63
Separado para siempre de mis amigos y parientes
El teniente lord Ellesmere por fin había acabado con la vida de un rebelde. De varios, pensaba él, aunque no podía estar seguro de haber matado a todos aquellos a los que había disparado. Algunos tal vez sólo estuvieran heridos. Estaba seguro de haber matado al hombre que había atacado uno de los cañones británicos con un grupo de otros rebeldes. Lo había atravesado de parte a parte con un sable de caballería y, después, durante varios días, había sentido una extraña insensibilidad en el brazo que empuñaba la espada, lo que le hacía flexionar la mano izquierda cada pocos minutos para asegurarse de que aún podía utilizarla.
La insensibilidad no se limitaba a su brazo.
En el campamento británico, los días posteriores a la batalla se invirtieron, en parte, en la búsqueda ordenada de los heridos, el sepelio de los muertos y el reagrupamiento de las fuerzas. De las que quedaban. La deserción estaba a la orden del día. Había un flujo constante de partidas furtivas. Un día huyó una compañía entera de soldados de Brunswick.
Tuvo a su mando a más de un piquete de entierro, observando con cara impasible cómo daban sepultura a hombres —y niños— a los que había conocido. Durante los dos primeros días, no habían enterrado los cuerpos a profundidad suficiente, por lo que estuvieron oyendo toda la noche los aullidos y gruñidos de los lobos que luchaban por los cadáveres que habían logra do exhumar de las tumbas a ras de tierra. Volvieron a enterrar lo que quedaba de ellos al día siguiente, a mayor profundidad.
Por la noche, encendían hogueras alrededor del campamento cada noventa metros, pues los francotiradores americanos se acercaban en la oscuridad y mataban a los piquetes.
Durante el día hacía un calor insufrible, por las noches un frío espantoso, por lo que nadie podía descansar. Burgoyne había dado orden de que «ningún oficial ni soldado debía dormir jamás sin su uniforme», así que William llevaba sin cambiarse de ropa interior más de una semana. Pero no importaba si olía mal. Su propio hedor era indetectable. Los hombres tenían la obligación de estar en las líneas, con sus armas, una hora antes del amanecer, y debían permanecer allí hasta que el sol hubiera consumido la niebla para tener la seguridad de que entre la bruma no había americanos ocultos listos para atacar.
Se suprimió la ración diaria de pan. El tocino y la harina comenzaban a escasear, y los cantineros no tenían ni tabaco ni coñac, con gran disgusto de las tropas alemanas. La parte positiva era que las defensas británicas estaban en perfecto orden. Habían construido dos grandes reductos y habían mandado a un millar de hombres a cortar árboles para abrir campos de fuego para la artillería. Y Burgoyne había anunciado que esperaban la llegada del general Clinton dentro de diez días, con refuerzos y —era de suponer— comida. Cuanto debían hacer era esperar.
—Esperamos al general Clinton con mayor ansia de la que los judíos esperan al Mesías —bromeó el Ober-Leftenant Gruenwald, que había sobrevivido de milagro a la herida recibida en Bennington.
—Ja, ja —rió William.
El campamento americano estaba de buen humor, más que dispuesto a terminar la tarea que habían empezado. Por desgracia, mientras que en el campamento británico escaseaban las raciones, los americanos andaban cortos de munición y pólvora. Como consecuencia, se vivía un período de inquieta estasis, durante el cual los americanos se acercaban sin cesar a la periferia del campamento británico, pero sin hacer ningún progreso real.
Ian Murray hallaba esa situación extremadamente tediosa y, después de que durante una correría simbólica un compañero poco cuidadoso pisara una bayoneta abandonada y se agujerease el pie, decidió que tenía la excusa adecuada para hacer una visita a la tienda hospital donde Rachel Hunter ayudaba a su hermano.
Sin embargo, esa perspectiva lo ilusionó tanto que no prestó la necesaria atención a dónde ponía los pies en medio de la niebla, se precipitó de cabeza por un barranco y se dio un golpe oblicuo en la cabeza contra una piedra. Así fue como los dos hombres regresaron cojeando al campamento, apoyándose el uno en el otro, e hicieron un alto en la tienda hospital.
En la tienda estaban muy ocupados. No era allí donde se encontraban los heridos en combate, sino donde acudían a recibir tratamiento quienes sufrían achaques menores. Ian no tenía la cabeza rota, pero lo veía todo doble, así que cerró un ojo con la esperanza de que eso lo ayudara a localizar a Rachel.
—Ho ro —dijo alguien a su espalda con abierta aprobación—, mo nighean donn boidheach!
Por un desconcertante momento, Ian pensó que quien hablaba era su tío, y se preguntó por qué el tío Jamie estaría echándole piropos a su tía mientras trabajaba. Pero la tía Claire no estaba allí, le recordaron sus lentas entendederas, así que, ¿qué...?
Mientras se cubría el ojo con una mano para impedir que se le cayese de la cara, se volvió con cuidado y vio a un hombre en la entrada de la tienda.
El sol de la mañana le arrancaba chispas a su cabello, e Ian se quedó boquiabierto, con la sensación de haber recibido un puñetazo en la boca del estómago. No era el tío Jamie, se dio cuenta en cuanto el hombre entró, ayudando también a un compañero que cojeaba. La cara no era la suya: roja y curtida, con unos rasgos alegres y feos. El cabello era rojo melado, no bermejo, y con grandes entradas en las sienes. Era de constitución sólida, no exageradamente alto, pero su forma de moverse... como un puma, incluso cargado como iba con su amigo... Por algún motivo, Ian no podía librarse de la persistente impresión de que se trataba de Jamie Fraser.
El hombre pelirrojo iba ataviado con un kilt. Ambos lo llevaban. «De las Highlands», pensó, terriblemente confuso. Pero eso lo había sabido en el mismísimo momento en que lo había oído hablar.
—Có thu? —inquirió Ian con brusquedad. «¿Quién es usted?»
Al oír hablar gaélico, el hombre lo miró, sorprendido. Examinó a Ian de arriba abajo, fijándose en su indumentaria de mohawk, antes de responder.
—Is mise Seaumais Mac Choinnich à Boisdale —contestó, muy cortés—. Có tha faighneachd? —«Soy Hamish MacKenzie, de Boisdale. ¿Quién lo pregunta?»
—Ian Murray —respondió, intentando poner en orden sus confusos pensamientos. El nombre le era ligeramente familiar... pero ¿por qué no? Conocía a cientos de MacKenzie—. Mi abuela era una MacKenzie —informó, como solía hacerse para establecer relaciones con extraños—. Ellen MacKenzie, de Leoch.
Los ojos del hombre se abrieron de par en par.
—Ellen, ¿de Leoch? —exclamó, muy excitado—. ¿La hija de ese al que llamaban Jacob Ruaidh?
Con la emoción, Hamish apretó con fuerza la mano que sujetaba a su amigo, quien soltó un alarido. El grito atrajo la atención de la joven —la que Hamish había saludado como «Oh, bonita muchacha color nuez»—, que acudió corriendo a atenderlos.
Sí que era del color de la nuez, observó Ian. Rachel Hunter tenía la piel del mismo tono suave de las nueces a causa del sol, y el cabello que asomaba bajo su pañuelo era del color de una cáscara de nuez. Sonrió al pensarlo. Ella lo vio y lo miró entornando los ojos.
—Bueno, si puedes sonreír como un simio, el daño no puede ser mucho. ¿Por qué...?
Se detuvo, atónita al ver a Murray fundido en un abrazo con un escocés de las Highlands en kilt, que lloraba de alegría.
Ian no lloraba, pero era innegable que estaba muy contento.
—Tiene que ver a mi tío Jamie —manifestó desenredándose con destreza—. «Seaumais Ruaidh», creo que lo llamaban ustedes.
Jamie Fraser tenía los ojos cerrados y exploraba con precaución el dolor de su mano. Era agudo, lo bastante fuerte como para provocarle náuseas, pero con ese agobiante malestar característico de los huesos rotos. Sin embargo, era un malestar que curaba. Claire decía que los huesos se tejían y, a menudo, Jamie pensaba que no se trataba tan sólo de una metáfora. A veces parecía como si alguien estuviera realmente hincándote agujas de acero en el hueso y obligando a los extremos destrozados a reintegrarse en cierto patrón, sin preocuparse de las sensaciones de la carne de alrededor.
Tenía que mirarse la mano, era consciente de ello. A fin de cuentas, debía acostumbrarse a ella. Le había echado un rápido vistazo, que lo había hecho sentirse mareado y a punto de vomitar de pura confusión. No podía reconciliarse con esa nueva imagen, con esa nueva sensación, con el fuerte recuerdo de cómo debería ser su mano.
Pero lo había hecho antes, se recordó. Se había acostumbrado a las cicatrices y a la rigidez. Y, sin embargo... recordaba las sensaciones de su mano joven, su aspecto, tan acomodaticia, ágil y sin dolor, empuñando una azada, blandiendo una espada. Sujetando una pluma... bueno, eso no. Sonrió pesaroso para sí mismo. Para eso nunca había sido ni acomodaticia ni ágil, ni siquiera cuando sus dedos se hallaban en las mejores circunstancias.
¿Podría escribir siquiera ahora con esa mano?, se preguntó de repente, y la dobló un poco por curiosidad. El dolor hizo que gritara, aunque... tenía los ojos abiertos, fijos en su mano. La desconcertante imagen del dedo corazón pegado al meñique le revolvió las tripas, aunque... podía doblar los dedos. Veía las estrellas, pero sólo era dolor. No notaba ningún tirón, el dedo paralizado no suponía ningún obstáculo. La mano... funcionaba.
«Tengo intención de dejarte una mano útil», podía oír la voz de Claire, sin aliento pero firme.
Esbozó una leve sonrisa. Era inútil discutir con ella sobre cualquier cuestión médica.
Entré en la tienda a por mi pequeño cauterio y me encontré a Jamie sentado en el catre, doblando despacio su mano herida y contemplando el dedo que le había cortado, que estaba en una caja junto a él. Yo lo había envuelto a toda prisa en una venda enyesada, por lo que parecía un gusano momificado.
—Eeeh —dije con delicadeza—. ¿Puedo deshacerme de él?
—¿Cómo?
Extendió un vacilante dedo índice, lo tocó, y luego retiró a toda velocidad la mano como si el dedo cortado se hubiera movido de repente. Emitió un ruidito nervioso que no acababa de ser una risa.
—¿Quemándolo? —sugerí.
Ése era el método habitual para deshacerse de los miembros amputados en los campos de batalla, aunque yo nunca lo había hecho personalmente. La idea de construir una pira funeraria para la cremación de un único dedo me pareció de repente absurda, aunque no más que la idea de limitarme a arrojarlo a una de las hogueras en las que se preparaba la comida, con la esperanza de que nadie se diera cuenta.
Jamie produjo un ruido dudoso con la garganta: la idea no le hacía mucha gracia.
—Bueno... supongo que podrías ahumarlo —le dije igual de insegura—. Y guardarlo en tu escarcela como recuerdo. Como hizo Ian con la oreja de Neil Forbes. ¿Sabes si todavía la tiene?
—Sí, la tiene. —Jamie estaba empezando a coger de nuevo el color al tiempo que recuperaba el dominio de sí mismo—. Pero no, no creo que quiera hacer eso.
—Podría conservarlo en espíritu de vino —ofrecí. Eso le arrancó el fantasma de una sonrisa.
—Diez a uno a que alguien se lo bebería antes de que acabara el día, Sassenach.
También yo creía que ésa era una apuesta generosa. Las probabilidades eran más bien de mil a uno. Sólo había logrado mantener la mayor parte de mi alcohol medicinal intacto haciendo que uno de los más feroces conocidos indios de Ian lo vigilara cuando no estaba utilizándolo, y durmiendo junto al barrilito por la noche.
—Bueno, me parece que eso sólo nos deja la opción de enterrarlo.
—Mmfm.
Ese ruido indicaba que estaba de acuerdo, pero con reservas, así que lo miré.
—¿Qué?
—Bueno —respondió como quien no quiere la cosa—. Cuando el pequeño Fergus perdió la mano, nosotros... bueno, fue idea de Jenny, pero celebramos una especie de funeral, ¿sabes?
Me mordí el labio.
—Bueno, ¿por qué no? ¿Algo familiar o quieres que invitemos a todo el mundo?
Antes de que pudiera contestarme, oí fuera la voz de Ian hablando con alguien y, un instante después, su cabeza desgreñada asomó por la entrada de la tienda. Tenía un ojo negro e hinchado y un chichón considerable en la cabeza, pero sonreía de oreja a oreja.
—¿Tío Jamie? —dijo—. Aquí hay alguien que quiere verte.
—¿Cómo es que estás aquí, a charaid? —inquirió Jamie algo después de la tercera botella.
Hacía mucho que habíamos cenado y la hoguera ardía sin fuerza. Hamish se limpió la boca y volvió a pasarle la nueva botella.
—Aquí —repitió—. ¿Quieres decir aquí en las tierras vírgenes o aquí luchando contra el rey? —Le lanzó a Jamie una directa mirada azul, tan parecida a las del propio Jamie que él la reconoció y sonrió.
—¿Contesta la segunda de esas preguntas a la primera? —inquirió, y Hamish le respondió con la sombra de una sonrisa.
—Sí, eso es. Siempre has sido rápido como un colibrí, a Sheaumais. De cuerpo y de mente.
Al ver en mi expresión que tal vez yo no fuera tan rápida en mis percepciones, se volvió hacia mí.
—Fueron las tropas del rey las que mataron a mi tío, los soldados del rey quienes mataron a los guerreros del clan, quienes destruyeron la tierra, quienes dejaron que las mujeres y los niños se murieran de hambre, quienes arrasaron mi casa y me exiliaron, quienes mataron de frío y de hambre y de las enfermedades de las tierras vírgenes a la mitad de la gente que estaba conmigo. —Hablaba despacio, pero con una pasión que ardía en sus ojos—. Cuando vinieron al castillo y nos echaron, yo tenía once años. Cumplí doce el día que me hicieron jurar fidelidad al rey. Dijeron que ya era un hombre. Para cuando llegamos a Nueva Escocia... lo era.
Se volvió hacia Jamie.
—¿A ti también te hicieron jurar, a Sheaumais?
—Sí —respondió él con suavidad—. Pero un juramento forzado no puede vincular a un hombre ni impedir que sepa lo que es justo.
Hamish alargó una mano y Jamie se la estrechó con fuerza, aunque no se miraron.
—No —repuso con seguridad—. No puede.
Tal vez no. Pero yo sabía que ambos estaban pensando, al igual que yo, en la fórmula de dicho juramento: «Que yazga en tierra sin consagrar, separado para siempre de mis amigos y parientes.» Y que ambos estaban pensando, como yo, en lo altas que eran las probabilidades de que ese destino fuera justo el que los esperaba a ellos.
Y a mí.
Me aclaré la garganta.
—Pero ¿y los demás? —dije, movida por el recuerdo de las muchas personas que había conocido en Carolina del Norte, y sabiendo que lo mismo sucedía con muchos en Canadá—. ¿Los escoceses de las Highlands que son lealistas?
—Sí, bueno —replicó Hamish en voz baja, y miró al fuego, cuyo brillo acentuó las arrugas de su rostro—. Lucharon como valientes, pero a los más destacados los mataron. Ahora sólo quieren paz y que los dejen tranquilos. Pero la guerra no deja tranquilo a nadie, ¿verdad?
De repente me miró y, por un asombroso instante, vi asomarse a sus ojos a Dougal MacKenzie, aquel hombre impaciente y violento que estaba sediento de guerra. Sin esperar una respuesta, se encogió de hombros y prosiguió.
—La guerra ha vuelto a encontrarlos. No tienen más remedio que luchar. Pero cualquiera puede darse cuenta de que el ejército continental es, o era, una chusma lamentable. —Levantó la cabeza y asintió levemente, como para sí, mientras contemplaba las hogueras, las tiendas, la vasta nube de niebla iluminada por las estrellas que flotaba sobre nosotros, llena de humo y polvo y del olor de los cañones y de la inmundicia—. Pensaron que aplastarían a los rebeldes, y enseguida. A pesar del juramento, ¿quién sino un tonto se sumaría a una empresa tan arriesgada?
«Un hombre que no hubiera tenido ocasión de combatir antes», pensé. Le dirigió a Jamie una sonrisa torcida.
—Me sorprende que no nos aplastaran —añadió, y parecía, en efecto, un tanto sorprendido—. ¿No te sorprende a ti también, a Sheaumais?
—Estoy asombrado —respondió Jamie con una débil sonrisa.
—Aunque me alegro de ello. Y me alegro de que estés aquí... a Sheaumais.
Conversaron durante la mayor parte de la noche. Cuando se pusieron a hablar en gaélico, me levanté, le puse a Jamie una mano en el hombro como gesto de buenas noches, y me deslicé entre mis mantas. Exhausta por el trabajo del día, me quedé dormida al instante, apaciguada con el sonido de su charla tranquila, como el zumbido de las abejas en el panal.
Lo último que vi antes de que el sueño se me llevara fue el rostro de Ian al otro lado del fuego, embelesado al oír hablar de la Escocia que se había desvanecido justo cuando él nació.