—No —repuso su hermano con sensatez—. Y le doy gracias a Dios de que estuviera allí para salvarte. Soy lo bastante pecador como para preferir la vida al bienestar del alma de ese joven, pero no soy lo bastante hipócrita para negarlo.

Ella resopló y, tras quitarse el sombrero, ahuyentó con él una creciente nube de moscas.

—Me alegro. Pero en cuanto a ese discurso acerca de los hombres violentos y del peligro de estar cerca de ellos... ¿acaso no me llevas a unirme a un ejército?

Él se echó a reír, con pesar.

—Sí. Tal vez tengas razón y sea un hipócrita. Pero, Rachel... —Se inclinó hacia un lado y agarró la rienda de la mula de ella, impidiéndole alejarse—. Sabes que no dejaré que te pase nada malo, ni física ni espiritualmente. Dime una palabra y te encontraré un alojamiento con Amigos donde puedas estar a salvo. Estoy seguro de que el Señor me ha hablado y debo escuchar la voz de mi conciencia. Pero no es preciso que tú la escuches también.

Ella le dirigió una larga mirada ecuánime.

—¿Y cómo sabes que el Señor no me ha hablado a mí también?

Los ojos de Denny centellearon tras sus gafas.

—Me alegro por ti. ¿Que te ha dicho?

—Me ha dicho: «Evita que el cabezón de tu hermano se suicide, pues te exigiré a ti su sangre» —espetó quitándole la mano de las riendas de un manotazo—. Si vamos a unirnos al ejército, Denny, pongámonos en marcha y encontrémoslo.

Le dio un fuerte puntapié a la mula en las costillas. Las orejas del animal se enderezaron como accionadas por un muelle y, con un alarmado grito de su amazona, se lanzó a toda velocidad carretera abajo como una bala de cañón.

William recorrió un trecho con la espalda especialmente recta, demostrando que estaba en excelente forma para la equitación. Una vez la carretera hubo descrito una curva y dejó de ser visible desde el cruce, redujo el paso y se relajó un poco. Lamentaba de jar a los Hunter, pero ya estaba pensando en lo que tenía por delante.

Burgoyne. Había visto una vez al general Burgoyne en una representación teatral. Nada menos que una obra escrita por el propio general. No recordaba nada de la obra en sí, pues había estado flirteando con los ojos con la muchacha del palco contiguo, pero después había bajado con su padre a felicitar al autor, que estaba todo sonrojado y muy favorecido por el triunfo y el champán.

El «caballero Johnny», lo llamaban en Londres. Un lucero en el firmamento social de la ciudad, a pesar de que, algunos años antes, su mujer y él se habían visto obligados a huir a Francia para escapar a un arresto por sus deudas. Sin embargo, nadie le reclamaba a un hombre sus deudas; era algo demasiado vulgar.

William estaba más sorprendido por el hecho de que, al parecer, a su tío Hal le caía bien John Burgoyne. El tío Hal no tenía tiempo para obras de teatro ni para la gente que las escribía, aunque, pensándolo bien, tenía las obras completas de Aphra Behn en su librería, y a William su padre le había dicho en una ocasión, con gran secreto, que su hermano Hal había concebido un apasionado afecto por la señora Behn tras la muerte de su primera esposa y antes de casarse con la tía Minnie.

—La señora Behn estaba muerta, ¿entiendes? —le había explicado su padre—. Era seguro.

William había asentido, pues quería dar la impresión de que era un hombre de mundo y comprensivo, aunque, en realidad, no tenía ni idea de lo que su padre quería decir. ¿Seguro? ¿Cómo que seguro?

Meneó la cabeza. No tenía esperanza de comprender nunca al tío Hal, y lo más probable es que eso fuera lo mejor para ambos. Su abuela Benedicta era, probablemente, la única persona que lo entendía. Pero el hecho de pensar en su tío lo llevó a pensar en su primo Henry, y apretó un poco la boca.

Adam se habría enterado, por supuesto, pero era probable que no pudiese hacer nada por su hermano. Tampoco William, cuyas obligaciones lo llamaban al norte. Entre su padre y el tío Hal, sin embargo, seguramente...

El caballo levantó la cabeza resoplando apenas, y William miró al frente y vio a un hombre junto a la carretera con un brazo levantado para saludarlo.

Avanzó despacio, mirando al bosque con atención, por si el hombre tenía cómplices ocultos para asaltar a los viajeros poco precavidos. No obstante, en este punto, el margen del bosque era abierto, con una vegetación densa, pero larguirucha, de árboles jóvenes detrás. Nadie podía ocultarse allí.

—Buenos días tenga usted, señor —dijo según detenía su caballo a una distancia prudencial del viejo. Lo era, sin duda: tenía la cara llena de costurones, como el escorial de una mina de estaño, se apoyaba en un alto bastón, y su cabello era de un blanco puro, recogido detrás en una trenza.

—Bienhallado —dijo el anciano caballero.

Caballero porque era orgulloso, y llevaba ropa decente, y ahora que William observaba todo con mayor atención, había también un buen caballo, trabado, que comía hierba a cierta distancia. William se relajó un poco.

—¿Adónde se dirige, señor? —inquirió, cortés.

El anciano se encogió ligeramente de hombros, tranquilo.

—Eso quizá dependa de lo que usted pueda decirme, joven. —Era escocés, aunque hablaba bien el inglés—. Estoy buscando a un hombre llamado Ian Murray, que, si no me equivoco, es un conocido suyo.

William se quedó desconcertado al oírlo. ¿Cómo era posible que ese hombre lo supiera? Pero conocía a Murray. Tal vez le hubiera hablado al viejo de William. Contestó con prudencia:

—Lo conozco, pero no tengo ni idea de su paradero.

—¿No? —el anciano lo miró con intensidad.

«Como si creyera que podría estar mintiéndole —pensó Wil liam—. ¡Qué viejo tan desconfiado!»

—No —repitió con firmeza—. Me lo encontré en el Great Dismal, hace algunas semanas, en compañía de varios mohawk. Pero no sé adónde puede haber ido desde entonces.

—Mohawk —repitió el anciano pensativo, y William vio que sus ojos hundidos se clavaban en su pecho, donde la gran zarpa de oso descansaba sobre su camisa—. Entonces, ese pequeño bawbee, ¿se lo dieron los mohawk?

—No —contestó William con frialdad sin saber qué era un bawbee, pero pensando que sonaba algo despreciativo—. El señor Murray me lo trajo, de parte de un... amigo.

—Un amigo. —El anciano estudiaba su rostro sin ningún disimulo, de tal modo que hacía que William se sintiera incómodo y, por consiguiente, enfadado—. ¿Cómo se llama usted, joven?

—No es asunto suyo, señor —respondió William con la mayor cortesía posible, y recogió sus riendas—. ¡Que tenga un buen día!

El rostro del anciano se crispó, al igual que la mano que sujetaba el bastón, y William se volvió rápidamente, por si el viejo desgraciado tenía intención de golpearlo con él. No lo hizo, pero William observó, con una ligera impresión, que le faltaban dos dedos de la mano que agarraba el bastón.

Pensó por unos momentos que el anciano tal vez fuera a montar en su caballo y perseguirlo. Sin embargo, cuando volvió la vista atrás, el hombre seguía de pie junto a la carretera, mirando en su dirección.

No es que cambiara gran cosa, pero, impulsado por la oscura idea de evitar llamar la atención, William se metió la zarpa de oso dentro de la camisa, donde se quedó colgando prudentemente oculta junto a su rosario.