3
Una vida por otra

Llevé a Jamie a la despensa. Estaba oscura y fría, sobre todo para un hombre sin pantalones, pero no quería arriesgarme a que alguno de los Higgins se despertara. Dios santo, ahora no. Saltarían de su sanctasanctórum como una bandada de codornices asustadas, y, personalmente, temblaba ante la idea de tener que enfrentarme a ellos antes de lo debido. Ya sería bastante horrible tener que decirles lo que había sucedido cuando fuera de día. No podía hacer frente a semejante perspectiva ahora.

A falta de una alternativa mejor, Jamie e Ian habían dejado a la señora Bug en la despensa junto a la abuela MacLeod, oculta bajo la estantería más baja, con la capa cubriéndole el rostro. Podía ver sobresalir sus pies, con sus botas gastadas y rotas y sus medias de rayas. Imaginé de repente a la Bruja Mala del Oeste, y me tapé la boca con la mano antes de que ningún comentario histérico pudiera escapar de ella.

Jamie volvió la cabeza hacia mí, pero tenía la mirada ausente y su cara presentaba ojeras y unas profundas arrugas a la luz de la vela que llevaba en la mano.

—¿Eh? —preguntó en tono distraído.

—Nada —respondí con voz trémula—. Nada de nada. Siéntate... siéntate.

Dejé en el suelo el taburete y mi botiquín, cogí de sus manos la vela y un recipiente de lata con agua caliente e intenté no pensar absolutamente en nada más que en la tarea que tenía delante. No en los pies. No, por el amor de Dios, en Arch Bug.

Jamie llevaba una manta alrededor de los hombros, pero sus piernas estaban necesariamente desnudas, y sentí que tenía los pelos erizados y la carne de gallina al rozárselos con la mano. El bajo de su camisa estaba empapado de sangre medio seca y adherido a su pierna, aunque no se quejó cuando tiré de él para soltarlo y le separé las piernas. Había estado moviéndose como si se hallara en medio de una pesadilla, pero la proximidad de la vela encendida a sus testículos lo reanimó.

—Ten cuidado con esa vela, Sassenach, ¿vale? —dijo cubriéndose los genitales con una mano protectora.

Al ver que tenía razón, le di la vela para que la sostuviera y, con la breve advertencia de que procurara no verter cera caliente, reanudé mi inspección.

La herida sangraba, mas no revestía ninguna gravedad, así que sumergí un trapo en el agua caliente y empecé a trabajar. Tenía la carne helada y el frío sofocaba incluso los intensos olores de la despensa pero, aun así, podía olerlo, su habitual olor seco a almizcle mezclado con el de la sangre y un sudor frenético.

Era un corte profundo que surcaba diez centímetros de la carne del muslo, bien arriba. Pero era un corte limpio.

—Un John Wayne especial —bromeé, intentando hablar en un tono despreocupado y seco.

Los ojos de Jamie, que habían estado fijos en la llama de la vela, cambiaron de enfoque y se posaron en mí.

—¿Qué? —inquirió con voz ronca.

—Nada serio —contesté—. La bala sólo te ha rozado. Tal vez camines un poco raro durante un par de días, pero el héroe vivirá para seguir luchando.

De hecho, la bala le había pasado entre las piernas, causando una profunda brecha en la cara interior del muslo, cerca tanto de los testículos como de la arteria femoral. Un par de centímetros hacia la derecha, y estaría muerto. Un par de centímetros más arriba...

—Eso no me sirve de mucho consuelo, Sassenach —señaló, aunque un atisbo de sonrisa asomó a sus ojos.

—No —admití—. Pero ¿un poco sí?

—Un poco sí —repuso, y me tocó brevemente la cara.

Tenía la mano muy fría y temblaba. Le corría cera caliente por los nudillos de la otra mano, pero no parecía sentirla. Le quité la vela con suavidad y la dejé en la estantería. Advertí que la tristeza y la autocrítica fluían de él a oleadas y me esforcé por contenerme. Si sucumbía ante lo tremendo de la situación, no podría ayudarlo. En cualquier caso, no estaba segura de poder hacerlo, aunque lo intentaría.

—Dios santo —dijo en voz tan baja que casi no lo oí—. ¿Por qué no he dejado que se lo llevara? ¿Qué importancia tenía? —Se golpeó la rodilla con el puño, sin hacer ruido—. Por Dios, ¿por qué simplemente no he dejado que se lo llevara?

—No sabías quién era ni qué pretendía —indiqué en voz igual de baja, poniéndole una mano en el hombro—. Ha sido un accidente.

Tenía los músculos tensos, duros a causa de la angustia. También yo lo sentía, un nudo duro de protesta y rechazo en la garganta. «No, no puede ser verdad, ¡no puede haber sucedido!» Pero había trabajo que hacer. Me enfrentaría a lo inevitable más tarde.

Se cubrió la cara con una mano meneando la cabeza despacio de un lado a otro, y ninguno de los dos hablamos ni nos movimos mientras yo terminaba de limpiar y vendar la herida.

—¿Puedes hacer algo por Ian? —inquirió cuando hube terminado. Retiró la mano que cubría sus ojos y, mientras yo me ponía en pie, me miró con el rostro estragado por la tristeza y el agotamiento, pero de nuevo tranquilo—. Está... —Tragó saliva y miró hacia la puerta—. Está mal, Sassenach.

Miré el whisky que había traído conmigo: un cuarto de botella. Jamie siguió la dirección de mi mirada y negó con la cabeza.

—No bastará.

—Entonces, bébetelo tú.

Hizo un gesto negativo, pero le puse la botella en la mano y apreté sus dedos en torno a ella.

—Es una orden —le dije en tono suave pero firme—. Estás conmocionado. —Se resistió, hizo ademán de dejar la botella, y yo aumenté la presión de mi mano sobre la suya—. Lo sé —señalé—. Jamie, lo sé. Pero no puedes hundirte. Ahora no.

Me miró unos instantes y luego asintió, aceptándolo porque no tenía más remedio, y los músculos de su brazo se relajaron. Yo misma tenía los dedos tiesos, helados a causa del agua y del aire glacial, pero, con todo, más calientes que los suyos. Rodeé su mano libre con las mías y se la apreté con fuerza.

—Hay una razón por la que el héroe nunca muere, ¿sabes? —le dije, e intenté sonreír, una sonrisa rígida y forzada—. Cuando sucede lo peor, alguien tiene que decidir qué hacer. Ahora métete en casa y entra en calor. —Miré afuera, al cielo nocturno color lavanda en el que la nieve se arremolinaba con violencia—. Yo... encontraré a Ian.

¿Adónde habría ido? No muy lejos, no con ese tiempo. Pensé que, dado su estado de ánimo cuando él y Jamie habían regresado con el cuerpo de la señora Bug, era posible que se hubiera internado en el bosque, sin preocuparse de adónde iba ni de lo que pudiera sucederle. Pero tenía al perro consigo. Por muy mal que se encontrara, nunca se llevaría a Rollo en mitad de una ventisca aulladora. Y aquello se estaba convirtiendo precisamente en una ventisca. Avancé a paso lento cuesta arriba rumbo a los edificios anexos, protegiendo mi linterna bajo un pliegue de la capa. Me pregunté, de repente, si cabía la posibilidad de que Arch Bug se hubiera refugiado en el invernadero o en el ahumadero. Y si... oh, Dios mío, ¿lo sabría? Permanecí inmóvil en medio del camino por unos instantes, dejando que la densa nevada se me posara como un velo sobre la cabeza y los hombros.

Había estado tan conmocionada por lo sucedido que no se me había ocurrido preguntarme si Arch Bug sabría que su mujer estaba muerta. Jamie dijo que había gritado, que había llamado a Arch para que se acercara, pero no había obtenido respuesta. Tal vez sospechara que era una trampa. Quizá sencillamente había huido al ver a Jamie y a Ian, suponiendo que, sin duda, no iban a hacerle daño a su mujer, en cuyo caso...

—Maldita sea —dije en voz baja, anonadada.

Sin embargo, no podía hacer nada al respecto. Esperaba poder ayudar a Ian. Me restregué la cara con el antebrazo, parpadeé para sacudirme la nieve de las pestañas y seguí caminando, despacio, mientras el vórtice de remolinos de nieve se tragaba la luz de la linterna. Si me topaba con Arch... Aprisioné con los dedos el mango de la linterna. Tendría que decírselo, llevarlo de vuelta a la cabaña, dejarle ver... Dios mío. Si regresaba con Arch, ¿podrían Jamie e Ian entretenerlo lo suficiente como para que yo pudiera sacar a la señora Bug de la despensa y mostrarla de manera más decorosa? No había tenido tiempo de extraer la flecha ni de colocar el cuerpo decentemente. Me clavé las uñas en la palma de la mano libre, en un intento por controlarme.

—Jesús, no dejes que me lo encuentre —murmuré—. Por favor, no dejes que me lo encuentre.

Pero el invernadero, el ahumadero y el granero del maíz estaban vacíos, gracias a Dios, y nadie podría haberse escondido en el gallinero sin que los pollos armaran alboroto. Guardaban silencio, durmiendo en medio de la tormenta. Sin embargo, la idea del gallinero me hizo pensar de repente en la señora Bug. La vi esparciendo el maíz recogido en el delantal, canturreándoles a aquellos estúpidos animales. Les había puesto nombre a todos. A mí me importaba un comino si nos estábamos comiendo a Isobeaìl o a Alasdair para cenar, pero, en ese preciso momento, el hecho de que ya nadie sería capaz de distinguirlos a unos de otros, o de alegrarse de que Elspeth hubiera tenido diez pollitos, me parecía terriblemente desgarrador.

Encontré por fin a Ian en el granero, una forma oscura acurrucada en la paja a los pies de la mula Clarence, cuyas orejas se irguieron cuando me vio aparecer. Rebuznó encantada ante la perspectiva de tener más compañía, y las cabras balaron histéricas, al pensar que yo era un lobo. Los caballos, sorprendidos, agitaron la cabeza entre resoplidos y relinchos, dubitativos. Rollo, hecho un ovillo en el heno junto a su amo, profirió un breve y penetrante ladrido de disgusto ante el jaleo.

—Menuda arca de Noé tenemos aquí montada —observé mientras me sacudía la nieve de la capa y colgaba la linterna de un gancho—. Sólo falta un par de elefantes. ¡Cállate, Clarence!

Ian volvió el rostro hacia mí, pero, por su expresión ausente, me di cuenta de que no había entendido lo que le había dicho.

Me puse en cuclillas a su lado y le coloqué la mano en la mejilla. Estaba fría y erizada de barba reciente.

—No ha sido culpa tuya —le dije con cariño.

—Lo sé —respondió, y tragó saliva—. Pero no sé cómo voy a seguir viviendo. —No estaba intentando dramatizar en absoluto. Su voz parecía por completo abrumada.

Rollo le lamió la mano y él hundió sus dedos en el cuello del perro, como buscando apoyo.

—¿Qué puedo hacer, tía? —Me miró, impotente—. No puedo hacer nada, ¿verdad? No puedo volver atrás ni deshacerlo. Y, sin embargo, no hago sino buscar la manera de lograrlo. Algo que pueda hacer para enderezar las cosas. Pero no hay... nada.

Me senté en la paja junto a él y le rodeé los hombros con el brazo, atrayendo su cabeza contra mí. Se acercó, de mala gana, aunque yo sentía leves estremecimientos de cansancio y sufrimiento que recorrían su cuerpo sin cesar, como un escalofrío.

—Yo la quería —dijo en voz tan baja que apenas lo oí—. Era como mi abuela, y...

—Y ella te quería a ti —susurré—. No te culparía.

Había estado reprimiendo mis propias emociones como si me fuera la vida en ello, pero ahora... Ian tenía razón. No había nada que hacer, y las lágrimas empezaron a deslizarse por mi rostro de pura impotencia. No es que estuviera llorando, era que la pena y la consternación sencillamente me habían desbordado. No podía contenerlas.

No sé si Ian sintió mis lágrimas en su piel o sólo las vibraciones de mi dolor pero, de repente, se desmoronó a su vez y se echó a llorar en mis brazos, temblando.

Deseé con todas mis fuerzas que fuera un niño pequeño y que la tormenta del dolor pudiera arrastrar su culpa y dejarlo limpio y en paz. Pero Ian estaba mucho más allá de esas cosas tan simples. Cuanto yo podía hacer era abrazarlo y darle palmaditas en la espalda, emitiendo, a mi vez, ruiditos impotentes. Entonces, Clarence nos ofreció su propio apoyo, respirando con fuerza sobre la cabeza de Ian y mordisqueando, pensativo, un mechón de su cabello. Ian soltó un grito y le propinó a la mula un manotazo en el morro.

—¡Ay, déjame!

Se atragantó, le entró una risa nerviosa, lloró otro poco más y, acto seguido, se incorporó y se secó la nariz con la manga. Permaneció un rato sentado en silencio, recobrando la compostura, y yo lo dejé tranquilo.

—Cuando maté a aquel hombre en Edimburgo —dijo por fin con la voz pastosa pero controlada—, el tío Jamie me confesó y me dijo la oración que uno reza cuando ha matado a alguien. Para encomendar a esa persona a Dios. ¿Quieres rezarla conmigo, tía?

No había pensado —y mucho menos rezado— la «Bendición de la muerte» en mucho tiempo, así que la dije tropezando con las palabras. Ian, en cambio, la rezó sin titubear, y me pregunté cuán a menudo la habría rezado a lo largo de esos años. Las palabras parecían insignificantes e ineficaces, sofocadas entre los sonidos de la paja removida y del rumiar de las bestias. Pero sentí un poco de consuelo por haberlas pronunciado. Tal vez sea sólo que la sensación de agarrarse a algo más grande que uno mismo te produce la impresión de que en efecto hay algo más grande, y en verdad tiene que haberlo, porque es obvio que uno no está a la altura de la situación. Yo, ciertamente, no lo estaba.

Ian se quedó un tiempo sentado con los párpados cerrados. Al final los abrió y me miró, con los ojos negros de conocimiento y el rostro muy pálido bajo el pelo de su barba.

—Y, después —dijo—, uno vive con ello —concluyó en voz baja. Se restregó la cara con una mano—. Pero no creo que yo pueda. —Sólo constataba un hecho, por lo que me asustó mucho.

Ya no me quedaban lágrimas, aunque me sentía como si estuviera mirando un agujero negro y sin fondo y no pudiera apartar la vista. Respiré profundamente mientras trataba de pensar en algo que decir, me saqué un pañuelo del bolsillo y se lo di.

—¿Estás respirando, Ian?

Su boca apenas se contrajo.

—Sí, creo que sí.

—Eso es cuanto debes hacer, por ahora. —Me levanté, me sacudí la paja de la falda y le tendí una mano—. Ven. Tenemos que regresar a la cabaña antes de que nos quedemos aquí bloqueados por la nieve.

Ahora nevaba con mayor intensidad, y una ráfaga de viento apagó la vela de mi linterna. No importaba, habría encontrado la cabaña con los ojos vendados. Ian se me adelantó sin decir nada, abriendo un camino en la nieve recién caída. Llevaba la cabeza baja para hacer frente a la tormenta, los estrechos hombros encorvados.

Esperaba que la oración le hubiera sido de ayuda, al menos un poco, y me pregunté si los mohawk tendrían una manera de enfrentarse a una muerte injusta mejor que la de la Iglesia católica.

Entonces me di cuenta de que sabía exactamente lo que harían los mohawk en semejante situación. También Ian lo sabía. Lo había hecho. Me envolví mejor en la capa con la sensación de que me había tragado una gran bola de hielo.