«Hierbas útiles», escribí y, como siempre, me detuve a pensar. Utilizar una pluma de ave te forzaba a redactar tanto con mayor cuidado como con mayor economía que si empleabas un bolígrafo o una máquina de escribir. No obstante, pensé, en ese apartado simplemente elaboraría una lista e iría añadiendo notas acerca de cada una de las hierbas según se me fueran ocurriendo. Luego, cuando lo tuviera todo claro, redactaría un borrador en limpio y me aseguraría de no olvidar nada, en lugar de intentar hacerlo todo de un tirón.
«Lavanda, menta piperita, consuelda —escribí sin vacilar—. Caléndula, matricaria, dedalera, reina de los prados.» Volví atrás en mi lista para añadir un gran asterisco junto a «dedalera» con el fin de recordar añadir fuertes recomendaciones de emplearla con precaución, ya que había pequeñas partes de la planta que eran extremadamente venenosas a menos que se utilizaran en dosis muy reducidas. Jugueteé con la pluma entre los dedos y me mordí el labio, indecisa. ¿Debía mencionarla siquiera, habida cuenta de que el libro iba a ser una guía médica útil para el público general y no para médicos con experiencia en el empleo de medicamentos varios? Porque, de hecho, uno no debería tratar a nadie con dedalera a menos que tuviera una formación... Mejor no. La taché, aunque después lo pensé mejor. Tal vez sería mejor que la mencionara acompañándola de un dibujo, pero también con la severa advertencia de que sólo un médico debería utilizarla, por si a alguien se le ocurría la brillante idea de ponerle remedio definitivo a la hidropesía del tío Tophiger...
Una sombra se proyectó en el suelo delante de mí y levanté la vista. Jamie estaba allí de pie, con una expresión muy extraña.
—¿Qué pasa? —inquirí, asustada—. ¿Ha sucedido algo?
—No —respondió y, tras entrar en el estudio, se inclinó y puso las manos sobre el escritorio, acercando su rostro a poco más de un palmo del mío—. ¿Has tenido jamás la más mínima duda de que te necesito? —preguntó.
No tardé ni medio segundo en pensar la respuesta.
—No —contesté de inmediato—. A mi entender, me necesitabas con urgencia en el preciso momento en que te vi. Y no he tenido jamás razón alguna para pensar que te hayas vuelto ni un ápice más autosuficiente desde entonces. ¿Qué demonios te ha pasado en la frente? Parecen marcas de dientes...
Se estiró por encima de la escribanía y me besó antes de que pudiera terminar mi observación.
—Gracias —dijo con ardor y, sin dilación, se apresuró a dar media vuelta y se marchó, evidentemente de muy buen humor.
—¿Qué le pasa al tío Jamie? —inquirió Ian, que entró tras él. Volvió la vista hacia la puerta abierta sobre el vestíbulo, de cuyas profundidades llegaba un canturreo desafinado, como el de un abejorro atrapado en algún lugar—. ¿Está borracho?
—No lo creo —dije, dubitativa, pasándome la lengua por los labios—. No sabía a nada que contuviera alcohol.
—Bueno. —Ian alzó un hombro, sin dar mayor importancia a las excentricidades de su tío—. He estado al otro lado de Broch Mordha y el señor MacAllister me ha dicho que la madre de su mujer se puso mala por la noche, y si podrías pasarte por allí si no era molestia.
—No es molestia en absoluto —le aseguré mientras me ponía rápidamente en pie—. Deja tan sólo que coja mi bolsa.
A pesar de que estábamos en primavera, una estación fría y traicionera, los arrendatarios y los vecinos parecían bastante sanos. Había reanudado con cierta cautela el ejercicio de mi profesión, ofreciendo, a modo de tentativa, consejo y ayuda médica a quien quisiera aceptarlos. Al fin y al cabo, ya no era la señora de Lallybroch, y muchas de las personas que conocía de antes habían muerto. Por lo general, los que aún vivían parecían alegrarse de verme, aunque había en sus ojos una cautela que no estaba antes allí. Me entristecía verlo, pero lo entendía de sobra.
Había abandonado Lallybroch, lo había abandonado a él. Los había abandonado a ellos. Y aunque fingían creerse la histo ria que Jamie les había contado acerca de que yo lo había creído muerto y había huido a Francia, no podían evitar sentir que los había traicionado al marcharme. Yo misma sentía que los había traicionado.
La familiaridad que había habido entre nosotros en el pasado ya no existía y, por tanto, ya no iba a visitarlos de manera rutinaria como solía hacer. Esperaba que me llamaran. Y, entretanto, cuando necesitaba salir de la casa, me iba a buscar hierbas por mi cuenta o me iba a dar un paseo con Jamie, que también necesitaba salir de la casa de vez en cuando.
Un día que hacía buen tiempo aunque soplaba viento, me llevó más lejos de lo habitual y me dijo que, si quería, me enseñaría su cueva.
—Claro que me gustaría, mucho —contesté. Me cubrí los ojos con la mano para protegerlos del sol mientras miraba a la cima de una escarpada colina—. ¿Está allí arriba?
—Sí. ¿La ves?
Negué con la cabeza. De no ser por la gran roca blanca que la gente llamaba el «Salto del Tonel», podría haberse tratado de cualquier colina de las Highlands, llena de aliagas y de brezos entre los que tan sólo se divisaban piedras.
—Vamos, entonces —dijo Jamie y, poniendo los pies en un punto de apoyo invisible, me sonrió y me tendió una mano para ayudarme a subir.
Era un duro ascenso, de modo que, cuando por fin apartó una pantalla de aliagas para mostrarme la estrecha boca de la cueva, yo estaba jadeando y empapada en sudor.
—Quiero entrar.
—No, no quieres entrar —le aseguró él—. Hace frío y está sucia.
Ella le dirigió una extraña mirada y una media sonrisa.
—Nunca lo habría adivinado —repuso, muy seca—. Aun así, quiero entrar.
Era inútil discutir con ella. Se encogió de hombros, se quitó el abrigo para que no se le ensuciara y lo colgó de un serbal joven que había brotado cerca de la entrada. Apoyó las manos sobre las piedras a ambos lados de la boca de la gruta, pero entonces dudó. ¿Era allí donde se agarraba siempre a la piedra, o no? «Dios santo, pero ¿qué importancia tiene?», se reprendió a sí mismo, y, asiéndose firmemente a la roca, entró y se dejó caer.
Hacía tanto frío como él sabía que haría. Al menos encontraba a resguardo del viento, así que no era un frío cortante, sino una gélida sensación de humedad que penetraba a través de la piel y te roía los huesos.
Se volvió y le tendió las manos, y ella se inclinó hacia él, intentó bajar apoyando los pies, pero perdió apoyo y medio cayó, aterrizando en sus brazos con gran agitación de ropas y cabellos sueltos. Jamie se echó a reír e hizo que ella se volviera a mirar, aunque mantuvo los brazos en torno a ella. Era reacio a rendirse al calor de su cuerpo y la abrazó como si fuera un escudo contra los fríos recuerdos.
Ella permaneció quieta, apoyándose en él, moviendo únicamente la cabeza mientras miraba de un extremo de la caverna al otro. Medía apenas dos metros y medio de largo, pero el extremo más lejano se perdía en las sombras. Alzó la barbilla y vio las suaves manchas negras que recubrían la piedra a un lado de la entrada.
—Ahí es donde yo encendía el fuego, cuando me atrevía a encenderlo. —Su voz sonaba rara, fina y sofocada, así que se aclaró la garganta.
—¿Dónde estaba tu cama?
—Justo ahí, junto a tu pie izquierdo.
—¿Dormías con la cabeza en este extremo? —Golpeó ligeramente con el pie la gravilla del suelo.
—Sí. Si la noche era clara, podía ver las estrellas. Si llovía, me volvía del otro lado.
Ella percibió la sonrisa en su voz y le acarició el muslo con la mano, pellizcándoselo.
—Eso era lo que yo esperaba —manifestó con voz algo sofocada a su vez—. Cuando oí hablar del Gorropardo, y de la cueva... pensaba en ti, solo aquí arriba... y esperaba que por la noche pudieras ver las estrellas.
—Podía verlas —susurró él, y bajó la cabeza para posar los labios en su pelo.
Se le había caído el chal con el que se había envuelto la cabeza y su cabello olía a bálsamo de limón y a lo que, según había dicho, era hierba gatera.
Claire dejó escapar un gruñido y dobló los brazos sobre los de él, calentándole el cuerpo a través de la camisa.
—Tengo la sensación de haberla visto antes —declaró en tono ligeramente sorprendido—. Aunque me imagino que quizá todas las cuevas se parecen mucho unas a otras, a menos que tengan estalactitas colgando en el techo o mamuts pintados en las paredes.
—Nunca tuve talento para la decoración —contestó él, y ella volvió a gruñir, divertida—. En cuanto a estar aquí... has pasado aquí muchas noches conmigo, Sassenach. Tú y la chiquilla, las dos.
«Aunque entonces no sabía que era una niñita», añadió para sí, recordando con una pequeña punzada que de vez en cuando se había sentado en la roca plana de la entrada, imaginando a veces la tibieza de una hija en los brazos, pero soñando también en ocasiones que tenía un hijito en sus rodillas y le señalaba las estrellas para viajar guiándose por ellas, y le explicaba cómo cazar y la oración que había que rezar cuando uno mataba para comer.
Pero esas cosas se las enseñó a Brianna más adelante, y a Jem. Los conocimientos no se habían perdido. Sin embargo, ¿servirían para algo?, se preguntó de pronto.
—¿La gente caza todavía? —preguntó—. ¿En el futuro?
—Claro —le aseguró ella—. Todos los años, en otoño, llega al hospital una avalancha de cazadores, en su mayor parte idiotas que se emborracharon y se dispararon unos a otros por error, aunque una vez atendí a un caballero al que un ciervo que había dado por muerto había pisoteado con ganas.
Jamie se echó a reír, sorprendido y reconfortado a la vez. La idea de cazar borracho... aunque había visto hacerlo a algunos estúpidos. Pero al menos los hombres aún cazaban. Jem cazaría.
—Estoy seguro de que Roger Mac no dejaría que Jem bebiese mucho antes de salir de caza —señaló—. Aunque los demás muchachos lo hagan.
Ella movió apenas la cabeza de un lado a otro, como solía hacer cuando se preguntaba si debía decirle una cosa o no, y él estrechó un poco su abrazo.
—¿Qué?
—Estaba imaginándome precisamente a un grupo de críos de segundo grado tomándose un trago de whisky todos juntos antes de volver a casa después del colegio en medio de la lluvia —dijo soltando un breve bufido—. En el siglo XX, los niños no beben nada de alcohol. Nunca. O al menos se supone que no deben hacerlo, de modo que permitírselo se considera un caso escandaloso de negligencia.
—¿Ah, sí? —Eso le parecía extraño. A él le habían dado cerveza con la comida desde... bueno, desde que tenía uso de razón. Y, sin duda, un trago de whisky para entrar en calor o si tenía el hígado helado o dolor de oídos o... Sin embargo, era cierto que Brianna le daba leche a Jem, incluso después de que dejara de usar babero.
El ruido de unas piedras que se desprendían más abajo, en la ladera de la colina, lo sobresaltó y soltó a Claire, mientras se volvía hacia la entrada. No creía que fuera a suponer un problema, pero, a pesar de todo, le indicó por gestos que se quedara allí, al tiempo que se encaramaba por encima de la boca de la cueva y cogía el abrigo y la navaja que llevaba en el bolsillo antes incluso de mirar quién había venido.
Algo más abajo había una mujer, una figura alta envuelta en un manto y un chal, junto a la gran roca donde Fergus había perdido la mano. Pero miraba hacia arriba, por lo que lo vio salir de la cueva. Ella lo saludó con la mano y lo llamó por señas, así que, tras lanzar una rápida mirada a su alrededor para cerciorarse de que estaba sola, Jamie avanzó medio deslizándose cuesta abajo hasta el camino donde ella se encontraba.
—Feasgar math —la saludó arrebujándose en su abrigo.
La mujer era bastante joven, tal vez de veintipocos años de edad, pero no la conocía. O creía no conocerla, hasta que habló.
—Ciamar a tha thu, mo athair —dijo en tono formal. «¿Cómo estás, padre?»
Él parpadeó, asombrado, pero enseguida se inclinó hacia delante, y la examinó con atención.
—¿Joanie? —preguntó, incrédulo—. ¿Eres la pequeña Joanie?
Su rostro alargado y bastante solemne rompió en una sonrisa, aunque breve, al oírlo.
—Entonces, ¿me reconoces?
—Sí, te reconozco, ahora que me doy cuenta... —Extendió una mano queriendo abrazarla, pero ella se mantuvo algo apartada de él, tensa, de modo que dejó caer la mano al tiempo que se aclaraba la garganta para capear el momento—. Ha pasado mucho tiempo, muchacha. Has crecido —añadió sin convicción.
—Como la mayoría de los críos —replicó ella, seca—. ¿Es tu mujer la que está contigo? La primera, quiero decir.
—Sí —contestó sustituyendo el asombro que su aparición le había causado por la cautela.
La miró rápidamente de arriba abajo, por si iba armada, pero no supo decir si era así. Se había envuelto en su manto para protegerse del viento.
—Quizá podrías pedirle que bajara —sugirió Joan—. Me gustaría conocerla.
Jamie lo dudaba. No obstante, parecía tranquila y no podía impedir que conociera a Claire, si así lo deseaba. Claire debía de estar observando. Se volvió, hizo un gesto en dirección a la cueva, llamándola por señas, y después se volvió de nuevo hacia Joan.
—¿Cómo es que has venido, muchacha? —le preguntó. De allí a Balriggan había sus buenos doce kilómetros, y en las proximidades de la gruta no había nada que pudiera atraer a nadie.
—Me dirigía a Lallybroch para verte. Me perdí tu visita cuando fuiste a la casa —añadió con un breve destello de lo que podría haber sido regocijo—. Pero os he visto a ti y a tu... mujer... paseando, así que os he seguido.
Pensar que ella deseara verlo lo reconfortó, pero al mismo tiempo desconfiaba. Habían pasado doce años, y ella era una chiquilla cuando él se marchó. Además, había vivido todos esos años con Laoghaire, escuchando, sin duda alguna, comentarios pésimos sobre él durante todo ese tiempo.
Miró su rostro, escrutador, sin distinguir más que una vaguísima impresión de las facciones infantiles que recordaba. No era hermosa, ni bonita siquiera, pero había en ella cierta dignidad que resultaba atractiva. Joan lo miró directamente a los ojos, en apariencia sin importarle lo que él pudiera ver o pensar. Sus ojos y su nariz tenían la forma de los de Laoghaire, aunque no tenía mucho más de su madre, pues era alta, morena y huesuda, con unas gruesas cejas, una cara alargada y fina y una boca que no tenía mucha costumbre de sonreír, pensó Jamie.
Oyó que Claire avanzaba colina abajo por detrás de él y se volvió a ayudarla, aunque sin perder de vista a Joanie, por si acaso.
—No te preocupes —dijo la joven con voz tranquila a su espalda—. No tengo intención de matarla de un tiro.
—¿No? Bueno, eso está bien.
Desconcertado, Jamie intentó recordar. ¿Se encontraba ella en la casa cuando Laoghaire le había disparado? Creía que no, aunque en esos momentos no se hallaba en condiciones de darse cuenta. Pero no cabía la menor duda de que se lo habían contado.
Claire tomó su mano y saltó al camino y, sin detenerse a descansar, se acercó enseguida a coger las manos de Joan entre las suyas, sonriendo.
—Me alegro mucho de conocerte —manifestó en tono sincero—. Marsali me dijo que debía darte esto. —E, inclinándose, besó a Joan en la mejilla.
Por primera vez, Jamie vio sorprenderse a la muchacha. Joanie se sonrojó y retiró las manos, mientras se volvía hacia un lado y se restregaba debajo de la nariz con un pliegue del manto, como si le hubiera entrado picor, para que nadie viera que se le habían llenado los ojos de lágrimas.
—Yo... gracias —dijo lanzándole una mirada rápida y penetrante a los ojos—. Usted... mi hermana me ha escrito hablándome de usted.
Carraspeó y parpadeó con fuerza, luego miró a Claire con indisimulado interés, un interés absolutamente recíproco.
—Félicité se parece a ti —observó Claire—. También Henri-Christian, un poquito... pero Félicité muchísimo.
—Pobrecita —murmuró Joan, pero, al oírselo decir, no pudo evitar una sonrisa que le iluminó la cara.
Jamie tosió.
—¿No quieres venir a casa, Joanie? Serías bienvenida.
Ella negó con la cabeza.
—Más adelante, quizá. Quería hablar contigo, mo athair, donde nadie pudiera oírnos. Salvo tu mujer —añadió con una ojeada a Claire—, pues sin lugar a dudas ella tiene algo que decir sobre el asunto. —Aquello sonó un tanto siniestro, mas luego añadió—: Es acerca de mi dote.
—¿Ah, sí? Bueno, resguardémonos del viento, por lo menos.
Jamie las condujo bajo la protección de la gran roca, mientras se preguntaba qué estaría tramando. ¿Acaso la muchacha quería casarse con alguien inapropiado y su madre se negaba a darle la dote? ¿Habría sucedido algo con el dinero? Lo dudaba. El viejo Ned Gowan había redactado los documentos y el dinero estaba a salvo en un banco de Inverness. Y, al margen de lo que pensara de Laoghaire, estaba seguro de que nunca haría nada que perjudicara a sus hijas.
Una tremenda ráfaga de viento subió por el camino, arremolinando las enaguas de las mujeres como hojas voladoras y arrojándoles a todos nubes de polvo y brezo seco. Se apresuraron a refugiarse bajo la protección que les ofrecía la roca y permanecieron allí sonriendo y riendo brevemente bajo el efecto del tiempo, mientras se sacudían el polvo y se arreglaban la ropa.
—Bueno —comenzó Jamie antes de que el buen humor tuviera ocasión de agriarse—, ¿con quién quieres casarte?
—Con Jesucristo —contestó Joan al instante.
Jamie se la quedó mirando unos segundos hasta que se dio cuenta de que tenía la boca abierta de par en par y la cerró.
—¿Quieres hacerte monja? —Las cejas de Claire estaban arqueadas en señal de interés—. ¿De verdad?
—Sí. Hace mucho tiempo que sé que tengo vocación, pero... —vaciló— es... complicado.
—No me cabe la menor duda —repuso Jamie recuperándose un poco de la impresión—. ¿Has hablado de ello con alguien, muchacha? ¿Con el cura? ¿Con tu madre?
Los labios de Joan se comprimieron hasta formar una fina línea.
—Con ambos —dijo brevemente.
—¿Y qué han dicho? —inquirió Claire. Era obvio que estaba fascinada, apoyada contra la roca mientras se peinaba el pelo hacia atrás con los dedos.
Joan resopló.
—Mi madre dice —respondió con precisión— que he perdido la cabeza de leer tantos libros, y que todo es culpa tuya —añadió sin rodeos dirigiéndose a Jamie— por haberme transmitido el gusto por la lectura. Quiere que me case con el viejo Geordie McCann, pero le dije que prefería estar muerta en la cuneta.
—¿Cuántos años tiene el viejo Geordie McCann? —preguntó Claire, y Joan la miró parpadeando.
—Veinticinco o así —respondió—. ¿Qué tiene que ver?
—Simple curiosidad —murmuró Claire con aire divertido—. ¿Es que hay un joven Geordie McCann?
—Sí, su sobrino. Tiene tres años —añadió Joan en aras de una estricta precisión—. Tampoco quiero casarme con él.
—¿Y el cura? —intervino Jamie antes de que Claire pudiera hacer descarrilar por entero la conversación.
Joan respiró hondo y pareció volverse más alta y seria al hacerlo.
—Él dice que tengo la obligación de quedarme a atender la casa y cuidar de mi vieja madre.
—Que se cepilla a Joey, el mozo, en la cabrería —añadió Jamie en tono amable—. Me imagino que lo sabes, ¿no?
Con el rabillo del ojo vio el rostro de Claire, y le hizo tanta gracia que tuvo que volverse para no mirarla. Levantó una mano por detrás de su espalda indicándole que se lo contaría más tarde.
—No lo hace mientras yo estoy en casa —repuso Joan con frialdad—. Y me parece que es el único motivo por el que aún sigo allí. ¿Crees que mi conciencia me permitiría marcharme, sabiendo lo que van a hacer? Ésta es la primera vez en tres meses que me alejo más allá del huerto, y si apostar no fuera pecaminoso, me jugaría mis mejores enaguas a que están en ello ahora mismito, condenando sus almas a los infiernos.
Jamie carraspeó, intentando —sin conseguirlo— no pensar en Joey y Laoghaire entrelazados en un apasionado abrazo en la cama de ella, con su colcha azul y gris de retazos.
—Sí, bueno. —Sentía los ojos de Claire taladrándole la nuca, y notó cómo la sangre se precipitaba hacia allí—. En resumidas cuentas, quieres hacerte monja, pero el cura dice que no debes, tu madre no quiere darte la dote para ello, y tu conciencia no te dejaría hacerlo en cualquier caso. ¿Es ésa es la situación, según tú?
—Sí —respondió Joan, satisfecha con su conciso resumen.
—Y, eeeh, ¿qué es lo que quieres que Jamie haga al respecto? —inquirió Claire colocándose junto a él—. ¿Matar a Joey? —Le lanzó a Jamie una mirada de soslayo con sus ojos amarillos, llena de perverso regocijo por lo incómodo de su situación.
Él la miró con los ojos entornados y ella le sonrió.
—¡Por supuesto que no! —las gruesas cejas de Joan se aproximaron—. Quiero que se casen. Así no estarían en pecado mortal cada vez que yo volviera la espalda y el cura no podría decir que tengo que quedarme en casa, pues mi madre tendría un marido que cuidaría de ella.
Jamie recorrió despacio con un dedo, arriba y abajo, el puente de su nariz, intentando pensar cómo iba a hacer para inducir a dos réprobos de mediana edad a casarse. ¿Por la fuerza? ¿Amenazándolos con una escopeta? Imaginaba que podía hacerlo, pero... bueno, cuanto más pensaba en ello, más le gustaba la idea...
—¿Crees que él quiere casarse con ella? —le sorprendió Claire.
A Jamie no se le había ocurrido formularse esa pregunta.
—Sí, sí que quiere —respondió Joan con obvia desaprobación—. Siempre me habla de ello gimoteando, me dice cuantíiiiiiisimo la quiere... —Puso los ojos en blanco—. No es que piense que no debería quererla —se apresuró a añadir al ver la expresión de Jamie—. Pero no debería hablarme de ello a mí, ¿no crees?
—Eeeh... no —repuso él, ligeramente aturdido.
El viento rugía alrededor de la roca, y aquel estruendo en los oídos lo consumía, y hacía que se sentiera como cuando estaba en la cueva, viviendo en soledad durante semanas, sin oír voz alguna salvo el viento. Sacudió la cabeza con violencia para despejársela, y se obligó a centrar la atención en la cara de Joan y a oír sus palabras por encima del vendaval.
—Me parece que ella está dispuesta a casarse con él —decía Joan, aún frunciendo el ceño—. Aunque no me habla de ello, gracias a Brígida. Pero le tiene cariño. Le da de comer las mejores tajadas y todo eso.
—Bueno, en tal caso... —Se apartó un mechón de cabello de la boca, sintiéndose mareado—. ¿Por qué no se casan?
—Por ti —contestó Claire en un tono algo menos divertido—. Y aquí es donde entro yo, me imagino, ¿verdad?
—Y eso por...
—Por el acuerdo al que llegaste con Laoghaire cuando yo... regresé. —Su atención estaba centrada en Joan, pero se acercó más a Jamie y le tocó ligeramente la mano, sin mirarlo—. Prometiste mantenerla y aportar una dote para Joan y Marsali, pero la ayuda se acabaría si volvía a casarse. Eso es todo, ¿no? —le preguntó a Joan, quien asintió.
—Joey y ella podrían arreglárselas para ir tirando, pero... ya has visto a Joey. Si tú dejaras de mandarle dinero, es probable que tuviera que vender Balriggan para poder vivir, y eso le rompería el corazón —añadió con voz queda bajando los ojos por primera vez.
Un extraño dolor se apoderó del corazón de Jamie, un dolor extraño porque no era suyo, pero lo reconocía. En cierto momento, en las primeras semanas de su matrimonio, un día que habían estado cavando para plantar nuevas matas en el jardín, Laoghaire le había llevado una jarra de cerveza fría y había permanecido allí de pie mientras él se la bebía; luego le había dado las gracias por cavar. Sorprendido, Jamie se había echado a reír y le había preguntado por qué motivo había de agradecérselo. «Porque cuidas de mi hogar —se limitó a contestar ella—, pero no intentas quitármelo.» Acto seguido, había cogido la jarra vacía de sus manos y había vuelto a entrar en la casa.
Y en una ocasión, en la cama —y Jamie se sonrojaba al recordarlo estando Claire justo a su lado—, él le había preguntado por qué le gustaba tanto Balriggan. Al fin y al cabo, no era una casa que hubiera heredado de su familia, ni era especial en ningún sentido. Ella había soltado un ligero suspiro, se había subido la colcha hasta la barbilla y le había contestado: «Es el primer lugar en el que me he sentido segura.» Cuando le preguntó por qué, no había querido seguir hablando del tema, sino que se había dado la vuelta y había fingido que se quedaba dormida.
—Preferiría perder a Joey que perder Balriggan —le estaba diciendo Joan a Claire—. Pero tampoco quiere perderlo a él. Así que ya entiende cuál es el problema, ¿no?
—Sí, lo entiendo.
Claire hablaba en tono comprensivo, pero le lanzó a Jamie una mirada indicándole que aquello era, como es natural, problema suyo. Claro que lo era, pensó él, exasperado.
—Ya... haré algo —intervino sin tener la más mínima idea de qué, pero ¿cómo podía negarse? Dios probablemente lo mataría por interferir en la vocación de Joan, si su propio sentimiento de culpa no acababa con él primero.
—¡Oh, papá! ¡Gracias!
Joan esgrimió una repentina y desconcertante sonrisa y se abalanzó sobre él. Jamie apenas si levantó los brazos a tiempo de cogerla. Era una joven muy robusta. Pero la envolvió en el abrazo que había querido darle al encontrarse y sintió que aquel extraño dolor se aplacaba al tiempo que aquella hija extraña encajaba limpiamente en un lugar vacío de su corazón cuya existencia desconocía.
El viento seguía azotando a su alrededor, por lo que tal vez fuera una mota de polvo lo que hizo relucir los ojos de Claire mientras lo miraba sonriente.
—Una única cosa —observó él con severidad cuando Joan lo soltó y retrocedió unos pasos.
—Lo que sea —replicó ella con ardor.
—¿Rezarás por mí? ¿Cuando seas monja?
—Todos los días —le aseguró ella—, y los domingos, dos veces.
Ahora el sol empezaba a descender en el cielo, pero todavía falta ba algún tiempo para cenar. Supuse que debería haber estado en casa y ofrecerme a ayudar con los preparativos de la comida, enormes y laboriosos a la vez, con tanta gente yendo y viniendo, y Lallybroch no podía permitirse ya el lujo de un cocinero. Sin embargo, aunque Jenny estuviera absorta mimando a Ian, Maggie y sus jóvenes hijas y las dos criadas eran más que capaces de arreglárselas. Yo no haría más que estorbar. O eso me dije, muy consciente de que siempre había trabajo para un par de manos extra.
No obstante, bajé con esfuerzo detrás de Jamie por la ladera de la colina y no dije nada cuando él se desvió del camino que conducía a Lallybroch. Caminamos hacia el laguito, muy satisfechos.
—Tal vez sí tenga algo que ver con la decisión de Joan a causa de los libros, ¿no crees? —dijo él al cabo de un rato—. Quiero decir que les leía a las chiquillas por la noche de vez en cuando. Se sentaban conmigo en el banco, una a cada lado, apoyando la cabeza en mí, y era... —Hizo una pausa, mirándome, y tosió, a todas luces preocupado por si la idea de que hubiera disfrutado de algún momento en casa de Laoghaire pudiera resultarme de algún modo ofensiva.
Le sonreí y me agarré a su brazo.
—Estoy segura de que les encantaba. Pero dudo mucho que le leyeras a Joan nada que le hiciera querer meterse a monja.
—Bueno —replicó, titubeando—. Sí les leí fragmentos de las Vidas de los santos. Ah, y también de El libro de los mártires de Fox, aunque buena parte de él tiene que ver con los protestantes, y Laoghaire decía que los protestantes no podían ser mártires porque eran unos herejes perversos, y yo decía que ser hereje no te impedía ser mártir, y... —De repente sonrió—. Creo que eso tal vez fuera lo más parecido a una conversación decente que tuvimos nunca.
—¡Pobre Laoghaire! —exclamé—. Pero, cambiando de tema, y vamos a cambiar, ¿qué piensas del problema de Joan?
Jamie meneó la cabeza, dubitativo.
—Bueno, tal vez pueda untarle la mano a Laoghaire para que se case con ese pequeño lisiado, pero costaría mucho dinero, pues querría más de lo que le doy ahora. Y no me queda gran cosa del oro que trajimos, de modo que el asunto tendría que esperar hasta que pueda regresar al Cerro y sacar un poco más, llevarlo a un banco, disponer que le giraran el dinero... Detesto pensar que Joan tendría que pasarse un año en casa intentando mantener separadas a esas dos comadrejas enloquecidas por la lujuria.
—¿Comadrejas enloquecidas por la lujuria? —inquirí, divertida—. ¿No me digas? ¿Los has pillado haciéndolo?
—No exactamente —respondió Jamie, con un carraspeo—. Pero era obvio que había una atracción entre ellos. Venga, paseemos por la orilla. El otro día vi un nido de zarapitos.
El viento se había calmado y el sol era cálido y brillante, por ahora. Veía unas nubes asomando por el horizonte y no me cabía la menor duda de que al caer la noche volvería a llover, pero, por el momento, hacía un día de primavera precioso y ambos estábamos dispuestos a disfrutarlo. De tácito acuerdo, apartamos de nuestra mente todas las cuestiones desagradables y no hablamos de nada en especial, gozando tan sólo el uno de la compañía del otro, hasta que llegamos a un montículo cubierto de hierba rasa donde pudimos sentarnos y disfrutar del sol.
Sin embargo, la mente de Jamie parecía volver de vez en cuando a Laoghaire; supuse que no podía evitarlo. No es que me importase, porque yo salía muy bien parada en todas las comparaciones que hacía.
—Si ella hubiera sido mi primera mujer —dijo en tono reflexivo en un momento dado—, creo que tendría probablemente una opinión muy distinta de las mujeres en general.
—Bueno, no puedes definir a todas las mujeres en términos de cómo son (o de lo que una de ellas es) en la cama —objeté—. He conocido a hombres que, bueno...
—¿Hombres? ¿Frank no fue el primero? —me interrogó, sorprendido.
Me llevé una mano detrás de la cabeza y lo miré.
—¿Te importaría que no lo hubiera sido?
—Bueno... —Claramente asombrado por la posibilidad, buscó una respuesta—. Supongo... —Se interrumpió y me dirigió una mirada mientras se pasaba con aire meditativo un dedo por el puente de la nariz. Una comisura de su boca se curvó hacia arriba—. No lo sé.
Yo tampoco lo sabía. Por una parte, me pareció bastante gracioso que la idea lo sorprendiera y, a mi edad, no era del todo adversa a sentirme algo licenciosa, aunque sólo en retrospectiva. Por otra...
—Bueno, en cualquier caso, ¿adónde quieres ir a parar lanzando piedras?
—En mi caso, tú fuiste la primera —señaló con considerable aspereza.
—Eso dijiste —le tomé el pelo. Divertida, observé que se sonrojaba como la aurora.
—¿No me creíste? —inquirió, levantando la voz a su pesar.
—Bueno, para ser un joven presuntamente virgen, parecías bastante bien informado. Por no decir... imaginativo.
—¡Por el amor de Dios, Sassenach, me crié en una granja! Al fin y al cabo, es una cosa muy sencilla. —Me miró de arriba abajo con atención, entreteniendo la mirada en ciertos puntos de particular interés—. Y en cuanto a imaginar cosas... Señor, me pasé meses, ¡años... imaginando!
Una cierta luz llenó sus ojos y tuve la clara impresión de que no había dejado de imaginar en los años transcurridos desde entonces, en absoluto.
—¿Qué estás pensando? —pregunté, intrigada.
—Estoy pensando que el agua del lago está un poquito helada, pero si no se me encogiera enseguida el miembro, la sensación de calor al penetrar en ti... Por supuesto —añadió, pragmático, mirándome como si estuviera estimando el esfuerzo que supondría meterme en el lago a la fuerza—, no sería necesario que lo hiciéramos dentro del agua, a menos que tú quisieras. Podría simplemente remojarte unas cuantas veces, arrastrarte hasta la orilla y... Dios mío, tienes un culo precioso, con la ropa mojada adherida. Se vuelve toda transparente y percibo el bulto de tus nalgas, como melones redondos, grandes y suaves...
—Calla. ¡No quiero saber lo que estás pensando!
—Me lo has preguntado —señaló con toda la razón—. Y también puedo verte la encantadora rajita del culo. Y una vez te tengo clavada, debajo de mi cuerpo, no puedes escapar... ¿Quieres que te lo haga tumbada de espaldas, Sassenach, o de rodillas, conmigo detrás? Podría tener un buen apoyo de las dos maneras, y...
—¡No voy a meterme en un lago helado para satisfacer tus pervertidos deseos!
—Muy bien —repuso con una sonrisa. Tumbándose a mi lado, alargó la mano y tomó un generoso puñado de hierba—. Podemos satisfacerlos aquí, si quieres, donde se está caliente.