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El juego del desertor, segundo asalto

Jamie había estado bañándose en el río, quitándose el sudor y la mugre del cuerpo, cuando oyó jurar de una manera muy extraña en francés. Las palabras eran francesas, pero estaba clarísimo que los sentimientos que expresaban no lo eran. Curioso, gateó fuera del agua, se vistió y descendió un breve trecho por la orilla, donde descubrió a un joven que agitaba los brazos y gesticulaba, mientras intentaba, nervioso, que un confuso grupo de obreros lo entendiera. Como la mitad de ellos eran alemanes y el resto americanos de Virginia, hasta el momento sus esfuerzos por comunicarse con ellos en francés sólo habían logrado divertirlos.

Jamie se presentó y le ofreció sus servicios como intérprete, y así fue como llegó a pasar una buena parte de todos los días con aquel joven ingeniero polaco cuyo impronunciable apellido pronto todos abreviaron en «Kos».

Kos le parecía tanto inteligente como conmovedor por su entusiasmo, además de estar personalmente interesado en las fortificaciones que Kościuszko —se enorgullecía de poder pronunciarlo correctamente— estaba construyendo. El polaco, por su parte, estaba a la vez agradecido por su ayuda lingüística e interesado en las observaciones y sugerencias que Jamie le hacía de vez en cuando como resultado de sus conversaciones con Brianna.

Hablar de vectores y de fuerzas hacía que la echara de menos hasta decir basta, pero, al mismo tiempo, de algún modo hacía que la sintiera más próxima, así que pasaba cada vez más tiempo con el joven polaco, aprendiendo pedacitos de su idioma y permitiendo que Kos practicara lo que él ingenuamente creía que era inglés.

—¿Qué es lo que lo ha traído aquí? —le preguntó Jamie un día.

A pesar de que no había paga, un número considerable de oficiales europeos habían acudido a unirse al ejército continental, pensando, evidentemente, que aunque las perspectivas de pillaje eran limitadas, podían enredar al Congreso para que les concediera el grado de generales, que luego podía procurarles más trabajo al regresar a Europa. Algunos de esos voluntarios dudosos eran útiles de verdad, pero corrían bastantes rumores acerca de aquellos que no lo eran. Cuando pensaba en Matthias Fermoy, se sentía inclinado a murmurar a su vez.

Pero Kos no era uno de ésos.

—Bueno, en primer lugar, dinero —respondió con franqueza cuando le preguntó por qué había ido a América—. Mi hermano la casa en Polonia tiene, pero familia no dinero, nada para mí. Ninguna chica mirar a mí sin dinero. —Se encogió de hombros—. Ningún sitio en ejército polaco, pero yo saber cómo construir cosas, venir donde cosas que construir. —Sonrió—. Quizá también chicas. Chicas con buena familia, mucho dinero.

—Si ha venido por el dinero y las chicas, amigo, se ha enrolado en el ejército equivocado —repuso Jamie con sequedad, y Kościuszko se echó a reír.

—Dije en primer lugar dinero —lo corrigió—. Venir a Filadelfia. Leer la Déclaration —lo pronunció en francés y se descubrió la cabeza en respeto al nombre del documento, mientras estrechaba contra su pecho su sombrero manchado de sudor—. Esta cosa, este escrito... Estoy encantado.

Tanto le encantaban los sentimientos expresados en ese noble documento que había buscado de inmediato a su autor. Aunque probablemente sorprendido por la súbita aparición en su entorno de un joven y apasionado polaco, Thomas Jefferson lo había acogido bien, y ambos se habían pasado casi un día entero sumidos de lleno en una discusión filosófica (en francés) de la que había nacido una gran amistad.

—Un gran hombre —le aseguró Kos a Jamie en tono solemne, santiguándose antes de volver a ponerse el sombrero—. Que Dios lo proteja.

Dieu accorde-lui la sagesse —replicó Jamie. «Que Dios le dé sabiduría.»

Pensó que a Jefferson, sin lugar a dudas, no le sucedería nada, pues no era un soldado. Lo que le trajo el desagradable recuerdo de Benedict Arnold, pero ése no era un tema respecto al que pudiera o fuera a hacer nada.

Kos se había quitado un mechón de cabello grasiento y oscuro de la boca y había agitado la cabeza.

—Tal vez esposa, algún día, si Dios quiere. Esto, lo que hacemos aquí, más importante que mujer.

Volvieron al trabajo, pero Jamie descubrió que su mente estaba dándole vueltas con interés a la conversación. Estaba absolutamente de acuerdo con la idea de que era mejor pasarse la vida persiguiendo un noble objetivo que limitarse a buscar la seguridad. Pero ¿esa pureza de objetivos no era acaso el dominio de hombres sin familia? Resultaba paradójico: un hombre que busca su propia seguridad es un cobarde; un hombre que arriesga la seguridad de su familia es también un cobarde, si no algo peor.

Eso lo condujo a otros senderos del pensamiento por los que pasear y a otras paradojas interesantes: ¿las mujeres reprimen la evolución de cosas como la libertad y otras ideas sociales por temor por sí mismas o porque temen por sus hijos? ¿O, en realidad, inspiran esas cosas y los riesgos que hay que correr para alcanzarlas, suministrando aquello por lo que vale la pena luchar? Pero tampoco se trataba meramente de luchar para defenderlas, sino para impulsarse hacia delante, pues un hombre deseaba para sus hijos más de lo que él tendría jamás.

Tendría que preguntarle a Claire qué opinaba al respecto, aunque sonrió al pensar en algunas de las posibles opiniones de ella, en particular en relación con aquello de si las mujeres inhibían la evolución social por su naturaleza. Ella le contaría algo sobre su experiencia en la Gran Guerra (Jamie no podía llamarla de ningún otro modo, aunque Claire le había dicho que había habido otra, anterior, con ese nombre). A veces, Claire decía cosas denigrantes sobre los héroes, pero sólo cuando él se había hecho daño. Sabía muy bien para qué eran los hombres.

De hecho, ¿estaría él allí, si no fuera por ella? ¿Haría esas cosas en cualquier caso, sólo en aras de los ideales de la revolución, si no estuviera seguro de la victoria? Tuvo que admitir que sólo un loco, un idealista o un hombre realmente desesperado estaría allí en esos momentos. Cualquiera en su sano juicio que supiese algo de ejércitos habría meneado la cabeza y se habría vuelto por donde había venido, abrumado. Él mismo se sentía abrumado a veces.

Pero, de hecho, si estuviera solo también lo haría. La vida de un hombre había de tener otro fin aparte de comer todos los días. Ése era un gran fin, quizá más grande incluso de lo que cualquiera de los que luchaban por él podía imaginar. Y si le costaba la vida... no le gustaría, pero se sentiría reconfortado al morir sabiendo que había sido útil. Al fin y al cabo, no es que fuera a dejar a su esposa desvalida. A diferencia de la mayoría de las esposas, Claire tendría un lugar adonde ir si a él le sucediera algo.

Estaba de nuevo en el río, flotando de espaldas y pensando en esas cuestiones, cuando oyó un grito. Era un grito de mujer, por lo que puso de inmediato los pies en el suelo y se levantó con el cabello mojado cayéndole sobre la cara. Se echó el pelo hacia atrás y descubrió a Rachel Hunter de pie en la orilla, cubriéndose los ojos con ambas manos, con todo el cuerpo tenso en una elocuente expresión de nerviosismo.

—¿Me buscabas, Rachel? —inquirió limpiándose el agua de los ojos al tiempo que se esforzaba por localizar el punto exacto de la orilla donde había dejado su ropa.

Ella dejó escapar otro grito sofocado y volvió el rostro en su dirección, cubriéndose aún los ojos con las manos.

—¡Amigo James! Tu mujer ha dicho que te encontraría aquí. ¡Por favor! ¡Sal enseguida! —Su angustia estalló y dejó caer las manos, aunque mantuvo los ojos cerrados con fuerza mientras se acercaba a él, suplicante.

—¿Qué...?

—¡Denny! ¡Los británicos lo han capturado!

Sintió que el frío corría desatado por sus venas, mucho más frío que el viento sobre su piel mojada.

—¿Dónde? ¿Cómo? Ya puedes mirar —añadió abotonándose apresuradamente los pantalones.

—Se marchó con otro hombre haciéndose pasar por desertores.

Jamie estaba en la orilla junto a ella, con la camisa sobre el brazo, y se fijó en que ella llevaba las gafas de su hermano en el bolsillo del delantal. No hacía más que tocarlas, apretarlas, con la mano.

—Le dije que no fuera, ¡se lo dije!

—Yo también se lo dije —observó él, muy serio—. ¿Estás segura, muchacha?

Ella asintió, pálida como la cera y con los ojos enormes en la cara, pero sin llorar aún.

—El otro hombre acaba de volver, ahora mismo, y ha venido a hablar conmigo. Él... ha dicho que fue mala suerte. Los llevaron ante un mayor, ¡y resultó ser el mismo hombre que había amenazado con colgar a Denny cuando lo hizo la última vez! El otro hombre intentó escapar y lo logró, pero a Denny lo cogieron, y esta vez, esta vez...

Le faltaba el aliento y Jamie se dio cuenta de que apenas si podía hablar del horror que sentía. Le puso una mano sobre el brazo.

—Ve a llamar al otro hombre y mándalo a mi tienda, para que me diga exactamente dónde se encuentra tu hermano. Iré a buscar a Ian y lo traeremos de vuelta. —Le oprimió afectuosamente el brazo para hacer que lo mirara.

Ella lo miró, aunque tan distraída que pensó que apenas lo veía.

—No te preocupes. Te lo traeremos de vuelta —repitió Jamie con suavidad—. Te lo juro, por Cristo y por su Madre.

—No debes jurar... Oh, ¡al diablo! —gritó y, acto seguido, se cubrió bruscamente la boca con la mano. Cerró los ojos, tragó saliva y recuperó la compostura—. Gracias —dijo.

—De nada —replicó él mirando al sol poniente. ¿Los ingleses preferían colgar a la gente al ponerse el sol o al amanecer?—. Te lo devolveremos —le dijo de nuevo con firmeza. «Vivo o muerto.»

El oficial al mando del campamento había construido un patíbulo en medio de éste. Era un tosco artilugio de troncos sin corteza y burdos maderos y, a juzgar por los agujeros y las marcas que había alrededor de los clavos, lo habían desmontado y cambiado de lugar varias veces. Aun así parecía efectivo, y el colgante lazo corredizo le provocó a Jamie una sensación de frío en las venas.

—Hemos jugado al juego del desertor una vez de más —le susurró Jamie a su sobrino—. O puede que tres.

—¿Crees que la ha utilizado alguna vez? —replicó Ian mirando aquella cosa siniestra a través de su pantalla de robles jóvenes.

—No se tomaría tanto trabajo sólo para asustar a alguien.

Le daba un miedo atroz. No le mostró a Ian el lugar, cerca de la parte inferior del poste principal, donde varios hombres habían arrancado algunos pedazos de corteza al agitar desesperadamente los pies. La horca provisional no era lo bastante alta como para que el cuello de un hombre se rompiera con la caída. Si ajusticiaban a alguien en ella, se estrangularía poco a poco.

Se tocó su propia garganta con refleja aversión, pensando en la garganta destrozada de Roger Mac y su fea y roja cicatriz. Más claro aún era el recuerdo del dolor que lo había asaltado al ir a bajar a Roger Mac del árbol donde lo habían colgado, sabiendo que estaba muerto y que el mundo había cambiado para siempre. Y había cambiado, aunque Roger hubiese salvado la vida.

Bueno, para Rachel Hunter no iba a cambiar. No era demasiado tarde, eso era lo importante. Se lo comentó a Ian, que, sin contestar, le dirigió una mirada de sorpresa.

«¿Cómo lo sabes?», decía, con toda claridad. Levantó un hombro y señaló con la cabeza un punto situado algo más lejos, colina abajo, donde un afloramiento rocoso cubierto de musgo y gayubas les daría cobijo. Se desplazaron sin hacer ruido, agachados, moviéndose al mismo ritmo lento que el bosque. Estaba anocheciendo y el mundo se había llenado de sombras. No era difícil ser dos sombras más.

Sabía que aún no habían colgado a Denny Hunter porque había visto hombres colgados. La ejecución dejaba una tensión en el aire y marcaba las almas de quienes la presenciaban.

El campamento guardaba silencio. No literalmente, pues los soldados estaban armando un alboroto considerable, lo que era también buena cosa, sino en términos de su espíritu. No lo embargaban ni la sensación de terrible opresión ni la excitación morbosa que brotaban de una misma fuente. Uno podía percibir esas cosas. De modo que o Denny Hunter se encontraba allí, vivo, o lo habían mandado a otro lugar. Si se hallaba allí, ¿dónde podía estar?

Confinado de algún modo, y vigilado. Ése no era un campamento permanente. No había empalizada. Sin embargo, era un campamento grande, por lo que les llevó cierto tiempo rodearlo, intentando ver si Hunter se hallaba quizá en algún lugar al aire libre, atado a un árbol o encadenado a una carreta. Pero no se lo veía por ninguna parte. Sólo quedaban las tiendas.

Había cuatro tiendas grandes, una de las cuales estaba claro que era del intendente. Se encontraba algo apartada y tenía en las proximidades un grupito de carretas. También había un flujo constante de hombres que iban y venían, saliendo con sacos de harina o de guisantes secos. No sacaban carne, aunque percibía el olor de los conejos y las ardillas que estaban asando en algunas de las hogueras. Así que los desertores alemanes tenían razón. El ejército vivía de la tierra lo mejor que podía.

—¿En la tienda del comandante? —le susurró Ian en voz muy baja. Saltaba a la vista, con sus banderas y el grupo de hombres de pie justo en la entrada.

—Espero que no.

Sin duda habrían llevado a Denny Hunter ante el comandante para interrogarlo. Y si éste aún tenía dudas acerca de la bona fides de Hunter, tal vez quisiera tenerlo a mano para seguir sonsacándolo.

Pero si lo había decidido ya —y Rachel estaba convencida de ello—, no lo tendría allí. Lo habría mandado a algún sitio bajo vigilancia a la espera de que lo ajusticiaran. Vigilado y fuera de la vista, aunque Jamie dudaba que el comandante británico temiera una tentativa de rescate.

—Pito, pito, gorgorito —murmuró por lo bajo señalando alternativamente con el dedo las dos tiendas restantes.

Había un guarda armado con un mosquete apostado más o menos entre ambas. Para no revelar cuál de ellas era la que estaba vigilando.

—Ésa. —Alzó la barbilla en dirección a la de la derecha, pero en el preciso momento en que lo hacía, notó que Ian se tensaba junto a él.

—No —dijo Ian en voz baja con los ojos fijos en lo que tenía ante sí—. La otra.

Había algo extraño en la voz de Ian. Jamie lo miró sorprendido y luego miró a la tienda.

Al principio sólo experimentó una fugaz sensación de confusión. Luego, el mundo cambió.

Estaba oscuro, pero ahora se hallaban a no más de cuarenta y cinco metros de distancia. No había error. No había visto al muchacho desde que tenía doce años, pero había memorizado cada instante que habían pasado el uno en presencia del otro: su forma de comportarse, sus movimientos rápidos y gráciles —«Eso es de su madre», pensó, aturdido por la sorpresa, al ver al joven oficial hacer con la mano un gesto que era de la mismísima Geneva Dunsany—, la forma de su espalda, de su cabeza y de sus orejas, aunque los delgados hombros se habían robustecido y eran ahora los de un hombre. «Los míos —pensó con una oleada de orgullo que lo asombró tanto como lo había hecho la repentina aparición de William—. Son los míos.»

A pesar de ser enormemente perturbadores, esos pensamientos tardaron menos de un segundo en entrar y salir a toda velocidad de su cabeza. Tomó aliento, muy despacio, y volvió a expulsarlo. ¿Se acordaría Ian de William porque se habían encontrado siete años antes? ¿O acaso el parecido saltaba al instante a la vista?

Ahora no tenía importancia. El campamento estaba iniciando los preparativos de la cena. En cuestión de minutos estarían todos absortos en la comida. Era mejor actuar entonces, incluso sin contar con el amparo de la oscuridad.

—Iré yo, ¿de acuerdo? —Ian lo agarró de la muñeca obligándolo a prestarle atención—. ¿Quieres poner en marcha la maniobra de distracción antes o después?

—Después. —Había estado dándole vueltas en la cabeza todo el tiempo mientras se acercaban furtivamente al campamento y, ahora, la decisión estaba tomada, como si otra persona lo hubiera hecho por él—. Mejor si podemos llevárnoslo sin armar jaleo. Inténtalo y, si las cosas se ponen feas, grita.

Ian asintió y, sin añadir ni una palabra, se dejó caer boca abajo y comenzó a avanzar serpenteando con sigilo entre los arbustos. La noche era fresca y agradable después del calor del día, pero Jamie tenía las manos frías, por lo que rodeó con ellas la panza de arcilla del pequeño brasero. Lo había traído de su propio campamento y había ido alimentándolo con ramitas secas por el camino. Ahora el braserito silbó suavemente al prender un pedazo de nogal seco cuya vista y olor pasaban desapercibidos entre la neblina del humo de las hogueras del campamento que se extendía entre los árboles ahuyentando a los zancudos y a los mosquitos sedientos de sangre, gracias a Dios y a su Santísima Madre.

Preguntándose por qué estaría tan crispado —no era propio de él—, palpó su faltriquera para verificar, una vez más, que el tapón de la botella de trementina no se había aflojado, a pesar de que sabía muy bien que no era así. La habría olido.

Las flechas que llevaba en el carcaj se movieron cuando cambió de posición y el emplumado de las saetas susurró. Desde donde se encontraba, podía alcanzar fácilmente la tienda del comandante con sus flechas, podía hacer que la lona prendiese bien en cuestión de segundos si Ian chillaba. Si no lo hacía...

Volvió a moverse recorriendo el suelo con los ojos, buscando una zona que pudiera servirle. Había hierba seca a montones pero, si no había otra cosa, ardería demasiado deprisa. Quería una llama rápida pero grande.

Los soldados probablemente habían peinado ya el bosque cercano en busca de leña, pero descubrió el tronco de un abeto caído, demasiado pesado para llevárselo. Los forrajeadores le habían arrancado las ramas más bajas, aunque le quedaban muchas todavía, con gruesas agujas secas que el viento aún no se había llevado. Retrocedió despacio, alejándose lo bastante de la vista como para poder volver a moverse deprisa, recogiendo brazados de hierba seca, corteza desprendida apresuradamente de un tronco, cualquier cosa que pudiera ayudarlo a encender un fuego.

Unas flechas ardiendo en la tienda del comandante atraerían la atención al instante, seguro, pero también provocarían la alarma general. Los soldados saldrían zumbando del campamento como avispones buscando a los atacantes. Un incendio en la hierba, no. Ese tipo de cosas era corriente y, aunque serviría de distracción, nadie seguiría buscando una vez hubieran visto que no era nada.

Unos minutos después, todo estaba listo. Había estado tan ocupado que ni siquiera se le había ocurrido volver a mirar a su hijo.

—Que Dios te maldiga por mentiroso, Jamie Fraser —dijo entre dientes, y miró.

William había desaparecido.

Los soldados estaban cenando. La alegre conversación y el sonido de la gente comiendo ocultaban cualquier pequeño ruido que Ian pudiera hacer mientras rodeaba con sigilo el costado de la tienda de la izquierda. Si alguien lo veía, le hablaría en mohawk, le diría que era un explorador del campamento de Burgoyne y que traía información. Para cuando lo llevaran ante el comandante, ya se le habría ocurrido alguna información interesante y pintoresca, o gritaría y se concentraría en escapar mientras estaban distraídos con las flechas encendidas.

Eso no ayudaría a Denny Hunter, en cualquier caso, así que anduvo con cuidado. Había piquetes apostados, pero el tío Jamie y él habían estado observando durante el tiempo suficiente como para conocer su patrón y localizar el punto ciego donde los árboles les obstaculizaban la visión. Sabía que detrás de la tienda no podían verlo, salvo que alguien que estuviera dirigiéndose al bosque a orinar se tropezara con él.

En la parte inferior de la tienda había un agujero, y una vela lucía en el interior. Un punto de la lona emitía una tenue luz en la penumbra. Observó el agujero y no vio ninguna sombra que se moviera. Muy bien.

Se tumbó en el suelo e introdujo una mano cauta, palpando la tierra, esperando que nadie lo pisara. Si lograba encontrar un catre, se deslizaría dentro de la tienda y se escondería debajo. Si... Algo le tocó la mano, y se mordió la lengua con fuerza.

—¿Eres tú, amigo? —susurró la voz de Denny.

Ian distinguió la sombra del cuáquero en la lona, una figura difusa en cuclillas, y la mano de Denny agarró con fuerza la suya.

—Sí, soy yo —susurró a su vez—. Tranquilo. Retírate.

Denny se movió, e Ian oyó el tintineo del metal. Maldición, los muy hijos de puta le habían puesto grilletes. Apretó los labios y se deslizó por debajo del borde de la tienda.

Denny lo recibió en silencio, con el rostro encendido de esperanza y de alarma. El pequeño cuáquero levantó las manos, señaló sus pies. Grilletes en manos y pies. Dios, era cierto que querían colgarlo.

Ian se inclinó hacia Denny para susurrarle al oído.

—Saldré antes que tú. Túmbate ahí en el suelo, tan tranquilo como puedas, tan cerca como puedas. —Señaló con la barbilla la pared trasera de la tienda—. No te muevas, yo tiraré de ti.

A continuación, se echaría a Denny sobre los hombros como un cervato muerto y se encaminaría hacia la espesura, ululando como un búho para que el tío Jamie supiera que había llegado el momento de encender el fuego. Resultaba imposible trasladar a un hombre encadenado en silencio total, pero, con un poco de suerte, el ruido de las cucharas sobre los platos de metal y la conversación de los soldados sofocaría cualquier tintineo aislado.

Empujó la lona hacia fuera tanto como pudo, se metió debajo y agarró con firmeza los hombros de Denny. El puñetero pesaba más de lo que parecía, pero Ian logró sacar la parte superior del cuerpo del cuáquero de la tienda sin mucha dificultad. Sudando, se precipitó hacia un lado e introdujo la mano dentro de la tienda para aferrar los tobillos de Denny, enrollándose la cadena alrededor de la muñeca para que no colgase.

No se oyó ruido alguno, pero la cabeza de Ian se alzó de golpe antes de que su mente le advirtiese siquiera que, cerca de él, el aire se había movido de un modo que indicaba que allí fuera había alguien.

—¡Chsss! —dijo de forma mecánica, sin saber si le estaba hablando a Denny o al soldado alto que había salido del bosque que tenía a su espalda.

—¿Qué demonios...? —comenzó el soldado en tono sorprendido. No terminó la pregunta, sino que dio tres rápidos pasos y agarró a Ian por la muñeca—. ¿Quién eres y qué estás...? Dios mío, ¿de dónde ha salido usted?

William, el soldado, miró a Ian a la cara, e Ian dio gracias a Dios por tener la otra mano inmovilizada con la cadena de Denny, pues, de lo contrario, William ya estaría muerto. Y no habría querido tener que decirle eso al tío Jamie.

—Ha venido para ayudarme a escapar, amigo William —dijo Denny Hunter en voz baja entre las sombras, en el suelo, detrás de Ian—. Te agradecería mucho que no se lo impidieras, aunque si tu deber te obliga a ello, lo comprenderé.

William levantó de golpe la cabeza, miró frenético a su alrededor y luego miró al suelo. Si las circunstancias no hubieran sido tan espantosas, Ian se habría echado a reír al ver las expresiones de su cara, pues adoptó muchas, una tras otra, en lo que dura un latido del corazón. William cerró los ojos unos instantes y volvió a abrirlos.

—No me diga nada —espetó—. No quiero saber nada.

Se acuclilló junto a Ian y, entre los dos, sacaron a Denny en cuestión de segundos. Ian respiró hondo, se llevó las manos a la boca y ululó, hizo una breve pausa y volvió a ulular. William se lo quedó mirando con una mezcla de asombro y de enojo. Entonces, Ian hincó el extremo de su hombro bajo el esternón de Denny y, con la ayuda de William, se colocó al doctor sobre las espaldas con algo más que un gruñido de sorpresa y un leve sonido metálico de los grilletes.

La mano de William se cerró sobre el brazo de Ian y su cabeza, un óvalo oscuro bajo los últimos vestigios de luz, apuntó al bosque.

—Hacia la izquierda —susurró—. A la derecha hay unas trincheras para letrinas. Hay dos piquetes a unos cien metros.

Le oprimió el brazo con fuerza, y lo soltó.

—Que Dios te ilumine, amigo William. —El murmullo de Denny sonó jadeante junto al oído de Ian, pero éste ya se había puesto en marcha y no supo si William lo habría oído. Supuso que no tenía importancia.

Unos momentos después oyó los primeros gritos de «¡Fuego!» en el campamento, a su espalda.