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Un hombre justo

19 de septiembre de 1777

El sol salió, invisible, al sonido de tambores. Tambores en ambos bandos. Se oía la diana de los británicos al mismo tiempo que oíamos la nuestra. Los fusileros habían librado una pequeña escaramuza con tropas británicas dos días antes y, gracias a la labor de Ian y de los otros exploradores, el general Gates conocía a la perfección el tamaño y la disposición del ejército de Burgoyne. Kosciuszko había elegido los altos de Bemis como posición defensiva. Era un barranco situado en la parte alta del río, con numerosas pequeñas quebradas que bajaban hacia el caudal principal, y sus hombres habían trabajado como locos la última semana con palas y hachas. Los americanos estaban listos, más o menos.

A las mujeres, por supuesto, no se las admitía en los consejos de los generales. Pero a Jamie sí, y así fue como me enteré de todo lo relativo a la pelea entre el general Gates, que estaba al mando, y el general Arnold, que pensaba que debería estarlo él. El general Gates, que quería hacerse fuerte en los altos de Bemis y esperar el ataque de los británicos, versus el general Arnold, que afirmaba con vehemencia que los americanos eran quienes debían moverse en primer lugar y obligar a los regulares británicos a luchar por las quebradas densamente pobladas de árboles, arruinando sus formaciones y haciéndolos vulnerables al fuego de francotiradores de los fusileros y recurriendo, si era necesario, a los parapetos y trincheras de los altos.

—Ha ganado Arnold —informó Ian surgiendo un segundo de entre la niebla para pillar un pedazo de pan tostado—. El tío Jamie se ha marchado ya con los fusileros. Dice que te verá esta noche, y entretanto... —Se agachó y me besó cariñosamente en la mejilla, luego sonrió con descaro y desapareció.

También yo tenía el estómago hecho un nudo, tanto a causa de la excitación generalizada como del miedo. Los americanos eran un grupo desordenado y variopinto, pero habían tenido tiempo de prepararse, sabían lo que se avecinaba, y sabían lo que estaba en juego. Esa batalla decidiría la campaña del norte. O bien Burgoyne se impondría y seguiría marchando, atrapando al ejército de George Washington cerca de Filadelfia entre sus fuerzas y las del general Howe, o su ejército invasor se vería detenido y quedaría fuera de la guerra, en cuyo caso el ejército de Gates podría trasladarse hacia el sur para reforzar a Washington. Todos los hombres lo sabían, y parecía que su expectación cargaba de electricidad la niebla.

A decir del sol, eran casi las diez de la mañana cuando la niebla se dispersó. Los disparos habían comenzado algo antes. El sonido penetrante, breve y distante del fuego de rifle. Pensé que los hombres de Daniel Morgan estaban eliminando a los piquetes, y sabía, por lo que Jamie había dicho la noche anterior, que tenían intención de ir a por los oficiales, de matar a los soldados que llevaran gorgueras plateadas. No había dormido la noche anterior, pensando en el teniente Ransom y la gorguera que llevaba al cuello. En medio de la niebla, entre el polvo de la batalla, a lo lejos... Tragué saliva, pero mi garganta permaneció obstinadamente cerrada. Ni siquiera podía beber agua.

Jamie había dormido con la tenaz concentración de un soldado, aunque se había despertado en plena noche con la camisa empapada de sudor a pesar del frío, temblando. No le pregunté qué había estado soñando. Lo sabía. Le había dado una camisa seca, había hecho que volviera a acostarse con la cabeza en mi regazo, y le había acariciado el pelo hasta que cerró los ojos, pero creía que no había vuelto a dormirse.

Ahora no hacía frío. La niebla se había desvanecido y oíamos el traqueteo ininterrumpido de los disparos, descargas poco uniformes pero repetidas. Y gritos tenues y distantes, aunque era imposible distinguir quién gritaba qué a quién. Después, el repentino bramido de un pequeño cañón británico, un sonoro buum que alcanzó el campamento silencioso. Hubo un instante de calma y, luego, estalló la batalla a gran escala. Gritos y chillidos y el intermitente estruendo de la artillería. Las mujeres se apiñaron o se pusieron a recoger sus pertenencias, por si teníamos que salir huyendo.

Alrededor de mediodía, se hizo un silencio relativo. ¿Habría terminado? Esperamos. Al cabo de un rato, los chiquillos empezaron a lloriquear para que les dieran de comer, y cayó sobre el campamento una especie de tensa normalidad, pero no pasó nada. Oíamos gemidos y gritos de auxilio de hombres heridos, aunque no traían a ninguno.

Yo estaba preparada. Tenía una pequeña carreta tirada por una mula equipada con vendajes y equipo médico, así como una pequeña tienda que podía montar en caso de que necesitara practicar una operación bajo la lluvia. La mula estaba atada a una estaca y pacía tranquilamente, ignorante tanto de la tensión como de las descargas ocasionales de mosquete.

A media tarde volvieron a desencadenarse las hostilidades y, esta vez, los seguidores del campamento y las carretas del cocinero comenzaron, en efecto, a retirarse. Los cañones disparaban en ambos bandos, lo suficiente como para que las continuas andanadas rugieran como el trueno, y vi una enorme nube de humo de pólvora negra ascender desde el barranco. No es que tuviera la forma de un champiñón, pero me hizo pensar en Hiroshima y Nagasaki. Afilé el cuchillo y los bisturíes por duodécima vez.

Era casi de noche. El sol iba volviéndose invisible, manchando la niebla de un naranja deslucido y triste. Se estaba levantando el viento nocturno que venía del río, suspendiendo la niebla sobre el suelo y haciéndola arremolinarse y volar en oleadas.

Nubes de humo de pólvora flotaban pesadas en las oquedades, dispersándose más despacio que los retazos de bruma, más ligeros, y prestándole un adecuado olor a azufre a una escena que era, si no infernal, al menos tremendamente espeluznante.

Un claro se abría de pronto aquí y allá, como si alguien hubiera corrido una cortina para mostrar las secuelas de una batalla. Pequeñas figuras oscuras se movían a lo lejos, corriendo como centellas y agazapándose, deteniéndose de repente, con la cabeza alta, como babuinos vigilando por si se aproximaba un leopardo. Eran las seguidoras del campamento. Las mujeres y las prostitutas de los soldados, llegadas como cuervos a despojar a los muertos.

También había niños. Bajo un arbusto, un chiquillo de unos nueve o diez años estaba sentado a horcajadas sobre el cadáver de un soldado con casaca roja, y le golpeaba violentamente la cara con una pesada piedra. Me detuve, paralizada por lo que estaba presenciando, y vi cómo el crío metía los dedos en la boca abierta y sanguinolenta y sacaba un diente de un tirón. Deslizó el premio lleno de sangre en una bolsa que llevaba colgada so bre el costado, volvió a meter los dedos y, al no encontrar ningún otro diente suelto, cogió la piedra con gesto profesional y se puso de nuevo manos a la obra.

Sentí que la bilis se precipitaba a mi garganta y me apresuré a continuar mi camino tragando saliva. La guerra no me era desconocida en términos de muerte y heridas, pero no había estado nunca tan cerca de una batalla. No había estado jamás en un campo de batalla donde los muertos y los heridos se hallaban aún tirados por el suelo antes de que intervinieran los médicos y se enterrara a los fallecidos.

Se oían llamadas de socorro y algún que otro gemido o grito que brotaban incorpóreos de la niebla y me recordaban de un modo inquietante las historias de las Highlands acerca de los urisge, los espíritus malditos de las cañadas. Como los héroes de esas historias, no me detuve a atender sus llamadas, sino que seguí adelante, dando traspiés por las pequeñas pendientes, resbalando sobre la hierba mojada.

Había visto fotografías de los grandes campos de batalla, desde la guerra civil americana a las playas de Normandía. Eso no tenía nada que ver. No había tierra carbonizada ni montones de miembros enredados. Era tranquilo, salvo por los ruidos de los heridos desperdigados y las voces de los que, como yo, gritaban llamando a un amigo o a un marido perdidos.

El suelo estaba lleno de árboles caídos destrozados por la artillería. Bajo esa luz, podría haber pensado que los propios cuerpos se habían convertido en troncos, formas oscuras tendidas cuan largas eran en la hierba, salvo por el hecho de que algunas aún se movían. Aquí y allá, una silueta se agitaba débilmente, víctima de los sortilegios de la guerra, luchando contra la magia de la muerte.

Me detuve y grité en medio de la niebla, llamándolo. Oí varias voces en respuesta, pero ninguna era la suya. Delante de mí yacía un hombre joven, con los brazos extendidos, una expresión de impávido asombro en el rostro y la parte superior del cuerpo en medio de un charco de sangre, como un gran halo. Su parte inferior se encontraba a unos dos metros de distancia. Caminé entre los pedazos recogiéndome las faldas contra las piernas, tapándome con fuerza la nariz para evitar el intenso olor a hierro de la sangre.

La luz era cada vez más tenue, pero vi a Jamie en cuanto llegué al borde de la cuesta siguiente. Estaba tumbado boca abajo en la oquedad, con un brazo extendido y el otro doblado bajo el cuerpo. Los hombros de su abrigo azul oscuro estaban casi negros debido a la humedad y tenía las piernas completamente abiertas, con los talones de las botas torcidos.

El corazón me dio un vuelco y corrí pendiente abajo hacia él ignorando los matojos, el barro y las zarzas. Pero, al acercarme, vi a una figura agazapada salir disparada de detrás de un arbusto cercano y lanzarse hacia él. Cayó de rodillas a su lado y, sin dudarlo, lo agarró del pelo y le volvió la cabeza hacia un lado. Algo centelleó en la mano de la figura, brillante incluso a la pálida luz.

—¡Para! —grité—. ¡Suelta eso, cabrón!

Sobresaltada, la figura levantó la vista al tiempo que yo volaba sobre los últimos metros. Unos ojillos bordeados de rojo me miraron desde una cara redonda manchada de mugre y hollín.

—¡Lárguese! —espetó la mujer—. ¡Yo lo he visto primero!

Tenía un cuchillo en la mano. Lo esgrimió contra mí, esforzándose por ahuyentarme. Yo estaba demasiado furiosa y tenía demasiado miedo por Jamie para temer por mí misma.

—¡Suéltalo! ¡Tócalo y te mato! —amenacé. Tenía los puños apretados y debía de tener aspecto de ir a hacerlo realmente, pues la mujer dio un pequeño salto hacia atrás, soltando el cabello de Jamie.

—Es mío —dijo apuntándome beligerante con la barbilla—. Vaya a buscarse otro.

Otra figura brotó de la niebla y se materializó a su lado. Era el chiquillo que había visto antes, tan sucio y desastrado como la propia mujer. No llevaba cuchillo, pero aferraba una burda tira de metal, arrancada de una cantimplora. Su borde estaba oscuro, de óxido, o de sangre.

Me miró.

—¡Es nuestro, ha dicho mamá! ¡Siga su camino! ¡Lárguese!

Sin esperar a ver si en efecto lo hacía, lanzó una pierna por encima de la espalda de Jamie, se sentó sobre él y comenzó a rebuscar en los bolsillos interiores de su abrigo.

—Aún está vivo, mamá —advirtió—. Siento latir su corazón. Será mejor que le cortes enseguida el gaznate. No creo que esté malherido.

Agarré al chiquillo por el cuello de la chaqueta y lo arranqué del cuerpo de Jamie, haciendo que soltara el arma. El crío chilló y se abalanzó sobre mí con uñas y dientes, pero lo golpeé con la rodilla en el trasero lo bastante fuerte como para darle en la columna vertebral, trabé el codo alrededor de su cuello con una llave estranguladora y le sujeté la flaca muñeca con la otra mano.

—¡Suéltelo! —Los ojos de la mujer se estrecharon como los de una comadreja y sus colmillos brillaron al gruñir.

No me atrevía a apartar lo suficiente los ojos de ella como para mirar a Jamie, pero podía verlo con el rabillo del ojo, con la cabeza vuelta hacia un lado, el cuello muy blanco, descubierto y vulnerable.

—Levántate y retrocede —le ordené—, o lo estrangularé hasta matarlo, ¡lo juro!

Se agachó junto al cuerpo de Jamie con el cuchillo en la mano, como si me estuviera midiendo, intentando decidir si iba a hacerlo de verdad. Lo hice.

Al ahogarlo, el chico forcejeó y se retorció, martilleándome las tibias con los pies. Era pequeño para su edad y flaco como un palo, pero fuerte, a pesar de todo. Se debatía como una anguila. Le apreté el cuello con más fuerza. Gorjeó y dejó de agitarse. Tenía el cabello sucio de polvo y grasa rancia y su olor fétido me inundaba la nariz.

Despacio, la mujer se puso en pie. Era mucho más pequeña que yo, y, además, esquelética. Unas muñecas huesudas asomaban de sus andrajosas mangas. No podía adivinar cuántos años tendría. Bajo la suciedad y la hinchazón de la malnutrición, podría haber tenido cualquier edad entre los veinte y los cincuenta.

—Mi hombre está allí, muerto en el suelo —manifestó haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la niebla que había a su espalda—. No tenía nada aparte del mosquete, y el sargento se lo va a quedar.

Sus ojos se deslizaron hacia el bosque lejano, donde se habían retirado las tropas británicas.

—Encontraré pronto un hombre, pero tengo niños que alimentar mientras tanto, dos, aparte del chico. —Se pasó la lengua por los labios y un deje de persuasión penetró su voz—. Usted está sola. Puede arreglárselas mejor que nosotros. Deje que me quede con éste. Por allí hay más. —Apuntó con la barbilla la pendiente que había detrás de mí, donde estaban los muertos y los heridos rebeldes.

Debí de aflojar ligeramente el brazo mientras escuchaba, pues el chiquillo, que había estado colgando sin moverse, dio un repentino tirón y se liberó, se precipitó por encima del cuerpo de Jamie y rodó hasta los pies de su madre.

Se puso en pie junto a ella, observándome con ojos de rata, recelosos y brillantes como cuentas. Se inclinó y buscó entre la hierba, levantándose con el puñal casero en la mano.

—Mantenla alejada, mamá —dijo con voz áspera a causa del estrangulamiento—. Yo lo mataré.

Con el rabillo del ojo entreví el brillo del metal, medio enterrado en la hierba.

—¡Espera! —exclamé, y di un paso atrás—. No lo mates. No lo mates. —Un paso a un lado, otro atrás—. Me marcharé, dejaré que os lo quedéis, pero...

Me arrojé al suelo y toqué con la mano la fría empuñadura de metal. Había empuñado la espada de Jamie con anterioridad. Era una espada de la caballería, mayor y más pesada de lo habitual, pero ni me di cuenta.

La levanté de golpe y la blandí sujetándola con las dos manos mientras trazaba un arco que cortó el aire e hizo vibrar la hoja.

Madre e hijo dieron un salto atrás con idéntica expresión de absurda sorpresa en sus caras redondas y mugrientas.

—¡Largaos! —grité.

Ella abrió la boca, pero no dijo nada.

—Lo siento por tu hombre —le dije—. Pero mi hombre está aquí tendido. ¡Marchaos, he dicho!

Levanté la espada y la mujer retrocedió a toda velocidad, arrastrando al chico por el brazo.

Dio media vuelta y se marchó, insultándome en voz baja por encima del hombro, pero no presté ni la más mínima atención a lo que decía. Los ojos del muchacho permanecieron fijos en mí mientras se marchaba, como carbones oscuros bajo la tenue luz. La próxima vez me reconocería, y yo a él.

Desaparecieron en la niebla y yo bajé la espada, que de repente pesaba demasiado para poder sostenerla. La dejé caer sobre la hierba y me arrodillé junto a Jamie.

El corazón me aporreaba las sienes y mis manos temblaban como reacción a la experiencia vivida mientras buscaba el pulso en su cuello. Le volví la cabeza y pude verlo, latiendo con regularidad, justo bajo su mandíbula.

—¡Gracias a Dios! —susurré para mí—. ¡Oh, gracias a Dios!

Recorrí rápidamente su cuerpo con las manos buscando una herida antes de moverlo. No creía que los carroñeros regresaran. Oía las voces de un grupo de hombres, lejanas, en la cresta que se erguía a mi espalda. Un destacamento rebelde que venía a buscar a los heridos.

Jamie tenía una gran brecha en la ceja, que ya se estaba poniendo morada. Nada más que yo pudiera ver. El chico tenía razón, pensé, agradecida. No estaba malherido. Acto seguido, lo hice rodar sobre la espalda y le vi la mano.

Las gentes de las Highlands estaban acostumbradas a luchar con una espada en una mano y, en la otra, un targe, el pequeño escudo de cuero utilizado para parar el golpe de un oponente. Jamie no llevaba targe.

La hoja le había alcanzado entre el tercer y cuarto dedo de la mano derecha y había penetrado en la propia mano. Era una herida fea y profunda que le había partido la palma y el cuerpo de la mano y se había detenido a medio camino de la muñeca.

A pesar de su horrible aspecto, la herida no había sangrado mucho. La mano había permanecido doblada bajo su cuerpo y su peso había actuado como un vendaje de presión. La parte delantera de su camisa estaba manchada de rojo, sobre todo alrededor del corazón. Rasgué la camisa y le palpé el pecho para asegurarme de que la sangre procedía de la mano, y así era. Tenía el pecho fresco y mojado por la hierba, pero intacto, los pezones encogidos y duros a causa del frío.

—Me... haces cosquillas —dijo con voz soñolienta. Se toqueteó incómodo el pecho con la mano izquierda intentando apartar la mía.

—Lo siento —contesté refrenando el impulso de echarme a reír de la alegría de verlo vivo y consciente.

Le puse un brazo detrás de los hombros y lo ayudé a sentarse. Parecía borracho, con un ojo hinchado medio cerrado y el pelo lleno de hierba. También actuaba como si estuviera ebrio, tambaleándose de un lado a otro de manera alarmante.

—¿Cómo te sientes? —inquirí.

—Mareado —respondió tan sólo. Se inclinó hacia un lado y vomitó. Lo ayudé a volver a tumbarse en la hierba y le limpié la boca antes de proceder a vendarle la mano.

—Alguien vendrá enseguida —le aseguré—. Te llevaremos a la carreta y podré ocuparme de esto.

—Mmfm —gruñó ligeramente cuando apreté el vendaje—. ¿Qué ha pasado?

—¿Que qué ha pasado? —Interrumpí lo que estaba haciendo y le miré—. ¿Tú me lo preguntas a mí?

—¿Qué ha pasado en la batalla, quiero decir? —repuso con paciencia mirándome con su ojo bueno—. Ya sé lo que me ha pasado a mí, más o menos —añadió haciendo una mueca de dolor al tiempo que se tocaba la frente.

—Sí, más o menos —repliqué con aspereza—. Has hecho que te hicieran pedazos como a un cerdo descuartizado y que medio te aplastaran la cabeza. Por comportarte otra vez como un maldito héroe, ¡eso es lo que te ha pasado!

—Yo no... —comenzó, pero lo interrumpí, pues mi alivio por verlo vivo se vio reemplazado en un visto y no visto por la rabia.

—¡No tenías que ir a Ticonderoga! ¡No deberías haber ido! Dijiste que ibas a dedicarte exclusivamente a escribir e imprimir. Que no ibas a luchar a menos que tuvieras que hacerlo. Bueno, pues no tenías que hacerlo, pero lo hiciste de todos modos... ¡Eres un escocés engreído, jactancioso, terco, que sólo trata de pavonearse!

—¿Pavonearme? —inquirió.

—¡Sabes exactamente lo que quiero decir, porque eso es exactamente lo que has hecho! ¡Podrían haberte matado!

—Sí —admitió pesaroso—. Creía que estaba muerto cuando el dragón se ha abalanzado sobre mí. Pero he chillado y he asustado a su caballo —añadió, más alegre—. El animal se ha encabritado y me ha golpeado en la cara con la rodilla.

—¡No cambies de tema! —espeté.

—¿El tema no es que no estoy muerto? —preguntó mientras intentaba arquear una ceja en vano, con otro gesto de dolor.

—¡No! ¡El tema es tu estupidez, tu maldita y egocéntrica testarudez!

—Ah, eso.

—¡Sí, eso! Tú... tú... ¡uf! ¿Cómo te atreves a hacerme esto? ¿Acaso crees que no tengo nada mejor que hacer con mi vida que trotar por ahí detrás de ti, volviendo a pegar los pedazos en su sitio? —Ahora le gritaba sin reparos.

Me sonrió, con una expresión descarada debido al ojo medio cerrado, lo que me enfureció aún más.

—Habrías sido una buena pescadera, Sassenach —señaló—. Tienes la lengua que hace falta para ello.

—Cállate, cierra la puta maldita...

—Te van a oír —observó con suavidad haciendo un gesto hacia el grupo de soldados continentales que descendían la cuesta en nuestra dirección.

—¡Me importa un comino si me oyen! Si no fuera porque ya estás herido, te... te...

—Ten cuidado, Sassenach —dijo, aún sonriente—. No deberías hacerme aún más pedazos. Tendrás que volver a pegármelos, ¿no?

—Hazme el puto favor de no tentarme —respondí entre dientes con una mirada a la espada que había tirado al suelo.

Él la vio e hizo ademán de ir a cogerla, pero no lo logró. Con un bufido, me incliné por encima de su cuerpo, agarré la empuñadura y se la puse en la mano. Oí gritar a uno de los hombres que bajaban por la colina y me volví para llamarlos con un gesto.

—Quien te oyera ahora mismo pensaría que no te importo gran cosa, Sassenach —declaró a mi espalda.

Me volví para mirarlo. El gesto insolente había desaparecido, pero aún sonreía.

—Tienes una lengua viperina —dijo—, pero eres una espadachina preciosa, Sassenach.

Abrí la boca, aunque las palabras, que tan abundantes habían sido hacía apenas un momento, se habían evaporado como la bruma cuando se levanta.

Posó su mano buena en mi brazo.

—Por ahora, a nighean donn... gracias por mi vida.

Cerré la boca. Los hombres casi habían llegado hasta nosotros, haciendo crujir la hierba a su paso, y sofocando con sus exclamaciones y su charla los gemidos cada vez más débiles de los heridos.

—De nada —contesté.

—Hamburguesa —dije en voz baja, aunque no lo bastante baja.

Él me miró arqueando una ceja.

—Carne picada —precisé, y la ceja bajó.

—Ah, sí, tienes razón. He parado una estocada con la mano. Lástima que no tuviera un targe, habría parado el golpe sin problema.

—Cierto. —Tragué saliva.

No era la peor herida que había visto en mi vida, ni mucho menos, pero aun así me producía una ligera angustia. La yema de su dedo anular había resultado limpiamente seccionada, en transversal, justo por debajo de la uña. El tajo había rebanado una tira de carne del interior del dedo y penetrado hacia abajo entre los dedos corazón y anular.

—Ha debido de alcanzarte cerca de la empuñadura —observé intentando mantener la calma—. De lo contrario, se habría llevado la mitad externa de la mano.

—Mmfm. —La mano permaneció inmóvil mientras la examinaba, pero Jamie tenía el labio superior bañado en sudor y no pudo contener un gruñido de dolor.

—Lo siento —murmuré de manera automática.

—No pasa nada —repuso igual de igual modo. Cerró los ojos. Los volvió a abrir—. Extírpamelo —dijo de repente.

—¿Qué? —retrocedí y lo miré asustada. Apuntó a la mano con la cabeza.

—El dedo. Extírpamelo, Sassenach.

—¡No puedo hacer eso! —Pero, mientras lo decía, me daba cuenta de que tenía razón.

Aparte de las heridas sufridas en el propio dedo, el tendón estaba muy dañado. Era evidente que las probabilidades de que pudiera volver a mover el dedo alguna vez, y aún más de que pudiera volver a moverlo sin dolor, eran infinitesimales.

—No me ha sido de mucha utilidad en los últimos veinte años —declaró mirando el destrozado muñón con actitud neutra—, y es muy probable que ahora lo sea aún menos. Me he roto esta maldita cosa media docena de veces por culpa de cómo sobresale. Si me lo quitas, por lo menos ya no me molestará más.

Quería debatirlo, sólo que no había tiempo. Los heridos comenzaban a subir a paso lento la colina en dirección a la carreta. Los hombres pertenecían a la milicia, no eran tropas regulares. Si había algún regimiento en las proximidades, probablemente tendría un médico, pero yo estaba más cerca.

—Un maldito héroe una vez, un maldito héroe para siempre —murmuré en voz baja. Presioné una bolita de hilas contra la palma ensangrentada de Jamie y me apresuré a envolverle la mano con una venda de lino—. Sí, tendré que extirparlo, pero más tarde. No te muevas.

—Ah —dijo débilmente—. Ya te he dicho que no era un héroe.

—Si no lo eres, no es porque no lo hayas intentado —repliqué antes de apretar el nudo del vendaje con los dientes—. Ya está, tendrá que bastar por ahora. Me ocuparé de ello cuando tenga tiempo. —Cogí la mano vendada y la sumergí en la bacinilla de alcohol y agua.

Cuando el alcohol penetró a través de la tela y llegó a la carne viva, Jamie se puso blanco. Tomó aire con fuerza entre los dientes, pero no dijo ni una palabra más. Señalé con gesto terminante la manta que había extendido en el suelo y él se tumbó, obediente, enroscándose bajo la protección de la carreta, con el puño vendado apretado contra el pecho.

Me levanté del suelo, pero titubeé unos instantes. Volví a arrodillarme y le di a toda prisa un beso en la nuca apartando la coleta, enmarañada y apelmazada con barro medio seco y hojas muertas. Sólo podía verle la curva de la mejilla. Se puso tenso por un segundo al sonreír y luego se relajó.

Había corrido el rumor de que la carreta hospital estaba allí. Ya había un grupo disperso de heridos que podían caminar esperando a que los atendiera, y veía a hombres que avanzaban hacia la luz de mi linterna cargando o medio arrastrando a sus compañeros lastimados. Iba a ser una noche ajetreada.

El coronel Everett me había prometido dos ayudantes, pero sabía Dios dónde se encontraba el coronel en esos momentos. Me detuve un instante a observar la creciente multitud y elegí a un joven que acababa de dejar a un amigo herido bajo un árbol.

—Usted —dije tirándole de la manga—. ¿Le da miedo la sangre?

Adoptó una momentánea expresión de sorpresa y luego me sonrió a través de una máscara de barro y humo de pólvora. Era más o menos de mi misma altura, robusto y de hombros anchos, y tenía una cara que podría haberse calificado de adorable si hubiera estado menos sucia.

—Sólo si es la mía, señora, y, por ahora no lo es, alabado sea Dios.

—Entonces, venga conmigo —dije devolviéndole la sonrisa—. Ahora es usted ayudante de triage.

—¡Eh, Harry! ¿Sabes qué? —le gritó a su amigo—. Me han ascendido. Díselo a tu madre la próxima vez que le escribas: ¡a Lester lo han ascendido a algo, después de todo!

Me siguió con paso decidido y arrogante, aún con una sonrisa en los labios.

La sonrisa se deshizo rápidamente en una expresión de ceñuda concentración mientras lo conducía con rapidez entre los heridos, señalando los niveles de gravedad.

—Los hombres que pierden sangre son la prioridad absoluta —le dije. Le arrojé a las manos un brazado de vendas de lino y una bolsa de hilas—. Deles uno de éstos, dígales a sus amigos que presionen con fuerza la herida con las hilas o que se apliquen un torniquete alrededor del miembro por encima de la herida. ¿Sabe lo que es un torniquete?

—Claro, señora —me aseguró—. Una vez puse uno, cuando una pantera le hincó las garras a mi primo Jess, allá en el condado de Carolina.

—Bien. Pero no pierda el tiempo haciéndolo usted a menos que sea necesario, deje que sus amigos lo hagan. Bueno, los huesos rotos pueden esperar un poco. Llévelos allí, bajo aquella gran haya. Las heridas en la cabeza y las heridas internas que no sangren, aquí atrás, junto al castaño, si pueden moverse. Si no, iré yo a verlos. —Señalé a mi espalda y después giré sobre mí misma describiendo medio círculo, conforme observaba el terreno—. Si ve a un par de hombres enteros, mándelos aquí arriba para que monten la tienda hospital. Tiene que ir en un lugar más bien plano, aquí. Y, luego, mande a otro par para que caven una trinchera para las letrinas... aquí, creo.

—¡Sí, señor! ¡Señora, quiero decir! —Lester me hizo una inclinación de cabeza y agarró con fuerza su bolsa de hilas—. Me ocuparé de ello enseguida, señora. Aunque yo no me preocuparía lo más mínimo por las letrinas durante un rato —añadió—. La mayoría de esos muchachos ya se han cagado de miedo. —Sonrió y me dirigió otra inclinación de cabeza antes de ir a hacer su inspección.

Estaba en lo cierto. El débil hedor de las heces flotaba en el aire como sucedía siempre en los campos de batalla, un leve matiz entre el olor acre de la sangre y el del humo.

Mientras Lester clasificaba a los heridos, emprendí la tarea de reparación con mi botiquín, mi bolsa de suturas, un cuenco con alcohol dispuesto en la plataforma trasera de la carreta y un barril de alcohol para que los pacientes se sentaran, siempre que pudieran hacerlo.

Las peores heridas eran las de bayoneta. Por suerte no se había disparado metralla, y los hombres alcanzados por balas de cañón estaban en tan malas condiciones que ya no podía hacer nada por ellos. Mientras trabajaba, escuchaba con medio oído la conversación de los hombres que estaban esperando a que los asistiera.

—¿No ha sido la cosa más rara que has visto nunca? ¿Cuántos de esos hijos de puta había? —preguntaba un hombre a su vecino.

—Que me aspen si lo sé —contestó su amigo mientras negaba con la cabeza—. Por unos momentos no veía más que rojo por todas partes. Luego, han disparado un cañonazo muy cerca y no he podido ver más que humo por un buen rato. —Se restregó la cara. Las lágrimas que bañaban sus ojos habían trazado largos regueros en el hollín negro que lo cubría desde el pecho hasta la frente.

Volví a mirar a la carreta, pero no pude ver nada debajo. Esperaba que la conmoción y el cansancio hubieran permitido a Jamie dormir a pesar del dolor de la mano, aunque lo dudaba.

A pesar de que casi todos los que me rodeaban tenían una herida de algún tipo, estaban de buen humor, y el estado de ánimo general era de júbilo y alivio eufórico. Desde más abajo en la ladera de la colina, entre la niebla, cerca del río, me llegaban hurras y gritos de victoria y la algarabía indisciplinada de los pífanos y los tambores, que sonaban y chillaban con desordenado alborozo.

Entre el ruido, se oyó una voz más próxima: un soldado de uniforme montado en un caballo de pelo blanco amarillento.

—¿Ha visto alguien a ese cabrón de cabello rojo que ha roto la carga? —Sonó un murmullo y todos miraron a su alrededor, pero nadie contestó. El jinete desmontó y, tras enredar las riendas en una rama, avanzó hacia mí entre el tropel de hombres heridos.

—Sea quien sea, tiene unos cojones del tamaño de una bala de cuatro kilos y medio —señaló el hombre a quien le estaba cosiendo la mejilla.

—Y una cabeza de idéntica consistencia —murmuré.

—¿Eh? —Me miró de reojo, desconcertado.

—Nada —repuse—. Aguante un poquito más. Casi he terminado.

Fue una noche infernal. Algunos de los heridos continuaban tendidos en los barrancos y en las oquedades, al igual que los muertos. Los lobos, que surgieron sin hacer ruido del bosque, no distinguían entre unos y otros, a juzgar por los gritos que se oían a lo lejos.

Antes de volver a la tienda donde se encontraba Jamie casi había amanecido. Levanté la lona sin hacer ruido para no molestarlo, pero ya estaba despierto, acurrucado sobre el costado de cara a la entrada de la tienda, descansando la cabeza en una manta doblada.

Al verme, esbozó una leve sonrisa.

—¿Ha sido una noche dura, Sassenach? —inquirió con la voz ligeramente ronca por el aire frío y tantas horas de silencio. La neblina se colaba por debajo de la lona, teñida de amarillo por la luz de la linterna.

—Las he vivido peores. —Le retiré el pelo de la cara y lo examiné con atención. Estaba pálido, pero no sudoroso y frío. Tenía el gesto tenso por el dolor, pero su piel no estaba caliente al tacto, no había señales de fiebre—. No has dormido nada, ¿verdad? ¿Cómo estás?

—Un poco asustado —respondió—. Y algo mareado. Pero mejor ahora que estás aquí. —Me dirigió una mueca torcida que era casi una sonrisa.

Le puse una mano bajo la mandíbula y apreté los dedos contra el pulso de su cuello. Su corazón latía con regularidad bajo la punta de mis dedos y sentí un breve escalofrío al pensar en la mujer del campo de batalla.

—Estás helada, Sassenach —observó al notarlo—. Y también cansada. Vete a dormir, ¿de acuerdo? Yo podré aguantar un poco más.

Sí que estaba cansada. La adrenalina de la batalla y de la noche de trabajo se consumía rápidamente. La fatiga se extendía despacio por mi columna vertebral y me aflojaba las articulaciones. Pero tenía una idea bastante precisa de lo que las horas de espera le habían costado ya a Jamie.

—No me llevará mucho tiempo —lo tranquilicé—. Y será mejor terminar de una vez. Así podrás dormir con mayor facilidad.

Asintió, aunque no parecía haberse tranquilizado mucho. Desplegué la mesita de trabajo que había traído de la tienda quirófano y la coloqué a mi alcance. Luego cogí la preciosa botella de láudano y vertí un par de centímetros del líquido oscuro y oloroso en una taza.

—Tómatelo despacio, a sorbitos —indiqué poniéndole la taza en la mano izquierda.

Comencé a disponer el instrumental que iba a necesitar, asegurándome de que todo estuviera ordenado y accesible. Había pensado pedirle a Lester que viniera y me ayudase, pero se dormía de pie, tambaleándose como si estuviera borracho bajo las tenues luces de la tienda quirófano, así que lo había mandado a que se buscara una manta y un sitio junto al fuego.

Un pequeño bisturí recién afilado. El frasco del alcohol, con las ligaduras húmedas enrolladas en el interior como un nido de pequeñas víboras, cada una de ellas provista de una pequeña aguja curva. Otro, con las ligaduras secas enceradas para la compresión arterial. Un ramillete de sondas, con los extremos sumergidos en alcohol. Unos fórceps. Unos retractores de mango largo. El tentáculo en forma de gancho para sujetar los extremos de las arterias seccionadas.

Las tijeras quirúrgicas, con sus hojas cortas y curvas y el mango con la forma adaptada a mi mano que el platero Stephen Moray me había hecho siguiendo mis indicaciones. O casi según mis indicaciones. Yo había insistido en que las tijeras debían ser lo más lisas posible para que fueran más fáciles de limpiar y de sinfectar. Stephen había sido complaciente y había creado un diseño sobrio y elegante, pero no había podido resistirse a una pequeña floritura: una de las asas presentaba una extensión ganchuda en la que podía apoyar el dedo meñique con el fin de ejercer más fuerza, y esa proyección formaba una curva suave y ágil que florecía en la punta en un fino capullo de rosa sobre una cascada de hojas. El contraste entre las hojas de las tijeras, pesadas y crueles, en un extremo, y esta ostentación en el otro siempre me hacía sonreír cuando las sacaba de su estuche.

Tiras de gasa de algodón y grueso lino, almohadillas de hilas, emplastos adhesivos manchados de rojo con el jugo de sangre de dragón que los hacía pegajosos. Un cuenco ancho con alcohol para ir desinfectando mientras trabajaba, y los tarros de quina, pasta de ajo machacado y milenrama para hacer cataplasmas.

—Bueno, ya está —dije con satisfacción, tras verificar por última vez que todo estaba en orden.

Todo debía estar a punto, pues trabajaba sola. Si olvidaba algo, no tendría a nadie a mano para que fuera a buscarlo por mí.

—Parece mucha preparación para un dedo de nada —observó Jamie detrás de mí.

Me volví con rapidez y me lo encontré apoyado sobre un codo, observando, con la taza de láudano en la mano.

—¿No podrías simplemente darle un tajo con un cuchillito y cauterizar la herida con un hierro candente, como hacen los cirujanos del ejército?

—Sí, claro que podría —contesté con sequedad—. Pero, por suerte, no tengo que hacerlo. Tengo tiempo suficiente para hacer el trabajo como es debido. Por eso te he hecho esperar.

—Mmfm.

Examinó la hilera de instrumentos centelleantes sin entusiasmo; estaba claro que tenía muchas ganas de terminar con el asunto cuanto antes. Me di cuenta de que a él aquello le parecía una tortura lenta y ritualizada en lugar de una operación sofisticada.

—Tengo intención de dejarte una mano útil —le dije con rotundidad—. Y que no haya infección, ni supuración en el muñón, ni mutilaciones chapuceras y, si Dios quiere, que no te duela, una vez curado.

Arqueó las cejas al oírme decir eso. Él nunca lo había mencionado, pero yo era muy consciente de que su mano derecha y su problemático dedo anular le habían causado dolores intermitentes durante años desde que se lo habían aplastado en la prisión de Wentworth, cuando estuvo preso en ella durante los días anteriores a la revuelta de los Estuardo.

—Un trato es un trato —le dije señalando con un gesto la taza que tenía en la mano—. Bébetelo.

Levantó la taza y, a regañadientes, introdujo su larga nariz por encima del borde, arrugando el gesto al percibir el empalagoso olor. Dejó que el líquido oscuro le tocara la punta de la lengua e hizo una mueca.

—Me hará vomitar.

—Te hará dormir.

—Me provoca unos sueños espantosos.

—Mientras no caces conejos mientras duermes, no tiene la menor importancia —le aseguré.

Soltó una carcajada a su pesar, pero lo intentó por última vez.

—Sabe como esa cosa que se raspa de los cascos de los caballos.

—¿Cuándo lamiste el casco de un caballo por última vez? —le pregunté con las manos en las caderas. Le lancé una mirada de intensidad media, muy útil para intimidar a burócratas de medio pelo y a oficiales del ejército de bajo rango.

Suspiró.

—Va en serio, ¿verdad?

—Sí.

—Entonces, no tengo más remedio. —Con una mirada de reproche que denotaba una sufrida resignación, echó la cabeza hacia atrás y engulló el contenido de la taza de un único trago.

Se estremeció convulsivamente y emitió unos ruiditos de asfixia.

—Te he dicho que te lo tomaras a sorbitos —observé con suavidad—. Como vomites, te lo haré chupar del suelo.

Dada la tremenda suciedad y la hierba machacada que teníamos bajo los pies, se trataba, desde luego, de una amenaza inútil, pero apretó los labios y cerró los ojos con fuerza y volvió a tumbarse con la cabeza en la almohada, respirando a duras penas y tragando saliva de manera espasmódica durante varios segundos. Acerqué un taburete bajo y me senté junto al catre a esperar.

—¿Cómo te encuentras? —inquirí minutos después.

—Me da vueltas la cabeza —respondió. Abrió el ojo un poco y me miró a través de la estrecha hendidura azul, gimió y volvió a cerrarlo—. Como si estuviera cayendo por un acantilado. Es una sensación muy desagradable, Sassenach.

—Intenta pensar un minuto en otra cosa —sugerí—. Algo agradable, para quitártelo de la cabeza.

Frunció el ceño por unos instantes y se relajó.

—Levántate un momento, ¿quieres? —dijo.

Me puse en pie, complaciente, preguntándome qué querría. Abrió los ojos, alargó la mano buena y me dio un buen apretón en las nalgas.

—Ya está —dijo—. Es lo mejor que se me ocurre. Apretarte el culo con fuerza siempre me tranquiliza.

Me eché a reír y me acerqué a él unos centímetros más, de modo que su frente se apoyaba contra mis muslos.

—Bueno, por lo menos es un remedio portátil.

Entonces, cerró los ojos y los mantuvo bien cerrados, respirando profundamente y despacio. Las crueles señales del dolor y del agotamiento comenzaron a borrarse de su rostro a medida que la droga hacía efecto.

—Jamie —dije en voz baja al cabo de un minuto—. Lo siento.

Abrió los ojos, miró hacia arriba y sonrió, dándome un suave pellizco.

—Sí, vale —replicó.

Sus pupilas habían empezado a contraerse. Sus ojos parecían insondables y profundos como el mar, como si estuvieran mirando muy lejos.

—Dime, Sassenach —dijo unos instantes después—. Si alguien te trajera a un hombre y te dijera que si te cortabas un dedo el hombre viviría, y que, si no lo hacías, moriría... ¿te lo cortarías?

—No lo sé —respondí, algo desconcertada—. Si ésa fuera la única opción y no hubiera duda al respecto, y si fuera un buen hombre... sí, supongo que sí. Pero no me haría ninguna gracia —añadí, pragmática, y su boca se curvó en una sonrisa.

—No —dijo. Su expresión se estaba volviendo suave y soñadora—. ¿Sabes que un coronel ha venido a verme mientras estabas atendiendo a los heridos? —dijo un momento más tarde—. Coronel Johnson. Micah Johnson, se llamaba.

—No, ¿que te ha dicho?

La mano de Jamie que me agarraba el trasero había empezado a aflojarse. Le puse mi propia mano sobre la suya para mantenerla en su sitio.

—Se trataba de su compañía... durante el combate. Parte de la de Morgan y el resto de su regimiento estaban justo en lo alto de la colina, en la trayectoria de los británicos. Si la carga hubiera proseguido, habrían perdido con toda seguridad la compañía, dijo, y sabe Dios qué habría sido del resto. —Su suave acento de las Highlands era cada vez más marcado, y tenía los ojos fijos en mi falda.

—Así que tú los has salvado —intervine con suavidad—. ¿Cuántos hombres hay en una compañía?

—Cincuenta —respondió—. Aunque no los habrían matado a todos, supongo.

Su mano resbaló. La recogió y volvió a agarrarme el culo con más fuerza, dejando escapar una leve risita. Podía sentir su aliento a través de mi falda, caliente sobre mis muslos.

—Estaba pensando que era como en la Biblia, ¿sabes?

—¿Sí? —Le apreté la mano contra la curva de mi cadera, manteniéndola en su lugar.

—Como en esa parte donde Abraham está negociando con el Señor por las ciudades de la llanura. «¿No perdonarías a la ciudad si hubiere en ella cincuenta hombres justos?» —citó—. Y, entonces, Abraham comienza a bajar el número, poco a poco, de cincuenta a cuarenta, y luego a treinta, y a veinte y a diez.

Tenía los ojos medio cerrados, y su voz parecía serena y despreocupada.

—No he tenido tiempo de preguntar por la moralidad de ninguno de los hombres de aquella compañía. Pero ¿crees que podría haber diez hombres justos entre ellos... hombres buenos?

—Estoy segura de que sí.

La mano le pesaba, el brazo casi estaba muerto.

—O cinco. O uno siquiera. Bastaría con uno.

—Estoy segura de que hay uno.

—El muchacho con cara de manzana que te ayudaba con los heridos... ¿lo es?

—Sí, lo es.

Suspiró profundamente, con los ojos casi cerrados.

—Entonces, dile que no le envidio el dedo —dijo.

Sostuve su mano buena entre las mías, oprimiéndola con fuerza durante un minuto. Respiraba despacio, con la boca floja, relajado por completo. Lo hice rodar con suavidad sobre la espalda y le coloqué la mano sobre el pecho.

—Maldito seas —susurré—. Sabía que me harías llorar.

Fuera, el campamento estaba tranquilo, en los últimos momentos de sueño antes de que, al amanecer, el sol pusiera a los hombres en marcha. Oí los gritos ocasionales de algún piquete y el murmullo de la conversación cuando dos forrajeadores pasaron cerca de mi tienda camino de los bosques a cazar. De las hogueras no quedaban más que las brasas, pero yo había colocado tres linternas de modo que dieran luz sin hacer sombra.

Me puse en el regazo un delgado tablero cuadrado de madera de pino que utilizaría como superficie de trabajo. Jamie estaba tumbado boca abajo en el jergón con la cara vuelta hacia mí, de modo que podía ir comprobando su color. Estaba profundamente dormido. Respiraba despacio y ni se inmutó cuando presioné el afilado extremo de una sonda contra el dorso de su mano. Todo estaba listo.

Tenía la mano hinchada, inflamada y descolorida, y la herida que le había causado la espada describía una gruesa línea negra sobre la piel tostada por el sol. Cerré un instante los ojos, sujetándole la muñeca mientras le tomaba el pulso. «Uno-y-dos-y-tres-y-cuatro...»

Muy rara vez rezaba de forma consciente cuando me preparaba para operar, aunque sí buscaba algo, algo que no podía describir, pero que siempre reconocía: cierta tranquilidad de espíritu, un distanciamiento de la mente en el que me mantenía en equilibrio sobre ese filo de cuchillo que separa la crueldad de la compasión, comprometida al instante en extrema intimidad con el cuerpo que tenía entre las manos y capaz de destruir lo que tocaba en nombre de la sanación.

«Uno-y-dos-y-tres-y-cuatro...»

Me di cuenta con un sobresalto de que mi propio corazón latía más despacio. El pulso de la punta de mis dedos coincidía con el de la muñeca de Jamie, latido a latido, lento y fuerte. Si estaba esperando una señal, supuse que eso serviría. «Preparada, lista, ya», pensé, y cogí el bisturí.

Una breve incisión horizontal sobre el cuarto y el quinto nudillo, luego hacia abajo, cortando la piel cerca de la muñeca. Socavé la piel con cuidado con la punta de las tijeras, luego sujeté en su sitio el colgajo con una de las largas sondas de acero, clavándola en la blanda madera del tablero.

Tenía un pequeño atomizador lleno de una solución de agua destilada y alcohol. Como esterilizar era imposible, lo utilicé para extender una fina bruma sobre el campo operatorio y eliminar el primer brote de sangre. No sangraba gran cosa. El vasoconstrictor que le había administrado funcionaba, pero el efecto no duraría mucho.

Aparté con suavidad las fibras musculares, las que todavía estaban enteras, para descubrir el hueso y el tendón que había sobre él, que brillaba plateado entre los vivos colores del cuerpo. La espada prácticamente había seccionado el tendón un par de centímetros por encima de los huesos carpianos. Corté las escasas fibras que quedaban y la mano se crispó por reflejo de manera desconcertante.

Me mordí el labio, pero todo iba bien. Aparte de la mano, Jamie no se había movido. Lo notaba distinto. Su carne estaba más llena de vida que la de un hombre bajo los efectos del éter o del pentotal. No estaba anestesiado por completo, sólo drogado hasta el amodorramiento. Su piel era elástica al tacto, no tenía la dócil flacidez a la que estaba acostumbrada en la época en que había trabajado en el hospital en mi propio tiempo. Sin embargo, no tenía nada que ver con las convulsiones conscientes y aterrorizadas que había sentido bajo las manos en la tienda hospital.

Aparté el tendón cortado con los fórceps. Ahí estaba la profunda rama del nervio cubital, un delicado hilo de mielina, con sus pequeñas ramificaciones que se extendían hasta perderse de vista en la profundidad de los tejidos. Perfecto, estaba lo bastante lejos del meñique como para que pudiera trabajar sin dañar el tronco del nervio principal.

Nunca se sabía. Las ilustraciones de los libros eran una cosa, pero lo primero que aprendía cualquier médico es que los cuerpos resultan desconcertantemente únicos. Un estómago estaría más o menos donde uno esperaba encontrarlo, pero los nervios y los vasos sanguíneos que lo alimentaban podrían estar en cualquier punto de las proximidades, y con bastante probabilidad diferirían también en forma y número.

Pero ahora conocía los secretos de su mano. Podía ver cómo estaba hecha, las estructuras que le daban forma y movimiento. Ahí estaba el hermoso y fuerte arco del tercer metacarpio, y la delicadeza de la red de vasos sanguíneos que lo abastecían. La sangre fluía, lenta y vívida: rojo intenso en el charquito del campo abierto; escarlata brillante allí donde manchaba el hueso partido; de un azul marino oscuro e intenso en la pequeña vena que latía bajo la articulación; negro costroso en los bordes de la herida original, donde se había coagulado.

Había sabido, sin preguntarme cómo, que el cuarto metacarpio estaba destrozado. Así era. La hoja se había hincado cerca del extremo proximal del hueso y había astillado su pequeña cabeza cerca del centro de la mano.

Tendría que quitárselo también. En cualquier caso, habría que retirar los pedazos de hueso sueltos con el fin de evitar que irritaran los tejidos circundantes. Quitar el metacarpio permitiría que los dedos corazón y meñique estuvieran más juntos, estrechando, de hecho, la mano y eliminando el extraño hueco que dejaba el dedo extirpado.

Tiré del dedo mutilado con fuerza para abrir el espacio articular entre las articulaciones y utilicé la punta del bisturí para seccionar el ligamento. Los cartílagos se separaron con un leve pero audible ¡pop! y Jamie dio un respingo y gruñó, al tiempo que la mano que yo sujetaba se retorcía.

—Chsss —le susurré sujetándola con fuerza—. Chsss, todo va bien. Estoy aquí, todo va bien.

No podía hacer nada por los muchachos que morían en el campo de batalla, pero allí, por él, podía hacer magia y saber que el hechizo surtiría efecto. Jamie me oyó, profundamente sumido en agitados sueños de opio. Frunció el ceño y murmuró algo ininteligible, suspiró y se relajó, y su muñeca volvió a quedar muerta bajo mi mano.

No muy lejos, en algún lugar, cantó un gallo, y miré hacia la pared de la tienda. Había bastante más luz y un débil viento de madrugada se coló por la rendija que había detrás de mí, enfriándome la nuca.

Separé el músculo subyacente causando el menor daño posible. Solté la pequeña arteria digital y otros dos vasos que parecían lo bastante grandes como para tomarse la molestia, corté las últimas fibras y retazos de piel que sujetaban el dedo, y lo liberé. El metacarpio quedó colgando, sorprendentemente blanco y desnudo, como la cola de una rata.

Era un trabajo limpio y perfecto, pero sentí una momentánea tristeza al desechar el pedazo de carne mutilado. Tuve una fugaz visión de Jamie sosteniendo al recién nacido Jemmy, contándole los deditos de las manos y de los pies, con una expresión de maravilla y embeleso en la cara. También su padre le había contado los dedos.

—Todo va bien —susurré, diciéndoselo tanto a él como a mí misma—. Todo va bien. Se curará.

El resto fue rápido. Usé los fórceps para extraer los pedacitos de hueso machacado. Despejé la herida lo mejor que pude, retirando trocitos de hierba y suciedad, incluso un diminuto retazo de tela que había penetrado en la carne. Después, sólo fue cuestión de limpiar el borde desigual de la herida cortando un pequeño exceso de piel y coser las incisiones. Extendí una gruesa capa de pasta de ajo y hojas de roble blanco mezclada con alcohol sobre la mano y le puse una almohadilla de hilas y gasa y una venda de lino apretada y emplastos adhesivos para reducir la hinchazón y facilitar que los dedos corazón y meñique se juntaran.

Casi había amanecido. La linterna que colgaba sobre mi cabeza emitía una luz que parecía tenue y débil. Me ardían los ojos por el trabajo tan meticuloso y el humo de las hogueras. Fuera se oían voces, las de los oficiales que se movían entre los hombres, despertándolos para que le hicieran frente al día... y tal vez también al enemigo.

Coloqué la mano de Jamie sobre el catre, cerca de su rostro. Estaba pálido, pero no en exceso, y sus labios tenían un vivo color rosado, no azul. Dejé caer los instrumentos en un cubo con alcohol y agua, demasiado cansada de repente para limpiarlos como Dios manda. Envolví el dedo extirpado en una venda de lino, sin saber muy bien qué hacer con él, y lo dejé sobre la mesa.

«¡Arriba! ¡Arriba!», sonaban fuera los gritos rítmicos de los sargentos, puntuados de las graciosas variaciones y las groseras respuestas de durmientes reacios.

No me molesté en desnudarme. Si hoy había combate, me despertaría enseguida. Pero Jamie no. No tenía por qué preocuparme. Pasara lo que pasase, hoy no combatiría.

Me quité las horquillas del pelo y lo sacudí dejándolo caer sobre mis hombros, mientras suspiraba de alivio al sentirlo libre. Luego me acosté a su lado en el camastro, pegada a él. Estaba boca abajo. Obedeciendo a un impulso le puse la mano en el trasero y se lo pellizqué.

—Dulces sueños —dije, y dejé que el cansancio me arrastrara.