El tiempo seguía siendo espantoso. Ahora, a la lluvia se sumaban rachas de nieve, por lo que Hugh insistió en que nos quedáramos al menos unos cuantos días más, hasta que el cielo se hubiera despejado.
—Eso podría muy bien no suceder hasta san Miguel —le dijo Jamie sonriendo—. No, primo, nos vamos.
Y nos fuimos, envueltos en toda la ropa que poseíamos. Tardamos más de dos días en llegar a Lallybroch, por lo que nos vimos obligados a buscar cobijo durante la noche en una pequeña granja abandonada, tras dejar a los caballos en la vaquería de al lado. No había muebles ni turba para la chimenea y la mitad del tejado había desaparecido, pero los muros de piedra paraban el viento.
—Echo de menos a mi perro —rezongó Ian arrebujándose bajo el manto y echándose una manta por encima de la cabeza con la carne de gallina.
—¿Se sentaría sobre tu cabeza? —inquirió Jamie, abrazándome con más fuerza mientras el viento rugía alrededor de nuestro refugio y amenazaba con arrancar el resto del gastado tejado de paja que cubría la casa—. Deberías haber pensado que estábamos en enero antes de afeitarte la cabeza.
—Tú tienes suerte —le contestó Ian atisbando, ceñudo, desde debajo de la manta—. Tienes a la tía Claire para mantenerte caliente.
—Bueno, tal vez tengas una esposa un día de estos. ¿Dormirá Rollo con vosotros cuando la tengas? —preguntó Jamie.
—Mmfm —replicó Ian, y volvió a cubrirse la cara con la manta, temblando.
También yo temblaba, a pesar del calor de Jamie, de nuestros dos mantos, tres enaguas de lana y dos pares de medias. Había estado en muchos sitios fríos en mi vida, pero el frío escocés es particularmente penetrante. Sin embargo, pese a anhelar el calor de un fuego y la calidez de Lallybroch que recordaba, estaba casi tan nerviosa por nuestra inminente vuelta a casa como Ian, y él se había ido inquietando cada vez más conforme nos internábamos en las Highlands. Ahora se agitaba y murmuraba para sí, revolviéndose entre las mantas en los oscuros confines de la cabaña.
Al llegar a Edimburgo, me había estado preguntando si no deberíamos anunciar nuestra llegada a Lallybroch. Pero cuando lo sugerí, Jamie se echó a reír.
—¿Crees que tenemos la menor posibilidad de acercarnos a quince kilómetros de allí sin que nadie se entere? No temas, Sassenach —me aseguró—, en cuanto pongamos los pies en las Highlands, todos, desde el lago Lomond hasta Inverness, sabrán que Jamie Fraser vuelve a casa con su bruja inglesa y, para colmo, trayendo consigo a un piel roja.
—¿Bruja inglesa? —repetí sin saber si tomármelo a broma u ofenderme—. ¿Me llamaban bruja inglesa? ¿Cuando estábamos en Lallybroch?
—A menudo en tu propia cara, Sassenach —repuso con sequedad—. Pero entonces no sabías el suficiente gaélico para darte cuenta. No lo decían como insulto, a nighean —añadió en tono suave—. Ni lo harán ahora. Es sólo que en las Highlands llamamos a las cosas tal como las vemos.
—Hum —repliqué, algo sorprendida.
—Aunque no se equivocarán, ¿verdad? —preguntó sonriente.
—¿Estás insinuando que parezco una bruja?
—Bueno, digamos que ahora no mucho —respondió entornando un ojo, apreciativo—. A primera hora de la mañana, tal vez. Sí, ésa es una perspectiva más temible.
No tenía espejo, pues no se me había ocurrido comprarme uno en Edimburgo, pero aún tenía un peine y, ahora, mientras acomodaba la cabeza bajo la barbilla de Jamie, decidí hacer un alto poco antes de llegar a Lallybroch y emplearlo a conciencia, con lluvia o sin ella. No es que el hecho de que llegara con el aspecto de la reina de Inglaterra o de un diente de león a punto de echar la semilla fuese a tener la menor importancia, pensé. Lo importante era que Ian volvía a casa.
Por otra parte... no estaba segura de cómo iban a recibirme a mí. Entre Jenny Murray y yo había algunos asuntos por resolver, por decirlo con delicadeza.
Habíamos sido buenas amigas en el pasado, y esperaba que volviéramos a serlo. Pero ella había sido la principal artífice de la boda de Jamie con Laoghaire MacKenzie. Con la mejor de las intenciones, sin duda. Se había preocupado por él, que estaba solo y desarraigado al regresar de su cautiverio en Inglaterra. Además, para ser justos, me había dado por muerta.
¿Qué debía de haber pensado cuando volví a aparecer de repente?, me pregunté. ¿Que había abandonado a Jamie antes de Culloden y luego lo había pensado mejor? No había habido tiempo para explicaciones ni reconciliación, y se había producido aquella situación tan incómoda cuando Laoghaire, instada por Jenny, se había presentado en Lallybroch acompañada de sus hijas y nos había pillado a Jamie y a mí completamente por sorpresa.
Una burbuja de risa brotó en mi pecho al pensar en aquel encuentro, aunque en su momento no me había parecido nada gracioso. Bueno, tal vez tendríamos tiempo de hablar ahora, una vez que Jenny e Ian se hubieran recobrado de la conmoción del regreso de su hijo menor.
Por los ligeros movimientos que noté detrás de mí, supe que —aunque los caballos respiraban profunda y tranquilamente en su vaquería, e Ian se había entregado por fin a unos ruidosos ronquidos provocados por las flemas— yo no era la única que estaba despierta pensando en lo que nos esperaba.
—Tú tampoco duermes, ¿verdad? —le susurré a Jamie.
—No —contestó en voz baja, y volvió a cambiar de postura, apretándome más contra su cuerpo—. Pensaba en la última vez que volví a casa. Tenía mucho miedo y muy poca esperanza. Me imagino que ahora el muchacho tal vez lo ve así.
—Y tú, ¿cómo lo ves ahora? —pregunté mientras cruzaba las manos por encima del brazo que me rodeaba, y palpaba los huesos sólidos y gráciles de su antebrazo, tocándole suavemente la mano derecha mutilada.
Dejó escapar un profundo suspiro.
—No lo sé —respondió—. Pero todo irá bien. Esta vez estás conmigo.
El viento amainó en algún momento durante la noche y el día amaneció, milagrosamente, limpio y brillante. Frío aún como el cu lo de un oso polar, pero sin lluvia. Lo consideré un buen augurio.
Nadie abrió la boca mientras franqueábamos el último puerto de montaña que conducía a Lallybroch y divisábamos la casa abajo. Sentí que algo se me aflojaba en el pecho y sólo entonces me di cuenta del tiempo que llevaba conteniendo el aliento.
—Está igual, ¿verdad? —dije, y mi aliento brotó blanco en medio del frío.
—El palomar tiene un tejado nuevo —observó Ian—. Y el redil de mamá es mayor. —Hacía cuanto podía para parecer despreocupado, pero era imposible ignorar el ansia que temblaba en su voz.
Acicateó a su caballo con las rodillas y se nos adelantó un poco mientras la brisa hacía ondear las plumas de pavo de su cabello.
Era un poco más de mediodía y el lugar guardaba silencio. Las tareas matutinas ya estaban hechas, el ordeño nocturno y la preparación de la cena aún no habían empezado. No vi a nadie fuera, aparte de un par de vacas de las Highland grandes y peludas que comían heno haciendo mucho ruido en una pradera cercana, pero las chimeneas humeaban y la gran casa revocada de blanco tenía el aspecto hospitalario y tranquilo de siempre.
¿Volverían Bree y Roger allí alguna vez?, me pregunté de repente. Brianna lo había mencionado cuando la idea de marcharse se había convertido en un hecho y habían empezado a hacer planes.
—Está deshabitada —había dicho con los ojos fijos en la camisa al estilo del siglo XX que estaba cosiendo—. En venta. O al menos lo estaba cuando Roger estuvo allí... ¿hace unos años? —Levantó la vista con una sonrisa irónica. No había posibilidad alguna de hablar del tiempo de la manera convencional—. Me gustaría que los niños vivieran allí, quizá. Pero tenemos que ver cómo... salen las cosas.
Entonces, había mirado a Mandy, dormida en su cuna, con la piel de alrededor de los labios ligeramente azul.
—Saldrán bien —le había contestado con firmeza—. Todo saldrá a la perfección.
«Señor —recé ahora en silencio—, ¡que estén a salvo!»
Ian había saltado del caballo y nos esperaba impaciente. Mientras desmontábamos, se dirigió hacia la puerta, pero ya habían advertido nuestra llegada, de modo que ésta se abrió de golpe de par en par antes de que pudiera tocarla.
Jenny se detuvo en seco en el umbral. Parpadeó una vez e inclinó la cabeza un poco hacia atrás mientras sus ojos recorrían el largo cuerpo cubierto de ante, con sus músculos como cuerdas y sus pequeñas cicatrices, hasta la cabeza emplumada y con cresta, con su rostro tatuado, tan cuidadosamente inexpresivo a excepción de los ojos, cuya esperanza y temor no podía ocultar, mohawk o no.
La boca de Jenny se torció. Una... dos veces... luego su rostro se quebró y comenzó a emitir pequeños gritos histéricos que se convirtieron en algo que era risa, sin lugar a dudas. Tragó saliva, soltó otro chillido y estalló en tales carcajadas que regresó tambaleándose al interior de la casa y tuvo que sentarse en el banco del vestíbulo, donde se dobló por la mitad abrazándose el vientre con los brazos y siguió riéndose hasta que el sonido cesó y, sin resuello, respiró con débiles y sibilantes jadeos.
—Ian —dijo por fin, mientras negaba con la cabeza—. Oh, Dios mío, Ian. Mi niño.
Ian parecía completamente desconcertado. Miró a Jamie, que se encogió de hombros, mientras también a él se le crispaba la boca, y luego volvió a mirar a su madre.
Ella tomó una bocanada de aire, hinchando el pecho, se acercó a él, lo abrazó y le hundió en el costado su rostro surcado de lágrimas. Él la rodeó despacio y con cuidado con los brazos y la estrechó contra su cuerpo como algo frágil, de inmenso valor.
—Ian —repitió ella, y vi ceder de repente sus pequeños y tensos hombros—. Oh, Ian. Gracias a Dios que has llegado a tiempo.
Estaba más menuda de lo que yo recordaba, y más delgada, con el cabello algo más gris, aunque aún de un color oscuro intenso, pero los ojos de gata azul profundo eran exactamente los mismos, al igual que el aire natural de autoridad que compartía con su hermano.
—Dejad los caballos —dijo con brío mientras se secaba los ojos con la punta del delantal—. Haré que un mozo se ocupe de ellos. Debéis de estar helados y muertos de hambre. Dejad las cosas y venid al salón.
Me examinó con una breve mirada de curiosidad y algo más que no supe interpretar, pero no me miró directamente a los ojos ni dijo más que «Ven», al tiempo que nos conducía al salón.
La casa tenía un olor familiar pero extraño, impregnado de humo de turba y de olor a comida. Alguien acababa de hornear pan, y el olor a levadura llegaba flotando al vestíbulo desde la cocina. En el vestíbulo hacía casi tanto frío como fuera. Todas las habitaciones tenían la puerta bien cerrada para conservar el calor de sus chimeneas, de modo que una agradecida tibieza brotó del salón cuando ella abrió la puerta, volviéndose para hacer entrar a Ian primero.
—Ian —dijo en un tono que yo nunca le había oído utilizar antes—. Ian, han venido. Tu hijo ha vuelto a casa.
El viejo Ian estaba sentado en un gran sillón cerca de la chimenea con una gruesa manta sobre las rodillas. Se levantó al instante, algo inestable sobre la pata de palo que llevaba en sustitución de una pierna perdida en combate, y avanzó unos pasos hacia nosotros.
—Ian —dijo Jamie con la voz blanda por la emoción—. Dios mío, Ian.
—Ah, sí —repuso él con voz rara a su vez—. No te preocupes. Aún soy yo.
«Tisis», lo llamaba la gente. O por lo menos los médicos. Significaba «debilitamiento» en griego. Los profanos lo denominaban «consunción» y el porqué era evidente. Consumía a sus víctimas, se las comía vivas. Era una enfermedad consuntiva y, en efecto, devastaba. Se comía la carne y echaba la vida a perder, derrochadora y caníbal.
La había visto muchas veces en Inglaterra en los años treinta y cuarenta, y aquí mucho más, en el pasado. Pero nunca había visto arrancarle la carne de los huesos a un ser querido, por lo que ahora se me encogió el corazón y se me cayó el alma a los pies.
Ian había sido siempre flaco como una tralla, incluso en tiempos de abundancia. Nervudo y fuerte, con los huesos siempre próximos a la superficie de la piel, idénticos a los de su hijo. Pero ahora...
—Puede que tosa, pero no me romperé —le aseguró a Jamie, avanzó unos pasos y le rodeó el cuello con los brazos.
Jamie lo abrazó con mucha suavidad. Su abrazo se fue volviendo más firme a medida que se daba cuenta de que Ian no se quebraba, y cerró los ojos para impedir que brotasen las lágrimas que estaba refrenando. Sus brazos se tensaron, en el intento reflejo de evitar que Ian cayera en el abismo que tan claramente se abría a sus pies.
«Yo puedo contar todos mis huesos.» La cita de la Biblia acudió espontánea a mi memoria. Podía contárselos literalmente. La tela de su camisa reposaba sobre sus costillas, tan marcadas que podía ver las articulaciones donde cada una de ellas se unía a los protuberantes nudos de su columna vertebral.
—¿Cuánto? —espeté volviéndome hacia Jenny, que estaba observando a los hombres, a su vez con los ojos brillantes de lágrimas no derramadas—. ¿Cuánto hace que la tiene?
Ella parpadeó una vez y tragó saliva.
—Años —contestó, bastante serena—. Volvió con la tos de la cárcel de Tolbooth, en Edimburgo, y nunca se curó. Pero supongo que fue empeorando a lo largo del año pasado.
Asentí. Se trataba, pues, de un caso crónico. Eso lo explicaba. La forma aguda, llamada «consunción galopante», se lo habría llevado en cuestión de meses.
Ella me preguntó lo mismo, pero con un sentido diferente.
—¿Cuánto? —inquirió en voz tan baja que casi no la oí.
—No lo sé exactamente —respondí en voz también baja—. Pero... no mucho.
Hizo un gesto afirmativo. Hacía mucho que lo sabía.
—Qué suerte que hayáis llegado a tiempo, entonces —declaró, pragmática.
Los ojos del joven Ian estaban fijos en su padre desde el mismísimo momento en que había entrado en la habitación. La sorpresa se reflejaba a las claras en su rostro, pero mantuvo el control de sí mismo.
—Papá —dijo, y habló con voz tan ronca que la palabra brotó como un graznido estrangulado. Se aclaró brutalmente la garganta y, mientras avanzaba hacia él, repitió—: Papá.
El viejo Ian miró a su hijo y se le iluminó la cara con una alegría tan profunda que eclipsó las marcas de la enfermedad y el sufrimiento.
—Ian —dijo extendiendo los brazos—. ¡Muchachito mío!
Aquello eran las Highlands. Y aquéllos eran Ian y Jenny. Lo que significaba que ciertas cuestiones que podrían haberse evitado por confusión o delicadeza se abordaron, por el contrario, de inmediato.
—Tal vez muera mañana o tal vez viva otro año —manifestó Ian con franqueza frente a una rebanada de pan con mermelada y una taza de té, llegados de la cocina por arte de magia para que los cansados viajeros aguantaran hasta que la cena estuviera lista—. Yo apuesto a que serán tres meses. Cinco a dos, si a alguien le apetece apostar. Aunque no sé cómo voy a hacer para recoger mis ganancias. —Sonrió, el viejo Ian trasluciéndose de repente en su rostro cadavérico.
Entre los adultos sonó un murmullo que no era risa. El salón estaba atiborrado de gente, pues el anuncio que había hecho venir el pan y la mermelada también había logrado que todos los habitantes de Lallybroch salieran hormigueando de sus habitaciones y escondrijos, y bajaran las escaleras con estrépito llenos de ansia por saludar y reclamar a su hijo pródigo. Las demostraciones de afecto de su familia casi habían derribado al joven Ian al suelo y lo habían pisoteado. Después de la conmoción de ver a su padre, eso lo había aturdido hasta tal punto que se había quedado sin habla, aunque seguía sonriendo del todo impotente ante un sinfín de preguntas y exclamaciones.
Al final, Jenny lo había rescatado del torbellino, cogiéndolo de la mano y empujándolo con firmeza al interior del salón con el viejo Ian, y volviendo a salir de inmediato para disolver el alboroto con una mirada severa y unas palabras firmes antes de hacerlos desfilar a todos de manera ordenada.
El joven Jamie —el hijo mayor de Ian y Jenny, tocayo de Jamie— vivía ahora en Lallybroch con su mujer y sus hijos, al igual que su hermana Maggie y sus dos hijos, pues el marido de ésta era soldado. El joven Jamie estaba fuera, en la finca, pero las mujeres vinieron a sentarse conmigo. Los niños se apiñaban alrededor del joven Ian, mirándolo y haciéndole tantas preguntas que hablaban todos al mismo tiempo, empujándose y rechazándose unos a otros, discutiendo quién había preguntado qué y a quién debía contestar primero.
Los chiquillos no habían prestado atención al comentario del viejo Ian. Ya sabían que el abuelo se estaba muriendo, y tal cosa no tenía ningún interés en comparación con su fascinante nuevo tío. Una niñita con el cabello recogido en gruesas trenzas se sentó en el regazo del joven Ian y recorrió con los dedos las líneas de sus tatuajes, metiéndole de vez en cuando un dedo en la boca sin querer, mientras él sonreía y respondía vacilante a sus curiosos sobrinos y sobrinas.
—Podrías habérnoslo escrito —le dijo Jamie a Jenny con un deje de reproche en la voz.
—Lo hice —contestó ella, a su vez con retintín—. Hace un año, cuando comenzó a deshacérsele la carne y se dio cuenta de que era algo más que una tos. Te pedí que mandaras entonces al joven Ian, si podías.
—Ah —repuso Jamie, confundido—. Debimos de marcharnos del Cerro antes de que llegara la carta. Pero ¿no te escribí en abril pasado para decirte que veníamos? Mandé la carta desde New Bern.
—Si lo hiciste, nunca llegó. No es de extrañar, con el bloqueo. De lo que nos mandan de América, no recibimos más que la mitad de lo que solíamos. Pero, si os marchasteis en marzo pasado, el viaje ha sido muy largo, ¿no?
—Un poco más largo de lo que esperábamos, sí —contestó Jamie con sequedad—. Han sucedido cosas por el camino.
—Ya veo.
Sin la menor vacilación, le cogió la mano derecha y le examinó la cicatriz y los dedos juntos con interés. Me miró arqueando una ceja y yo asentí.
—Eso... lo hirieron en Saratoga —señalé poniéndome extrañamente a la defensiva—. Tuve que hacerlo.
—Es un buen trabajo —replicó doblándole con cuidado los dedos—. ¿Te duele mucho, Jamie?
—Me duele con el frío. Pero, aparte de eso, no me molesta.
—¡Whisky! —exclamó en ese momento, sentándose muy derecha—. Estáis helados hasta los huesos y no se me ha ocurrido... ¡Robbie! Corre a buscar la botella especial de la estantería de encima de los calderos.
Un muchacho larguirucho que había estado revoloteando en torno a la multitud que rodeaba al joven Ian miró a su abuela algo reacio, pero, al observar la carga de profundidad de su mirada, salió disparado de la habitación a cumplir su orden.
El salón estaba más que caldeado. Con un fuego de turba ardiendo en la chimenea y tanta gente hablando, riendo y exudando calor corporal, la temperatura era casi tropical. Sin embargo, cada vez que miraba a Ian, sentía un frío profundo en el corazón.
Ahora estaba recostado en la silla, aún sonriente. Aun así, su agotamiento saltaba a la vista en la caída de sus hombros huesudos, en la flacidez de sus párpados, en el claro esfuerzo que le costaba mantener la sonrisa.
Aparté la mirada y descubrí que Jenny me estaba observando. Desvió la vista al instante, pero yo había advertido en sus ojos que estaba sacando conjeturas y que tenía dudas. Sí, tendríamos que hablar.
Esa primera noche durmieron calentitos, tan cansados que casi no se tenían en pie, muy juntos y abrazados por Lallybroch. Pero Jamie oyó el viento cuando estaba a punto de despertarse. Había vuelto a arreciar durante la noche, un frío gemido en torno a los aleros de la casa.
Se sentó a oscuras en la cama, con las manos en las rodillas, escuchando. Se avecinaba una tormenta. Oía la nieve en el viento.
Claire yacía a su lado medio acurrucada mientras dormía, con el oscuro cabello desparramado como una mancha sobre la almohada blanca. La escuchó respirar, mientras daba gracias a Dios por aquel sonido, sintiéndose culpable al oírlo fluir suave y sin trabas. Había estado oyendo toser a Ian y se había quedado dormido con el ruido de su dificultosa respiración en la cabeza, si no en los oídos.
De puro agotamiento, había logrado apartar de su mente el tema de la enfermedad de Ian, pero, cuando despertó, estaba allí, pesada como una piedra en su pecho.
Claire se agitó en sueños, medio volviéndose sobre la espalda, y el deseo de ella lo inundó como si fuera agua. Vaciló, sufriendo por Ian, sintiéndose culpable por lo que Ian había perdido y él aún tenía, reacio a despertarla.
—Me siento tal vez como te sentiste tú —le susurró en voz demasiado baja para que ella se despertara—. Cuando pasaste a través de las piedras. Como si el mundo aún estuviera allí, pero ya no fuera el mundo que tuviste.
Habría jurado que ella seguía durmiendo, pero una mano salió de entre las sábanas, tanteando, y él la cogió. Claire dejó escapar un suspiro largo y soñoliento, hizo que se acostara a su lado. Lo tomó en sus brazos y lo meció sobre sus cálidos y suaves pechos.
—Tú eres mi mundo —murmuró ella y, entonces, su respiración cambió y se lo llevó consigo a un lugar seguro.