53
Monte Independencia

6 de julio de 1777, media tarde

Los hombres del brigadier Fraser avanzaron sobre el fuerte de los piquetes, situado en la cima de aquel monte que los americanos llamaban irónicamente «Independencia». William mandaba una de las avanzadillas e hizo que sus hombres calaran bayonetas al acercarse. Reinaba un profundo silencio, roto tan sólo por el crujir de las ramas y el arrastrar de las botas sobre el denso lecho de hojas, el chasquido aislado de una caja de cartuchos contra la culata de un mosquete. Pero ¿era un silencio de espera?

No era posible que los americanos ignorasen que se estaban aproximando. ¿Estarían los rebeldes emboscados, listos para disparar contra ellos desde la burda, pero sólida fortificación que divisaba entre los árboles?

Les indicó a sus hombres con un gesto que se detuvieran a unos doscientos metros de la cima, a la espera de captar alguna señal de los defensores, si es que los había. Su compañía se detuvo, obediente, pero detrás había más hombres que empezaron a embestir contra su compañía y a introducirse entre ella sin consideraciones, impacientes por atacar el fuerte.

—¡Alto! —gritó, consciente mientras lo hacía de que para un tirador americano su voz constituía un objetivo casi tan bueno como su chaqueta roja.

Algunos de los hombres se detuvieron, pero fueron desalojados al instante por otros que se encontraban detrás de ellos y, en cuestión de segundos, toda la ladera de la colina se había convertido en una enorme mancha roja. No podían seguir allí parados por más tiempo, los pisotearían. Y si los defensores tenían intención de abrir fuego, no podían pedir una oportunidad mejor. Sin embargo, el fuerte permanecía en silencio.

—¡Adelante! —bramó William alzando el brazo, y los hombres surgieron de entre los árboles en una carga espléndida, con las bayonetas a punto.

Las puertas estaban abiertas de par en par, por lo que cargaron directamente hacia el interior, pero no había peligro. William entró con sus hombres y encontró el lugar desierto; no sólo abandonado, sino obviamente abandonado con asombrosa precipitación.

Los efectos personales de los defensores estaban esparcidos por todas partes, como si los hubieran soltado en plena fuga: no sólo objetos pesados como los utensilios de cocina, sino también ropa, zapatos, libros, mantas... incluso dinero, en apariencia dese chado o perdido en medio del pánico. Es más, en lo concerniente a William, los defensores no se habían molestado en destruir la munición ni la pólvora que no habían podido llevarse. ¡Debía de haber unos cien kilos metida en barriles! También habían dejado víveres, que fueron muy apreciados.

—¿Por qué no lo han incendiado? —le preguntó el teniente Hammond, mientras miraba con los ojos abiertos de par en par los barracones, aún completamente amueblados con camas, sábanas, orinales, listos para que los conquistadores se instalaran sin más.

—Sabe Dios —se limitó a contestar William, y se precipitó hacia delante al ver que un soldado raso salía de una de las habitaciones ataviado con un chal de encaje y cargado de zapatos—. ¡Usted! ¡No vamos a llevarnos ningún botín, nada! ¿Me oye, señor?

El soldado lo oyó y, tras dejar caer su montón de zapatos, salió a toda velocidad, con los flecos de puntillas ondeando. Sin embargo, muchos otros hacían lo mismo, y William se dio cuenta de que Hammond y él no podrían detenerlos. Gritó por encima de la creciente algarada llamando a un alférez y, tras coger su cartera de despachos, garabateó una nota a toda prisa.

—Lleve esto al general Fraser —ordenó lanzándoselo al alférez—. ¡Tan rápido como pueda!

7 de julio de 1777, amanecer

—¡No voy a tolerar estas horribles irregularidades! —El rostro del general estaba muy crispado, tanto por la rabia como por el cansancio. El pequeño reloj de viaje de su tienda señalaba algo menos de las cinco de la mañana, y William tenía la sensación extrañamente onírica de que su cabeza estaba flotando en algún sitio por encima de su hombro izquierdo—. Saqueo, robo, indisciplina creciente... Digo que no lo voy a tolerar. ¿Me han entendido? ¿Todos ustedes?

El grupito de cansados oficiales asintió gruñendo a coro. Llevaban despiertos toda la noche, acosando a sus tropas hasta lograr imponer cierto orden, conteniendo a los soldados para evitar los peores excesos de saqueo, vigilando a toda prisa las avanzadas abandonadas de las viejas líneas francesas e inventariando la inesperada abundancia de provisiones y de munición que les habían dejado los defensores del fuerte. Habían localizado a cuatro de ellos borrachos como cubas junto a un cañón cebado que apuntaba hacia el puente.

—Esos hombres, los que hicimos prisioneros, ¿ha podido hablar ya alguien con ellos?

—No, señor —respondió el capitán Hayes reprimiendo con dificultad un bostezo—. Siguen muertos para el mundo, casi muertos del todo, según el médico, aunque cree que sobrevivirán.

—Se cagarían de miedo —le susurró Hammond a Wil liam—. Mientras esperaban a que llegáramos durante todo ese tiempo.

—Es más probable que se aburrieran —le contestó William en un murmullo sin mover la boca. Aun así, se dio cuenta de que el brigadier lo estaba mirando con los ojos enrojecidos y se puso firme sin pararse a pensarlo.

—Bueno, no es que necesitemos que nos digan gran cosa. —El general Fraser agitó una mano para disipar una nube de humo traída por el aire, y tosió.

William inspiró suavemente. Aquel humo olía que alimentaba, por lo que su estómago rugió por adelantado. ¿Jamón? ¿Salchichas?

—He mandado aviso al general Burgoyne de que Ticonderoga es nuestro... otra vez —añadió el brigadier sonriendo al oír los roncos vítores de los oficiales—. Y también al coronel St. Leger. Dejaremos aquí una pequeña guarnición para hacer inventario y poner un poco de orden, pero el resto de nosotros... Bueno, hay rebeldes que capturar, caballeros. No puedo darles mucho respiro, aunque, sin duda, hay tiempo para un buen desayuno. Bon appetit!