Brianna se detuvo junto a la cámara de observación de peces. Aún no era temporada de cría, la época en que, según le habían contado, los grandes salmones subían como un enjambre por los canales de la escala para peces que les permitía trepar por la presa en Pitlochry. Sin embargo, de vez en cuando, un destello plateado aparecía tan de repente que casi se te paraba el corazón, luchando por unos segundos con fuerza contra la corriente antes de ascender a toda velocidad por el tubo que conducía al siguiente tramo de escala. La cámara en sí era una pequeña construcción blanca encastrada en el lateral de la escala para peces, con una ventana cubierta de algas. Se había detenido allí para poner en orden sus pensamientos, o más bien para reprimir alguno de ellos antes de entrar en la presa.
Preocuparse por algo que ya había sucedido era una tontería. Y, de hecho, sabía que sus padres estaban bien. O, por lo menos, se corrigió, que se habían marchado del Fuerte Ticonderoga. Quedaban muchas cartas.
Y también podía leer esas cartas en cualquier momento y averiguar lo que había sucedido. Eso era lo que hacía tan ridícula su reacción. Suponía que no estaba realmente preocupada. Sólo... aturdida. Las cartas eran maravillosas. Pero, al mismo tiempo, era del todo consciente de lo mucho que incluso la carta más completa callaba. Y según el libro de Roger, el general Burgoyne había salido de Canadá a principios de junio con el plan de dirigirse hacia el sur y unirse a las tropas del general Howe, dividiendo las colonias esencialmente en dos. Y el 6 de julio de 1777 se había detenido a atacar el Fuerte Ticonderoga. ¿Qué...?
—Coimhead air sin! —dijo una voz a su espalda.
Brianna se volvió de golpe, sobresaltada, y descubrió a Rob Cameron allí de pie, señalando entusiasmado la ventana para observar a los peces. Se volvió a mirar justo a tiempo de ver un tremendo pez plateado, con el lomo salpicado de motas oscuras, que daba un gran salto contra la corriente antes de desaparecer canal arriba.
—Nach e sin an rud as brèagha a chunnaic thu riamh? —dijo Cameron, aún con una expresión maravillada en el rostro—. ¿No es la cosa más bonita que hayas visto nunca?
—Cha mhór! —respondió ella, insegura, pero incapaz de no devolverle la sonrisa. Casi.
Él también seguía sonriendo, pero su sonrisa se volvió más personal al mirarla.
—Ah, ¡hablas gàidhlig! Me lo dijo mi primo, pero no me lo creí... Con ese acento de Boston tan correcto —dijo arrastrando las sílabas para imitar lo que estaba claro que él creía era el acento bostoniano.
—Sí, aparca tu coche en los jardines de Harvard —repuso ella con un auténtico, pero exagerado acento de Boston.
Él estalló en carcajadas.
—¿Cómo lo haces? No hablas gàidhlig con ese acento. Quiero decir que tienes acento, pero es un acento... distinto. Más bien como el que tienen en las islas, en Barra, quizá, o en Uist.
—Mi padre era escocés —explicó ella—. Lo aprendí de él.
Eso hizo que él la mirara con ojos nuevos, como si pensara que era una nueva especie de pez.
—¿Ah, sí? ¿De por aquí? ¿Cómo se llama?
—James Fraser —contestó ella. No corría ningún riesgo: los había a docenas—. Se llamaba. Él... ya no está.
—Ah, qué pena —replicó él, comprensivo, y le tocó brevemente el brazo—. Yo perdí a mi padre el año pasado. Es duro, ¿eh?
—Sí —contestó ella, escueta, y pasó a su lado.
Rob Cameron dio al punto media vuelta y caminó junto a ella.
—Me dijo Roger que vosotros también teníais hijos. —Sintió que ella daba un respingo de sorpresa, y le sonrió de través—. Lo conocí en la logia. Un tipo simpático.
—Sí, lo es —repuso Brianna, recelosa.
Roger no le había mencionado que hubiera hablado con Rob, y se preguntaba por qué. Estaba claro que habían charlado lo suficiente como para que Rob supiese que Roger era su marido y que tenían hijos. Pero Cameron no hizo ningún otro comentario al respecto, sino que se estiró y echó la cabeza hacia atrás.
—Aahhh... hace un día demasiado bonito para pasarlo en una presa. Ojalá pudiera estar en el agua.
Señaló con la cabeza el río, con sus rápidos, donde media docena de pescadores con botas altas hasta el muslo se erguían entre las olas con la concentración depredadora de las garzas reales.
—¿Roger o tú pescáis con mosca?
—Yo lo he hecho alguna vez —respondió Brianna, y el recuerdo de una caña de pescar que daba un latigazo en sus manos le mandó un ligero escalofrío a las terminaciones nerviosas—. ¿Es que tú pescas?
—Sí, tengo un permiso para el bosque de Rothiemurchus. —Parecía orgulloso, como si se tratase de algo especial, de modo que ella emitió unos sonidos de aprobación. Él la miró de soslayo, con ojos dulces y sonrientes—. Si alguna vez quieres salir a pescar con tu caña, no tienes más que decirlo. Jefa. —De repente, le dirigió una enorme sonrisa, desenfadado y encantador, y entró silbando en la oficina de la presa delante de ella.
Una línea telúrica es una alineación observada entre dos puntos geográficos de interés, por lo general un monumento antiguo o un megalito. Hay numerosas teorías sobre las líneas telúricas y bastante controversia acerca de si existen realmente como fenómeno y no sólo como creación de la mente humana.
Con esto quiero decir que, si uno elige dos puntos cualesquiera que revistan interés para los seres humanos, es muy probable que haya un camino que los una, al margen de lo que sean esos puntos. Por ejemplo, entre Londres y Edimburgo existe una carretera importante porque, a menudo, la gente quiere desplazarse entre una ciudad y otra, pero, por lo general, no se la llama línea telúrica. Cuando se utiliza este término, en lo que la gente suele pensar es en una vieja senda que conduce, pongamos por caso, de un monolito a una abadía antigua, la que, a su vez, lo más probable es que esté construida sobre un lugar de culto muy anterior.
Como no hay muchas pruebas objetivas de la existencia de tales líneas, se dicen muchos disparates acerca de ellas. Hay quien piensa que tienen un significado mágico o místico. Personalmente, no creo que haya ninguna base para ello, ni tampoco lo cree vuestra madre, que es una científica. Por otro lado, la ciencia cambia de opinión de vez en cuando, así que lo que parece mágico puede tener, en realidad, una explicación científica (N. B.: he introducido una nota sobre Claire y la recolección de plantas).
Sin embargo, entre las diversas teorías sobre las líneas telúricas, hay una que parece tener al menos un posible fundamento físico. Tal vez cuando leáis esto sepáis ya lo que son los zahoríes. Os llevaré a dar una vuelta con uno en cuanto surja la ocasión. No obstante, por si acaso, os diré que un zahorí es una persona que puede detectar la presencia de agua bajo tierra o, a veces, de objetos metálicos como, por ejemplo, el mineral en las minas. Algunos de ellos utilizan una vara en forma de «Y» u otro objeto con el que «adivinar» el agua. Algunos simplemente la intuyen. La base real de esa cualidad no se conoce. Según vuestra madre, la navaja de Ockham diría que esas personas simplemente reconocen el tipo de geología que con mayor probabilidad albergará agua subterránea. Pero yo he visto trabajar a algunos zahoríes y estoy bastante seguro de que tiene que haber algo más, especialmente a la vista de las teorías que os estoy contando aquí.
Una teoría acerca de cómo funciona la radiestesia sostiene que el agua o el metal tienen una corriente magnética a la que es sensible el zahorí. Dice vuestra madre que la primera parte de esa explicación es cierta y que, además, existen amplias bandas de fuerza electromagnética en la corteza terrestre que corren en direcciones opuestas por todo el globo. Me dice también que esas bandas se pueden detectar con métodos objetivos, pero que no son necesariamente permanentes. De hecho, la Tierra experimenta (cada muchos millones de años, creo; vuestra madre no sabía la frecuencia exacta) inversiones ocasionales de su fuerza geomagnética, cuyos polos intercambian sus posiciones; nadie sabe por qué, pero suele achacarse a las manchas solares.
Otro dato interesante es que está demostrado que las palomas mensajeras entienden esas líneas electromagnéticas y las utilizan para orientarse, aunque nadie ha comprendido todavía cómo lo hacen.
Lo que sospechamos —vuestra madre y yo—, y debo insistir en que podemos muy bien equivocarnos en esa suposición, es que las líneas telúricas de verdad existen, que son (o están relacionadas con) líneas de fuerza geomagnética, y que allí donde se cruzan o convergen se crea un punto en el que esa fuerza magnética es... distinta, a falta de otra palabra mejor. Nosotros pensamos que esos puntos de convergen cia —o algunos de ellos— podrían ser los lugares donde es posible que la gente sensible a esas fuerzas (al igual que las palomas, supongo) se trasladen de un tiempo a otro (es decir, vuestra madre y yo, y vosotros, Jem y Mandy). Si quien lee estas líneas es un hijo (o nieto) que aún no ha nacido, no sé si tendrá esa sensibilidad, capacidad o como queráis llamarlo, pero os aseguro que es real. Vuestra abuela aventuraba que podía tratarse de un rasgo genético, como la habilidad de enrollar la lengua. Si no la tienes, el «cómo» te resulta simplemente incomprensible, aunque puedas observarlo en alguien que sí la tiene. Si éste es tu caso, no sé si pedirte disculpas o si felicitarte, aunque imagino que no es peor que otras cosas que los padres legan a sus hijos sin saberlo, como unos dientes torcidos o la miopía. Sea como sea, no lo hicimos a propósito, créeme, por favor.
Disculpadme si me he apartado del tema. El punto básico es que la capacidad de viajar en el tiempo tal vez dependa de una sensibilidad genética a esos... ¿puntos de convergencia?, ¿vórtices?... de líneas telúricas.
Debido a la peculiar historia geológica de las islas Británicas, aquí hay muchas líneas telúricas, y también muchos enclaves arqueológicos que parecen estar unidos por esas líneas. Vuestra madre y yo queremos insistir en que, siempre que pueda hacerse sin riesgos —y no os equivoquéis: es muy peligroso—, esos lugares podrían ser portales. Obviamente, no hay manera de saber con seguridad si un enclave específico es o no un portal.
La observación de que esos lugares parecen estar «abiertos» (o al menos más abiertos que en otras ocasiones) en las fechas que corresponden a fiestas solares o fiestas del fuego del mundo antiguo podría tener que ver —si esta hipótesis es correcta— con la fuerza gravitatoria del Sol y de la Luna. Esto parece razonable dado que esos cuerpos afectan realmente al comportamiento de la Tierra con respecto a las mareas, a la meteorología y fenómenos por el estilo. ¿Por qué no habrían de afectar a los vórtices temporales, después de todo?
Nota: vuestra abuela dice... bueno, dijo bastantes cosas, entre las cuales mencionó las palabras «teoría del campo unificado», que deduzco que es algo que todavía no existe, pero que, de existir, explicaría una cantidad increíble de cosas y, entre ellas, tal vez por qué la convergencia de líneas geomagnéticas podría afectar al tiempo en el punto en que se produce dicha convergencia. Todo lo que yo, personalmente, entendí de esa explicación es la idea de que el espacio y el tiempo son, de vez en cuando, una misma cosa y que la gravedad está estrechamente relacionada con ello. Eso tiene para mí mucho más sentido que ninguna otra cosa relacionada con dicho fenómeno.
Nota 2:
—¿Tiene sentido? —inquirió Roger—. ¿Hasta ahora, por lo menos?
—En la medida en que cualquier cosa relacionada con el tema tiene sentido, sí.
A pesar de la inquietud que la invadía siempre que hablaban de ello, Brianna no pudo evitar sonreírle. Parecía muy entusiasmado. Tenía una mancha de tinta en la mejilla y su cabello negro estaba todo alborotado en un lado.
—La enseñanza universitaria debe de llevarse en la sangre —terció, sacándose un pañuelo de papel del bolsillo; lo lamió como una mamá gata y le limpió la cara con él—. ¿Sabes? Hay un invento moderno maravilloso que se llama bolígrafo...
—Los odio —replicó él cerrando los ojos y sometiéndose a la limpieza—. Además, una pluma estilográfica es un gran lujo, comparado con una pluma de ave.
—Bueno, ahí llevas razón. Después de escribir cartas, papá parecía siempre una explosión en una fábrica de tinta. —Sus ojos volvieron a la página y, al leer la primera nota al pie, lanzó un breve bufido, haciendo sonreír a Roger—. ¿Es una explicación decente?
—Teniendo en cuenta que está dirigida a los niños, es más que adecuada —le aseguró bajando la hoja—. ¿Qué dice la nota número dos?
—Ah —Roger se apoyó en el respaldo de la silla, con las manos entrelazadas y aire nervioso—. Eso.
—Sí, eso —repuso ella, inmediatamente alerta—. ¿Hay algo así como una Exposición A que tiene que ir ahí?
—Bueno, sí —respondió él de mala gana, y la miró a los ojos—. Los cuadernos de Geillis Duncan. El libro de la señora Graham sería la Exposición B. La explicación acerca de las supersticiones relacionadas con el cultivo de plantas está en la nota cuatro.
Brianna sintió que la sangre se le escapaba de la cabeza y se sentó, por si acaso.
—¿Estás seguro de que es una buena idea? —preguntó, indecisa.
Ni ella misma sabía dónde estaban los cuadernos de Geillis Duncan, y tampoco quería saberlo. El librito que les había dado Fiona Graham, la nieta de la señora Graham, estaba guardado en un lugar seguro en una caja de seguridad del Royal Bank of Scotland, en Edimburgo.
Roger resopló y negó con la cabeza.
—No, no lo estoy —respondió con franqueza—. Pero mira. No sabemos cuántos años tendrán los niños cuando lean esto. Lo que me recuerda... hemos de tomar algunas precauciones. Por si acaso nos sucediera algo antes de que tengan edad suficiente para contarles... todo.
Ella sintió como si un cubito de hielo derritiéndose se deslizara por su espalda. Pero Roger tenía razón. Podían matarse los dos en un accidente de tráfico, como los padres de su madre. O podía quemarse la casa...
—Bueno, no —manifestó en voz alta mirando la ventana que había detrás de Roger, encastrada en un muro de piedra de unos cuarenta y cinco centímetros de grosor—. No creo que esta casa arda hasta los cimientos.
Eso hizo sonreír a Roger.
—No, eso no me preocupa mucho, la verdad. Pero los cuadernos... sí, sé lo que quieres decir. Y he pensado, en efecto, examinarlos yo mismo y hacer una especie de filtrado de la información. Ella sabía bastantes cosas acerca de los círculos de piedra que al parecer estaban activos, y eso es muy útil. Porque leer el resto es...
Agitó una mano buscando la palabra adecuada.
—Escalofriante —sugirió ella.
—Iba a decir que era como observar a alguien volverse loco lentamente delante de ti, pero «escalofriante» es adecuado. —Cogió las hojas de sus manos y las juntó de golpe—. No es más que un tic académico, supongo. No me parece bien ocultar una fuente original.
Ella emitió un resoplido distinto, que indicaba que no consideraba a Geillis Duncan una fuente original de nada salvo de problemas. Sin embargo...
—Me imagino que tienes razón —dijo a regañadientes—. Pero quizá podrías hacer un resumen y limitarte a mencionar dónde se encuentran los cuadernos, por si alguien en el futuro tiene auténtica curiosidad.
—No es mala idea. —Puso los papeles dentro del cuaderno y se levantó al tiempo que lo cerraba—. En tal caso, bajaré y los buscaré, quizá cuando acabe el colegio. Podría llevarme a Jem y enseñarle la ciudad. Es lo bastante mayor como para recorrer la Royal Mile, y el castillo le encantará.
—¡No lo lleves a las mazmorras de Edimburgo! —saltó ella de inmediato, y él le dirigió una abierta sonrisa.
—¿Qué pasa?, ¿no crees que las figuras de cera de personas sometidas a torturas sean educativas? Todo eso es histórico, ¿no?
—Sería mucho menos horrible si no lo fuera —repuso ella y, al volverse, vio el reloj de pared—. ¡Roger! ¿No tenías que dar tu clase de gaélico en la escuela a las dos en punto?
Él miró incrédulo el reloj, agarró a toda prisa el montón de libros y papeles que tenía sobre el escritorio y salió disparado de la habitación con un elocuente aluvión de gaélico.
Brianna se asomó al vestíbulo y vio cómo le daba un beso a Mandy a la carrera y salía en tromba hacia la puerta. La pequeña lo despidió en el umbral agitando una mano con entusiasmo.
—¡Adiós, papi! —gritó—. ¡Táeme helado!
—Si se le olvida, iremos al pueblo después de cenar a comprarlo —le prometió Brianna agachándose para aupar a su hija.
Permaneció allí, con Mandy en brazos, observando el viejo Morris color naranja de Roger toser, ahogarse, estremecerse y ponerse en marcha con un pequeño eructo de humo azul. Frunció ligeramente el ceño al verlo, mientras pensaba que debía comprarle un juego de bujías nuevas, pero le dijo adiós con la mano cuando él sacó la cabeza por la ventanilla en el recodo del camino para sonreírles.
Mandy se acurrucó en sus brazos murmurando una de las frases en gaélico más pintorescas de Roger, que obviamente estaba memorizando, y Bree inclinó la cabeza inhalando el suave aroma a champú Johnson’s para bebés y a niño sucio. Sin duda, lo que la inquietaba era la mención de Geillis Duncan. La mujer estaba muerta y bien muerta, pero, al fin y al cabo... era una antepasada de Roger. Y quizá la capacidad de viajar a través de los círculos de piedra no fuera lo único que se transmitía por la sangre.
No obstante, algunas cosas se diluían con el tiempo. Roger, por ejemplo, no tenía nada en común con William Buccleigh MacKenzie, el hijo que Geillis había tenido con Dougal MacKenzie, y el responsable de que colgaran a Roger.
—Hijo de bruja —dijo en voz baja—. Espero que te pudras en el infierno.
—Ezo e una palabota, mami —intervino Mandy con reprobación.
Salió mejor de lo que jamás habría esperado. El aula estaba llena hasta los topes, con muchos niños, numerosos padres e incluso algunos abuelos apretujados contra las paredes. Experimentó ese instante de mareo, no de pánico o de miedo escénico, sino la sensación de estar mirando al interior de una vasta garganta cuyo fondo no podía ver, a la que estaba acostumbrado desde sus tiempos de actor. Respiró hondo, dejó sobre la mesa su montón de libros y papeles, les sonrió y dijo: «Feasgar math!»
Con eso bastaba siempre. Pronunciabas —o cantabas— las primeras palabras, y era como si hubieses agarrado un cable de alta tensión. Una corriente se establecía de pronto entre él y el público, y las palabras siguientes parecían llegar de ninguna parte, fluyendo a través de él como el estrépito del agua a través de una de las gigantescas turbinas de Bree.
Después de una o dos palabras introductorias, empezó a hablar del concepto del insulto en gaélico, pues sabía por qué habían venido la mayoría de los chiquillos. Unos cuantos padres arquearon de golpe las cejas, pero pequeñas sonrisas de complicidad aparecieron en los rostros de los abuelos.
—En gàidhlig no tenemos palabrotas como en inglés —explicó, y le sonrió a la clara cabeza rubia de expresión vivaz de la segunda fila, que debía de ser el pequeño cabrón de Glasscock, que le había dicho a Jemmy que iba a ir al infierno—. Lo siento, Jimmy.
»Lo que no significa que no podamos expresar lo que pensamos de alguien de una manera clara y contundente —prosiguió en cuanto las risas se extinguieron—. Pero insultar en gàidhlig es una cuestión de arte, no de crudeza. —Eso también arrancó a la gente mayor un montón de carcajadas, y las cabezas de varios de los niños se volvieron hacia sus abuelos, asombradas.
»Por ejemplo, una vez le oí decir a un granjero cuyo cerdo se había metido en la malta remojada que había preparado para hacer licor que esperaba que los intestinos le reventaran la barriga y que se lo comieran los cuervos.
Los chiquillos lanzaron un impresionado «¡Ooh!», y Roger esbozó una sonrisa y continuó suministrando versiones editadas de las cosas más creativas que le había oído decir a su suegro de vez en cuando. No es preciso añadir que, a pesar de la falta de palabrotas, era, de hecho, posible llamar a alguien «hijo de puta» cuando uno quería ser realmente desagradable. Si los niños querían saber qué le había dicho realmente Jemmy a la señorita Glendenning, tendrían que preguntárselo al propio Jemmy. Si no lo habían hecho ya.
De ahí, pasó a una descripción más seria —pero rápida— del Gaeltacht, la zona de Escocia donde se hablaba tradicionalmente el gaélico, y contó unas cuantas anécdotas acerca de cómo había aprendido gaélico en su adolescencia a bordo de un barco dedicado a la pesca del arenque en el mar de Minch, incluido todo el discurso pronunciado por un tal capitán Taylor cuando una tormenta arrasó su hoyo de langostas preferido y lo dejó sin pucheros (muestra de elocuencia que dirigió, blandiendo un puño cerrado, contra el mar, los cielos, la tripulación y las langostas). Eso hizo que se desternillaran de risa una vez más, y un par de los pu ñeteros viejos del fondo se sonrieron y se susurraron cosas el uno al otro, pues era obvio que se habían visto en situaciones similares.
—Pero el gàidhlig es una lengua —dijo cuando las risas se acallaron de nuevo—. Y eso significa que su función principal es la comunicación, que las personas hablen las unas con las otras. ¿Cuántos de vosotros habéis oído cantar verso a verso? ¿Y canciones de fieltrar?
Se oyeron unos murmullos de interés. Algunos sí las habían oído, otros no. De modo que les explicó lo que era fieltrar:
—Todas las mujeres trabajando juntas, apretando, estirando y amasando la tela de lana mojada para hacerla fuerte y resistente al agua porque, antiguamente, no había impermeables, ni botas de agua, y la gente tenía que estar al aire libre día y noche hiciera el tiempo que hiciese, atendiendo a sus animales o al cuidado de sus cosechas.
Ahora tenía la voz bien caliente. Pensó que lograría cantar una breve canción de fieltrar y, tras abrir rápidamente la carpeta, cantó el primer verso y el estribillo, y luego se lo hizo cantar también a ellos. Cantaron cuatro versos y, después, como notaba que empezaba a acusar el esfuerzo, concluyó.
—¡Mi abuela solía cantarla! —gritó de manera impulsiva una de las madres, y luego se puso roja como un tomate cuando todo el mundo la miró.
—¿Vive aún su abuela? —inquirió Roger, y al ver su azorado gesto negativo, observó—: Bueno, en tal caso, tendré que enseñársela, y usted puede enseñársela a sus hijos. Una cosa así no puede perderse, ¿verdad?
Un leve murmullo de medio sorprendida anuencia brotó entre los presentes. Roger volvió a sonreír y levantó el maltrecho libro de himnos que había llevado consigo.
—Muy bien. También he mencionado el canto verso a verso. En las islas todavía es posible oírlo los domingos en la iglesia. Id a Stornaway, por ejemplo, y lo oiréis. Es una manera de cantar los salmos que se remonta a cuando la gente no tenía muchos libros o quizá pocos de los miembros de la congregación sabían leer. Así que había un chantre, cuya tarea era cantar el salmo, verso a verso, y después la congregación se lo repetía cantando. Este libro —mostró a todos el himnario— perteneció a mi padre, el reverendo Wakefield. Tal vez algunos de ustedes lo recuerden. Pero, originalmente, perteneció a otro pastor, el reverendo Alexander Carmichael. Él...
Y procedió a hablarles del reverendo Carmichael, que había peinado las Highlands y las islas en el siglo XIX, hablando con la gente, insistiéndoles en que le cantaran sus canciones y le hablaran de sus costumbres, recogiendo «himnos, encantamientos y conjuros» de la tradición oral allí donde podía encontrarlos, y que había publicado esa gran obra de erudición en varios volúmenes llamada Carmina Gadelica.
Había llevado consigo un volumen del Gadelica y, mientras hacía circular el viejo himnario entre la gente junto con un opúscu lo de canciones de trabajo que él mismo había confeccionado, les leyó uno de los encantamientos de la luna nueva, el «Encantamiento para la masticación del bolo alimenticio», el «Hechizo de la indigestión», el «Poema del escarabajo», y algunos fragmentos de «El lenguaje de los pájaros».
Salió la paloma
temprano una tibia mañana;
vio al cisne blanco,
«gail, gail»,
allá en la orilla,
«gail, gail»,
con un canto fúnebre de muerte,
«gail, gail».
Un cisne blanco, herido, herido,
un cisne blanco, magullado, magullado,
el cisne blanco de las dos visiones,
«gail, gail»,
el cisne blanco de los dos presagios,
«gail, gail»,
la vida y la muerte,
«gail, gail»,
«gail, gail».
¿Cuándo has llegado, cisne del luto?,
dijo la paloma del amor,
«gail, gail»,
de Erin vengo nadando,
«gail, gail»,
del soldado he recibido la herida,
«gail, gail»,
la punzante herida de mi muerte,
«gail, gail»,
«gail, gail».
Cisne blanco de Erin,
amiga soy de los necesitados;
el ojo de Cristo vigilará tu herida,
«gail, gail»,
el ojo del cariño y de la compasión,
«gail, gail»,
el ojo de la bondad y del amor,
«gail, gail», y te curará,
«gail, gail»,
«gail, gail».
Cisne de Erin,
«gail, gail»,
no sufrirás ningún daño,
«gail, gail».
Sanarás de tus heridas,
«gail, gail».
Señora de la ola,
«gail, gail»,
señora del lamento,
«gail, gail»,
señora de la melodía,
«gail, gail».
Gloria a Cristo,
«gail, gail»,
al Hijo de la Virgen,
«gail, gail»,
al gran Alto Rey,
«gail, gail»,
que tu canto sea para Él,
«gail, gail»,
que tu canto sea para Él,
«gail, gail»,
«¡gail, gail!».
La garganta le dolía de un modo casi insoportable de hacer el canto del cisne, desde el grave quejido del cisne herido hasta el grito triunfante de las últimas palabras, y al final se le quebró la voz, pero sonó triunfal a pesar de todo, y la sala estalló en aplausos.
Entre el dolor y la emoción, realmente no pudo hablar por unos instantes, así que, en su lugar, hizo una reverencia y sonrió e hizo otra reverencia, entregándole en silencio el montón de libros y carpetas a Jimmy Glasscock para que los hiciera circular mientras el público se arremolinaba para felicitarlo.
—¡Tío, ha sido fantástico! —dijo una voz que le resultó conocida, y al levantar la vista vio que se trataba de Rob Cameron, que le estrechaba la mano, con los ojos brillantes de entusiasmo.
La sorpresa de Roger debió de reflejarse en su rostro, pues Rob hizo un gesto con la cabeza en dirección al chiquillo que tenía a su lado: Bobby Hurragh, a quien Roger conocía bien del coro. Un soprano desgarradoramente puro, y un diablillo, si no lo vigilabas con atención.
—He traído al pequeño Bobby —señaló Rob con el crío firmemente cogido de la mano, como observó Roger—. Hoy mi hermana tenía que trabajar y no ha podido tomarse el día libre. Es viuda —añadió a modo de explicación tanto de la ausencia de la madre como de su propia presencia.
—Gracias —logró decir Roger, afónico, pero Cameron simplemente le estrechó de nuevo la mano y cedió el paso al siguiente admirador.
Entre la multitud había una mujer de mediana edad a quien no conocía, pero que sí lo reconoció a él.
—Mi marido y yo lo vimos cantar una vez, en los Juegos de Inverness —dijo en un tono educado—, aunque entonces utilizaba usted el nombre de su difunto padre, ¿no es así?
—Sí, así es —respondió Roger con el croar de sapo al que su voz había quedado reducida en esos momentos—. Su... ¿tiene usted algún nieto? —Hizo un gesto vago señalando el enjambre zumbón de chiquillos que se apiñaban alrededor de una señora mayor que, sonrojada de placer, les estaba explicando la pronunciación de algunas de las extrañas palabras gaélicas del libro de cuentos.
—Sí —repuso la mujer, pero nada la distraía de lo que le llamaba la atención, que era la cicatriz de su garganta—. ¿Qué le ha pasado? —preguntó con tono compasivo—. ¿Es permanente?
—Fue un accidente —contestó Roger—. Me temo que sí.
La lástima se reflejó en forma de arruguitas en el rabillo de sus ojos y meneó la cabeza.
—Oh, qué pena —dijo—. Tenía usted una bonita voz. Lo siento mucho.
—Gracias —replicó él, porque era lo único que podía decir, y entonces ella se marchó y él siguió recibiendo los elogios de gente que nunca lo había oído cantar. Que nunca lo había oído cantar antes.
Más tarde, le dio las gracias a Lionel Menzies, que se encontraba de pie junto a la puerta despidiendo a la gente, resplandeciente como el director de un circo de éxito.
—Ha sido maravilloso —lo felicitó Menzies cogiéndole cálidamente la mano—. Mejor incluso de lo que esperaba. Dígame, ¿consideraría hacerlo otra vez?
—¿Otra vez? —rió Roger, pero se puso a toser a la mitad—. Casi no logro terminar ésta.
—Tonterías. —Menzies desechó su observación—. Una copa le arreglará la garganta. ¿Por qué no se viene al pub conmigo?
Roger estuvo a punto de rechazar la invitación, pero el rostro de Menzies brillaba con tanto placer que cambió de opinión. El hecho de estar bañado en sudor —hablar en público siempre le subía varios grados la temperatura corporal— y de tener una sed digna del desierto de Gobi no tuvo nada que ver con ello, por supuesto.
—Bueno, pero sólo una —dijo, y sonrió.
Cuando cruzaban el aparcamiento, una pequeña camioneta azul muy abollada se acercó a ellos y Rob Cameron se asomó a la ventanilla y los llamó.
—Te ha gustado, ¿verdad, Rob? —preguntó Menzies, aún sonriente.
—Me ha encantado —contestó Cameron, a todas luces sincero—. Un par de cosas, Rog... Quería preguntarte si tal vez me prestarías esas viejas canciones que tienes. Siegfried MacLeod me enseñó las que arreglaste para él.
Roger se quedó algo extrañado, pero complacido.
—Sí, claro —repuso—. No tenía ni idea de que fueras un fan —bromeó.
—Me encantan todas las cosas antiguas —replicó Cameron, serio por una vez—. Te lo agradecería mucho, de verdad.
—Muy bien, pues. Pásate por casa, ¿el fin de semana, quizá?
Rob sonrió y se despidió en pocas palabras.
—Espera... ¿No has dicho dos cosas? —preguntó Menzies.
—Ah, sí. —Cameron se estiró y cogió algo del asiento que había entre Bobby y él—. Esto estaba con las cosas en gaélico que hiciste circular. Pero parecía como si estuviera entre ellas por error, así que lo aparté. Estás escribiendo una novela, ¿verdad?
Le tendió un cuaderno negro, La guía del trotamundos, y a Roger se le encogió la garganta como si le hubieran dado garrote. Cogió el cuaderno mientras asentía con la cabeza, sin habla.
—Podrías dejármela leer cuando la hayas terminado —sugirió Cameron como de pasada, al tiempo que embragaba la camioneta—. Me entusiasma la ciencia ficción.
La camioneta partió, luego se detuvo de repente y dio media vuelta. Roger agarró con más fuerza el cuaderno, pero Rob no lo miró.
—Oye —dijo—. Lo olvidaba. Brianna me comentó que teníais un viejo fuerte de piedra o algo parecido en vuestra casa.
Roger asintió aclarándose la garganta.
—Tengo un amigo, un arqueólogo. ¿Te importaría si fuera alguna vez a echarle un vistazo?
—No —graznó Roger, volvió a aclararse la garganta, y añadió con mayor firmeza—: No, sería estupendo. Gracias.
Rob le sonrió alegremente y volvió a revolucionar el motor.
—De nada, compañero —dijo.