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Retirada

...estamos persiguiendo a los rebeldes, muchos de los cuales han huido en barco por el lago. Los dos balandros van tras ellos, pero he mandado a cuatro compañías al punto de porteo, donde me parece que las posibilidades de captura son buenas.

Del general de brigada Simon Fraser, al general de división J. Burgoyne

8 de julio de 1777

William deseaba no haber aceptado la invitación del brigadier a desayunar. Si se hubiera contentado con las magras raciones que constituían el lote de un teniente, ahora estaría hambriento pero feliz. Así las cosas, se encontraba con Fraser —bien atiborrado hasta las cejas de salchichas fritas, tostadas con mantequilla y sémola con miel, que al brigadier le gustaba mucho— cuando llegó el mensaje del general Burgoyne. Ni siquiera supo lo que decía. El brigadier lo había leído mientras se tomaba a sorbos el café frunciendo levemente el ceño, y después había lanzado un suspiro y había pedido que le llevaran tinta y pluma.

—¿Le apetecería salir a cabalgar esta mañana, William? —le había preguntado sonriéndole desde el otro lado de la mesa.

Y por eso estaba en el cuartel general de campaña del general Burgoyne cuando llegaron los indios. Eran wyandot, había dicho uno de los soldados. No le resultaban familiares, aunque había oído decir que tenían un jefe llamado Labios de Cuero, y se preguntaba el porqué de ese nombre. ¿Era tal vez un conversador incansable?

Eran cinco, unos granujas flacos y de aspecto lobuno. No podía decir cómo iban vestidos ni qué armas llevaban. Toda su atención estaba centrada en la vara que portaba uno de ellos, decorada con cabelleras. Cabelleras recién cortadas. Cabelleras de hombre blanco. Un olor almizclado a sangre flotaba en el aire, desagradablemente penetrante, y las moscas se movían con los indios, emitiendo un fuerte zumbido. Los restos del opíparo desayuno de William se le coagularon formando una bola dura justo debajo de las costillas.

Los indios venían buscando al pagador. Uno de ellos estaba preguntando en un inglés sorprendentemente armonioso dónde se encontraba. Así que era cierto. El general Burgoyne había soltado a sus indios y los había lanzado a través de los bosques como perros de caza para que se abatieran sobre los rebeldes y sembraran el terror entre ellos.

No quería mirar las cabelleras, pero no podía evitarlo. Sus ojos las seguían mientras la vara oscilaba entre una multitud creciente de soldados curiosos, algunos ligeramente horrorizados; otros, entusiasmados. Jesús. ¿Era aquello una cabellera de mujer? Tenía que serlo. Una masa de cabello color miel de suave caída, más larga de lo que habría sido la cabellera de cualquier hombre, y brillante, como si su propietaria se lo cepillara cien veces todas las noches, como su prima Dottie aseguraba que hacía. No era muy distinto del cabello de Dottie, aunque algo más oscuro.

Se dio la vuelta de golpe esperando no vomitar, pero se volvió con idéntica brusquedad al oír el grito. No había oído nunca un ruido como ése, un alarido tan cargado de horror, de pena, que el corazón se le heló en el pecho.

—¡Jane! ¡Jane!

Un teniente galés llamado David Jones, al que apenas conocía, se abría paso por la fuerza entre el gentío golpeando a los hombres con codos y puños, embistiendo rumbo a los sorprendidos indios, con el rostro desencajado por la emoción.

—Oh, Dios —dijo un soldado cerca de él—. Su prometida se llama Jane. No es posible que...

Jones se lanzó sobre la vara, aferrando la cascada de cabello color miel al tiempo que chillaba «¡Jane!» a pleno pulmón. Los indios, con aire desconcertado, arrojaron la vara al suelo. Jones se lanzó sobre uno de ellos derribando al sorprendido indio y asestándole un golpe con toda la fuerza que confiere la locura.

Unos hombres se adelantaron y sujetaron a Jones, aunque sin gran decisión. Todos miraban consternados a los indios, quienes formaron una piña con el ceño fruncido y los tomahawks en la mano. El sentimiento que impregnaba la reunión había pasado en un instante de la aprobación a la afrenta, y los indios lo percibían con toda claridad.

Un oficial que William no conocía se acercó desafiando a los indios con una dura mirada, y arrancó la cabellera rubia de la vara. Se quedó allí de pie, sosteniendo desconcertado la masa de cabello, que parecía viva en sus manos y cuyos largos mechones se agitaban y ondeaban alrededor de sus dedos.

Por fin habían logrado separar a Jones del indio. Sus amigos le daban palmaditas en los hombros e intentaron llevárselo a toda prisa, pero él se quedó allí, absolutamente inmóvil, mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas y le goteaban por la barbilla. «Jane», articuló en silencio. Alargó las manos, ahuecadas e implorantes, y el oficial que sostenía la cabellera la depositó en ellas con delicadeza.