La prostituta gruñó a través del trapo que apretaba entre los dientes.
—Casi hemos terminado —murmuré, y le recorrí suavemente la pantorrilla con los nudillos en ademán tranquilizador antes de retomar el desbridamiento de la fea herida que tenía en el pie.
El caballo de un oficial la había pisado cuando —además de muchas otras personas y animales— se abrían paso a empujones para beber en un arroyo durante la retirada. Podía distinguir con claridad la marca de los clavos de la herradura del caballo, negros en la carne hinchada y roja del arco de su pie. El propio borde de la herradura, tan gastado que tenía el grosor del papel y afilado como un cuchillo, le había causado un corte curvo y profundo que recorría el metatarso y desaparecía entre el cuarto y el quinto dedo.
Al principio había temido tener que extirparle el dedo meñique —parecía que colgaba tan sólo de un pedacito de piel—, pero cuando examiné el pie con mayor detenimiento, descubrí que todos los huesos estaban milagrosamente intactos (en la medida en que podía asegurarlo sin acceso a una máquina de rayos X).
El casco del caballo le había hundido el pie en el barro de la orilla, me había dicho ella. Probablemente eso había evitado que los huesos quedaran aplastados. Si conseguía contener la infección y no tenía que amputar el pie, quizá pudiera volver a caminar con normalidad. Quizá.
Con cierta prudente esperanza, dejé el escalpelo y alargué la mano para coger una botella de lo que esperaba fuera un líquido con penicilina que había traído del fuerte. Había salvado la lente del microscopio del doctor Rawlings del incendio de la casa y me resultaba de lo más útil para encender el fuego, pero sin la pieza ocular, el soporte o el espejo, su utilidad para determinar el género de los microorganismos se veía muy limitada. Podía tener la seguridad de que lo que había cultivado y filtrado era moho del pan, conforme, aunque aparte de eso...
Reprimiendo un suspiro, derramé generosamente el líquido sobre la carne que acababa de descubrir. No contenía alcohol, pero la herida estaba en carne viva. La prostituta emitió un ruido agudo a través del trapo y respiró por la nariz como una máquina de vapor. Aun así para cuando hube preparado una compresa de lavanda y consuelda y le hube vendado el pie ya se había calmado, aunque tenía la cara colorada.
—Ya está. —Le di una palmadita en la pierna—. Me parece que esto bastará.
Me disponía a añadir sin pensarlo «Manténgala limpia», pero me mordí la lengua. La mujer no llevaba ni medias ni zapatos y caminaba a diario por un terreno lleno de rocas, suciedad y riachuelos, o vivía en un campamento sucísimo lleno de montones de excrementos, tanto humanos como de animales. La planta de sus pies estaba tan dura como el cuerno y negra como el carbón.
—Venga a verme dentro de uno o dos días —le dije, en cambio. «Si puede», pensé—. Lo examinaré y le cambiaré el apósito. —«Si puedo», pensé echándole un vistazo al macuto que había en el rincón, donde guardaba mis menguantes reservas de medicamentos.
—Muchísimas gracias.
La prostituta se sentó y puso el pie en el suelo con cuidado. A juzgar por la piel de sus piernas y de sus pies, era joven, aunque resultaba imposible decirlo por su rostro. Tenía la piel estropeada, arrugada por el hambre y el esfuerzo. Sus pómulos sobresalían a causa de la falta de alimento, y tenía la boca hundida allí donde le faltaban unos cuantos dientes, perdidos por la caries o de un golpe propinado por algún cliente u otra prostituta.
—¿Cree que se quedará usted aquí durante algún tiempo? —preguntó—. Tengo una amiga, o algo parecido, tiene picores.
—Estaré aquí esta noche por lo menos —le aseguré, conteniendo un gemido al ponerme en pie—. Mándeme a su amiga. Veré qué puedo hacer.
Nuestro grupo de la milicia se había unido a otros varios formando una masa grande y, al cabo de unos cuantos días, empezamos a cruzarnos con otros grupos rebeldes. Nos íbamos tropezando con parte de los ejércitos del general Schuyler y del general Arnold, que se desplazaban hacia el sur por el valle del Hudson.
Seguíamos marchando durante todo el día, pero comenzábamos a sentirnos lo bastante seguros como para dormir por la noche y, con la comida que nos suministraba el ejército —de manera irregular, pero comida al fin y al cabo—, poco a poco íbamos recuperando las fuerzas. Solía llover por la noche, pero ese día llovió al alba, por lo que anduvimos con dificultad entre el barro durante horas antes de encontrar un refugio.
Las tropas del general Arnold habían arrasado la granja y quemado la casa. Uno de los laterales del granero estaba considerablemente afectado, pero el fuego se había extinguido antes de consumir el edificio.
Una ráfaga de viento sopló a través del granero levantando remolinos de polvo y paja en mal estado, y nos agitó las enaguas alrededor de las piernas. En un principio, el granero tenía suelo de madera. Podía ver las marcas de las tablas, incrustadas en la tierra. Los forrajeadores se las habían llevado para hacer fuego pero, gracias a Dios, les había supuesto demasiado problema derribar el edificio.
Algunos de los refugiados que huían de Ticonderoga habían buscado refugio allí. Llegarían más antes del anochecer. Una madre con dos niños pequeños exhaustos dormía hecha un ovillo pegada al muro opuesto. Su marido los había dejado cobijados allí y se había ido a buscar comida.
«Orad, pues, que vuestra huida no sea en invierno ni en día de reposo.»
Seguí a la prostituta hasta la puerta y me quedé mirándola. El sol tocaba ya el horizonte. Tal vez quedara una hora de luz, pero la brisa del anochecer agitaba las copas de los árboles, y las faldas de la noche susurraban mientras ésta se acercaba. Me estremecí involuntariamente, aunque el día aún era bastante caluroso. En el viejo granero hacía fresco, y por las noches el frío comenzaba a hacerse sentir. Cualquier día nos despertaríamos con escarcha en el suelo.
«¿Y entonces, qué?», dijo la vocecita aprensiva que vivía en la boca de mi estómago.
—Entonces, me pondré otro par de medias —le contesté en un murmullo—. ¡Cállate!
«Una persona realmente cristiana le habría dado sin duda otras medias a la prostituta descalza», observó la voz santurrona de mi conciencia.
—Cállate tú también —le dije—. Tendré montones de oportunidades de ser una buena cristiana más adelante, si siento la necesidad. —Imaginaba que la mitad de los refugiados necesitaba medias.
Me pregunté qué podría hacer por la amiga de la prostituta si venía. Los «picores» podían ser cualquier cosa, desde eccema o viruela bovina a gonorrea, aunque, dada su profesión, lo más seguro es que fuera algo venéreo. En Boston, probablemente habría sido una simple candidiasis. Lo curioso es que allí no ha bía visto casi ninguna, y especulé, sin darle mucha importancia, que debía de ser por la falta casi universal de ropa interior. ¡Para que luego digan de los avances de la modernidad!
Volví a mirar mi macuto, calculando lo que me quedaba y cómo podía utilizarlo. Una buena cantidad de vendas e hilas; un frasco de ungüento de genciana, bueno para los arañazos y las heridas menores, que se producían en abundancia; una pequeña provisión de las hierbas más útiles para tinturas y compresas: lavanda, consuelda, menta, semillas de mostaza. Por puro milagro, aún tenía la caja de quina que había comprado en New Bern —pensé en Tom Christie y me santigüé, pero me lo quité de la cabeza: no podía hacer nada por él, y tenía mucho que hacer allí—; dos escalpelos que había cogido del cadáver del teniente Stactoe —había sucumbido a unas fiebres por el camino—, y mis tijeras quirúrgicas de plata. Y las agujas de acupuntura de oro de Jamie. Podía utilizarlas para tratar a otras personas, sólo que no tenía ni idea de cómo aplicarlas para algo que no fuera el mal de mar.
Oía voces, grupos de forrajeadores que se movían entre los árboles, aquí y allá alguien que gritaba un nombre buscando a un amigo o a un familiar perdido durante el viaje. Los refugiados empezaban a prepararse para pasar la noche.
Unos palos crujieron cerca de mí, y un hombre surgió del bosque. No lo reconocí. Se trataba de uno de los «truhanes de medias grasientas» de una de las milicias, sin duda. Llevaba un mosquete en una mano y un cuerno de pólvora en el cinturón. No mucho más. Y, sí, iba descalzo, aunque tenía los pies demasiado grandes para ponerse mis medias (cosa que le señalé a mi conciencia, por si se veía obligada a intentar empujarme de nuevo a hacer caridad).
Me vio en la puerta y levantó una mano.
—¿Es usted la hechicera? —inquirió.
—Sí. —Me había dado por vencida y ya no intentaba que la gente me llamase doctora, y mucho menos aún médica.
—Me he encontrado a una prostituta con un vendaje reciente y muy bien hecho en el pie —explicó el hombre al tiempo que me dirigía una sonrisa—. Dijo que había una hechicera en el granero que tenía algunas medicinas.
—Sí —repetí lanzándole una rápida ojeada.
No observé ninguna herida a la vista, y no estaba enfermo —lo sabía por su color y por su forma de andar, bien derecho—. Tal vez tuviera una mujer o un hijo o un compañero enfermo.
—Démelas ahora mismo —dijo sonriendo aún, y dirigió el cañón del mosquete hacia mí.
—¿Qué? —contesté, atónita.
—Deme las medicinas que tenga. —Efectuó un ligero movimiento amenazador con el arma—. Podría matarla sin más y llevármelas, pero no quiero malgastar la pólvora.
Permanecí inmóvil y me lo quedé mirando unos instantes.
—¿Para qué demonios las quiere?
Una vez me habían asaltado para conseguir medicamentos en una sala de urgencias de Boston. Un joven drogadicto, sudando y con los ojos vidriosos, con una pistola. Se los había entregado de inmediato. Pero ahora no estaba dispuesta a hacerlo.
Resopló y amartilló el arma. Antes de que pudiera siquiera pensar en asustarme, se oyó un penetrante bang y percibí el olor del humo de la pólvora. El hombre adoptó una terrible expresión de sorpresa, con el mosquete flojo en las manos. Luego cayó a mis pies.
—Sujeta esto, Sassenach. —Jamie me arrojó la pistola recién disparada a las manos, se encorvó y agarró el cuerpo por los pies. Lo arrastró fuera del granero bajo la lluvia.
Tragué saliva, busqué en mi bolsa y saqué el par de medias de repuesto. Las dejé caer en el regazo de la mujer y, a continuación, fui a dejar la pistola y la bolsa junto al muro. Era consciente de que la madre y sus hijos tenían los ojos fijos en mí, y los vi volverse de repente hacia la puerta abierta. Me di la vuelta y vi entrar a Jamie, calado hasta los huesos, con el rostro demacrado y marcado por el cansancio.
Atravesó el granero y se sentó a mi lado, apoyó la cabeza en las rodillas y cerró los ojos.
—Gracias, señor —dijo la mujer en voz muy baja—. Señora.
Por un momento pensé que se había quedado dormido al instante, pues no se movía. Sin embargo, al cabo de un breve tiempo, dijo con voz igualmente queda:
—De nada, señora.
Estuve más que encantada de encontrar a los Hunter al llegar al pueblo siguiente. Estaban en una de las barcazas capturadas al principio, pero habían logrado escapar con la simple estratagema de internarse en los bosques después de que hubiera anochecido. Como los soldados que los habían apresado no se habían molestado en contar a los prisioneros, nadie se había dado cuenta de que se habían marchado.
En general, las cosas pintaban algo mejor. La comida empezaba a ser más abundante y nos hallábamos entre continentales regulares. Pero seguíamos a tan sólo escasos kilómetros del ejército de Burgoyne, y el esfuerzo de la larga retirada comenzaba a pasar factura. Las deserciones eran frecuentes, aunque nadie sabía hasta qué punto. La organización, la disciplina y la estructura militar iban restaurándose conforme nos integrábamos bajo la influencia del ejército continental, pero aún había hombres que podían desvanecerse sin llamar la atención.
Fue Jamie quien pensó en el juego del desertor. En los campamentos británicos, acogerían a los desertores, les darían ropa y los interrogarían para obtener información.
—Así que se la daremos, ¿entienden? —inquirió—. Y es justo que cojamos lo mismo a cambio, ¿no?
Las sonrisas empezaron a brotar en los rostros de los oficiales a quienes estaba planteando esa idea. Al cabo de pocos días, algunos «desertores» escogidos con tiento se dirigían ya furtivamente a los campamentos enemigos, donde los llevaban ante los oficiales británicos, a quienes contaban historias preparadas con esmero. Y, después de una buena cena, aprovechaban la primera ocasión para desertar de nuevo al lado americano, trayendo consigo información útil sobre las fuerzas británicas que nos perseguían.
Ian se dejaba caer de vez en cuando en campamentos indios si parecía seguro, pero no jugaba a ese juego concreto. Llamaba demasiado la atención. Pensé que a Jamie le habría gustado hacerse pasar por desertor, que aquello despertaba su muy acusado sentido teatral y de la aventura. Pero su tamaño y su llamativa apariencia le hicieron descartar la idea. Los desertores tenían que ser hombres de aspecto corriente que nadie pudiese reconocer más adelante.
—Porque, tarde o temprano, los británicos se darán cuenta de lo que sucede. No son tontos. Y cuando caigan en la cuenta, no se lo tomarán bien.
Nos habíamos refugiado para pasar la noche en otro granero, éste sin quemar y equipado con unos cuantos montones de heno mohoso, aunque el ganado hacía tiempo que había desaparecido. Estábamos solos, pero probablemente no por mucho tiempo. Se diría que el interludio del jardín del comandante había tenido lugar en la vida de otras personas, pero apoyé la cabeza en el hombro de Jamie, relajándome contra su sólido calor.
—¿Crees que tal vez...?
Jamie se detuvo de golpe, apretándome la pierna con la mano. Unos instantes después oí el cauteloso crujido que lo había alertado y se me secó la boca. Podía ser cualquier cosa, desde un lobo que rondaba por los alrededores a una emboscada de los indios pero, fuera lo que fuese, era de tamaño considerable, así que busqué a tientas el bolsillo en el que había guardado el cuchillo que él me había regalado.
No era un lobo. Algo pasó por delante de la puerta abierta, una sombra de la altura de un hombre, y desapareció. Jamie me pellizcó el muslo y se marchó, avanzando agachado por el granero vacío sin hacer el más mínimo ruido. Por un segundo no pude distinguirlo en la oscuridad, pero mis ojos estaban bien adaptados, de modo que lo encontré segundos después. Una larga sombra oscura adherida al muro, justo en el umbral de la puerta.
La sombra de afuera había regresado. Vi en el exterior la breve silueta de una cabeza recortada contra el negro, más pálido, de la noche. Junté los pies, con la piel erizada de miedo. La puerta era la única salida. Tal vez debería haberme arrojado al suelo y rodar contra la base de una pared. Quizá así pasaría desa percibida o, con suerte, podría agarrar a uno de los intrusos por los tobillos o clavarle el cuchillo en el pie.
Estaba a punto de poner en práctica esa estrategia cuando un trémulo susurro brotó de la noche.
—¿Amigo... amigo James? —dijo, y yo solté de golpe todo el aliento que había estado conteniendo.
—¿Eres tú, Denzell? —pregunté intentando que mi voz sonara normal.
—¡Claire! —irrumpió por la puerta aliviado, tropezó enseguida con algo y cayó de cabeza con estrépito.
—Bienvenido, amigo Hunter —lo saludó Jamie con el impulso nervioso de echarse a reír evidente en su voz—. ¿Te has hecho daño? —La larga sombra se apartó de la pared y se inclinó para ayudar a nuestro visitante a levantarse.
—No. No, no lo creo. Aunque, de hecho, casi no sé... James, ¡lo he conseguido!
Se produjo un momentáneo silencio.
—¿Están muy lejos, a charaid? —le preguntó Jamie con suavidad—. ¿Y avanzan?
—No, gracias a Dios. —Denzell se dejó caer a mi lado y observé que temblaba—. Están esperando a que lleguen sus carretas. No se atreven a dejar muy atrás su línea de aprovisionamiento y están teniendo muchísimos problemas. Hemos dejado los caminos hechos un desastre —el orgullo que traslucía su voz era palpable—, y la lluvia ha sido también de gran ayuda.
—¿Sabes cuánto tardarán en llegar?
Vi a Denzell asentir con la cabeza, impaciente.
—Uno de los sargentos dijo que tardarían dos o incluso tres días. Les estaba diciendo a algunos de los soldados que reservasen su harina y su cerveza porque no habría más hasta que llegasen las carretas.
Jamie exhaló y noté que parte de la tensión lo abandonaba. Lo mismo me sucedió a mí, y sentí una vehemente oleada de agradecimiento. Tendríamos tiempo de dormir. Acababa de empezar a relajarme un poco. Ahora la tensión fluía de mí como el agua, hasta tal punto que apenas si me di cuenta de las demás cosas que Denzell tenía que confiarnos. Oí la voz de Jamie, murmurando su enhorabuena. Le palmeó a Denzell el hombro y se deslizó fuera del granero, sin duda para seguir pasando la información.
Denzell permaneció sentado inmóvil, respirando con fuerza. Reuní lo que me quedaba de concentración e hice un esfuerzo por ser amable.
—¿Te han dado de comer, Denzell?
—Ah. —La voz de Denzell cambió y se puso a rebuscar en su bolsillo—. Ten. Te he traído esto.
Me puso algo en las manos: un panecillo aplastado, bastante quemado por los bordes (lo sabía por la costra dura y el olor a ceniza). Empezó a hacérseme la boca agua de forma incontrolable.
—Oh, no —logré decir mientras intentaba devolvérselo—. Debería...
—Me dieron de comer —me aseguró—. Un estofado de algo. Comí cuanto pude. Y tengo otro en el bolsillo para mi hermana. Me dieron la comida —me aseguró con vehemencia—. No la robé.
—Gracias —acerté a decir y, con el mayor autocontrol, partí el panecillo en dos y me guardé una mitad en el bolsillo para Jamie.
A continuación, me embutí el resto en la boca y lo mordí como un lobo que arranca bocados sangrantes de un animal muerto.
El estómago de Denny hizo eco al mío, rugiendo con una serie de grandes borborigmos.
—¡Creía que habías comido! —le dije, acusadora.
—Lo hice. Pero parece que el estofado no quiere guardar silencio —repuso con una dolorosa risita. Se inclinó hacia delante agarrándose el estómago con los brazos—. Yo... hum, ¿no tendrás a mano un poco de agua con cebada o de menta, amiga Claire?
—Sí —respondí, terriblemente aliviada por contar aún con reservas en mi bolsa. No me quedaba gran cosa, pero tenía menta.
No había agua caliente. Le di un puñado para que lo mascara y se lo tragara con agua de una cantimplora. Bebió con mucha sed, eructó y luego se detuvo, respirando de tal modo que supe exactamente lo que le pasaba. Lo guié a toda prisa hacia un rincón y le sostuve la cabeza mientras vomitaba, arrojando la men ta y el estofado a la vez.
—¿Una intoxicación? —pregunté, intentando tocarle la frente para ver si tenía fiebre, pero él se apartó de mí y cayó sobre un montón de paja con la cabeza sobre las rodillas.
—Dijo que me colgaría —susurró de repente.
—¿Quién?
—El oficial inglés. Capitán Bradbury, creo que se llamaba. Dijo que pensaba que estaba jugando a espías y soldados y que, si no confesaba de inmediato, me colgaría.
—Pero no lo hizo —le dije en voz baja, y le puse una mano sobre el brazo. Estaba temblando como una hoja, y vi que le colgaba una gota de sudor de la barbilla, traslúcida en la oscuridad.
—Le dije... le dije que suponía que podía hacerlo, si quería. Y creí que iba a hacerlo de verdad. Pero no lo hizo. —Tenía la respiración entrecortada y comprendí que estaba llorando, en silencio.
Le rodeé los hombros con el brazo, lo abracé al tiempo que emitía ruiditos tranquilizadores y, al cabo de un rato, dejó de llorar. Permaneció callado unos cuantos minutos.
—Pensaba... que estaría preparado para morir —observó en voz baja—. Que me reuniría feliz con el Señor cuando Él decidiera llamarme. Me avergüenzo al ver que no es verdad. He pasado mucho miedo.
Inspiré larga y profundamente y me senté a su lado.
—Siempre he pensado en los mártires —señalé—. Nadie ha dicho nunca que no tuvieran miedo. Lo que sucede es que estaban dispuestos a ir y hacer lo que fuera que hicieran a pesar de ello. Tú fuiste.
—No me he preparado para ser mártir —dijo al cabo de un momento. Lo dijo en un tono tan dócil que casi me eché a reír.
—Dudo que mucha gente lo haga —repuse—. Y creo que la persona que lo hace debe de ser de lo más odiosa. Es tarde, Denzell, y tu hermana estará preocupada. Además de hambrienta.
Jamie tardó una hora o más en volver. Yo estaba acostada en la paja, envuelta en mi chal, pero no dormía. Se colocó a mi lado y se tumbó, suspirando, al tiempo que me rodeaba con un brazo.
—¿Por qué él? —inquirí al cabo de un rato intentando mantener la voz tranquila.
No funcionó. Jamie era extremadamente sensible a los tonos de voz, a los de todo el mundo, pero en particular al mío. Vi que su cabeza se volvía de golpe hacia mí, pero se detuvo un momento antes de contestar.
—Él quería ir —respondió fingiendo la calma mucho mejor que yo—. Y pensé que haría bien su papel.
—¿Que haría bien su papel? ¡No es un actor! Sabes que no puede mentir. ¡Debió de tartamudear y de atragantarse con la lengua! Estoy asombrada de que lo creyeran... si es que lo creyeron —añadí.
—Oh, sí que lo creyeron. ¿Crees que un desertor auténtico no estaría aterrorizado, Sassenach? —preguntó en un tono algo divertido—. Quería que entrara en el campamento sudando y tartamudeando. Si hubiera intentado darle un guión para que se lo aprendiera, lo habrían matado en el acto.
Esa idea hizo que el bolo de pan se me subiera a la garganta. Lo obligué a volver a bajar.
—Ya —repliqué, y respiré unas cuantas veces mientras sentía que también a mí se me llenaba el rostro de sudor al imaginarme al pequeño Denny Hunter sudando y tartamudeando frente a los fríos ojos de un oficial británico—. Ya —repetí—. Pero... ¿no podría haberlo hecho otro? No es sólo que Denny Hunter sea un amigo... Es un médico, hace falta.
La cabeza de Jamie se volvió de nuevo hacia mí. Fuera, el cielo comenzaba a aclararse. Podía ver el contorno de su cara.
—¿Es que no has oído que él quería hacerlo, Sassenach? —inquirió—. Yo no se lo pedí. De hecho, intenté disuadirlo por la mismísima razón que has mencionado tú. Pero él no quiso ni oír hablar de ello, y sólo me pidió que cuidara de su hermana si no regresaba.
Rachel. Se me encogió de nuevo el estómago al oír que la mencionaba.
—¿En qué estaría pensando?
Jamie lanzó un profundo suspiro y se tumbó de espaldas.
—Es un cuáquero, Sassenach. Pero es un hombre. Si fuera de esos hombres que no luchan por lo que creen, se habría quedado en su pueblecito poniéndoles emplastos a los caballos y cuidando de su hermana. Pero no lo es. —Negó con la cabeza y me miró—. ¿Habrías preferido que me quedara en casa, Sassenach? ¿Que me escaqueara de luchar?
—Sí —dije mientras mi nerviosismo se convertía en enfado—. Sin pensarlo dos veces. Sólo que sé que nunca lo harías, maldita sea, ¿para qué discutir, entonces?
Eso hizo que riera.
—Así que sí lo entiendes —replicó, y me cogió la mano—. Lo mismo pasa con Denzell Hunter, ¿sabes? Si está dispuesto a arriesgar la vida, es responsabilidad mía ver que haga el mejor juego posible.
—Teniendo en cuenta que la mayoría de las veces el premio es un enorme cero —observé intentando recuperar la ventaja—. ¿No te han dicho nunca que la banca siempre gana?
Él no cedió, sino que empezó a restregar suavemente adelante y atrás la yema de su pulgar sobre la punta de mis dedos.
—Sí, bueno. Uno calcula las probabilidades y corta las cartas, Sassenach. Y no todo es cuestión de suerte, ¿sabes?
La luz había ido aumentando, de ese modo imperceptible que precede al amanecer. No con la intensidad de un rayo de sol; sólo una emergencia gradual de objetos a medida que las sombras que los rodeaban pasaban del negro al gris y al azul.
Su pulgar resbaló al interior de mi mano y cerré los dedos sobre él por reflejo.
—¿Por qué no existe una palabra que exprese lo contrario de «desvanecerse»? —pregunté observando cómo las líneas de su rostro surgían de la oscuridad de la noche.
Recorrí la forma de una ceja despeinada con el pulgar y sentí el elástico felpudo de su barba corta contra la palma de mi mano, que pasaba conforme lo contemplaba de mancha amorfa a un conjunto de pequeños rizos y duros muelles, una masa de castaño, oro y plata, vigorosa contra su curtida piel.
—No creo que la necesites —declaró—. Si es que te refieres a la luz. —Me miró y me sonrió mientras yo veía que sus ojos recorrían el perfil de mi rostro—. Si la luz se desvanece, se hace de noche... y cuando vuelve a hacerse la luz, es la noche la que se desvanece, ¿no?
Así era. Debíamos dormir, pero pronto el ejército estaría dando vueltas a nuestro alrededor.
—¿Por qué será que las mujeres no hacen la guerra?
—Porque no estáis hechas para ello, Sassenach. —Su mano reposó en mi mejilla, dura y áspera—. Y no estaría bien. Vosotras, las mujeres, os lleváis muchísimas cosas cuando os vais.
—¿Qué quieres decir con eso?
Él se encogió apenas de hombros, con ese movimiento que significaba que estaba buscando una palabra o una idea, un movimiento inconsciente, como si el abrigo fuera demasiado estrecho para él, aunque en esos momentos no llevaba abrigo.
—Cuando un hombre muere, sólo le afecta a él —explicó—. Y un hombre es muy parecido a cualquier otro. Sí, una familia necesita a un hombre para que la alimente, para que la proteja. Pero cualquier hombre decente puede hacerlo. Una mujer... —Sus labios se movieron contra la punta de mis dedos, una débil sonrisa—. Una mujer se lleva la vida consigo cuando se va. Una mujer son... infinitas posibilidades.
—Idiota —le dije en voz muy baja—. Si crees que un hombre es exactamente igual que cualquier otro.
Permanecimos tumbados un rato contemplando cómo se iba haciendo de día.
—¿Cuántas veces lo has hecho, Sassenach? —inquirió de repente—. ¿Estar sentada entre la noche y el día y tener el miedo de un hombre en la palma de tus manos?
—Demasiadas —contesté, pero no era verdad, y él lo sabía.
Oí su aliento, la más tenue manifestación de humor, y volvió la palma de mi mano hacia arriba mientras su gran pulgar reseguía las colinas y los valles, las articulaciones y los callos, la línea de la vida y la del corazón, y la suave elevación carnosa del monte de Venus, allí donde la leve cicatriz de la letra «J» era aún apenas visible. Lo había tenido en mi mano la mejor parte de mi vida.
—Es parte del trabajo —señalé sin pretender ser frívola, y él no se lo tomó así.
—¿Crees que yo no tengo miedo cuando hago mi trabajo? —preguntó con voz tranquila.
—No, sé que tienes miedo —contesté—, pero lo haces igualmente. Eres un maldito jugador, y el mayor juego de todos es la vida, ¿no? Tal vez la tuya, tal vez la de otra per sona, no im porta.
—Sí, bueno —repuso con suavidad—. Supongo que lo sabías. Lo que me suceda a mí no me importa demasiado —dijo, pensativo—. Quiero decir que, en definitiva, bien mirado, he hecho alguna que otra cosa útil aquí y allá. Mis hijos son mayores. Mis nietos están creciendo fuertes y sanos... eso es lo más importante, ¿verdad?
—Sí —repuse.
Había salido el sol. Oí cantar a un gallo en algún lugar, a lo lejos.
—Bueno, pues. No puedo decir que tenga tanto miedo como solía. No me gustaría morir, claro, pero tal vez ahora no lo sentiría tanto. Por otra parte —añadió, y uno de los lados de su boca se curvó hacia arriba al mirarme—, aunque temo mucho menos por mí mismo, soy algo más reacio a matar a hombres jóvenes que aún no han vivido su vida.
Eso, pensé, era lo más parecido a una disculpa que iba a darme por Denny Hunter.
—¿Es que vas a ponerte a calcular la edad de las personas que te disparan? —pregunté sentándome y empezando a sacudirme la paja del pelo.
—Difícil —admitió.
—Sinceramente, espero que no te propongas dejar que algún mequetrefe te mate sólo porque todavía no ha tenido una vida plena como la tuya.
Se sentó él también y me miró, serio, con el pelo y la ropa llenos de trocitos de paja.
—No —respondió—. Los mataré. Sólo que me importará más.