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No hay mejor compañero que el rifle
15 de septiembre de 1777
A principios de septiembre habíamos dado alcance al ejército principal, acampado a orillas del Hudson, cerca del pueblo de Saratoga. El general Horatio Gates estaba al mando, y recibió con agrado a la chusma de refugiados y milicianos mezclados sin orden ni concierto. Por una vez, el ejército estaba más o menos bien aprovisionado, por lo que les dieron ropa, comida decente, y el extraordinario lujo de una tienda, en honor a la posición de Jamie como coronel de la milicia, a pesar de que no tenía tropas.
Conociendo a Jamie como lo conocía, estaba razonablemente segura de que ésa sería una situación temporal. Por mi parte, me encantaba tener un catre de verdad para dormir, una mesita en la que comer y comida para servir en ella con regularidad.
—Te he traído un regalo, Sassenach.
Dejó caer a plomo la bolsa sobre la mesa con un agradable sonido carnoso y un fuerte olor a sangre fresca. Se me empezó a hacer la boca agua.
—¿Qué son? ¿Pájaros?
No eran patos ni gansos, pues ésos tienen un olor característico, un aroma a aceites corporales, plumas y plantas acuáticas en descomposición. Pero tal vez fueran perdices, por ejemplo, o urogallos... Tragué saliva con fuerza al pensar en el pastel de paloma.
—No, un libro.
Sacó de la abultada bolsa un paquetito envuelto en un estropeado pedazo de tela encerada y me lo puso con orgullo en las manos.
—¿Un libro? —inquirí sin comprender.
Él asintió, alentándome.
—Sí. Palabras impresas sobre papel, ¿recuerdas? Sé que ha pasado mucho tiempo.
Le lancé una mirada e, intentando ignorar el rugido de mi estómago, abrí el paquete. Se trataba de un ejemplar de bolsillo del primer volumen de Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy y, a pesar de la desilusión por el hecho de que me regalara literatura en lugar de comida, me pareció interesante. Hacía mucho que no tenía un buen libro entre las manos, y ésa era una historia de la que había oído hablar, pero que no había leído nunca.
—Su propietario debía de tenerle cariño —señalé volviendo el libro con cuidado. El lomo casi había desaparecido de tan desgastado, y los bordes de la cubierta de cuero estaban brillantes por el uso. Me asaltó de pronto una idea bastante espantosa—. Jamie... no lo habrás... cogido de, eeh, un cadáver, ¿verdad?
Coger armas, equipo y ropa útil de enemigos caídos no se consideraba pillaje. Era una necesidad desagradable. Pero...
Sin embargo, Jamie negó con la cabeza sin dejar de revolver en la bolsa.
—No, lo he encontrado a orillas de un riachuelo. Se le caería a alguien mientras huía, espero.
Bueno, eso estaba mejor, aunque estaba segura de que el hombre que lo había perdido lamentaría la pérdida de su preciado compañero. Abrí el libro por una página cualquiera y, entornando los ojos, miré el pequeño tipo de imprenta.
—Sassenach.
—¿Mmm? —Levanté la vista, me arranqué del texto y vi que Jamie me observaba con una mezcla de compasión y regocijo.
—Necesitas gafas, ¿verdad? —inquirió—. No me había dado cuenta.
—¡Tonterías! —exclamé, aunque el corazón me dio un pequeño vuelco—. Veo de maravilla.
—¿Ah, sí? —Se colocó a mi lado y me cogió el libro de las manos. Lo abrió por la mitad y lo sostuvo delante de mí—. Lee esto.
Me eché hacia atrás y él avanzó frente a mí.
—¡Para! —espeté—. ¿Cómo esperas que lea nada tan de cerca?
—Entonces, quédate quieta —replicó, y alejó el libro de mi cara—. ¿Puedes ver ya las letras con claridad?
—No —contesté, enfadada—. Más lejos. Más lejos. No, ¡más lejos, joder!
Al fin me vi obligada a admitir que no podía enfocar las letras a menos de unos cuarenta y cinco centímetros.
—Bueno, ¡es que es un tipo de letra muy pequeño! —protesté, aturdida y desconcertada. Por supuesto, era consciente de que ya no tenía tan buena vista como antes, pero que me hicieran enfrentarme con tanta brusquedad a la evidencia de que, aunque no estaba ciega como un murciélago, sí podía competir con los topos en un concurso de cortos de vista me resultaba un pelín ofensivo.
—Tipo Caslon de doce puntos —dijo Jamie echándole al texto una ojeada profesional—. En mi opinión, el interlineado es espantoso —añadió en tono crítico—. Y los márgenes son la mitad de lo que deberían ser. Pero aun así... —Cerró el libro de golpe y me miró arqueando una ceja—. Necesitas lentes, a nighean —repitió con afecto.
—¡Ufff! —repuse. Y, obedeciendo a un impulso, cogí el libro, lo abrí y se lo tendí a él—. Entonces, ¿por qué no lo lees tú mismo?
Con aire de sorpresa y un poco de recelo, cogió el libro y lo miró. A continuación, extendió un poco el brazo. Y luego un poco más. Yo lo observaba con la misma mezcla de compasión y regocijo, hasta que por fin se colocó el libro delante con el brazo casi totalmente extendido y leyó:
—«De modo que la vida de un escritor, por muchas ilusiones que se hiciera de lo contrario, no era tanto un estado de composición como un estado de guerra, y su período de prueba era exactamente igual que el de cualquier otro hombre militante de la Tierra, dependiendo ambos no tanto de sus niveles de INGENIO como de su RESISTENCIA.» —Lo cerró y se me quedó mirando con la boca torcida—. Bueno —dijo—. Por lo menos aún puedo disparar.
—Y yo puedo distinguir una hierba de otra por el olor, supongo —repliqué, y me eché a reír—. Bueno, no creo que haya ningún fabricante de gafas a este lado de Filadelfia.
—No, imagino que no —repuso con pesar—. Pero, cuando lleguemos a Edimburgo, conozco al hombre perfecto. Te compraré un par de gafas de carey para diario, Sassenach, y otro con montura dorada para los domingos.
—Esperas que lea la Biblia con ellas, ¿verdad? —inquirí.
—De ningún modo —contestó—. Es sólo para aparentar. Al fin y al cabo —me cogió la mano, que olía a eneldo y a cilantro y, tras llevársela a la boca, recorrió delicadamente con la punta de la lengua la línea de la vida de la palma de mi mano—, las cosas importantes se hacen con el tacto, ¿no?
Nos interrumpió una tosecilla desde la puerta de la tienda. Me volví y vi a un hombre grande como un oso, con un largo cabello gris suelto sobre los hombros. Tenía una cara afable, con una cicatriz sobre el labio superior y unos ojos suaves, pero perspicaces que repararon enseguida en la bolsa que había sobre la mesa.
Me puse un poco tensa. Las prohibiciones contra el pillaje en las granjas eran estrictas y, aunque Jamie había capturado esas gallinas concretas mientras escarbaban en el campo, no había forma de demostrarlo, y ese caballero, aunque fuera vestido con ropa informal de confección casera y camisa de cazador, se conducía con la inconfundible autoridad de un oficial.
—Usted debe de ser el coronel Fraser —dijo señalando a Jamie con la cabeza, y extendió una mano—. Daniel Morgan.
Reconocí el nombre, aunque lo único que sabía sobre Daniel Morgan —una nota a pie de página en el libro de historia de octavo grado de Brianna— era que se trataba de un famoso fusilero. No resultaba una información particularmente útil. Todo el mundo lo sabía, y el campamento bullía de expectación cuando llegó con un grupo de hombres a finales de agosto.
Ahora me miró con interés a mí y, después, miró la bolsa de los pollos, salpicada de incriminadoras plumas.
—Con su permiso, señora —dijo y, sin esperar a que se lo diera, cogió la bolsa y sacó de ella un pollo muerto.
El cuello colgó flácido, mostrando un gran agujero sanguinolento en la cabeza allí donde antes había un ojo (bueno, dos). Su boca llena de cicatrices se frunció en un silencioso silbido y le lanzó a Jamie una mirada penetrante.
—¿Lo hace a propósito? —preguntó.
—Siempre les disparo en el ojo —contestó Jamie, cortés—. No quiero estropear la carne.
Una lenta sonrisa se extendió por el rostro del coronel Morgan, que asintió.
—Venga conmigo, señor Fraser. Traiga su rifle.
Esa noche cenamos junto a la hoguera de Daniel Morgan, y la compañía —saciada de estofado de pollo— brindó con jarras de cerveza y estalló en vítores para celebrar la suma de un nuevo miembro a su cuerpo de élite. No había tenido ocasión de hablar con Jamie en privado desde que Morgan lo secuestró esa tarde, y me moría de ganas de saber qué opinaba de su apoteosis. Sin embargo, parecía encontrarse cómodo con los fusileros, aunque miraba a Morgan de vez en cuando con aquella expresión que sig nificaba que aún no había tomado una decisión.
Yo, por mi parte, estaba extremadamente contenta. Por su naturaleza, los fusileros luchaban a distancia y, a menudo, a una distancia mucho mayor del alcance de un mosquete. También eran gente muy valiosa, por lo que los mandos no solían arriesgarlos en el combate cuerpo a cuerpo. Ningún soldado estaba seguro, pero algunas ocupaciones tenían un índice de mortalidad mucho más elevado y, aunque aceptaba el hecho de que Jamie era un jugador nato, me gustaba que se jugara lo mínimo.
Muchos de los fusileros eran long hunters, otros eran lo que llamaban «hombres de las montañas» y, en consecuencia, no tenían a sus esposas consigo en el campamento. Algunos sí las habían traído, y trabé conocimiento con ellas enseguida por el simple procedimiento de admirar al bebé de una joven madre.
—¿Señora Fraser? —me interpeló una mujer mayor acercándose a sentarse en el tronco junto a mí—. ¿Es usted la hechicera?
—Sí —respondí en tono agradable—. Me llaman la Bruja Blanca.
Eso las asustaba un poco, pero lo prohibido tiene un fuerte atractivo y, a fin de cuentas, ¿qué podía hacer yo en medio de un campamento militar, rodeada de sus maridos e hijos, todos armados hasta los dientes?
En cuestión de minutos estaba dando consejos acerca de todo, desde los dolores menstruales a los cólicos. Entreví a Jamie, que sonreía al ver mi popularidad, y le hice un discreto gesto con la mano antes de regresar con mi público.
Los hombres, por supuesto, siguieron bebiendo, con estallidos de ásperas risas seguidos de un silencio cuando uno de ellos relataba una historia, y vuelta a comenzar. Sin embargo, en cierto momento, el ambiente cambió tan de golpe que interrumpí una intensa discusión sobre las escoceduras de los pañales y miré hacia la hoguera.
Daniel Morgan se estaba poniendo en pie con esfuerzo y los hombres que lo observaban mostraban un claro aire de expectación. ¿Iría a pronunciar un discurso para darle a Jamie la bienvenida?
—¡Ay, Dios santo! —exclamó la señora Graham a mi lado en voz baja—. Va a hacerlo otra vez.
No tuve tiempo de preguntar qué iba a hacer antes de que lo hiciera.
Se colocó, arrastrando los pies, en medio del grupo y se detuvo, balanceándose como un oso viejo, con su largo cabello gris ondeando al viento de la fogata y los ojos arrugados en gesto afable. Pero observé que estaban fijos en Jamie.
—Quiero enseñarle una cosa, señor Fraser —dijo en voz lo bastante alta como para que las mujeres que estaban hablando callaran y todos los ojos se posaran en él.
Agarró los bordes de su larga camisa de cazador de lana y se la quitó por encima de la cabeza. Luego extendió los brazos como un bailarín de ballet y se puso a girar despacio.
Todos soltaron un grito, a pesar de que, a juzgar por el comentario de la señora Graham, la mayoría debía de haberlo visto antes. Tenía la espalda surcada de cicatrices, desde el cuello hasta la cintura. Eran cicatrices viejas, sin lugar a dudas, pero en su espalda, pese a ser tan tremenda, no había ni dos centímetros cuadrados de piel sin marcas. Incluso yo me quedé atónita.
—Me lo hicieron los ingleses —dijo en tono desenfadado, volvién dose y dejando caer los brazos—. Me dieron cuatrocientos noventa y nueve latigazos. Los conté. —Todos estallaron en carca jadas y él sonrió—. Se suponía que tenían que darme quinientos, pero se les pasó uno. No se lo hice notar.
Más risas. Obviamente, era un espectáculo habitual, pero a su público le encantaba. Hubo más aclamaciones y brindis cuando terminó y fue a sentarse junto a Jamie, aún desnudo hasta la cintura, con la camisa toda arrugada de cualquier manera en la mano.
El rostro de Jamie no delataba nada, pero vi que sus hombros se habían relajado. Estaba claro que ya había tomado una decisión sobre Dan Morgan.
Jamie levantó la tapa de mi ollita de hierro con una expresión entre cautelosa y esperanzada.
—No es comida —le informé, de manera bastante innecesaria, pues estaba resoplando como quien ha inhalado sin querer rábano picante por la nariz.
—Espero que no —replicó tosiendo y enjugándose los ojos—. Dios mío, Sassenach, esto es peor de lo habitual. ¿Es que vas a envenenar a alguien?
—Sí, es Plasmodium vivax. Vuelve a ponerle la tapa.
Estaba hirviendo a fuego lento una decocción de quina e Ilex glabra para tratar casos de malaria.
—¿Tenemos algo de comer? —inquirió en tono lastimero, mientras dejaba caer la tapa de nuevo en su sitio.
—De hecho, sí.
Introduje la mano en el balde cubierto con un paño que tenía a mis pies y saqué con gesto triunfal un pastel de carne, con la costra dorada y brillante de manteca.
Su rostro adoptó la expresión de un israelita que contempla la tierra prometida y extendió las manos, para recibir el pastel con la reverencia debida a un objeto precioso, aunque esa impresión desapareció al segundo siguiente mientras le daba un gran mordisco.
—¿Dónde lo has conseguido? —preguntó después de masticar extasiado por unos instantes—. ¿Hay más?
—Sí. Me los ha traído una simpática prostituta que se llama Daisy.
Se detuvo, examinó el pastel con aire crítico buscando señales de su procedencia y tomó otro bocado.
—¿Debería saber qué hiciste por ella, Sassenach?
—Bueno, probablemente no mientras estés comiendo. ¿Has visto a Ian?
—No. —Cabía la posibilidad de que su respuesta fuera breve por las exigencias de comer el pastel, pero advertí el levísimo deje de inquietud en la manera en que lo dijo y me detuve, mirándolo.
—¿Sabes dónde está Ian?
—Más o menos.
Mantuvo los ojos clavados en el pastel de carne, confirmando mis sospechas.
—¿Debería saber qué está haciendo?
—No, no deberías —contestó, tajante.
—Ay, Dios mío.
Tras haberse arreglado cuidadosamente el pelo con grasa de oso y un par de plumas de pavo, Ian Murray se quitó la camisa, la dejó enrollada junto a su vieja capa bajo un tronco al cuidado de Rollo, y recorrió una breve distancia a través de un descampado rumbo al campamento británico.
—¡Alto!
Volvió una cara de aburrida impasividad hacia el centinela que lo había llamado. El centinela, un muchacho de unos quince años más o menos, sujetaba un mosquete cuyo cañón temblaba de manera evidente. Ian esperó que aquel estúpido no le disparara por accidente.
—Explorador —se limitó a decir, y pasó junto al centinela sin mirar atrás, aunque sintió como si una araña se paseara de un lado a otro entre sus omóplatos.
«Explorador», pensó, y notó una burbuja de risa brotar en su garganta. Bueno, a fin de cuentas, ésa era la verdad.
Cruzó tranquilamente el campamento del mismo modo, ignorando las miradas ocasionales, aunque la mayoría de los que repararon en él tan sólo lo miraron antes de apartar la vista.
El cuartel general de Burgoyne era fácil de localizar. Era una gran tienda de lona verde que se erguía como un hongo venenoso entre las pulcras hileras de tiendas blancas que albergaban a los soldados. Estaba algo lejos, y no quería acercarse más por ahora, pero pudo observar un ir y venir de oficiales del Estado Mayor, mensajeros... y algún que otro explorador, aunque ninguno de estos últimos era indio.
Los campamentos indios se encontraban al otro lado del campamento del ejército, desperdigados por el bosque, apartados de la ordenada cuadrícula militar. No estaba seguro de querer encontrarse con algunos miembros de la tribu de Thayendanegea, que podían reconocerlo a su vez. Eso no sería ningún problema, pues no había hecho comentario alguno sobre política durante su funesta visita a la casa de Joseph Brant. Probablemente lo aceptarían en el acto, sin hacer preguntas incómodas.
Si se topaba con algunos de los hurones y oneidas que Burgoyne empleaba para hostigar a los continentales, la cuestión podía ser un poco más delicada. Tenía absoluta confianza en su habilidad para impresionarlos con su identidad como mohawk, pero si sospechaban demasiado o los dejaba muy impresionados, no iban a darle muchos detalles.
Se había enterado de unas cuantas cosas simplemente por su paseo a través el campamento. La moral no estaba alta. Entre algunas de las tiendas había basura, y la mayoría de las lavanderas que se contaban entre las seguidoras del campamento estaban sentadas en la hierba bebiendo ginebra, con los calderos fríos y sin agua. No obstante, el ambiente en general parecía apagado pero decidido. Algunos hombres bebían y jugaban a los dados, aunque los que estaban fundiendo plomo y fabricando balas de mosquete o reparando o limpiando sus armas eran más numerosos.
La comida escaseaba. Podía sentir el hambre en el aire, incluso sin ver la fila de hombres que esperaban a la puerta de la tienda del panadero. Ninguno de ellos lo miró, concentrados en las hogazas que iban saliendo, y que partían en dos antes de entregarlas. Medias raciones. Eso los favorecía.
Sin embargo, nada de eso era importante y, en cuanto al número de tropas y al armamento, a esas alturas estaban bien establecidos. Al tío Jamie y al coronel Morgan y al general Gates les habría gustado saber cuánta pólvora y munición tenían almacenados, pero el parque de artillería y el polvorín estarían bien vigilados y no había ninguna razón concebible por la que un explorador indio debiera estar merodeando por allí.
Percibió algo con el rabillo del ojo y miró con cautela a su alrededor. Dirigió la vista al frente al instante, obligándose a caminar al mismo ritmo. Jesús, era el inglés al que había salvado del pantano, el hombre que lo había ayudado a liberar al pequeño Denny. Además de...
Intentó sofocar ese pensamiento. Lo sabía de sobra. Nadie podía tener ese aspecto y no serlo. Pero le pareció peligroso reconocérselo a sí mismo siquiera, por miedo a que se le notase de algún modo en la cara.
Se obligó a respirar con normalidad y a caminar sin preocupación, porque un explorador mohawk no habría tenido ninguna. Maldita sea. Tenía intención de pasar el resto de las horas de luz con algunos de los indios, recogiendo toda la información que pudiera y, una vez anocheciera, regresar tan tranquilo al campamento, pasando sin hacer ruido cerca de la tienda de Burgoyne por si oía algo. Pero si aquel tenientito estaba deambulando por ahí, tal vez fuera demasiado peligroso intentarlo. Lo último que deseaba era encontrarse con él cara a cara.
—¡Eh!
El grito penetró en su carne como una astilla puntiaguda. Reconoció la voz, sabía que se dirigía a él, pero no se volvió. Seis pasos, cinco, cuatro, tres... Alcanzó el final de una hilera de tiendas y torció a la derecha perdiéndose de vista.
—¡Oiga! —La voz estaba ahora más cerca, casi detrás de él, por lo que echó a correr, en busca de la protección de los árboles.
Sólo uno o dos soldados lo vieron. Uno se puso en pie, pero luego se detuvo, sin saber qué hacer, y él pasó a su lado a toda velocidad y se internó en la espesura.
—Bueno, ya la hemos fastidiado —murmuró, agachado tras el refugio de un arbusto.
El alto teniente estaba interrogando al hombre junto al que había pasado corriendo. Ambos miraban hacia el bosque, y el soldado meneaba la cabeza y se encogía de hombros sin saber qué decir. Dios, ¡el muy estúpido se dirigía hacia él! Se volvió y avanzó en silencio entre los árboles, internándose cada vez más en el bosque. Oía al inglés detrás de él, dando golpes y haciendo crujir la vegetación como un oso que acaba de salir de su guarida en primavera.
—¡Murray! —gritaba—. Murray, ¿es usted? ¡Espere!
—¡Hermano del Lobo! ¿Eres tú?
Ian dijo algo muy blasfemo entre dientes en gaélico y se volvió para ver quién se había dirigido a él en mohawk.
—¡Sí que eres tú! ¿Dónde está ese demonio de lobo tuyo?
Su viejo amigo Glotón le sonreía mientras se arreglaba el taparrabos después de orinar.
—Espero que te coma a ti —le dijo Ian a su amigo en voz baja—. Tengo que escapar. Hay un inglés que me sigue.
El rostro de Glotón cambió al instante, aunque no perdió ni la sonrisa ni la expresión animosa. Su amplia sonrisa se volvió más amplia aún, y apuntó con la cabeza a su espalda, indicándole la boca de un sendero. Luego adoptó de golpe una expresión laxa y avanzó tambaleándose de un lado a otro, embistiendo en la dirección de la que había venido Ian.
Ian apenas si tuvo tiempo de ocultarse antes de que el inglés llamado William irrumpiera en el descampado, pero chocó de golpe contra Glotón, quien lo agarró de las solapas del abrigo, lo miró amorosamente a los ojos y dijo:
—¿Whisky?
—No tengo whisky —contestó William, brusco pero no descortés, e intentó liberarse de Glotón.
Eso resultó una empresa difícil. Glotón era mucho más ágil de lo que su aspecto achaparrado sugería y, en cuanto le quitaba una mano de un sitio, la misma se aferraba a otro como una lapa. Por añadidura, Glotón comenzó a contarle al teniente, en mohawk, la historia de la famosa cacería que le había merecido su nombre, deteniéndose de vez en cuando para gritar «¡whisky!» y rodear fuertemente con los brazos el cuerpo del inglés.
Ian no perdió tiempo en admirar la facilidad del inglés con el idioma, que era considerable, sino que se alejó de allí tan rápido como pudo, y se encaminó hacia el oeste trazando un círcu lo. No podía regresar a través del campamento. Podía refugiarse en uno de los campamentos indios, pero era posible que William lo buscase allí una vez hubiera escapado de Glotón.
—¿Qué demonios quiere de mí? —murmuró sin molestarse ya en no hacer ruido, pero hendiendo la maleza procurando romper lo mínimo.
El teniente William tenía que saber que era un continental por Denny Hunter y el juego del desertor. Sin embargo, no había dado la alarma general al verlo, sólo lo había llamado, sorprendido, como si quisiera conversar.
Bueno, tal vez fuera un truco. El pequeño William quizá fuera joven, pero no era estúpido. No podía serlo, teniendo en cuenta quién era su pa... Además, lo estaba persiguiendo.
Oía voces, cada vez más débiles, a su espalda. Pensó que a lo mejor William había reconocido a Glotón, a pesar de que cuando se conocieron estaba medio muerto. De ser así, sabría que Glotón era su amigo, amigo de Ian, y detectaría el engaño al instante. Pero no importaba. Se hallaba ya en lo más profundo del bosque. William nunca lo alcanzaría.
El olor a humo y a carne fresca penetró en su nariz, así que se volvió y descendió por la colina hacia la orilla de un pequeño arroyo. Allí había un campamento mohawk. Lo supo enseguida.
Sin embargo, se detuvo. Su olor, el hecho de reconocerlo, lo había atraído como a una polilla, pero no debía entrar. Ahora no. Si William había reconocido a Glotón, el primer lugar en el que lo buscaría sería el campamento de los mohawk. Y si él estaba allí...
—¿Otra vez tú? —dijo una desagradable voz mohawk—. Tú no aprendes nunca, ¿verdad?
De hecho, sí había aprendido. Había aprendido a pegar primero. Dio media vuelta y lanzó el puño desde algún lugar detrás de sus rodillas, continuando hacia arriba con toda la fuerza de su cuerpo. «Tienes que golpearle al hijo de puta en plena cara», lo había instruido el tío Jamie cuando empezó a salir por Edimburgo solo. Como de costumbre, era un buen consejo.
Se le reventaron los nudillos con un crujido y sintió un dolor insufrible que ascendió como un rayo por su brazo hasta alcanzar su cuello y su mandíbula, pero Alce de Sol salió catapultado hacia atrás un par de pasos y se estrelló contra un árbol.
Ian se detuvo jadeando y palpándose los nudillos con cuidado, mientras recordaba demasiado tarde que el consejo del tío Jamie comenzaba por «Pégales en las partes blandas, si puedes». No importaba. Había valido la pena. Alce de Sol gemía con suavidad, parpadeando con fuerza. Ian estaba sopesando las ventajas de decir algo de tipo desdeñoso y alejarse triunfal frente a pegarle de nuevo una patada en las pelotas antes de que pudiera levantarse, cuando el inglés William surgió de entre los árboles.
Paseó la mirada de Ian, que aún respiraba como si hubiera corrido un kilómetro y medio, a Alce de Sol, que había rodado sobre sí mismo y se había colocado a cuatro patas, pero parecía no querer ponerse en pie. La sangre se deslizaba por su cara y caía sobre las hojas muertas. Plof. Plof.
—No querría interferir en un asunto privado —declaró William, cortés—. Pero me gustaría tener unas palabras con usted, señor Murray. —Se volvió sin esperar a ver si Ian estaba dispuesto a seguirlo y de nuevo se internó en el bosque.
Ian asintió, sin saber qué decir, y siguió al inglés, llevándose en el corazón el último débil ¡plof! de la sangre de Alce de Sol.
El inglés estaba apoyado en un árbol, observando el campamento mohawk instalado junto al arroyo que discurría más abajo. Una mujer estaba cortando carne de un ciervo recién muerto y la iba poniendo a secar en un bastidor. No era Wakyo’teyehsnonhsa, «La que trabaja con las manos».
William trasladó su mirada azul oscuro a Ian, lo que le provocó una extraña impresión. Pero ya se sentía extraño antes, así que, en realidad, no tenía importancia.
—No voy a preguntarle qué estaba haciendo en el campamento.
—¿Ah, no?
—No. Quería darle las gracias por el caballo y el dinero y preguntarle si había visto a la señorita Hunter, ya que me dejó tan amablemente a su cuidado y al de su hermano.
—Sí, la he visto.
Los nudillos de su mano derecha habían alcanzado ya el doble de su tamaño y comenzaban a darle punzadas de dolor. Iría a ver a Rachel. Ella se los vendaría. La idea era tan embriagadora que, al principio, no se dio cuenta de que William estaba esperando, sin gran paciencia, a que profundizara en esa afirmación.
—Ah. Sí, los... eeeh... los Hunter están con el ejército. Con el... estooo... con el otro ejército —explicó, algo incómodo—. Su hermano es médico militar.
El rostro de William no cambió de expresión, pero pareció solidificarse en cierto modo. Ian lo observó fascinado. Había visto al tío Jamie hacer exactamente lo mismo muchas veces y sabía qué significaba.
—¿Aquí? —inquirió William.
—Sí, aquí. —Señaló con la cabeza en dirección al campamento americano—. Allí, quiero decir.
—Entiendo —respondió William con calma—. Cuando vuelva a verla, ¿podría decirle que le mando muchos recuerdos? Y a su hermano también, por supuesto.
—Ah... sí —replicó Ian, pensando «Conque ésas tenemos, ¿eh? Bueno, no serás tú quien la vea y, en cualquier caso, ella no se relacionaría con un soldado, así que ¡piénsalo mejor!»—. Claro —añadió, consciente a posteriori de que, en esos momentos, para William sólo tenía valor en su presunto papel de mensajero para Rachel Hunter y preguntándose cuánto valdría eso.
—Gracias. —El rostro de William había perdido aquella expresión de hierro. Ahora lo examinaba con atención y, al final, asintió—. Una vida por otra, señor Murray —dijo en voz baja—. Estamos en paz. No deje que lo vea la próxima vez. Quizá no tenga elección.
Se dio media vuelta y se marchó. Ian pudo entrever durante algún tiempo el rojo de su uniforme a través de los árboles.