El amigo arqueólogo de Rob, Michael Callahan, resultó ser un tipo ocurrente de unos cincuenta años de edad, con un cabello color arena que empezaba a clarear, y tan quemado por el sol que su piel parecía a menudo un edredón de retazos, con pecas oscuras formando manchas entre los parches de tierna piel rosa. Huroneó entre las piedras caídas de la vieja iglesia con evidentes muestras de interés y le pidió permiso a Roger para excavar una zanja a lo largo de uno de los muros.
Rob, Brianna y los niños subieron un rato a observar, pero el trabajo arqueológico no es un deporte de espectadores, y cuando Jem y Mandy se aburrieron, se volvieron todos a casa a preparar la comida, dejando a Roger y a Mike sumidos en sus excavaciones.
—Si tiene cosas que hacer, no lo necesito —señaló Callahan al cabo de un rato, mirando a Roger.
Siempre había algo que hacer —al fin y al cabo, aquello era una granja, aunque fuera pequeña—, pero Roger negó con la cabeza.
—Me interesa —repuso—. Si es que no le estorbo...
—En absoluto —contestó Callahan con alegría—. Venga y ayúdeme a levantar esto, entonces.
Callahan silbaba entre dientes mientras trabajaba, murmurando de cuando en cuando para sí, aunque no hizo apenas ningún comentario sobre lo que estaba buscando. Lo llamó alguna que otra vez para que lo ayudara a retirar unos escombros o a sostener una piedra inestable mientras él miraba debajo con una pequeña linterna, pero Roger permaneció casi todo el tiempo sentado sobre el tramo de muro que estaba entero, escuchando el viento.
En lo alto de la colina se estaba tranquilo, con esa tranquilidad característica de los lugares salvajes, una sensación constante de discreto movimiento, y le pareció extraño que así fuera. Normalmente, uno no tenía esa sensación en los lugares donde había vivido alguien, y estaba claro que en esa colina había habido gente removiendo la tierra durante muchísimo tiempo, a juzgar por la profundidad de la zanja de Callahan y los silbiditos de interés que soltaba de vez en cuando como un tití.
Brianna les subió unos bocadillos y limonada y se sentó a comer en el muro junto a Roger.
—¿Se ha marchado Rob? —preguntó Roger al observar que la camioneta había desaparecido del patio.
—Sólo para ir a hacer unos recados —respondió ella—. Dijo que no parecía que Mike fuera a terminar pronto —explicó con una mirada al trasero del pantalón de Callahan, que sobresalía de entre las ramas de un arbusto mientras él excavaba alegremente debajo.
—Tal vez no —sonrió Roger e, inclinándose hacia delante, la besó con suavidad.
Ella emitió un sonido grave de satisfacción con la garganta y retrocedió un paso, pero le cogió la mano por unos instantes.
—Rob me ha preguntado por las viejas canciones que arreglaste para Sandy MacLeod —le informó mirándolo de reojo—. ¿Le dijiste que podía verlas?
—Ah, sí. Lo había olvidado. Claro. Si no estoy abajo cuando vuelva, puedes enseñárselas tú. Los originales están en el último cajón de mi archivador, en una carpeta con una etiqueta que dice Cèolas.
Brianna asintió y se marchó colina abajo, con los pies calzados con playeras tan seguros como los de un ciervo sobre el camino pedregoso, y el cabello cayéndole sobre la espalda, recogido en una coleta del color de la piel de ese mismo ciervo.
A medida que transcurría la tarde, Roger fue sumiéndose en un estado casi de trance, mientras su cabeza se movía perezosamente y su cuerpo con no mucha más energía, acercándose sin prisas a echar una mano cuando se lo necesitaba, intercambiando las palabras justas con Callahan, que parecía igual de aturdido. La neblina flotante de la mañana se había espesado y las frías sombras que se proyectaban entre las piedras se desvanecían con la luz. El aire era fresco y le dejaba un rastro húmedo sobre la piel, pero no había indicios de lluvia. Casi podías sentir las piedras alzarse a tu alrededor, pensó, volviendo a ser lo que fueron.
Observó idas y venidas abajo, en la casa: puertas que se cerraban de golpe, Brianna que tendía la colada de la familia, los críos y un par de chiquillos de la granja vecina que habían ido a pasar la noche con Jem, todos correteando por el huerto y los cobertizos, jugando a una especie de corre que te pillo al tiempo que hacían mucho ruido, lanzando unos gritos tan fuertes y penetrantes como los de las águilas pescadoras. En una ocasión, miró hacia abajo y vio el camión de los almacenes Farm and Household, que venía, presumiblemente, a entregar la bomba para la desnatadora, ya que Roger vio cómo Brianna guiaba al conductor hasta el interior del granero, pues aquél no veía por dónde andaba con la enorme caja en los brazos.
Alrededor de las cinco se levantó una fuerte brisa y la bruma comenzó a disiparse. Como si eso fuera una señal que despertara a Callahan de su sueño, el arqueólogo se irguió, se quedó un momento inmóvil mirando algo que había en el suelo y luego asintió con la cabeza.
—Bueno, tal vez se trate de un yacimiento antiguo —manifestó mientras salía de su zanja y gemía al inclinarse adelante y atrás, estirando la espalda—. Pero la estructura no lo es. Probablemente la construyeran en los últimos doscientos años, aunque quienquiera que la edificara utilizó piedras mucho más viejas para su construcción. Es probable que las trajera de otro lugar, aunque algunas podrían pertenecer a una estructura anterior levantada en este mismo sitio. —Le dirigió a Roger una sonrisa—. La gente de las Highlands es ahorrativa. La semana pasada, en Dornoch, vi un granero en cuyos cimientos había una vieja piedra picta y un suelo hecho con ladrillos procedentes de un baño público derruido.
Haciéndose visera con la mano, Callahan miró hacia el oeste, donde ahora la niebla flotaba sobre la orilla lejana.
—Las alturas —dijo en tono pragmático—. Los antiguos siempre elegían las alturas. Ya fuera para construir un fuerte, ya para un lugar de culto, siempre subían a lo alto.
—¿Los antiguos? —inquirió Roger, y sintió que se le erizaban ligeramente los pelos de la nuca—. ¿Qué antiguos?
Callahan se echó a reír, meneando la cabeza.
—No lo sé. Los pictos, quizá. Lo único que conocemos de ellos son los restos de las construcciones de piedra que dejaron aquí y allá... ellos o la gente que vino antes que ellos. A veces ves un pedazo de algo que sabes que fue obra del hombre o que por lo menos colocó el hombre, pero no puedes situarlo en una cultura conocida. Los megalitos, por ejemplo, las piedras verticales. Nadie sabe quién las colocó así ni para qué.
—¿Ah, no? —murmuró Roger—. ¿Sabe usted qué tipo de lugar era éste? Me refiero a si lo construyeron para la guerra o para el culto.
Callahan negó con la cabeza.
—No, no por lo que se ve en la superficie. Tal vez si excaváramos el yacimiento que hay debajo... Pero, sinceramente, no veo ningún interés en hacerlo. Hay cientos de lugares como éste en sitios altos, todos en las islas Británicas, y también en Bretaña, muchos de ellos antiguas construcciones célticas, de la Edad del Hierro, muchísimo más antiguas. —Recogió la erosionada cabeza de la santa y la acarició con algo parecido al cariño—. Esta señora es mucho más reciente. Quizá del siglo XIII o del XIV. A lo mejor era la santa patrona de la familia, legada de una generación a la siguiente a lo largo del tiempo.
Le dio a la cabeza un beso breve y natural y se la tendió a Roger con cuidado.
—Pero, por si le interesa, y no se trata de un comentario científico, sino tan sólo de lo que yo pienso después de haber visto bastantes de estos lugares, si la estructura moderna era una capilla, el yacimiento antiguo que hay debajo probablemente fuera también un lugar de culto. La gente de las Highlands es de ideas fijas. Puede que construyan un granero nuevo cada doscientos o trescientos años, pero lo más probable es que lo edifiquen justo donde estaba el anterior.
Roger dejó escapar una carcajada.
—Eso es muy cierto. Nuestro granero es todavía el original, construido en los primeros años del siglo XVIII, al mismo tiempo que la casa. Pero cuando excavé en el suelo del establo para instalar una nueva tubería de desagüe, encontré enterradas las piedras de una pequeña granja anterior.
—¿A principios del XVIII? Bueno, en tal caso, no necesitarán un tejado nuevo por lo menos en otros cien años.
Eran casi las seis, pero todavía no había empezado a atardecer siquiera. La niebla se había desvanecido de aquella manera tan misteriosa en que lo hacía a veces, y había salido un sol pálido. Roger trazó una crucecita en la frente de la estatua con el pulgar y dejó la cabeza suavemente en la hornacina que parecía hecha para ello. Habían terminado ya, pero ninguno de los dos hombres tenía ganas de marcharse aún. Se sentían cómodos el uno en compañía del otro, compartiendo el hechizo de las alturas.
Abajo, vio la abollada camioneta de Rob Cameron aparcada en el patio y al propio Rob sentado en el pórtico de atrás, con Mandy, Jem y los amigos de Jem pegados a él, a uno y otro lado, evidentemente absortos en las páginas que él sujetaba en la mano. ¿Qué demonios estaba haciendo?
—¿Eso que oigo son cantos?
Callahan, que había estado mirando hacia el norte, dio media vuelta y, mientras lo hacía, también Roger lo oyó. Tenue y dulce, no más que un hilo de sonido, pero lo suficiente como para distinguir la melodía del salmo de David.
La puñalada de celos que lo recorrió lo dejó sin aliento, y sintió que se le cerraba la garganta como si una mano fuerte estuviera estrangulándolo.
«Duros como el sepulcro son los celos: sus brasas, brasas de fuego.»
Cerró los ojos unos instantes, respirando lenta y profundamente, y, con un pequeño esfuerzo, desenterró la primera parte de esa cita: «Porque fuerte es como la muerte el amor.»
Notó que la sensación de ahogo comenzaba a ceder y que la razón volvía a él. Claro que Rob Cameron sabía cantar. Formaba parte del coro masculino. Era absolutamente lógico que, al ver los rudimentarios arreglos musicales que Roger había hecho para algunas de las antiguas canciones, intentara cantarlos. Y a los niños, en especial a los suyos, les atraía la música.
—¿Hace mucho que conoce usted a Rob? —inquirió, y se alegró de oír que su voz sonaba natural.
—¿A Rob? —Callahan se paró a pensar—. Quince años, quizá... No, miento, más de veinte. Se presentó como voluntario en una excavación que yo tenía en marcha en Shapinsay, una de las Órcadas, y entonces no era más que un muchacho, de unos diecimuchos años, quizá. —Le dirigió a Roger una mirada serena, astuta—. ¿Por qué?
Él se encogió de hombros.
—Trabaja con mi mujer, para la Compañía Hidroeléctrica. Personalmente, no lo conozco mucho. Nos conocimos hace poco, en la logia.
—Ah. —Callahan contempló por unos instantes, en silencio, la escena que se estaba desarrollando abajo. Luego, sin mirar a Roger, dijo—: Estuvo casado con una chica francesa. Su mujer se divorció de él hace un par de años y se llevó al hijo de ambos de vuelta a Francia. No ha sido feliz.
—Ah.
Eso explicaba lo unido que estaba Rob a la familia de su hermana viuda, y lo mucho que disfrutaba de la compañía de Jem y de Mandy. Roger inspiró una vez más, libremente, y la pequeña llama de los celos se apagó.
Como si aquella breve conversación hubiera puesto punto final a la jornada, recogieron los restos de su almuerzo y la mochila de Callahan y descendieron la colina en un silencio cómodo.
—¿Qué es eso? —Había dos copas de vino en la encimera—. ¿Es que celebramos algo?
—Sí —respondió Bree en tono tajante—. Para empezar, que los niños van a irse a la cama.
—Vaya, ¿se han portado muy mal? —Sintió una ligera punzada de culpa, no muy fuerte, por haber pasado toda la tarde en la alta y fría paz de la capilla en ruinas con Callahan en lugar de insistirles a aquellas cositas locas para que salieran del huerto.
—No, simplemente están repletos de energía. —Lanzó una mirada recelosa hacia la puerta que daba al vestíbulo, a través de la cual el bramido apagado de un televisor llegaba desde el gran salón principal—. Espero que estén demasiado agotados como para pasarse la noche saltando sobre el colchón. Han comido pizza suficiente como para dejar a seis hombres adultos en coma durante una semana.
Roger le rió la ocurrencia. Él mismo se había comido la mayor parte de una pizza de pepperoni grande y comenzaba a sentirse agradablemente amodorrado.
—¿Y qué más?
—Ah, ¿qué más estamos celebrando? —Le dirigió la mirada de quien no cabe en sí de satisfacción—. Bueno, que yo...
—¿Sí? —dijo él, complaciente.
—He superado el período de prueba. Ahora soy fija en el trabajo, y no pueden echarme, ni siquiera si me pongo perfume para ir a trabajar. Y que a ti... —añadió buscando en el interior del cajón y colocándole un sobre delante— ¡la Junta de Educación te ha invitado formalmente a repetir tu triunfo con el gàidh lig en cinco escuelas distintas el mes que viene!
Por un segundo, Roger se sintió conmocionado, luego notó que algo que no sabía identificar se apoderaba de él, y se dio cuenta, más conmocionado todavía, de que se estaba sonrojando.
—¿De verdad?
—¿Crees que te tomaría el pelo acerca de algo así?
Sin esperar una respuesta, Bree sirvió el vino, aromático y de un color morado intenso, y le ofreció una copa. Roger la hizo entrechocar ceremoniosamente con la suya.
—Por nosotros. ¿Quién hay como nosotros?
—Poquísimas personas —contestó ella con un fuerte acento escocés—, y están todas muertas.
Una vez hubieron mandado a los niños a acostarse, se oyeron unos cuantos golpes en el piso superior, pero una breve aparición de Roger representando el papel del padre severo les puso punto final y la fiesta de pijamas se disolvió en una sesión de cuentos y risitas ahogadas.
—¿Se están contando chistes verdes? —inquirió Bree cuando él bajó.
—Es muy probable. ¿Crees que debería hacer bajar a Mandy?
Ella negó con la cabeza.
—Probablemente esté ya dormida. Y, si no lo está, el tipo de chistes que cuentan los críos de nueve años no le harán ningún mal. No es lo bastante mayor como para recordar las frases graciosas.
—Es verdad. —Roger cogió la copa, que ella había vuelto a llenarle, y tomó un sorbo, sintiendo en la lengua el vino suave y denso con su aroma de arándanos y té negro—. ¿Cuántos años tenía Jem cuando aprendió a contar chistes? ¿Te acuerdas de cuando comprendió la forma de los chistes, pero no entendía bien la idea del contenido?
—¿Cuál es la diferencia entre un... un... un botón y un calcetín? —lo imitó ella, plasmando a la perfección el entusiasmo desbordado de Jem—. ¡Un... búfalo! ¡Ja, ja, ja, ja, ja!
Roger estalló en carcajadas.
—¿Por qué te ríes? —inquirió ella. Estaban empezando a pesarle los párpados y tenía los labios manchados de oscuro.
—Debe de ser por la manera en que lo cuentas —respondió, y levantó el vaso para brindar—. Salud.
—Slàinte.
Roger cerró los ojos, respirando el aroma del vino al beberlo. Comenzaba a tener la agradable ilusión de que podía sentir la tibieza del cuerpo de su mujer, aunque estuviera sentada a cierta distancia. Ella parecía emanar calor, en lentas y pulsantes oleadas.
—¿Cómo lo llaman? Eso con lo que se localizan las estrellas lejanas...
—Un telescopio —repuso ella—. No puedes haberte emborrachado con media botella de vino, por bueno que sea.
—No, no es eso lo que quiero decir. Tiene un nombre... ¿firma de calor? ¿Te parece correcto?
Ella cerró un ojo, pensando, y luego se encogió de hombros.
—Tal vez. ¿Por qué?
—Tú tienes una.
Se miró a sí misma entornando los ojos.
—No. Dos. Dos, sin lugar a dudas.
No estaba borracho, ni ella tampoco, pero fuera lo que fuese lo que les sucedía era muy divertido.
—Una firma de calor —dijo Roger y, alargando el brazo, la cogió de la mano. Estaba bastante más caliente que la de él, y tenía la certeza de que sentía palpitar despacio el calor de sus dedos, aumentando y disminuyendo con el latido de su corazón—. Podría encontrarte en medio de una multitud con los ojos vendados. Resplandeces en la oscuridad.
Brianna dejó la copa, se dejó caer de su silla y se detuvo de rodillas entre las piernas de Roger, sin tocar el cuerpo de él con el suyo. En efecto, resplandecía. Si cerraba los ojos, Roger podía ver su brillo a través de la camisa blanca que llevaba.
Levantó su copa y la apuró.
—Es un vino estupendo. ¿Dónde lo has comprado?
—No lo he comprado. Lo ha traído Rob. Como gesto de gratitud por dejarle copiar las canciones, dijo.
—Es un tipo simpático —repuso él con generosidad. En ese momento, lo pensaba de verdad.
Brianna se estiró para coger la botella de vino y vertió lo que quedaba en la copa de Roger. Acto seguido volvió a sentarse sobre los talones y lo miró con ojos de búho, apretando la botella vacía contra su pecho.
—Oye. Me debes algo.
—El estrellato —le aseguró él, muy serio, haciéndola reír.
—No —replicó ella recuperando la calma—. Dijiste que si traía a casa el casco, me dirías qué estabas haciendo con aquella botella de champán. Me refiero a lo de soplar.
—Ah.
Roger se quedó pensando unos instantes. Si se lo contaba, cabía la posibilidad de que lo atizara con la botella de vino, pero, a fin de cuentas, un trato era un trato, e imaginarla desnuda, salvo por el casco, irradiando calor en todas direcciones, bastaba para hacer que un hombre mandara la precaución al carajo.
—Estaba intentando ver si podía obtener el tono exacto de los ruidos que haces cuando hacemos el amor y estás a punto de... eeh... de... Es algo intermedio entre un gemido y un murmullo muy grave.
Ella abrió un poco la boca y un poco más los ojos. La punta de su lengua era de un rojo oscuro.
—Me parece que es fa por debajo de do central —concluyó a toda prisa.
Ella parpadeó.
—Estás de broma.
—No.
Cogió su copa a medio beber y la inclinó apenas, de modo que el borde tocó el labio de ella. Brianna cerró los ojos y bebió, despacio. Roger le acomodó el cabello detrás de la oreja, recorriendo lentamente con el dedo toda la longitud de su cuello mientras observaba cómo se movía su garganta al tragar. Acarició con la punta del dedo el fuerte arco de su clavícula.
—Te estás calentando —susurró ella sin abrir los ojos—. La segunda ley de la termodinámica.
—¿Qué dice? —preguntó Roger bajando también la voz.
—La entropía de un sistema aislado que no está en equilibrio tiende a aumentar, alcanzando un máximo cuando está en equilibrio.
—¿Ah, sí?
—Ajá. Por eso un cuerpo caliente cede calor a otro más frío hasta que alcanzan la misma temperatura.
—Sabía que debía de haber un motivo. —El piso superior estaba en silencio, por lo que su voz se oía fuerte, a pesar de que hablaba en susurros.
De repente, ella abrió los ojos, a escasos centímetros de los suyos, y sintió en la mejilla su aliento de arándanos negros, tan caliente como su piel. La botella golpeó la alfombra del salón con un sonido sordo y suave.
—¿Quieres que probemos un mi bemol?