Lallybroch
Inverness-shire, Escocia
Septiembre de 1980
—«Estamos vivos»... —repetía Brianna MacKenzie con voz trémula. Miró a Roger, oprimiendo el papel contra su pecho con ambas manos. Las lágrimas se deslizaban por su rostro, pero una luz maravillosa brillaba en sus ojos azules—. ¡Vivos!
—Déjame ver.
El corazón le martilleaba con tanta fuerza en el pecho que casi le impedía oír sus propias palabras. Estiró una mano y ella, de mala gana, le entregó la hoja al tiempo que apretaba su cuerpo contra él, aferrándose a su brazo mientras leía, incapaz de apartar los ojos de aquel pedazo de papel antiguo.
Era agradablemente áspero al tacto de sus dedos, papel hecho a mano, con pedacitos de hojas y flores prensados entre sus fibras. Amarillo por el tiempo, pero aún resistente y asombrosamente flexible. Lo había hecho la propia Bree, más de doscientos años antes.
Roger se dio cuenta de que le temblaban las manos, pues el papel se agitaba tanto que le costaba leer la escritura difícil y de trazos desgarbados, de tan desvaída que estaba la tinta.
31 de diciembre de 1776
Querida hija:
Como verás si un día recibes esta carta, estamos vivos...
Incluso a él se le nubló la vista y se frotó los ojos con el dorso de la mano al tiempo que se decía que no tenía importancia, pues ahora Jamie Fraser y su mujer, Claire, estaban muertos con toda seguridad, pero sentía tanta alegría por las palabras escritas en aquella página que era como si tuviese a los dos delante sonriendo.
Además, descubrió que la carta era de ambos. Aunque comenzaba con la caligrafía —y la voz— de Jamie, la segunda página continuaba con la letra primorosa e inclinada de Claire.
La mano de tu padre no podría soportar ya mucho más. Y es una historia condenadamente larga. Ha estado cortando leña todo el día y apenas si puede doblar los dedos, pero ha insistido en decirte él mismo que todavía no nos han reducido a cenizas, que no es más que lo que podríamos ser en cualquier momento. Hay catorce personas hacinadas en la vieja cabaña, y te escribo esta carta más o menos sentada en el hogar mientras la vieja abuela MacLeod respira con dificultad en su jergón a mis pies, de modo, que si de repente empieza a agonizar, pueda echarle más whisky en la garganta.
—Dios mío, es como si la oyera —dijo, asombrado.
—Yo también. —Las lágrimas seguían rodando por la cara de Bree, pero era un chaparrón pasajero. Se las enjugó, riendo y sorbiendo por la nariz—. Sigue leyendo. ¿Por qué están en nuestra cabaña? ¿Qué le ha pasado a la Casa Grande?
Roger recorrió las líneas con el dedo al tiempo que iba bajando por la página hasta encontrar el lugar donde lo había dejado, y prosiguió la lectura.
—¡Dios santo! —exclamó.
¿Os acordáis del idiota de Donner?
Se le puso la carne de gallina al pronunciar ese nombre. Donner era un viajero en el tiempo, y uno de los individuos más irreflexivos que hubiera conocido o de los que hubiera oído hablar, pero no por ello menos peligroso.
Bueno, pues se superó a sí mismo juntando a una banda de criminales de Brownsville para que vinieran y robaran el tesoro en gemas que los había convencido de que teníamos. Sólo que no lo teníamos, por supuesto.
No lo tenían, porque él, Brianna, Jemmy y Amanda se habían llevado el montoncito de piedras preciosas que quedaban para proteger su viaje a través de las piedras.
Nos tomaron como rehenes y redujeron la casa a escombros, malditos sean, al romper, entre otras cosas, la bombona de éter de mi consultorio. Los vapores estuvieron a punto de gasearnos a todos en el acto...
Leyó rápidamente el resto de la carta mientras Brianna miraba por encima de su hombro y profería pequeños gritos de alarma y consternación. Cuando hubo terminado, dejó las hojas y se volvió hacia ella, con las tripas temblando.
—Así que lo hiciste —dijo Roger, a sabiendas de que no debía decirlo, pero incapaz de contenerse, incapaz de no resoplar de risa—. Tú y tus malditas cerillas... ¡Fuiste tú quien quemó la casa hasta los cimientos!
El rostro de ella era todo un poema mientras su expresión pasaba del horror a la indignación y a... sí, a una hilaridad histérica que hacía juego con la suya.
—¡No, no fui yo! Fue el éter de mamá. Cualquier chispa habría provocado la explosión...
—Pero no fue una chispa cualquiera —señaló Roger—. Tu primo Ian encendió una de tus cerillas.
—¡Bueno, en tal caso, fue culpa de Ian!
—No, fuisteis tu madre y tú. Científicas... —repuso Roger meneando la cabeza—. El siglo XVIII tiene suerte de haber sobrevivido a vosotras.
Ella se ofendió un poco.
—¡Bueno, nada de esto habría pasado de no haber sido por ese imbécil de Donner!
—Cierto —admitió Roger—. Pero él era también un gamberro del futuro, ¿no es así? Aunque es verdad que no era ni mujer ni demasiado científico.
—Mmmm. —Ella cogió la carta, manejándola con cuidado pero incapaz de abstenerse de acariciar las páginas entre los dedos—. Bueno, no sobrevivió al siglo XVIII, ¿no? —Tenía los ojos bajos, los párpados aún enrojecidos.
—No estarás sintiendo lástima por él, ¿verdad? —inquirió Roger, incrédulo.
Ella negó con la cabeza, pero sus dedos seguían moviéndose ligeramente sobre el papel suave y grueso.
—No... por él, no, no mucho. Es sólo que... la idea de que alguien muera así. Solo, quiero decir. Tan lejos de casa.
No, no era en Donner en quien estaba pensando. Roger la rodeó con el brazo y apoyó su cabeza contra la de ella. Olía a champú Prell y a coles frescas. Había estado en el huerto. Las palabras escritas en el papel se aclaraban y se oscurecían con el volumen de tinta de la pluma que las había escrito, pero, a pesar de ello, estaban bien definidas y claras... Era la caligrafía de un médico.
—No está sola —susurró, y estirando un dedo resiguió la posdata, escrita de nuevo con la letra de Jamie—. Ninguno de ellos lo está. Y tengan o no un techo sobre la cabeza, ambos están en casa.
Dejé la carta. Pensé que habría tiempo suficiente para terminarla más tarde. Durante los últimos días había estado centrada en ella siempre que el tiempo me lo permitía. Al fin y al cabo, no es que hubiera ninguna prisa para que saliera en el siguiente correo. Esbocé una pequeña sonrisa al pensarlo, doblé cuidadosamente las hojas y las metí por seguridad en mi nueva bolsa de labor. Sequé la pluma y la guardé, y luego me froté los doloridos dedos, paladeando un poco más la dulce sensación de estar en contacto que la escritura me proporcionaba. Yo podía escribir con mucha mayor facilidad que Jamie, pero la carne y la sangre tenían sus límites, y había sido un día muy largo.
Miré hacia el jergón situado al otro lado del fuego, como había estado haciéndolo cada pocos minutos, pero seguía tranquila. Oía su respiración, un resuello sibilante que sonaba a intervalos tan largos que entre uno y otro habría jurado que había muerto. No era así, sin embargo, y estimaba que viviría aún algún tiempo. Esperaba que muriera antes de que mis limitadas existencias de láudano se acabaran.
No sabía su edad. Parecía tener unos cien años, pero quizá fuera más joven que yo. Sus dos nietos, unos muchachos adolescentes, la habían traído a mi consulta hacía dos días. Habían viajado desde las montañas con la idea de dejar a su abuela con unos parientes en Cross Creek antes de dirigirse a Wilmington para unirse allí a la milicia, pero la abuela «se había puesto mala», como dijeron ellos, y alguien les había dicho que había una curandera cerca, en el Cerro. Así que me la habían traído.
La abuelita MacLeod... No tenía otro nombre para ella. A los chicos no se les había ocurrido decírmelo antes de marcharse, y ella no estaba en condiciones de hacerlo por sí misma, pues se hallaba casi con seguridad en la fase terminal de algún tipo de cáncer. Tenía la carne consumida, su rostro mostraba una expresión de dolor incluso estando inconsciente, y lo veía en el tono grisáceo de su piel.
El fuego se estaba apagando, debía atizarlo y añadir otra rama de pino. Pero la cabeza de Jamie descansaba contra mi rodilla. ¿Podría llegar hasta el montón de leña sin molestarlo? Apoyé ligeramente una mano en su hombro para mantener el equilibrio, me estiré y alcancé con los dedos el extremo de un pequeño tronco. Lo liberé con cuidado, presionándome el labio inferior con los dientes, e, inclinándome, logré introducirlo en el hogar, dividiendo los montones de ascuas rojas y negras y levantando nubes de chispas.
Jamie se agitó bajo mi mano y murmuró algo ininteligible, pero cuando hube arrojado el tronco al fuego reavivado y me hube recostado en la silla, suspiró, se revolvió hasta encontrarse cómodo y de nuevo se quedó dormido.
Miré en dirección a la puerta, escuchando, aunque no oí más que el rumor de los árboles mecidos por el viento. Claro que no oiría nada, pensé, pues a quien esperaba era al joven Ian.
Jamie y él habían estado turnándose para vigilar, ocultos entre los árboles sobre las ruinas quemadas de la Casa Grande. Ian llevaba fuera más de dos horas. Era casi hora de que volviera a comer y a sentarse junto al fuego.
—Alguien ha intentado matar a la cerda blanca —había anunciado tres días antes durante el desayuno, con aire confuso.
—¿Qué? —Le había tendido una escudilla de gachas de avena, adornada con una nuez de mantequilla medio derretida y un chorrito de miel (por suerte, mis barriletes de miel y mis colmenas se encontraban en el invernadero cuando se produjo el incendio)—. ¿Estás seguro?
Él había asentido al tiempo que tomaba la escudilla y aspiraba su aroma con gesto beatífico.
—Sí, tiene un corte en el costado. Pero no es profundo, y se está curando, tía —había añadido haciéndome un gesto; obviamente creía que consideraría el bienestar médico de la cerda con el mismo interés que el de cualquier otro habitante del Cerro.
—¿Ah, sí? Estupendo —le había respondido yo, aunque poco era lo que podría haber hecho en caso de que no estuviera sanando. Podía curar, y a decir verdad curaba, caballos, vacas, cabras, armiños, e incluso la gallina ocasional que no ponía huevos, pero aquella cerda en particular no era de nadie.
Amy Higgins se había persignado al oír mencionar al animal.
—Lo más probable es que haya sido un oso —había señalado—. Nadie más se hubiera atrevido. ¡Aidan, presta atención a lo que dice Ian! No te alejes de aquí y vigila a tu hermano cuando estéis fuera.
—Los osos duermen durante el invierno, mami —había contestado Aidan, distraído. Tenía puesta toda su atención en una peonza nueva que Bobby, su nuevo padrastro, había tallado para él y que todavía no había conseguido hacer girar como Dios manda. Lanzándole una mirada de enojo, la había puesto con tiento sobre la mesa, había sujetado un segundo la cuerdecilla y le había dado un tirón. La peonza había salido disparada por encima de la mesa, había rebotado en el frasco de la miel con un fuerte ¡crac! y se había dirigido hacia la leche a toda velocidad.
Ian había alargado el brazo y atrapado la peonza justo a tiempo. Masticando su tostada, se había acercado a Aidan para coger el cordel, lo había vuelto a enrollar y, con un experto giro de muñeca, había mandado silbando la peonza directamente al centro de la mesa. Aidan se había quedado mirándola, boquiabierto, y luego había desaparecido bajo la mesa cuando la peonza cayó por el extremo.
—No, no fue un animal —había replicado Ian, tras tragar por fin—. Era un corte limpio. Alguien fue a por ella con un cuchillo o una espada.
Jamie había apartado la vista del pedazo de tostada quemado que había estado examinando.
—¿Encontraste su cuerpo?
Ian había esbozado una breve sonrisa, pero había negado con la cabeza.
—No. Si lo mató, se lo comió... y no encontré resto alguno.
—Los cerdos son muy sucios comiendo —había observado Jamie. Luego había probado con cautela un trozo de tostada quemada y había hecho una mueca, pero se la había comido de todos modos.
—¿Crees que pudo ser un indio? —había inquirido Bobby.
El pequeño Orrie batallaba por bajarse del regazo de Bob by. Su nuevo padrastro lo había dejado amablemente en su lugar favorito bajo la mesa.
Jamie e Ian intercambiaron una mirada, y yo sentí que se me erizaba ligeramente el pelo de la nuca.
—No —había contestado Ian—. Todos los cherokee de por aquí la conocen bien, y no la tocarían ni con una lanza de tres metros. Creen que es un demonio, ¿verdad?
—Y los indios que vienen del norte habrían utilizado flechas o tomahawks —había zanjado Jamie.
—¿Estás seguro de que no fue un puma? —había interrogado Amy, dudosa—. Ellos sí cazan en invierno, ¿no?
—Sí —había asentido Jamie—. Ayer vi huellas de zarpas cerca de Green Spring. ¿Me oís, vosotros? —había dicho agachándose para hablar con los niños por debajo de la mesa—. Tendréis cuidado, ¿verdad? Pero no es posible —había añadido, irguiéndose de nuevo—. Creo que Ian conoce la diferencia entre las marcas de unas garras y el corte de un cuchillo.
Le había dirigido una sonrisa a Ian, quien se abstuvo, cortés, de poner los ojos en blanco y simplemente había hecho un gesto afirmativo con la cabeza, con los ojos fijos con expresión dubitativa en el cestillo de las tostadas.
Nadie había sugerido que algún residente del Cerro o de Brownsville pudiera haber estado cazando a la cerda blanca. Los presbiterianos del lugar no habrían coincidido en absoluto con los cherokee en ninguna otra cuestión espiritual, pero estaban decididamente de acuerdo con ellos en relación con el carácter demoníaco de la cerda. En cuanto a mí, no tenía la seguridad de que no estuvieran en lo cierto. Aquella cosa había salido ilesa incluso del incendio de la Casa Grande, emergiendo de la madriguera que tenía bajo los cimientos del edificio en medio de una lluvia de madera en llamas, seguida de su última camada de jabatos a medio criar.
—¡Moby Dick! —dije ahora en voz alta, inspirada.
Rollo levantó la cabeza con un «¿guau?» sobresaltado, me miró con sus ojos amarillos y volvió a descansarla en el suelo con un suspiro.
—¿Dick qué? —preguntó Jamie, soñoliento. Se sentó, estirándose y gruñendo, se restregó la cara con una mano y me guiñó un ojo.
—Simplemente estaba pensando en qué me recordaba la cerda —expliqué—. Es una larga historia. Sobre una ballena. Te la contaré mañana.
—Si es que vivo hasta entonces —repuso con un bostezo que casi le dislocó la mandíbula—. ¿Dónde está el whisky... o lo necesitas para esa pobre vieja tuya? —Jamie señaló con un gesto la forma envuelta en una manta de la abuela MacLeod.
—Todavía no. Toma. —Me agaché, rebusqué en el cesto que había bajo mi silla y saqué una botella con tapón de corcho.
Le quitó el tapón y bebió al tiempo que el color volvía gradualmente a su rostro. Entre que se pasaba los días cazando o cortando leña y la mitad de las noches al acecho en un bosque helado, incluso la gran vitalidad de Jamie estaba dando muestras de flaqueza.
—¿Hasta cuándo seguirás haciendo esto? —le pregunté bajando la voz para no despertar a los Higgins: Bobby, Amy, los dos chiquillos y las cuñadas de Amy de su primer matrimonio, que habían venido para asistir a la boda unos días antes, acompañadas de un total de cinco niños menores de diez años, que dormían todos en el dormitorio pequeño.
La partida de los muchachos MacLeod había aligerado levemente la congestión en la cabaña, pero con Jamie, Ian, el perro de Ian, Rollo, y la anciana que dormía en el suelo de la habitación principal, yo y las posesiones que logramos salvar del fuego amontonadas contra las paredes, a veces sentía una clara oleada de claustrofobia. No era de extrañar que Jamie e Ian se dedicaran a patrullar los bosques, tanto para tomar una bocanada de aire como porque estaban convencidos de que había algo allí fuera.
—No mucho tiempo más —me aseguró, estremeciéndose ligeramente al tragar un gran sorbo de whisky—. Si no vemos nada esta noche... —Se interrumpió mientras volvía de golpe la cabeza hacia la puerta.
Yo no había oído nada, pero vi moverse el picaporte y, un segundo después, una ráfaga helada de aire irrumpió en la habitación, introduciendo sus fríos dedos bajo mis faldas y levantando una lluvia de chispas del fuego.
Agarré una alfombra y las apagué antes de que pudieran prender el cabello o el jergón de la abuela Mac Leod. Una vez controlado el fuego, Jamie estaba ya colgándose del cinturón la pistola, la bolsa de la munición y el cebador mientras hablaba con Ian en voz baja junto a la puerta. El propio Ian tenía las mejillas rojas a causa del frío y de la clara excitación que sentía por algo. Rollo también estaba despierto y olfateaba las piernas de Ian al tiempo que meneaba la cola de entusiasmo ante una helada aventura.
—Será mejor que te quedes aquí, a cù —le dijo Ian frotándose las orejas con sus fríos dedos—. Sheas.
Rollo emitió un gruñido malhumorado e intentó evitar a Ian de un empujón, pero una pierna le bloqueó hábilmente el paso. Jamie se volvió conforme se ponía encima el abrigo, se inclinó y me besó a toda prisa.
—Echa el cerrojo a la puerta, a nighean —susurró—. No abras a nadie salvo a Ian o a mí.
—¿Qué...? —comencé a decir, pero ya se habían ido.
La noche era fría y limpia. Jamie respiraba hondo y se estremecía, dejando que el frío lo penetrara, le arrancara la calidez de su esposa, el humo y el olor de su hogar. Cristales de hielo relucían en sus pulmones, escarchándole la sangre. Volvió la cabeza de un lado a otro, como un lobo husmeando, respirando la noche. Casi no hacía viento, pero el aire venía del este, impregnado del olor amargo de las cenizas de la Casa Grande... además de un débil regusto que le pareció sangre.
Miró a su sobrino, le dirigió un gesto interrogativo y vio a Ian asentir, oscuro contra el brillo lavanda del cielo.
—Hay un cerdo muerto justo al otro lado del jardín de la tía —respondió en voz baja.
—¿Ah, sí? No te refieres a la cerda blanca, ¿no? —Por un instante se sintió preocupado ante la idea, y se preguntó si la lloraría o bailaría sobre sus huesos.
Pero no. Ian negó con la cabeza, con un movimiento más intuido que visto.
—No, esa bestia salvaje, no. Uno joven, tal vez de la camada del año pasado. Alguien lo ha abierto en canal, pero no se ha llevado más que uno o dos pedazos de las ancas. Y una buena parte de lo que se han llevado lo han desperdigado a pedazos por el camino.
Jamie se volvió a mirarlo, sorprendido.
—¿Qué?
Ian se encogió de hombros.
—Sí. Y una cosa más, tío: lo han matado y lo han descuartizado con un hacha.
Los cristales de hielo de su sangre se solidificaron tan de repente que casi se le detuvo el corazón.
—Santo Dios —dijo, pero no era tanto una manifestación de asombro como la admisión desganada de algo que sabía desde hacía largo tiempo—. Entonces, es él.
—Sí.
Ambos lo sabían ya, aunque ninguno de los dos había estado dispuesto a hablar de ello. Sin consultarse, se alejaron de la cabaña y se internaron entre los árboles.
—Bueno... —Jamie respiró hondo y profirió un suspiro cuyo vaho destacó, blanco, en la oscuridad.
Había albergado la esperanza de que aquel hombre hubiera agarrado su oro y a su mujer y se hubiera ido del Cerro, pero nunca había sido más que una esperanza. Arch Bug llevaba la sangre de los Grant, y el clan Grant era muy vengativo.
Los Fraser de Glenhelm habían pillado a Arch Bug en sus tierras unos cincuenta años antes, le habían dado a elegir entre perder un ojo o los dos primeros dedos de la mano derecha. El hombre había aceptado la idea de tener una mano lisiada, y había cambiado ese arco que ya no podría volver a tensar por un hacha, que blandía y lanzaba con la habilidad propia de un mohawk, a pesar de su edad.
Lo que no había podido aceptar era la pérdida de la causa de los Estuardo y del oro jacobita, enviado desde Francia demasiado tarde, rescatado —o robado, según el punto de vista— por Hector Cameron, quien se llevó a Carolina del Norte una tercera parte del botín, que sería posteriormente sustraído a su vez a la viuda de Cameron —o recuperado— por Arch Bug.
Arch Bug tampoco había podido aceptar a Jamie Fraser.
—¿Crees que es una amenaza? —inquirió Ian.
Se habían alejado de la cabaña, pero seguían entre los árboles, rodeando el gran claro donde había estado la Casa Grande. La chimenea y la mitad de un muro permanecían en pie, ennegrecidos y oscuros contra la nieve sucia.
—No lo creo. Si quería amenazarme, ¿por qué esperar hasta ahora? —No obstante, agradeció en silencio que su hija y sus niños se hubieran marchado y estuvieran a salvo. Había amenazas peores que un cerdo muerto, y pensó que Arch Bug no dudaría en cumplirlas.
—Tal vez se marchó para dejar instalada a su mujer y ahora haya regresado —sugirió Ian.
Era una idea razonable. Si una cosa había en el mundo que Arch Bug amara era su mujer, Murdina, su compañera durante más de cincuenta años.
—Tal vez —repuso Jamie. Y, sin embargo... Y, sin embargo, más de una vez, en las semanas transcurridas desde la marcha de los Bug, había tenido la impresión de que alguien lo observaba. Había sentido en el bosque un silencio que no era el silencio de los árboles y de las piedras.
No preguntó si Ian había buscado el rastro del portador del hacha. Si hubiera sido posible hallar algún rastro, Ian lo habría encontrado. Pero llevaba sin nevar más de una semana, y lo que había quedado en el suelo estaba sucio y pisoteado por infinidad de personas. Miró al cielo. Volvería a nevar, y pronto.
Avanzó con precaución entre el hielo por un pequeño afloramiento del terreno. La nieve se fundía durante el día, pero el agua volvía a helarse por la noche y colgaba de los aleros de la cabaña y de cada rama formando relucientes carámbanos que llenaban el bosque con la luz azul del alba y después goteaban oro y diamantes bajo el sol naciente. Ahora eran incoloros, y tintinearon como el cristal cuando, con la manga, rozó las ramitas de un arbusto cubierto de hielo. Al llegar a lo alto de la cresta, se detuvo y se agazapó al tiempo que miraba al otro lado del claro.
Muy bien. La certidumbre de que Arch Bug estaba allí había provocado una cadena de deducciones medio conscientes, cuya conclusión se imponía ahora a cualquier otro pensamiento.
—Arch volvería por una de dos razones —le explicó a Ian—. O para hacerme daño o para llevarse el oro. Todo el oro.
Le había dado a Bug un pedazo de oro cuando los había echado a él y a su mujer al descubrir su traición. La mitad de un lingote francés, que habría permitido a una pareja anciana vivir con modesta comodidad el resto de su vida. Pero Arch Bug no era un hombre modesto. Él había sido arrendatario de los Grant de Leoch y, aunque había ocultado su orgullo durante algún tiempo, no está en la naturaleza del orgullo permanecer enterrado.
Ian lo miró con interés.
—Todo el oro —repitió—. Así que crees que, cuando lo obligaste a marcharse, lo escondió aquí, pero en un lugar donde pudiera recuperarlo con facilidad.
Jamie alzó un hombro mientras observaba el claro. Ahora que la casa ya no se hallaba allí, podía ver el empinado sendero que conducía, por la parte posterior, al lugar donde había estado el jardín de su mujer, seguro tras su empalizada a prueba de ciervos. Algunas de las estacas seguían allí, negras contra la nieve desigual. Algún día, Dios mediante, haría otro jardín para ella.
—Si su objetivo era sólo hacer daño, ha tenido ocasión.
Desde allí, podía ver el cerdo muerto, una forma oscura en el camino sombreada por un amplio charco de sangre. Alejó de su mente un súbito recuerdo de Malva Christie y se obligó a volver a sus reflexiones.
—Sí, lo ha escondido aquí —repitió, ahora más seguro de sí mismo—. Si lo tuviera todo, se habría marchado hace tiempo. Está esperando, intentando hallar la manera de hacerse con él. Pero no ha podido hacerlo en secreto, así que ahora está probando algo distinto.
—Sí, pero ¿qué? Eso... —Ian señaló con la cabeza el bulto amorfo del camino—. Pensé que era un lazo o algún tipo de trampa, pero no lo es. Estuve mirándolo.
—¿Un señuelo, tal vez?
El olor de la sangre era obvio incluso para Jamie. Sería una clara llamada para cualquier depredador. En el preciso momento en que estaba pensando eso, sus ojos captaron un movimiento cerca del cerdo, por lo que le puso a Ian una mano en el brazo.
Un parpadeo indeciso de movimiento; luego, una forma pequeña y sinuosa surgió de repente y desapareció detrás del cuerpo del cerdo.
—Un zorro —dijeron ambos hombres a una y, acto seguido, se echaron a reír sin hacer ruido.
—Está ese puma en el bosque que hay sobre Green Spring —señaló Ian, dubitativo—. Vi las huellas ayer. ¿Crees que querrá atraerlo con el cerdo esperando que salgamos corriendo a enfrentarnos a él y poder llegar hasta el oro mientras estamos ocupados?
Jamie frunció el ceño al oír eso y echó una ojeada en dirección a la cabaña. Sí, era posible que un puma hiciera salir a los hombres, pero no a las mujeres y a los niños. ¿Dónde podía haber ocultado el oro en un espacio tan deshabitado? Sus ojos se posaron en la silueta del horno de Brianna, situado a cierta distancia de la casa, que no se había utilizado desde que ella se marchó, y un arranque de excitación lo hizo ponerse en pie. Ése sería... pero no. Arch le había robado el oro a Yocasta Cameron lingote a lingote, llevándolo al Cerro a escondidas, y había comenzado a robarlo mucho antes de que Brianna se marchara. Pero tal vez...
Ian se envaró de repente y Jamie volvió de inmediato la cabeza para ver qué sucedía. No pudo ver nada, pero entonces captó el sonido que Ian había oído. Un gruñido profundo de cerdo, un susurro, un crujido. A continuación, una visible agitación entre las vigas chamuscadas de la casa en ruinas, y una intensa luz.
—¡Dios mío! —exclamó, y agarró a Ian del brazo con tanta fuerza que su sobrino lanzó un grito, sobresaltado—. ¡Está debajo de la Casa Grande!
La cerda blanca surgió de debajo de las ruinas, una enorme mancha color crema en mitad de la noche, y permaneció inmóvil moviendo la cabeza de un lado al otro, olisqueando el aire. Luego se puso en movimiento, como una imponente amenaza que subía con decisión colina arriba.
A Jamie le entraron ganas de reír ante su tremenda belleza.
Arch Bug había escondido astutamente su oro bajo los cimientos de la Casa Grande, aprovechando las ocasiones en que la cerda estaba fuera ocupándose de sus cosas. A nadie se le habría ocurrido invadir sus dominios. Era la guardiana perfecta. Y, sin duda, tenía intención de recuperar el oro del mismo modo cuando estuviera listo para irse: con cautela, llevándose los lingotes de uno en uno.
Pero, entonces, la casa se había quemado y las vigas habían caído sobre los cimientos, haciendo imposible recuperar el oro sin una buena dosis de esfuerzo y dificultades, lo que habría llamado sin lugar a dudas la atención. Sólo ahora que los hombres habían retirado la mayor parte de los escombros y esparcido hollín y carbón por encima del claro mientras trabajaban en ello, podría alguien hacerse con parte de lo escondido sin que nadie se diera cuenta.
Pero era invierno, y la cerda blanca, aunque no hibernaba como los osos, sólo salía de su acogedor cubil cuando había algo que comer.
Ian profirió una breve exclamación de repugnancia al oír babear y mascar en el camino.
—Los cerdos no tienen un paladar muy delicado —murmuró Jamie—. Comen cualquier cosa siempre que esté muerta.
—Sí, pero ¡es probable que sea su propio hijo!
—De cuando en cuando se come vivas a sus crías. Dudo que le haga ascos a comérselas muertas.
—¡Chsss!
Calló en el acto, con los ojos fijos en la sombra negra que antaño había sido la casa más bonita del condado. En efecto, una figura oscura surgió de detrás del invernadero, deslizándose con precaución por el resbaladizo camino. La cerda, ocupada con su truculento festín, ignoró al hombre, que parecía vestir una capa oscura y llevar algo parecido a un saco.
No corrí el cerrojo enseguida, sino que salí unos instantes al exterior para respirar aire fresco, tras encerrar a Rollo detrás de mí. En cuestión de segundos, Jamie e Ian desaparecieron entre los árboles. Observé el claro intranquila, miré en dirección a la masa oscura del bosque, pero no vi nada extraño. Nada se movía y en la noche reinaba el silencio. Me pregunté qué podría haber encontrado Ian. ¿Huellas desconocidas, tal vez? Eso explicaría sus prisas. Era obvio que estaba a punto de nevar.
La luna no se veía, pero el cielo presentaba un profundo color gris rosado, y el suelo, aunque pisoteado e irregular, seguía cubierto de nieve vieja. El resultado era un extraño brillo lechoso en el que los objetos parecían flotar como pintados sobre el cristal, adimensionales y confusos. Los restos quemados de la Casa Grande se encontraban al otro lado del claro, y a esa distancia no parecían más que una mancha, como si un pulgar gigante y cubierto de hollín hubiera hecho presión allí. Sentí la pesadez de la nieve inminente en el aire, la oí en el murmullo sofocado de los pinos.
Los chicos MacLeod habían cruzado la montaña con su abuela. Dijeron que les había resultado muy difícil atravesar los puertos altos. Otra gran tormenta probablemente nos dejaría aislados hasta marzo o incluso abril.
Aquello me trajo a la memoria a mi paciente, le eché otra ojeada al claro y puse la mano en el picaporte. Rollo gemía arañando la puerta, y, al abrirla, le di sin ceremonias un empujón en el morro con la rodilla.
—Quédate ahí, perro —ordené—. No te preocupes, volverán pronto.
Él emitió un sonido ansioso y fuerte con la garganta, y se agitó adelante y atrás, mientras empujaba mis piernas en un intento de salir.
—¡No! —le dije apartándolo con el fin de echar el cerrojo a la puerta.
El cerrojo encajó en su lugar con un sonido tranquilizador y me puse de cara al fuego, al tiempo que me frotaba las manos. Rollo inclinó la cabeza hacia atrás y dejó escapar un aullido grave y triste que hizo que se me erizasen los pelos de la nuca.
—¿Qué pasa? —pregunté, alarmada—. ¡Cállate!
El ruido había hecho que uno de los pequeños que dormían en la habitación se despertara y se pusiera a llorar. Oí un susurro de sábanas y de soñolientos murmullos maternales, por lo que me puse rápidamente de rodillas y agarré el morro de Rollo antes de que volviera a aullar.
—Chsss —le dije, y miré para averiguar si el sonido había molestado a la abuela MacLeod.
Seguía inmóvil, con el rostro pálido como la cera y los ojos cerrados. Esperé, contando de forma automática los segundos antes del siguiente movimiento superficial de su pecho.
«...seis... siete...»
—Oh, demonios —exclamé, apercibiéndome de lo sucedido. Me persigné a toda prisa. Me desplacé hasta ella de rodillas, pero, al examinarla con mayor atención, no descubrí nada que no hubiera visto ya. Modesta hasta el final, había aprovechado mi momento de distracción para morir sin llamar la atención.
Rollo deambulaba arriba y abajo, sin aullar, pero inquieto. Coloqué suavemente una mano sobre el pecho hundido, sin buscar ya un diagnóstico ni ofrecer ningún tipo de ayuda, sólo como... comprobación necesaria del fallecimiento de una mujer cuyo nombre desconocía.
—Bueno... Que Dios te tenga en su gloria, pobrecita —murmuré, y me senté sobre los talones intentando pensar qué hacer a continuación.
El protocolo de las Highlands para esas ocasiones establecía que, después de una muerte, había que abrir la puerta para permitir que el alma se marchara. Me restregué dubitativa un nudillo contra los labios. ¿No se habría marchado a toda velocidad el alma cuando abrí la puerta para entrar? Probablemente no.
Uno pensaría que en un clima tan inhóspito como el de Escocia habría un poco de tolerancia climatológica en relación con esas cuestiones, pero yo sabía que no era así. Con lluvia, nieve, cellisca o viento... los habitantes de las Highlands siempre abrían la puerta y la dejaban abierta durante horas, tanto porque estaban impacientes por liberar al alma que se marchaba, como por la preocupación de que el espíritu, de no permitírsele salir, pudiera tomar residencia permanente en la casa como fantasma. La mayoría de las granjas eran demasiado pequeñas como para que ésa fuera una perspectiva tolerable.
Ahora el pequeño Orrie estaba despierto. Lo oía cantar feliz para sí una canción que consistía en el nombre de su padre.
—Baaaaah-bi, baaah-bi, BAAAH-bi...
Oí una leve risita somnolienta y el murmullo de Bobby como respuesta.
—Ése es mi hombrecito. ¿Necesitas el orinal, acooshla?
El apelativo gaélico cariñoso, a chuisle, «latido de mi corazón», me hizo sonreír tanto por la palabra en sí como por lo extraño que se me hacía oírla con el acento de Dorset de Bobby. Pero Rollo emitió un ruido nervioso con la garganta, recordándome que era necesario hacer algo.
Si los Higgins y sus parientes políticos se levantaban dentro de unas horas y descubrían el cuerpo en el suelo, se sentirían muy molestos, ofendidos en su sentido de la rectitud, e intranquilos ante la posibilidad de que una forastera muerta estuviese aferrándose a su hogar. Un presagio siniestro para el nuevo matrimonio y para el nuevo año. Al mismo tiempo, su presencia estaba perturbando innegablemente a Rollo, y la perspectiva de que los despertase a todos enseguida me estaba poniendo nerviosa.
—Muy bien —dije en voz baja—. Venga, perro.
Como siempre, había pedazos de arnés por arreglar colgados de un gancho junto a la puerta. Liberé un largo trozo de rienda y confeccioné una correa improvisada con la que até a Rollo. Se mostró muy contento de salir conmigo, embistiendo hacia delante mientras yo abría la puerta, aunque se sintió algo menos entusiasmado cuando lo arrastré a la despensa, donde anudé la correa provisional alrededor del montante de una estantería, antes de regresar a la cabaña a buscar el cadáver de la abuela MacLeod.
Miré con cautela a mi alrededor antes de aventurarme a salir de nuevo, recordando las advertencias de Jamie, pero la noche estaba tan silenciosa como una iglesia. Incluso los árboles habían callado.
La pobre mujer no debía de pesar más de treinta kilos, pensé. Las clavículas le asomaban a través de la piel, y sus dedos eran tan frágiles como ramitas secas. Sin embargo, treinta kilos de peso literalmente muerto era algo más de lo que yo podía cargar, así que me vi obligada a desdoblar la manta en la que estaba envuelta y utilizarla como un trineo improvisado, sobre el que la arrastré al exterior murmurando una mezcla de oraciones y disculpas en voz baja.
A pesar del frío, cuando la introduje en la despensa estaba jadeante y empapada de sudor.
—Bueno, por lo menos tu alma ha tenido un montón de tiempo para escapar —susurré mientras me arrodillaba para examinar el cuerpo antes de volver a colocarlo en su apresurada mortaja—. Y, en cualquier caso, no creo que desees rondar una despensa.
Tenía los párpados algo entreabiertos, mostrando una rajita blanca, como si hubiera intentado abrirlos para echar un último vistazo al mundo, o tal vez para buscar un rostro familiar.
—Benedicite —murmuré, y le cerré los ojos con ternura, preguntándome mientras lo hacía si algún extraño haría lo mismo por mí algún día. Las probabilidades eran altas. A menos que...
Jamie había manifestado su intención de regresar a Escocia, ir a buscar su imprenta, y luego volver para luchar. Pero, decía cobardemente una vocecita dentro de mí, ¿y si no volvemos? ¿Y si nos vamos a Lallybroch y nos quedamos allí?
Incluso cuando pensaba en esa perspectiva, con sus implicaciones color de rosa acerca de estar rodeados de familia, de poder vivir en paz, de envejecer despacio sin el miedo constante a que la vida se viera trastornada, a morir de hambre y a la violencia, sabía que no funcionaría. No sabía si Thomas Wolfe estaba en lo cierto acerca de no poder volver a casa... bueno, eso yo no lo sabía, pensé con cierta amargura. No había tenido una casa a la que volver... pero conocía bien a Jamie. Idealismos aparte —y Jamie era bastante idealista, aunque muy pragmático—, lo cierto es que era un hombre como es debido y, por consiguiente, debía tener un trabajo como es debido. No sólo trabajar en el campo, no sólo una ocupación para ganarse la vida. Un trabajo. Yo comprendía la diferencia entre una cosa y otra.
Y, aunque estaba segura de que la familia de Jamie lo recibiría con alegría, no tenía tan claro cómo me recibirían a mí, aunque suponía que no llegarían a llamar al cura para que me practicara un exorcismo. De hecho, Jamie no era ya un hacendado de Lallybroch, y nunca lo sería.
—...y allí nadie lo conocerá ya —murmuré mientras, con un trapo húmedo, lavaba las partes íntimas de la anciana, cubiertas de un vello sorprendentemente oscuro; quizá fuera más joven de lo que había pensado.
La mujer no había comido nada durante días. Ni siquiera la relajación de la muerte había surtido mucho efecto. Pero todo el mundo merece irse limpio a la tumba. Me detuve. Ésa era una consideración. ¿Podríamos enterrarla? ¿O quizá simplemente descansaría en paz bajo la mermelada de arándanos y los sacos de judías secas hasta que llegara la primavera?
Le arreglé la ropa respirando con la boca abierta, intentando estimar la temperatura por el vapor de mi aliento. Ésa sería tan sólo la segunda gran nevada del invierno, y aún no habíamos tenido una helada realmente intensa. Eso solía suceder entre mediados y finales de enero. Si la tierra no se había helado aún, probablemente podríamos enterrarla, siempre y cuando los hombres estuvieran dispuestos a apartar la nieve con la pala.
Rollo se había tumbado, resignado, mientras yo me ocupaba de mis cosas, pero en ese preciso momento irguió de golpe la cabeza, con las orejas enhiestas.
—¿Qué? —pregunté, sobresaltada, y me volví sobre las rodillas para mirar hacia la puerta de la despensa—. ¿Qué pasa?
—¿Vamos a por él ahora? —murmuró Ian. Llevaba el arco sobre un hombro. Dejó caer el brazo y el arco se deslizó en silencio hasta su mano, listo para utilizarlo.
—No. Deja que primero lo encuentre —respondió Jamie despacio, intentando decidir qué debía hacer con aquel hombre que había reaparecido de forma tan inesperada en su vida.
Matarlo, no. Él y su mujer les habían causado considerables problemas con su traición, cierto, pero no tenían intención de hacer daño a su familia, al menos no al principio. ¿Era Arch Bug siquiera realmente un ladrón, a su entender? Estaba claro que la tía de Jamie, Yocasta, no tenía más derecho al oro que él, si es que no tenía menos.
Suspiró y se llevó una mano al cinto, del que colgaban su puñal y su pistola. Con todo, no podía permitir que Bug se largara con el oro, ni podía limitarse a llevarlo lejos de allí y dejarlo en libertad para que les amargara más la vida. En cuanto a qué diablos hacer con él una vez preso... sería como tener una serpiente en un saco. Pero ahora sólo podía asegurarse de atraparlo y después ya se preocuparía de qué hacer con el saco. Tal vez pudieran llegar a un acuerdo...
La figura había alcanzado la mancha negra de los cimientos y trepaba con dificultad entre las piedras y las vigas carbonizadas que quedaban, mientras la capa oscura que llevaba se hinchaba y ondulaba con las ráfagas de aire.
Comenzó a nevar, de repente y en silencio, con copos grandes y perezosos que no parecían tanto caer del cielo como sencillamente brotar del aire, arremolinándose. Le rozaban la cara y formaban una gruesa capa sobre sus pestañas. Se los limpió y le hizo una seña a Ian.
—Ve tras él —susurró—. Si echa a correr, lanza una flecha por delante de su nariz para detenerlo. Y no te acerques mucho, ¿de acuerdo?
—No te acerques tú, tío —le respondió Ian en un susurro—. Si estás a tiro decente de pistola de él, puede romperte la crisma con su hacha. Y no estoy dispuesto a contarle eso a la tía Claire.
Jamie dejó escapar un breve bufido y despidió a Ian con un gesto. Cargó y cebó su pistola y avanzó con decisión en medio de la tormenta de nieve rumbo a las ruinas de su casa.
Lo había visto abatir a un pavo con su hacha a seis metros. Y era cierto que la mayoría de las pistolas no eran precisas a una distancia mucho mayor que ésa. Pero, al fin y al cabo, él no quería matarlo. Sacó la pistola y la sostuvo en la mano, lista para disparar.
—¡Arch! —llamó.
La figura le daba la espalda, encorvada mientras rebuscaba entre las cenizas. Al oír el grito, dio la impresión de ponerse tensa, pese a seguir agachada.
—¡Arch Bug! —gritó—. ¡Sal de ahí, quiero hablar contigo!
Como respuesta, la figura se incorporó de golpe, se volvió, y una llamarada iluminó la nieve que caía. En ese preciso instante, la llama le alcanzó el muslo y Jamie se tambaleó.
Estaba, sobre todo, sorprendido. No sabía que Arch Bug usara pistola, y estaba impresionado de que tuviera tan buena puntería con la mano izquierda.
Había caído en la nieve sobre una de sus rodillas, pero mientras levantaba su propia arma para disparar se dio cuenta de dos cosas: la figura negra le estaba apuntando con una segunda pistola... pero no con la mano izquierda. Lo que quería decir...
—¡Dios mío! ¡Ian! —Pero Ian lo había visto caer, y también había visto la segunda pistola.
Jamie no oyó volar la flecha por encima del rumor del viento y de la nieve. Apareció como por arte de magia, clavada en la espalda de la sombra. La silueta se puso tiesa y rígida y, acto seguido, cayó dando un respingo. Casi antes de que diera en tierra, Jamie echó a correr, cojeando mientras la pierna derecha se le torcía bajo el peso de su cuerpo a cada paso.
—Dios mío, no... Dios mío, no... —decía, y su voz no parecía la suya.
Un grito surcó la nieve y la noche, impregnado de desesperación. Entonces, Rollo pasó corriendo junto a él como una mancha —¿quién lo había dejado salir?—, y desde los árboles sonó el disparo de un rifle.
Cerca de él, Ian rugió llamando al perro, pero Jamie no tenía tiempo de mirar mientras avanzaba con dificultad, sin pensar, sobre las piedras quemadas, resbalando sobre la fina capa de nieve recién caída, dando traspiés, con la pierna fría y caliente al mismo tiempo, pero eso no tenía importancia.
«Oh, Dios mío, por favor, no...»
Llegó hasta la figura negra y se arrojó de rodillas junto a ella, con esfuerzo.
Lo supo de inmediato. Lo había sabido en el preciso instante en que la vio sujetar la pistola con la mano derecha. Al faltarle varios dedos, Arch no podía disparar con la derecha. «Pero, Dios mío, Dios mío, no...»
Se la echó sobre los hombros sintiendo el pequeño cuerpo, pesado, flojo y difícil de manejar, como un ciervo recién muerto. Le deslizó hacia atrás la capucha de la capa y pasó la mano, tierna, impotente, por la cara suave y redonda de Murdina Bug. Sintió su aliento en la mano, tal vez... pero también sintió contra su palma el astil de la flecha. Le había atravesado la garganta, y su aliento húmedo burbujeaba. También la mano de Jamie estaba húmeda, y caliente.
—¿Arch? —llamó ella con voz ronca—. Quiero a Arch. —Y expiró.